Un día con los castores
Mientras los dos muchachos cuchicheaban a sus espaldas, las dos niñas gritaron de repente «¡No!» y se detuvieron.
—¡El petirrojo! —exclamó Lucy—. El petirrojo se ha ido volando.
Y desde luego lo había hecho; había desaparecido de su vista.
—Y ¿ahora qué vamos a hacer? —dijo Edmund, lanzando a Peter una mirada que significaba: «¿Qué te dije?».
—¡Chist! ¡Mirad! —indicó Susan.
—¿Qué? —preguntó Peter.
—Algo se mueve entre los árboles, allí, a la izquierda.
Todos miraron con suma atención y se inquietaron un poco.
—Ahí está —dijo Susan al cabo de un instante.
—Yo también lo he visto —corroboró Peter—. Sigue ahí. Está justo detrás de ese árbol grande.
—¿Qué es? —preguntó Lucy, haciendo un gran esfuerzo para no parecer nerviosa.
—Sea lo que sea —dijo Peter—, nos está evitando. Es algo que no quiere ser visto.
—Vámonos a casa —propuso Susan.
Y entonces, a pesar de que nadie lo dijo en voz alta, todos comprendieron de improviso lo que Edmund había susurrado a Peter al final del capítulo anterior. Se habían perdido.
—¿Qué aspecto tiene? —quiso saber Lucy.
—Es… es una especie de animal —respondió Susan; y a continuación—. ¡Mirad! ¡Mirad! ¡De prisa! Ahí está.
Todos lo vieron entonces: un rostro peludo y bigotudo que se asomó para mirarlos desde detrás de un árbol. Sin embargo, en esa ocasión no se retiró inmediatamente; en lugar de eso, se llevó la pata a la boca igual que los humanos se llevan el dedo a los labios cuando quieren indicar que permanezcas en silencio. Luego volvió a desaparecer. Los niños se quedaron inmóviles conteniendo el aliento.
Al cabo de un momento el desconocido salió por detrás del árbol, dirigió una veloz mirada a su alrededor como si temiera que alguien estuviera espiando y dijo:
—Chist.
A continuación les hizo señas para que se reunieran con él en la parte más espesa del bosque, donde se encontraba, y volvió a desaparecer.
—Sé lo que es —anunció Peter—; es un castor. Le he visto la cola.
—Quiere que vayamos hacia donde está él —dijo Susan—, y nos advierte que no hagamos el menor ruido.
—Lo sé —asintió Peter—. La cuestión es: ¿vamos hacia él o no? ¿Qué te parece, Lu?
—Parece un castor muy simpático —respondió Lucy.
—Sí, pero ¿cómo sabemos que lo es? —inquirió Edmund.
—¿No tendríamos que arriesgarnos? —dijo Susan—. Quiero decir, de nada sirve quedarse aquí, y tengo muchas ganas de cenar.
En aquel momento el castor volvió a sacar la cabeza por detrás del árbol y les hizo enérgicas señas para que se acercaran.
—Vamos —decidió Peter—, hagamos la prueba. Quedaos todos muy juntos. Deberíamos ser dignos rivales para un castor si resulta ser un enemigo.
Así que los niños se apelotonaron, avanzaron hasta el árbol y lo bordearon, y allí, efectivamente, encontraron al castor; pero éste retrocedió aún más, a la vez que les decía en un susurro ronco y gutural:
—Más adentro, más adentro. Justo aquí. ¡No estamos a salvo en campo abierto!
Sólo cuando los hubo conducido hasta un lugar oscuro donde cuatro árboles crecían tan juntos que sus ramas se entrelazaban y bajo los pies se podía distinguir la tierra marrón y las agujas de las coníferas debido a que ni un copo de nieve había conseguido caer allí, empezó a hablarles.
—¿Sois los Hijos de Adán y las Hijas de Eva? —preguntó.
—Bueno, somos algunos de ellos —respondió Peter.
—¡Chissst! —dijo el castor—. No tan fuerte, por favor. No estamos seguros ni siquiera aquí.
—¿Por qué, de quién tiene miedo? —dijo Peter—. No hay nadie aparte de nosotros.
—Están los árboles —respondió él—. Siempre están escuchando. La mayoría está de nuestro bando, pero existen árboles que nos entregarían a «ella»; ya sabéis a quién me refiero. —Y movió afirmativamente la cabeza varias veces.
—Si hablamos de bandos —intervino Edmund—, ¿cómo sabemos que es nuestro amigo?
—No es nuestra intención ser groseros, señor Castor —añadió Peter—, pero como comprenderá, somos forasteros.
—Muy cierto, muy cierto —respondió el castor—. He aquí mi prueba.
Dicho aquello les tendió un pequeño objeto blanco. Todos lo contemplaron con sorpresa, hasta que de repente Lucy dijo:
—Oh, claro. Es mi pañuelo; el que entregué al pobre señor Tumnus.
—Es cierto —asintió el castor—. Pobre muchacho, se enteró del arresto antes de que sucediera y me entregó esto. Dijo que si le sucedía algo debía encontrarme contigo aquí y conducirte a…
Llegado a aquel punto la voz del animal se apagó y les dedicó uno o dos misteriosos movimientos de cabeza. Luego, haciendo una señal a los niños para que lo rodearan tan de cerca como pudieran, de modo que sus bigotes les hicieron cosquillas en el rostro, añadió en un susurro apenas audible:
—Dicen que Aslan está en camino; puede que haya llegado ya.
Entonces sucedió algo muy curioso. Ninguno de los niños sabía quién era Aslan, igual que tú; pero en cuanto el castor hubo pronunciado aquellas palabras todos se sintieron distintos. Tal vez te ha sucedido alguna vez al soñar que alguien dice algo que no entiendes pero en el sueño parece como si tuviera un enorme significado; puede ser un sentido aterrador, que convierte todo el sueño en una pesadilla o, por el contrario, uno demasiado magnífico para poder expresarlo con palabras, que convierte el sueño en algo tan hermoso que uno lo recuerda toda la vida y siempre desea repetirlo. Ante la mención del nombre «Aslan» todos y cada uno de los niños sintieron una especie de sobresalto en su interior. Para Edmund fue una sensación de misterioso horror; Peter se sintió repentinamente valeroso y aventurero; a Susan le pareció como si algún aroma exquisito o un acorde de deliciosa música hubiera pasado flotando junto a ella; y Lucy tuvo la misma impresión que uno tiene cuando despierta por la mañana y se da cuenta de que empiezan las vacaciones o el verano.
—Y ¿qué hay del señor Tumnus? —preguntó Lucy—; ¿dónde está?
—Chist —dijo el castor—, aquí no. Debo llevaros a un lugar donde podamos tener una auténtica conversación y, de paso, cenar.
Nadie, excepto Edmund, tuvo la menor dificultad entonces en confiar en el castor, y todos, incluido Edmund, se sintieron muy contentos al escuchar la palabra «cenar». Por consiguiente todos apresuraron el paso tras su nuevo amigo, que los condujo a un ritmo sorprendentemente rápido, y siempre por las zonas más espesas del bosque, durante más de una hora. Todos comenzaban a sentirse muy cansados y hambrientos cuando de improviso los árboles empezaron a ser más escasos frente a ellos y el terreno descendió en una pronunciada pendiente. Al cabo de un minuto salieron a cielo abierto, con el sol brillando aún, y ante sus ojos apareció un magnífico panorama.
Estaban de pie en el borde de un valle escarpado y estrecho, por cuyo fondo discurría —al menos habría fluido de no haber estado congelado— un río bastante grande. Justo debajo de donde estaban se había construido un dique a través del río, y cuando lo vieron, todos recordaron de improviso que los castores se pasan la vida construyendo diques y tuvieron casi la completa seguridad de que el señor Castor había construido aquél. También observaron que en ese momento su compañero lucía una especie de expresión humilde; la clase de expresión que muestra cualquiera cuando alguien visita un jardín que ha creado o lee un relato que ha escrito. Así pues no fue más que simple cortesía normal y corriente que Susan dijera:
—¡Qué dique más bonito!
Y el señor Castor no la hizo callar en aquella ocasión sino que dijo:
—¡Una simple fruslería! ¡Una simple fruslería! ¡Y en realidad no está terminado!
Por encima del dique había lo que debía de haber sido un profundo estanque pero que en aquel momento era, desde luego, una superficie lisa de hielo color verde oscuro; y en la parte inferior del dique, mucho más abajo, había más hielo, pero en lugar de ser liso, aquél mostraba, bajo un aspecto congelado, las ondulaciones y amontonamientos de espuma que había tenido la corriente de agua cuando llegó la helada. Y en los puntos donde el agua había rebosado y chorreado por encima del dique se veían relucientes paredes de carámbanos, como si todo el lado del dique hubiera estado cubierto por completo de flores, coronas y guirnaldas del azúcar más puro. En el centro, y parcialmente sobre la parte superior del dique, había una curiosa casita con una forma que recordaba a una colmena enorme, y de un agujero de su techo escapaba una columna de humo, de modo que cuando uno la veía —en especial si uno se sentía hambriento— pensaba al instante en guisos y se sentía más hambriento aún.
Aquello fue lo que los otros observaron principalmente, pero Edmund vio algo más. Un poco más abajo del río había otro río pequeño que descendía de otro valle para unirse a aquél; y al alzar la vista hacia el valle, Edmund distinguió dos colinas bajas, y estuvo casi seguro de que eran las dos colinas que la Bruja Blanca le había mostrado cuando se separó de ella en el farol aquel día. Por lo tanto entre ellas, se dijo, debía de estar su palacio, a sólo un kilómetro y medio o incluso menos. Se puso a pensar entonces en las delicias turcas y en la idea de convertirse en rey —preguntándose al mismo tiempo qué le parecería aquello a Peter—, y una serie de horribles ideas acudieron a su mente.
—Ya hemos llegado —anunció el señor Castor—, y parece que la señora Castor nos está esperando. Yo iré delante; pero tened cuidado y no resbaléis.
La parte superior del dique tenía anchura suficiente para poder andar por encima, aunque no resultaba, para los humanos, un lugar agradable por el que pasar, pues estaba cubierta de hielo, y a pesar de que el embalse helado estaba a su misma altura por un lado, había un tremendo desnivel hasta el río, situado al otro lado. Por aquella ruta, el señor Castor los condujo en fila india hasta la parte central, desde donde podían contemplar un buen trecho río arriba y también otro buen trecho río abajo. Una vez allí se encontraron ante la puerta de la casa.
—Ya estamos aquí, señora Castor —dijo el señor Castor—. Los he encontrado. Aquí están los Hijos de Adán y las Hijas de Eva…
Y todos entraron.
Lo primero que advirtió Lucy fue un zumbido, y lo primero que vio fue a una anciana castor de aspecto benévolo sentada en una esquina con un hilo en la boca, muy atareada con su máquina de coser, y era de aquella máquina de donde provenía el sonido. La señora Castor interrumpió su trabajo y se puso de pie en cuanto entraron los niños.
—¡Así que por fin habéis venido! —dijo, extendiendo sus dos ancianas y arrugadas patas—. ¡Por fin! ¡Pensar que he vivido para ver este día! Las batatas están hirviendo y la tetera silbando, y quizá el señor Castor pueda conseguirnos algo de pescado…
—Ya lo creo —respondió él.
Salió de la casa, acompañado por Peter, y cruzó la helada superficie del profundo estanque hasta el lugar donde tenía un agujerito en el hielo que mantenía abierto cada día con su pequeña hacha. Llevaron también un balde con ellos. El señor Castor se sentó en silencio en el borde de agujero, sin que pareciera importarle que estuviera tan helado, miró con fijeza al interior, introdujo luego, de improviso, una zarpa, y en un santiamén ya había sacado una hermosa trucha. Luego volvió a repetir la operación hasta que obtuvieron un buen botín de peces.
Entretanto, las chicas ayudaron a la señora Castor a llenar la tetera, a poner la mesa, a cortar el pan, a colocar los platos en el horno para calentarlos, a llenar una enorme jarra de cerveza para el señor Castor de un barril situado en una esquina de la casa, a poner la sartén en el fuego y a calentar la grasa. Lucy se dijo que los castores poseían una casita muy confortable aunque no se parecía en nada a la cueva del señor Tumnus. No había libros ni cuadros, y en lugar de camas había literas, igual que a bordo de un barco, empotradas en la pared. Y había jamones y ristras de cebollas colgando del techo, y apoyados en las paredes había botas de goma, impermeables, hachas pequeñas, pares de tijeras grandes, palas, paletas, cosas para transportar argamasa, redes de pesca y sacos. Y el mantel de la mesa, aunque muy limpio, era muy tosco.
La sartén empezaba a sisear alegremente, cuando Peter y el señor Castor entraron con el pescado que este último ya había abierto con su cuchillo y limpiado en el exterior. Es fácil imaginar lo bien que olía el pescado recién capturado mientras lo freían, el modo en que los niños ansiaban que estuviera listo y cómo había aumentado su hambre antes de que su anfitrión dijera por fin:
—Bien, ya casi está.
Susan escurrió las batatas y volvió a colocarlas en la olla vacía para que se secaran a un lado de los fogones mientras Lucy ayudaba a la señora Castor a servir las truchas, de modo que en pocos minutos todos acercaron sus taburetes —que eran todos de tres patas a excepción de la mecedora especial de la señora Castor situada ante la chimenea— y se prepararon para degustar una magnífica comida.
Había una jarra de cremosa leche para los niños —el señor Castor prefirió la cerveza— y un gran trozo de mantequilla de color amarillo oscuro en medio de la mesa de la que todos tomaron cuanta quisieron para acompañar las batatas, y todos los niños pensaron —y yo estoy de acuerdo con ellos— que no hay nada mejor que un buen pescado de agua dulce si uno se lo come recién capturado y recién salido de la sartén. Cuando terminaron el pescado la señora Castor sacó inesperadamente del horno un pastel de mermelada enorme y maravillosamente acaramelado, humeante aún, y al mismo tiempo colocó la tetera en el fuego, de modo que cuando hubieran terminado el postre, el té estuviera hecho y listo para ser servido. Y cuando todos tuvieron su taza de té, todos empujaron hacia atrás el taburete para poder recostarse contra la pared, y profirieron un largo suspiro de satisfacción.
—Y ahora —dijo el señor Castor, apartando la jarra de cerveza vacía a la vez que acercaba una taza de té—, si esperáis a que encienda mi pipa y suelte unas pocas bocanadas, iremos al grano. Vuelve a nevar —añadió, echando un vistazo a la ventana—. Es mucho mejor, porque significa que no tendremos visitantes; y si alguien intentaba seguiros, pues ya no encontrará huella alguna.