El triunfo de la bruja
—Debemos marcharnos de este lugar al momento —indicó Aslan en cuanto la bruja hubo desaparecido—, se necesitará para otros menesteres. Acamparemos esta noche en los Vados de Beruna.
Desde luego, todos estaban ansiosos por preguntarle cómo había solucionado la cuestión con la bruja; pero su rostro era severo y a todos les zumbaban los oídos debido al sonido de su rugido y, por lo tanto, nadie se atrevió a abrir la boca.
Tras una comida, que tuvo lugar al aire libre en lo alto de la colina pues el sol había adquirido fuerza y secado la hierba, todos estuvieron muy ocupados durante un tiempo desmontando el pabellón y empaquetando las cosas. Antes de las dos de la tarde iniciaron la marcha y partieron en dirección nordeste, andando tranquilamente, pues no tenían que ir muy lejos.
Durante la primera parte del viaje Aslan explicó a Peter su plan de campaña.
—En cuanto haya puesto fin a sus asuntos en esta parte —dijo—, la bruja y su gente se replegarán casi con toda seguridad a su casa y se prepararán para un asedio. Tal vez consigas cortarle la retirada e impedir que llegue allí, o tal vez no.
A partir de ahí pasó a esbozar dos planes de ataque; uno para combatir a la bruja y los suyos en el bosque y otro para asaltar su castillo. Durante todo ese tiempo aconsejó a Peter cómo llevar a cabo las operaciones, diciendo cosas como: «Debes colocar a tus centauros en tal y tal sitio» o «Debes enviar exploradores para asegurarte de que ella no haga esto y aquello», hasta que por fin Peter preguntó:
—Pero ¿tú estarás allí, Aslan?
—No puedo prometer nada —respondió el león, y siguió dando instrucciones al muchacho.
Durante la última parte del viaje fueron Susan y Lucy quienes estuvieron más tiempo con él, aunque no habló demasiado y les pareció que estaba triste.
No había transcurrido aún la tarde cuando llegaron a un lugar donde el cauce del río se había ensanchado y el río era amplio y poco profundo. Eran los Vados de Beruna y Aslan dio orden de detenerse en aquel lado de las aguas; pero Peter dijo:
—¿No sería mejor acampar en el otro extremo, por si acaso ella decidiera intentar un ataque nocturno o algo parecido?
Aslan, que parecía estar pensando en otra cosa, salió de su ensimismamiento con una sacudida de la magnífica melena y respondió:
—¿Eh? ¿Qué sucede?
Peter volvió a repetirlo.
—No —dijo el león con voz apagada, como si no importara—. No; no llevará a cabo un ataque esta noche. —Y lanzó un profundo suspiro; aunque al poco prosiguió—: De todos modos, bien pensado. Así es como debería pensar un soldado. Aunque en realidad no importa.
De modo que empezaron a montar el campamento.
El estado de ánimo de Aslan afectó a todo el mundo aquel atardecer. Peter se sentía inquieto también ante la idea de librar aquella batalla por su cuenta; la noticia de que Aslan podría no estar presente le había producido una gran conmoción. La cena aquella noche fue una comida silenciosa, y todos advirtieron lo diferente que había sido la noche anterior o incluso aquella misma mañana. Parecía como si los buenos tiempos, que acababan de empezar, se acercaran ya a su fin.
Aquella sensación afectó tanto a Susan que la niña no conseguía conciliar el sueño. Tras haber permanecido acostada contando ovejas y dando vueltas y más vueltas, oyó que Lucy profería un largo suspiro y se removía justo a su lado, en la oscuridad.
—¿Tampoco tú puedes dormir? —preguntó Susan.
—No; pensaba que dormías. ¡Oye, Susan!
—¿Qué?
—Tengo una sensación muy horrible; como si algo se nos echara encima.
—¿Ah, sí, la tienes? Porque, en realidad, a mí me pasa lo mismo.
—Tiene que ver con Aslan —continuó Lucy—. O bien algo espantoso va a sucederle, o es algo espantoso que él va a hacer.
—Se ha comportado de un modo muy raro toda la tarde —dijo Susan—. ¡Lucy! ¿Qué fue lo que dijo sobre no estar con nosotros durante la batalla? No creerás que va a escabullirse y abandonarnos esta noche, ¿verdad?
—¿Dónde está ahora? —inquirió Lucy—. ¿Está aquí en el pabellón?
—No lo creo.
—¡Susan!, salgamos y echemos un vistazo. Tal vez lo veamos.
—De acuerdo. Hagámoslo —accedió su hermana—; será mejor que hagamos eso en lugar de quedarnos aquí despiertas.
Con gran sigilo las dos niñas avanzaron a tientas por entre los que dormían y se deslizaron en silencio fuera de la tienda. La luz de la luna brillaba con fuerza y todo estaba muy silencioso, a excepción del ruido del río que borboteaba sobre las piedras. Entonces Susan agarró el brazo de Lucy y exclamó:
—¡Mira!
En el otro extremo del campamento, justo donde empezaban los árboles, vieron como el león se alejaba despacio y penetraba en el bosque. Lo siguieron sin decir ni una palabra.
Las condujo por la empinada ladera que salía del valle del río y luego se desviaba ligeramente a la derecha; en apariencia se trataba de la misma ruta que habían seguido por la tarde para llegar hasta allí, desde la colina de la Mesa de Piedra. El león prosiguió sin una pausa, conduciéndolas al interior de oscuras sombras y a campo abierto bajo la pálida luz de la luna, y consiguiendo que sus pies quedaran bien empapados por el abundante rocío. De algún modo parecía distinto del Aslan que conocían. La cola y la cabeza estaban gachas y andaba despacio, como si estuviera muy, muy cansado. Entonces, cuando cruzaban una amplia extensión de terreno despejado en el que no había sombras en las que las niñas pudieran ocultarse, el león se detuvo y miró a su alrededor. De nada servía salir corriendo, así que se acercaron a él. Cuando llegaron a su lado, les dijo:
—Niñas, niñas, ¿por qué me seguís?
—No podíamos dormir —respondió Lucy; y tuvo la seguridad de que no necesitaba decir nada más y que Aslan sabía todo lo que habían estado pensando.
—Por favor, ¿podemos ir contigo…, donde sea que vayas? —suplicó Susan.
—Bueno… —dijo él, y pareció meditarlo; al cabo de un rato continuó—: Me gustaría tener compañía esta noche. Sí, podéis venir, si me prometéis que os detendréis cuando yo os lo indique, y que después de eso me dejaréis continuar solo.
—Gracias, muchas gracias. Así lo haremos —respondieron las dos niñas.
Siguieron adelante y las niñas se colocaron una a cada lado del león. ¡Qué despacio andaba! Y la enorme y regia cabeza estaba tan inclinada que su hocico casi tocaba la hierba. Al cabo de un rato tropezó y lanzó un sordo gemido.
—¡Aslan! ¡Querido Aslan! —dijo Lucy—. ¿Qué sucede? ¿No puedes decírnoslo?
—¿Estás enfermo, Aslan? —inquirió Susan.
—No —respondió él—; estoy triste y me siento solo. Colocad vuestras manos sobre mi melena de modo que pueda sentir que estáis ahí y continuemos andando.
Y de ese modo las niñas hicieron lo que jamás se habrían atrevido a hacer sin su permiso, pero que habían ansiado desde la primera vez que lo vieron: enterraron las frías manos en el hermoso océano de su pelaje y lo acariciaron, y mientras lo hacían, anduvieron junto a él. No tardaron en darse cuenta de que estaban ascendiendo por la ladera de la colina en la que se alzaba la Mesa de Piedra. Lo hicieron por el lado donde los árboles llegaban más arriba, y cuando alcanzaron el último árbol, uno que estaba rodeado de matorrales, Aslan se detuvo y dijo:
—Niñas, mis queridas niñas. Aquí debéis deteneros. Y suceda lo que suceda, no dejéis que os vean. Adiós.
Y las dos niñas lloraron amargamente —a pesar de que apenas sabían el motivo— y se abrazaron al león y besaron su melena, su hocico, sus patas y sus enormes y tristes ojos. Luego él se apartó de ellas y siguió adelante hasta lo alto de la colina. Lucy y Susan, agazapadas en los matorrales, lo siguieron con la mirada, y esto fue lo que vieron.
Había una gran muchedumbre aguardando alrededor de la Mesa de Piedra y aunque la luna brillaba, muchos de ellos sostenían antorchas que ardían con malévolas llamas rojas y humo negro. ¡Tenían una pinta horrible! Ogros con dientes monstruosos, lobos y hombres con cabezas de toros; espíritus de árboles malignos y plantas venenosas; y otras criaturas que no describiré porque si lo hiciera los adultos probablemente no te permitirían leer este libro: espantos, arpías, íncubos, espectros, diablos, efrets, trasgos, orknies, duendes y etens. En realidad allí estaban todos los que pertenecían al bando de la bruja y que el lobo había convocado siguiendo sus órdenes; y justo en el centro, de pie junto a la Mesa, se hallaba la bruja en persona.
Un aullido y un farfullar consternado surgió de las criaturas cuando vieron al gran león que avanzaba despacio hacia ellas, y por un momento incluso la bruja pareció dominada por el temor. Se recuperó en seguida, no obstante, y soltó una salvaje carcajada.
—¡Idiota! —exclamó—. El muy idiota ha venido. Atadlo bien.
Lucy y Susan contuvieron el aliento a la espera de oír el rugido de Aslan y verlo saltar sobre sus enemigos; pero no sucedió. Cuatro arpías, de expresiones burlonas y maliciosas, aunque también, al principio, vacilantes y medio asustadas por lo que debían hacer, se habían acercado a él.
—¡Atadlo, he dicho! —repitió la Bruja Blanca.
Las arpías se abalanzaron sobre él y profirieron un agudo chillido triunfal cuando vieron que no ofrecía resistencia. A continuación otros —enanos y monos malvados— se apresuraron a ayudarlas, y entre todos pusieron al león acostado de espaldas y le ataron las cuatro patas juntas, sin dejar de lanzar gritos y aclamaciones como si hubieran hecho algo muy valeroso, aunque, de haberlo querido el león, una de aquellas garras habría supuesto la muerte de todos ellos. Sin embargo no hizo ningún ruido, ni siquiera cuando los enemigos, tensando y tirando, ataron las cuerdas con tal fuerza que se le clavaron en la carne. Luego empezaron a arrastrarlo hacia la Mesa de Piedra.
—¡Deteneos! —ordenó la bruja—. Hay que afeitarlo primero.
Otro estallido de carcajadas ruines se alzó entre sus seguidores cuando un ogro con un par de tijeras de esquilar se adelantó y fue a agacharse junto a la cabeza de Aslan. El instrumento chasqueó y chasqueó en sus manos, y masas de dorados rizos empezaron a caer al suelo. A continuación el ogro retrocedió y las niñas, que observaban desde su escondite, contemplaron el rostro del león que entonces parecía muy pequeño y distinto sin su melena. Los enemigos también observaron la diferencia.
—¡Vaya, pues si no es más que un gato grande, al fin y al cabo! —chilló uno.
—¿«Esto» es lo que tanto temíamos? —dijo otro.
Se apelotonaron alrededor de Aslan, mofándose, a la vez que le decían cosas como:
—¡Gatito, gatito! Pobre gatito.
—¿Cuántos ratones has atrapado hoy, gato?
—¿Quieres tu platito de leche, minino?
—Pero ¿cómo pueden? —exclamó Lucy, con lágrimas corriéndole por las mejillas—. ¡Son unos bestias, unos bestias!
Pues ahora que había pasado la primera impresión, el rostro esquilado de Aslan le parecía más valiente, más hermoso y más paciente que nunca.
—¡Ponedle el bozal! —dijo la bruja.
Incluso entonces, mientras forcejeaban con su boca para colocarle el bozal, un mordisco de sus fauces les habría costado las manos a dos o tres. Sin embargo, no se movió ni una vez, y aquello pareció enfurecer a la multitud. Todos se abalanzaron sobre él entonces. Aquéllos que habían temido acercársele, incluso después de que lo ataran, empezaron a recuperar el valor, y durante unos minutos las dos niñas ni siquiera pudieron verlo, de tantas como eran las criaturas que lo rodeaban para asestarle patadas y golpes, escupirle y burlarse de él.
Por fin la chusma tuvo suficiente, y empezaron a arrastrar al atado y amordazado león hacia la Mesa de Piedra, unos tirando y otros empujando. Era un animal tan enorme que incluso cuando lo tuvieron allí fue necesario efectuar un supremo esfuerzo para conseguir izarlo hasta la parte superior. Una vez sobre la Mesa, volvieron a atarlo con más cuerdas y a tensarlas bien.
—¡Cobardes! ¡Cobardes! —sollozó Susan—. ¿Todavía le temen, incluso ahora?
Una vez que Aslan quedó atado —atado de tal forma que en realidad era una masa de cuerdas— sobre la piedra plana, toda la muchedumbre se quedó silenciosa de repente. Cuatro arpías, que sostenían cuatro antorchas, se colocaron en las esquinas de la Mesa. La bruja se descubrió los brazos como lo había hecho la noche anterior cuando su presa había sido Edmund en lugar de Aslan, y a continuación empezó a afilar el cuchillo. A las niñas les pareció, cuando el destello de las antorchas cayó sobre él, que el cuchillo estaba hecho de piedra, no de acero, y que tenía un forma extraña y maligna.
Por fin la bruja se acercó, y fue a colocarse junto a la cabeza de Aslan. La mujer tenía el rostro crispado y convulsionado por la ira, mientras que el del león contemplaba el cielo, todavía inmóvil, sin cólera ni temor, tan sólo un poco entristecido. Entonces, justo antes de asestar el golpe, la bruja se inclinó hacia él y dijo con voz estremecida:
—Y ahora, ¿quién ha ganado? Idiota, ¿creíste que con todo esto salvarías al traidor humano? Ahora te mataré a ti en lugar de a él tal como pactamos, de modo que la Magia Insondable quede aplacada. Pero cuando estés muerto, ¿qué me impedirá matarlo también a él? ¿Y quién me lo quitará de las manos entonces? Comprende ahora que me has entregado Narnia para siempre, has perdido tu propia vida y no has salvado la de él. Sabiendo eso, desespera y muere.
Las niñas no vieron el momento en que lo mataba, pues no pudieron soportar contemplarlo y se taparon los ojos.