Capítulo 9

La gran reunión en la colina del establo

Durante un buen rato fueron incapaces de hablar y de derramar una lágrima siquiera. Luego, el unicornio pateó el suelo con un casco, sacudió las crines y habló.

—Señor —dijo—, no hay necesidad de más información. Ya vemos que los planes del mono estaban mejor maquinados de lo que imaginábamos. Sin duda hace tiempo que mantenía tratos secretos con el Tisroc, y en cuanto encontró la piel de león lo avisó de que preparara su armada para tomar Cair Paravel y toda Narnia. Nada podemos hacer nosotros siete, excepto regresar a la colina del establo, proclamar la verdad y aceptar la aventura que Aslan nos envía. Y si, por gran maravilla, derrotamos a aquellos treinta calormenos que están con el mono, luego regresaremos otra vez y moriremos combatiendo con el ejército mucho mayor que muy pronto marchará desde Cair Paravel.

Tirian asintió; pero se volvió hacia los niños y dijo:

—Bien, amigos, es hora de que os marchéis a vuestro mundo. Sin duda habéis hecho todo lo que os enviaron a hacer.

—Pe… pero no hemos hecho nada —protestó Jill, que temblaba, no de miedo exactamente, sino porque todo resultaba espantoso.

—Nada de eso —replicó el monarca—, me liberasteis del árbol; os deslizasteis ante mí como una serpiente anoche en el bosque y cogisteis a Puzzle; y tú, Eustace, mataste a tu adversario. Pero sois demasiado jóvenes para compartir un fin tan sangriento como el que los demás debemos encontrar esta noche o, tal vez, dentro de tres días. Os ruego… no, os ordeno que regreséis a vuestro hogar. Sería una vergüenza para mí permitir que guerreros tan jóvenes perecieran en combate a mi lado.

—No, no, no —dijo Jill (muy blanca cuando empezó a hablar y luego repentinamente ruborizada y a continuación blanca otra vez)—. No lo haremos, no me importa lo que digáis. Vamos a quedarnos junto a vos suceda lo que suceda, ¿no es cierto, Eustace?

—Sí, pero no hace falta que te exaltes tanto —respondió el niño, que se había metido las manos en los bolsillos, olvidando lo raro que eso parece cuando uno lleva puesta una cota de malla—. Porque lo cierto es que no tenemos elección. ¿De qué sirve hablar de regresar? ¿Cómo? ¡Carecemos de magia para hacerlo!

Aquello era de sentido común, pero en ese momento, Jill odió a Eustace por decirlo. Al niño le gustaba mostrarse tremendamente realista cuando los demás se emocionaban.

Cuando Tirian comprendió que los dos forasteros no podían regresar a su casa —a menos que Aslan los llevara allí de repente—, lo siguiente que quiso fue que cruzaran las montañas meridionales hacia el interior de Archenland, donde posiblemente estarían a salvo. Pero ellos no conocían el camino y no había nadie que pudiera acompañarlos. También, como dijo Poggin, una vez que los calormenos tuvieran Narnia, sin duda se apoderarían de Archenland al cabo de una o dos semanas: el Tisroc siempre había querido poseer aquellos países del norte. Al final Eustace y Jill suplicaron con tanta energía que Tirian dijo que podían ir con él y arriesgarse… o, como lo denominó con más sensatez, «aceptar la aventura que Aslan les enviara».

La primera idea del rey fue que no debían regresar a la colina del establo —estaban hartos incluso del nombre a aquellas alturas— hasta después del anochecer. Pero el enano les dijo que si llegaban allí de día probablemente hallarían el lugar desierto, con la excepción tal vez de un centinela calormeno. Las bestias estaban demasiado asustadas por lo que el mono y Pelirrojo les habían contado sobre aquel nuevo Aslan enfurecido —o Tashlan— para acercarse allí, excepto cuando las convocaban a aquellas horribles reuniones nocturnas. Y los calormenos nunca habían sido buenos moviéndose por los bosques. Poggin pensaba que incluso de día podían llegar a algún punto situado detrás del establo sin que los vieran. Algo que sería mucho más difícil de conseguir al caer la noche, cuando el mono hubiera convocado a las bestias y todos los calormenos se hallaran de guardia. Y cuando la reunión se iniciara podían dejar a Puzzle detrás del establo, bien oculto, hasta el momento en que quisieran mostrarlo. Aquello era evidentemente algo bueno: pues su única posibilidad era dar a los narnianos una sorpresa.

Todos estuvieron de acuerdo y el grupo se puso en marcha siguiendo una nueva ruta —noroeste— en dirección a la odiada colina. El águila unas veces volaba de un lado a otro por encima de ellos y en otras permanecía posada en el lomo de Puzzle. Nadie —ni siquiera el rey mismo, excepto en un momento de gran necesidad— soñaría con montar sobre un unicornio.

En aquella ocasión Jill y Eustace anduvieron juntos. Se habían sentido muy valientes cuando suplicaban que se les permitiera acompañar al resto, pero ahora habían perdido el coraje.

—Pole —dijo Eustace en un susurro—, creo que debería decirte que tengo mucho miedo.

—Tú no debes preocuparte, Scrubb —respondió ella—. Sabes pelear. Pero yo… yo estoy temblando, si quieres saber la verdad.

—Vaya, ¡temblar no es nada! —repuso él—. Yo tengo la sensación de que voy a vomitar.

—No menciones eso, por el amor de Dios —replicó Jill.

Siguieron andando en silencio durante un minuto o dos.

—Pole —dijo Eustace al poco tiempo.

—¿Sí?

—¿Qué sucederá si nos matan aquí?

—Bueno, estaremos muertos, supongo.

—Pero me refiero a ¿qué sucederá en nuestro mundo? ¿Despertaremos y nos encontraremos de vuelta en aquel tren? O ¿sencillamente nos desvaneceremos y nadie volverá a saber de nosotros? O ¿apareceremos muertos en Inglaterra?

—Caramba. Nunca había pensado en eso.

—A Peter y los demás les resultará muy raro vernos saludando desde la ventanilla y luego cuando el tren entre en la estación ¡que no aparezcamos por ninguna parte! O si encuentran dos… quiero decir, si estamos muertos allí en Inglaterra.

—¡Uf! —exclamó ella—. Qué idea tan horrible.

—No sería horrible para nosotros. Nosotros no estaríamos allí.

—Casi desearía… no, bien pensado, no lo desearía —dijo Jill.

—¿Qué ibas a decir?

—Iba a decir que desearía que no hubiéramos venido nunca. Pero no es cierto, no es cierto, no es cierto. Incluso aunque nos maten. Prefiero que me maten luchando por Narnia que envejecer y chochear allí en casa y a lo mejor tener que ir en una silla de ruedas para, además, acabar muriendo igualmente.

—¡O quedar hechos pedazos en un ferrocarril británico!

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, cuando se produjo aquella sacudida tremenda, la que pareció arrojarnos a Narnia, pensé que había habido un accidente de trenes. De modo que me alegré muchísimo cuando aparecimos aquí.

Mientras Jill y Eustace conversaban sobre aquello, los demás discutían planes y se iban sintiendo cada vez menos desdichados. Se debía a que pensaban entonces en lo que tenían que hacer aquella misma noche y la idea de lo que le había sucedido a Narnia —que toda su gloria y felicidad habían tocado a su fin— quedó relegada al fondo de sus mentes. En cuanto dejaran de hablar volvería a reaparecer y a hacer que se sintieran desgraciados: pero siguieron hablando. Poggin se mostraba muy animado con la tarea nocturna que debían llevar a cabo. Estaba seguro de que el jabalí y el oso, y probablemente los perros, se pondrían de su lado al instante; tampoco podía creer que todos los demás enanos se mantuvieran fieles a Griffle. Y pelear a la luz de las llamas y entrando y saliendo del bosque sería una ventaja para el bando más débil. Y luego, si conseguían vencer aquella noche, ¿era realmente necesario que sacrificaran sus vidas yendo al encuentro del ejército calormeno al cabo de pocos días?

¿Por qué no ocultarse en los bosques o incluso arriba, en el desierto Occidental, más allá de la gran catarata y vivir como proscritos? Y luego tal vez se irían haciendo gradualmente más y más fuertes, pues se les unirían diariamente bestias parlantes y gentes de Archenland; hasta que, finalmente, saldrían de su escondrijo y barrerían a los calormenos (que se habrían vuelto descuidados para entonces) del país y Narnia volvería a revivir. ¡Al fin y al cabo ya había ocurrido algo muy parecido en tiempos del rey Miraz!

Y Tirian escuchaba todo aquello y pensaba: «Pero ¿qué sucederá con Tash?», y sentía en sus huesos que nada de eso iba a suceder, aunque no lo decía.

Cuando llegaron cerca de la colina del establo, todo el mundo, como es natural, calló. Entonces se inició la auténtica tarea de moverse por el bosque. Desde el momento en que avistaron por vez primera la colina hasta el momento en que llegaron a la parte de detrás del establo, transcurrieron más de dos horas. Es una de esas cosas que no se pueden describir adecuadamente a menos que uno dedique páginas y más páginas a ello. El trayecto desde cada escondrijo al siguiente era toda una aventura en sí mismo, y tuvieron lugar largas esperas entre unos y otros, y varias falsas alarmas. Si eres un buen explorador o exploradora sabrás cómo debió de ser. Cerca del atardecer estaban todos bien resguardados en un grupo de acebos, a unos quince metros por detrás del establo. Comieron unas cuantas galletas y se acostaron.

Entonces llegó la peor parte, la espera. Por suerte para ellos, los niños durmieron un par de horas, pero desde luego despertaron en cuanto la noche se tornó fría y, lo que fue peor, despertaron sedientos y sin la menor posibilidad de conseguir agua. Puzzle se limitó a permanecer allí parado, tiritando un poco debido a los nervios, y no dijo nada. Sin embargo, Tirian, con la cabeza apoyada en el costado de Perla, durmió tan profundamente como si se encontrara en su real cama en Cair Paravel, hasta que el sonido de un gong lo despertó y, al incorporarse, descubrió que había una hoguera encendida al otro lado del establo y comprendió que había llegado la hora.

—Dame un beso, Perla —dijo—. Pues ciertamente ésta es nuestra última noche en la tierra. Y si alguna vez te he ofendido en cualquier cuestión grande o pequeña, perdóname ahora.

—Querido rey —respondió el unicornio—, casi desearía que hubierais hecho algo malo para poder perdonarlo. Adiós. Hemos conocido grandes alegrías juntos. Si Aslan me dejara escoger, no elegiría otra vida que la que he tenido y ninguna otra muerte que aquella a la que nos dirigimos.

Entonces despertaron a Sagaz, que dormía con la cabeza bajo el ala y daba la impresión de carecer de cabeza. Avanzaron sigilosamente hasta el establo. Dejaron a Puzzle —no sin una palabra amable, pues nadie estaba enfadado ya con él— en la parte trasera, diciéndole que no se moviera hasta que alguien fuera a buscarlo, y ellos ocuparon sus posiciones en una esquina.

La hoguera no llevaba mucho tiempo encendida y justo entonces empezaba a arder con fuerza. Estaba a tan sólo unos pasos de ellos, y la gran multitud de criaturas narnianas estaba del otro lado, de modo que Tirian no pudo verlas muy bien al principio, aunque desde luego distinguió docenas de ojos que brillaban con el reflejo del fuego, igual que se ven los ojos de un conejo o un gato a la luz de los faros de un coche. Mientras Tirian ocupaba su lugar, el gong dejó de sonar y de algún punto situado a su izquierda surgieron tres figuras. Una era Rishda Tarkaan, el capitán calormeno; la segunda era el mono, que se sujetaba con una mano a la mano del tarkaan y no dejaba de gimotear y farfullar:

—No tan rápido, no andes tan deprisa, no me encuentro nada bien. ¡Mi pobre cabeza! Estas reuniones de medianoche empiezan a resultar demasiado agotadoras para mí. Los monos no han sido creados para estar levantados por la noche; no soy una rata ni un murciélago… Ay, mi pobre cabeza.

Al otro lado del mono, andando con elegancia y majestuosidad, con la cola bien erguida en el aire, iba el gato Pelirrojo. Se encaminaban hacia la hoguera y estaban tan cerca de Tirian que lo habrían visto de haber mirado en la dirección correcta; aunque por suerte no lo hicieron. Sin embargo, Tirian oyó que Rishda decía a Pelirrojo en voz baja:

—Ahora, gato, a tu puesto. Haz bien tu parte.

—¡Miau, miau! ¡Cuenta conmigo! —respondió él.

A continuación se alejó hasta el otro lado de la hoguera y se sentó en la primera fila de los animales allí reunidos: entre el público, se podría decir.

Pues en realidad, como se pudo ver, todo aquello fue como una representación. La multitud de narnianos era como la gente que ocupa los asientos; el pequeño trozo cubierto de hierba situado justo frente al establo, donde ardía la hoguera y donde el mono y el capitán se colocaron para hablar a los reunidos, era el equivalente al escenario; el mismo establo era como el decorado situado al fondo; y Tirian y sus amigos, las personas que atisban entre bambalinas. Era una posición magnífica, pues si cualquiera de ellos se adelantaba hasta quedar bajo la luz de las llamas, todos los ojos quedarían fijos en él al instante: por otra parte, mientras permanecieran inmóviles en las sombras de la pared posterior del establo, era muy poco probable que nadie advirtiera su presencia.

Rishda Tarkaan arrastró al mono cerca del fuego. La pareja se colocó de cara a la multitud, y eso significaba, claro, que daban la espalda a Tirian y a sus amigos.

—Ahora, mono —dijo Rishda Tarkaan en voz baja—, di las palabras que mentes más preclaras han puesto en tu boca. Y mantén la cabeza bien alta.

Mientras lo decía asestó al mono un puntapié para que avanzara.

—Déjame en paz —masculló Triquiñuela; pero se sentó más erguido y empezó a decir en voz más alta—: Escuchad, todos vosotros. Ha sucedido una cosa terrible. Algo malvado. La cosa más malvada que haya tenido lugar jamás en Narnia. Y Aslan…

—Tashlan, estúpido —susurró Rishda Tarkaan.

—Tashlan, quiero decir, claro —siguió el mono—, está muy irritado por ello.

Se produjo un silencio terrible mientras los animales aguardaban para oír qué nuevo infortunio los esperaba. El pequeño grupo situado junto a la pared posterior del establo también contuvo el aliento. ¿Qué iba a suceder?

—Sí —continuó el mono—, en este mismo instante, en que el Ser Terrible en persona se encuentra entre nosotros, ahí en el establo, justo detrás de mí, una bestia perversa ha decidido hacer lo que vosotros pensaríais que nadie osaría hacer, incluso aunque «él» se hallara a miles de kilómetros de distancia. Se ha disfrazado con una piel de león y deambula por estos mismos bosques fingiendo ser Aslan.

Jill se preguntó por un instante si el mono se había vuelto loco. ¿Iba a contar toda la verdad? Un rugido de horror brotó de los animales. «¡Grrr!», gruñeron.

—¿Quién es? ¿Dónde está? ¡Deja que le hinque el diente!

—Fue visto anoche —aulló el mono—, pero escapó. ¡Es un asno! ¡Un asno corriente y miserable! Si alguno de vosotros ve a ese asno…

—¡Grrr! —rugieron las bestias—. Lo haremos, lo haremos. Será mejor que se mantenga apartado de nosotros.

Jill miró al rey. Éste estaba boquiabierto y en su rostro se pintaba una expresión horrorizada. Y entonces comprendió la diabólica astucia del plan de sus enemigos. Al mezclar un poco de verdad en ella habían logrado que su mentira fuera mucho más poderosa. ¿De qué servía, ahora, decirles a los animales que habían disfrazado a un asno de león para engañarlos? El mono se limitaría a decir: «Eso es justo lo que he dicho». ¿De qué serviría mostrarles a Puzzle con la piel de león? La multitud lo despedazaría.

—Nos han tomado la delantera —musitó Eustace.

—Han socavado nuestra posición —declaró Tirian.

—¡Maldito, maldito ingenio! —exclamó Poggin—. Juraría que esta nueva mentira es obra de Pelirrojo.