La noticia que trajo el águila
En las sombras de los árboles situados al otro extremo del claro se movía algo. Se deslizaba muy despacio hacia el norte. A primera vista se podría haber confundido con humo, pues era gris y se podía ver a través de él; pero el olor a muerte no era el olor del humo. Además, aquella cosa mantenía su forma, en lugar de ondularse y agitarse como habría hecho el humo. Tenía más o menos la forma de un hombre, pero con la cabeza de un pájaro; un pájaro de presa con un pico curvo y afilado. Tenía cuatro brazos que sostenía muy por encima de la cabeza, alargándolos hacia el norte como si deseara atrapar toda Narnia en ellos; y los dedos —los veinte— eran curvos como el pico y mostraban largas zarpas afiladas, como las de un ave, en lugar de uñas. Flotaba sobre la hierba en vez de andar, y la hierba parecía marchitarse a su paso.
En cuanto le echó una ojeada, Puzzle profirió un agudo rebuzno y corrió a refugiarse en la torre. Y Jill —que no era cobarde ni mucho menos— ocultó el rostro entre las manos para no verlo. Los otros lo contemplaron durante, tal vez, un minuto, hasta que flotó hacia los árboles más espesos situados a la derecha del grupo y desapareció. Luego el sol volvió a brillar y los pájaros reanudaron sus cantos.
Todos empezaron a respirar debidamente otra vez y se movieron, pues habían permanecido inmóviles como estatuas mientras lo tuvieron a la vista.
—¿Qué era eso? —preguntó Eustace en un susurro.
—Lo había visto en otra ocasión —respondió Tirian—. Pero entonces estaba tallado en piedra, recubierto de oro y con diamantes auténticos por ojos. Fue cuando no era mucho mayor que tú, y había ido como invitado a la corte del Tisroc en Tashbaan. Me llevó al gran templo de Tash, y allí lo vi, esculpido sobre el altar.
—Entonces ¿esa… esa cosa… era Tash? —inquirió Eustace.
Pero en lugar de responderle, Tirian rodeó con el brazo los hombros de Jill y preguntó:
—¿Cómo se encuentra nuestra pequeña dama?
—Bi… bien —respondió ella, apartando las manos de su rostro demudado a la vez que intentaba sonreír—. Estoy bien. Sólo he sentido náuseas por un instante.
—Parece, pues —comentó el unicornio—, que sí existe un auténtico Tash.
—Sí —asintió el enano—, y ¡ese idiota del mono, que no creía en Tash, va a encontrarse con algo que no espera! Ha invocado a Tash y Tash ha venido.
—¿Adónde ha ido… esa cosa? —dijo Jill.
—Al norte, al corazón de Narnia —respondió Tirian—. Ha venido a habitar entre nosotros. Lo han llamado y ha acudido.
—¡Jo, jo, jo! —rió entre dientes el enano, frotándose las manos peludas—. Será una sorpresa para el mono. La gente no debería invocar demonios a menos que realmente quiera verlos aparecer.
—¿Quién sabe si Tash resultará visible para el mono? —observó Perla.
—¿Adónde ha ido Puzzle? —preguntó Eustace.
Todos gritaron su nombre y Jill dio la vuelta a la torre para ver si había ido allí.
Estaban ya cansados de buscarlo cuando por fin su enorme cabeza gris atisbó con cautela por el umbral y les dijo:
—¿Se ha ido?
Y cuando finalmente consiguieron convencerlo para que saliera, temblaba igual que un perro antes de una tormenta.
—Ahora comprendo —declaró Puzzle— que he sido un asno muy malo. Jamás debí haber escuchado a Triquiñuela. Nunca pensé que fueran a ocurrir cosas como ésta.
—Si hubieras pasado menos tiempo diciendo que no eras inteligente y más intentando serlo… —empezó Eustace, pero Jill lo interrumpió.
—Deja tranquilo al pobre Puzzle. Fue todo un error, ¿no es cierto, querido Puzzle? —Y lo besó en el hocico.
Aunque bastante impresionados por lo que habían visto, todo el grupo se sentó de nuevo y reanudó la conversación.
Perla no tenía gran cosa que contar. Mientras había estado prisionero había permanecido casi todo el tiempo atado en la parte trasera del establo, y por lo tanto no había podido oír ninguno de los planes del enemigo. Había recibido patadas —también había asestado unas cuantas como respuesta—, además de golpes y amenazas de muerte si no decía que creía que era Aslan lo que sacaban y les mostraban a la luz de las llamas todas las noches. En realidad iban a ejecutar al unicornio aquella misma mañana de no haberlo rescatado. No sabía qué le había sucedido a la oveja.
Lo que tenían que decidir entonces era si regresaban a la colina del establo aquella noche, mostraban a Puzzle a los narnianos e intentaban que comprendieran que los habían engañado, o si se escabullían hacia el este para encontrarse con la ayuda que el centauro Roonwit traía desde Cair Paravel y regresaban para atacar al mono y a los calormenos con un ejército.
A Tirian le habría gustado mucho llevar a cabo el primer plan: odiaba la idea de permitir que el mono intimidara a su gente un minuto más de lo necesario. Por otra parte, el modo en que se habían comportado los enanos la noche anterior era una advertencia. Estaba claro que no podía estar seguro de cómo se lo tomarían, por mucho que les mostrara a Puzzle. Y luego había que tener en cuenta a los soldados calormenos. Poggin pensaba que había unos treinta. Tirian estaba seguro de que si los narnianos se ponían de su parte, Perla, los niños, Poggin y él (Puzzle no contaba demasiado) tendrían muchas posibilidades de derrotarlos; pero ¿y si la mitad de los narnianos —incluidos los enanos— se limitaban a sentarse y mirar? ¿Y si luchaban contra él? El riesgo era demasiado grande. También había que contar con la nebulosa figura de Tash. ¿Qué podría hacer éste?
Y luego, como señaló Poggin, no tenía nada de malo dejar que el mono se enfrentara a sus problemas él solito durante un día o dos. Ahora no tendría a Puzzle para sacarlo y mostrarlo, y no resultaba fácil adivinar qué historia inventaría él —o Pelirrojo— para explicarlo. Si las bestias solicitaban noche tras noche ver a Aslan, y no aparecía ningún Aslan, sin duda incluso los más ingenuos empezarían a recelar.
Finalmente, todos acordaron que lo mejor era partir e intentar encontrarse con Roonwit.
En cuanto lo decidieron, resultó maravilloso lo animados que se sintieron todos. Francamente no creo que se debiera a que a ninguno le asustara la idea de una pelea (excepto, tal vez, a Jill y Eustace). Pero me atrevería a decir que cada uno de ellos, en su fuero interno, estaba contento de no tener que acercarse —o no hacerlo por el momento— a aquella criatura horrible de cabeza de pájaro que, visible o invisible, probablemente rondaba en aquellos momentos la colina del establo. De todos modos, siempre nos sentimos mejor cuando hemos tomado una decisión.
Tirian dijo que lo mejor sería que se quitaran los disfraces, si no querían que los confundieran con calormenos y tal vez los atacaran los narnianos leales con que pudieran tropezarse. El enano preparó una masa de aspecto horrible con las cenizas del fogón y con grasa sacada de una jarra de aquella sustancia que se guardaba para frotarla sobre espadas y puntas de lanza, y a continuación se quitaron la armadura calormena y bajaron al arroyo.
La asquerosa mezcla formaba una espuma como la que deja un jabón blando: resultaba un espectáculo muy agradable y hogareño ver a Tirian y a los dos niños arrodillados junto al agua, restregándose el cuello o jadeando y resoplando mientras eliminaban la espuma con el agua. Luego regresaron a la torre con el rostro enrojecido y brillante, igual que alguien que se ha dado un baño largo y especial antes de asistir a una fiesta, y se volvieron a armar al auténtico estilo narniano, con espadas rectas y escudos triangulares.
—¡Cielos! —dijo Tirian—. Eso está mejor. Vuelvo a sentirme un hombre de verdad.
Puzzle rogó con vehemencia que le quitaran la piel de león de encima. Dijo que le producía demasiado calor y que el modo en que estaba arrugada sobre su lomo resultaba incómodo: además, le daba un aspecto ridículo. Pero le dijeron que tendría que llevarla un poco más, pues todavía deseaban mostrarlo con aquel disfraz a las otras bestias, incluso aunque fueran al encuentro de Roonwit primero.
No valía la pena llevarse lo que quedaba de la carne de paloma torcaz y de conejo, pero sí cogieron algunas galletas. Luego Tirian cerró la puerta de la torre con llave y aquél fue el final de su estancia allí.
Eran algo más de las dos de la tarde cuando se pusieron en marcha, y era el primer día realmente cálido de aquella primavera. Las hojas nuevas parecían hallarse mucho más crecidas que el día anterior: los copos de nieve habían desaparecido, aunque sí vieron algunas prímulas. Los rayos del sol caían oblicuamente por entre los árboles, los pájaros cantaban y siempre, aunque por lo general sin ser visto, los acompañaba el sonido de un manantial. Resultaba difícil pensar en cosas horribles como Tash. Los niños se decían: «Por fin estamos en Narnia». Incluso Tirian sintió que se le alegraba el corazón mientras andaba por delante de ellos, tarareando una vieja canción marcial narniana cuyo estribillo era:
Pom, retumba, retumba, retumba, retumba Retumba, tambor, ¡con fuerza retumba!
Detrás del rey iban Eustace y el enano Poggin. Éste indicaba al niño los nombres de todos los árboles, aves y plantas narnianos que aún no conocía, y de vez en cuando Eustace le hablaba de otros de su propio mundo.
Tras ellos marchaba Puzzle, y detrás de él, Jill y Perla, andando muy juntos. Podía decirse que Jill se había prendado del unicornio. Pensaba —y no estaba muy equivocada— que se trataba del animal más radiante, delicado y elegante que había conocido jamás; y éste era tan amable y dulce que, si no lo hubiera sabido, apenas habría podido creer lo feroz y terrible que resultaba en combate.
—¡Qué agradable! —declaró la niña—. Me encanta andar así, tranquilamente. Ojalá pudiera haber más aventuras como ésta. Es una lástima que siempre sucedan tantas cosas en Narnia.
Pero el unicornio le explicó que estaba muy equivocada. Dijo que a los Hijos e Hijas de Adán y Eva los sacaban de su extraño mundo para traerlos a Narnia únicamente en épocas en las que en Narnia reinaba el desorden y los contratiempos, pero que no debía pensar que siempre estaba así. Entre sus visitas existían cientos y miles de años en los que un rey pacífico seguía a otro rey pacífico hasta que apenas se conseguía recordar sus nombres o contar cuántos habían sido, y casi no había nada que hacer constar en los libros de Historia. Y pasó a hablarle de antiguas reinas y héroes de los que la niña nunca había oído hablar. Le habló de Cisne Blanco, la reina que había vivido antes de los tiempos de la Bruja Blanca y el Gran Invierno, que era tan hermosa que cuando se contemplaba en cualquier estanque del bosque el reflejo de su rostro resplandecía en el agua como una estrella durante un año y un día. Habló de la liebre Bosque Lunar, que poseía unas orejas tales que podía sentarse junto al estanque del Caldero bajo el tronar de la enorme cascada y oír lo que los hombres comentaban en susurros en Cair Paravel. Mencionó que el rey Vendaval, que era el noveno descendiente del rey Frank, el primero de todos los reyes, había navegado muy lejos por los mares orientales y liberado a los habitantes de las islas Solitarias de un dragón y cómo, a cambio, éstos le habían entregado las islas para que formaran parte del territorio real de Narnia para siempre. Habló de siglos enteros en los que todo Narnia era tan feliz que bailes y banquetes memorables o, como mucho, torneos eran las únicas cosas que se recordaban, y todos los días y las semanas eran mejores que los anteriores. Y a medida que proseguía su relato, la imagen de todos aquellos años felices, todos esos miles de años, se acumuló en la mente de Jill hasta que fue como contemplar desde una colina elevada una llanura fértil y hermosa llena de bosques, arroyos y trigales, que se extendía a lo lejos hasta difuminarse en la distancia. Y la niña dijo:
—Cómo deseo que podamos solucionar pronto lo del mono y regresar a esos tiempos normales y felices. Y luego espero que sigan así para siempre jamás. Nuestro mundo terminará algún día. Tal vez éste no lo haga. Oye, Perla, ¿no sería fantástico si Narnia durara y durara, como has dicho que ha sido hasta ahora?
—No, pequeña —respondió el unicornio—, todos los mundos llegan a su fin, excepto el propio país de Aslan.
—Bueno, al menos —prosiguió Jill—, espero que el final de éste se encuentre a millones y millones de millones de años de distancia. ¡Vaya! ¿Por qué nos detenemos?
El rey, Eustace y el enano tenían la vista fija en el cielo. Jill se estremeció, recordando los horrores que ya habían visto; pero no ocurría nada de eso en aquella ocasión. Sólo había algo pequeño, que parecía negro al recortarse contra el azul del cielo.
—Por su forma de volar —comentó el unicornio—, juraría que se trata de un pájaro parlante.
—Eso creo yo —respondió el rey—. Pero ¿es un amigo o un espía del mono?
—En mi opinión, señor —intervino el enano—, se parece al águila Sagaz.
—¿No deberíamos ocultarnos bajo los árboles? —preguntó Eustace.
—No —respondió Tirian—, es mejor que permanezcamos quietos como piedras. Seguro que nos verá si nos movemos.
—¡Mirad! Está girando, ya nos ha visto —indicó Perla—. Desciende en amplios círculos.
—Pon una flecha en el arco, muchacha —dijo Tirian a Jill—. Pero no dispares hasta que te lo ordene. Puede tratarse de un amigo.
Si alguien hubiera sabido lo que iba a suceder a continuación, habría resultado todo un placer contemplar la gracia y facilidad con que la enorme ave descendía. Fue a posarse en un peñasco a pocos metros de Tirian, inclinó la cabeza coronada por un penacho y dijo con su curiosa voz de águila:
—Saludos, majestad.
—Saludos, Sagaz —respondió Tirian—. Y puesto que me llamas majestad, puedo creer que no eres un seguidor del mono y de su falso Aslan. Me siento muy complacido con tu llegada.
—Señor —siguió el ave—, cuando hayáis oído mis noticias lamentaréis más mi llegada que la mayor aflicción que os haya sobrevenido jamás.
El corazón de Tirian pareció dejar de latir al escuchar aquellas palabras, pero apretó los dientes y respondió:
—Cuenta.
—Dos espectáculos he contemplado —explicó Sagaz—. Uno fue Cair Paravel lleno de narnianos muertos y calormenos vivos: el estandarte del Tisroc sobre vuestras reales almenas y vuestros súbditos huyendo de la ciudad, en todas direcciones, hacia el interior del bosque. Tomaron Cair Paravel desde el mar. Veinte barcos enormes de Calormen atracaron en plena noche anteayer.
Nadie fue capaz de hablar.
—Y el otro espectáculo, cinco leguas más cerca que Cair Paravel, fue el de Roonwit, el centauro, muerto con una flecha calormena en el costado. Estuve con él en sus últimos momentos y me dio este mensaje para su majestad: que recordarais que todos los mundos finalizan y que una muerte noble es un tesoro que nadie es demasiado pobre para obtener.
—Así pues —declaró el rey, tras un largo silencio—, Narnia ha dejado de existir.