El asunto de los enanos
Los dos soldados calormenos situados a la cabeza de la columna, viendo a lo que tomaron por un tarkaan o gran señor con dos pajes armados, se detuvieron y alzaron las lanzas a modo de saludo.
—Mi señor —dijo uno de ellos—, conducimos a estos hombrecillos a Calormen a trabajar en las minas del Tisroc, que viva eternamente.
—Por el gran dios Tash, son muy obedientes —dijo Tirian.
Luego se volvió de repente hacia los enanos. Al menos uno de cada seis sostenía una antorcha y a su parpadeante luz vio que sus rostros barbudos lo contemplaban con expresiones lúgubres y obstinadas.
—¿Ha librado el Tisroc una gran batalla, enanos, y conquistado vuestra tierra —preguntó—, para que marchéis pacientemente a morir en los pozos de sal de Pugrahan?
Los dos soldados le dirigieron miradas iracundas de sorpresa, pero los enanos respondieron:
—Son órdenes de Aslan. Nos ha vendido. ¿Qué podemos hacer contra él?
—¡Vencernos el Tisroc! —añadió uno, y escupió al suelo—. ¡Me gustaría ver cómo lo intenta!
—¡Silencio, perro! —dijo el soldado en jefe.
—¡Mirad! —exclamó Tirian, arrastrando a Puzzle al frente en dirección a la luz—. Todo ha sido una mentira. Aslan no ha venido a Narnia. El mono os ha engañado. Esto es lo que sacaba del establo para mostrároslo. Miradlo.
Lo que los enanos vieron, ahora que podían contemplarlo de cerca, fue, desde luego, suficiente para que se preguntaran cómo habían podido dejarse engañar. El largo encierro de Puzzle en el establo había dejado la piel de león bastante desaliñada y el viaje por el oscuro bosque la había enmarañado, así que la mayor parte de ella formaba entonces un enorme bulto sobre un hombro. La cabeza, aparte de quedar ladeada, también había retrocedido bastante, de modo que cualquiera podía ver el rostro del asno, necio y amable, mirando desde su interior. De una esquina de la boca sobresalía un poco de hierba, pues había echado un bocado sin hacer ruido mientras lo conducían. Mascullaba:
—No fue culpa mía. No soy listo. Jamás dije que lo fuera.
Durante un segundo todos los enanos contemplaron con fijeza a Puzzle boquiabiertos y entonces uno de los soldados espetó:
—¿Estáis loco, mi señor? ¿Qué estáis haciendo con los esclavos?
—Y ¿quién sois? —preguntó otro.
Ninguna de las lanzas estaba en posición de saludo ya; las dos estaban bajadas y listas para actuar.
—Decid la contraseña —ordenó el soldado jefe.
—Ésta es mi contraseña —respondió el rey a la vez que desenvainaba la espada—: «Brilla la luz, la mentira se ha descubierto». Ahora, en guardia, bellaco, pues soy Tirian de Narnia.
Cayó sobre el soldado jefe con la velocidad del rayo. Eustace, que había desenvainado su espada al ver que el rey sacaba la suya, se abalanzó sobre el otro: su rostro mostraba una palidez cadavérica, pero yo no lo culparía por ello. Y tuvo la suerte que acostumbra acompañar a los novatos; olvidó todo lo que Tirian había intentado enseñarle aquella tarde, lanzó mandobles a diestra y siniestra (a decir verdad, no estoy seguro de que tuviera los ojos abiertos) y de repente descubrió, con gran sorpresa, que el calormeno yacía muerto a sus pies. Y si bien aquello fue un gran alivio, resultó, en aquel momento, bastante aterrador. El combate del rey duró un segundo o dos más: luego también él despachó a su contrincante y gritó a Eustace:
—Cuidado con los otros dos.
Pero los enanos se habían ocupado ya de los dos calormenos restantes. No quedaba ningún enemigo.
—¡Bien hecho, Eustace! —exclamó el rey, dándole una palmada en la espalda—. Ahora, enanos, sois libres. Mañana os conduciré a liberar todo Narnia. ¡Tres hurras por Aslan!
Pero lo que sucedió a continuación fue sencillamente lamentable. Hubo una débil tentativa por parte de unos pocos enanos, unos cinco, que se desvaneció al instante: de varios de los otros no surgieron más que gruñidos malhumorados. Muchos no dijeron nada en absoluto.
—¿Es qué no lo comprenden? —dijo Jill, impaciente—. ¿Qué os sucede, enanos? ¿No oís lo que dice el rey? Todo ha terminado. El mono ya no gobernará en Narnia. Todo el mundo puede regresar a su vida normal. Podéis volver a ser felices. ¿No estáis contentos?
Tras una pausa de casi un minuto, un enano de aspecto no demasiado agradable, con los cabellos y la barba negros como el hollín, dijo:
—Y ¿quién se supone que eres tú, señorita?
—Soy Jill —respondió ella—. La misma Jill que rescató al rey Rilian del hechizo… y él es Eustace, que también lo hizo… y hemos regresado desde otro mundo después de transcurridos cientos de años. Aslan nos envió.
Los enanos se miraron unos a otros entre sonrisas; sonrisas despectivas, no de alegría.
—Vaya —dijo el enano negro (cuyo nombre era Griffle)—, no sé cómo os sentís vosotros, amigos, pero a mí me parece que ya he oído todo lo que quiero oír sobre Aslan durante el resto de mi vida.
—Es verdad, es verdad —gruñeron los otros enanos—. Es todo una treta, una maldita treta.
—¿Qué queréis decir? —dijo Tirian.
El monarca no había palidecido mientras peleaba, pero lo hizo en aquellos momentos. Había pensado que aquél sería un momento magnífico, pero se estaba convirtiendo más bien en una pesadilla.
—Sin duda piensas que somos terriblemente estúpidos, eso debes de pensar —replicó Griffle—. Ya nos han embaucado una vez y ahora esperas que nos volvamos a dejar embaucar. No vamos a aguantar ningún cuento más sobre Aslan, ¿entendido? ¡Miradle! ¡Un burro viejo con orejas largas!
—¡Cielos, me hacéis enfurecer! —exclamó Tirian—. ¿Quién de nosotros ha dicho que éste fuera Aslan? Ésta es la imitación que hizo el mono del auténtico Aslan. ¿No lo comprendéis?
—¡Y supongo que tú tienes una imitación mejor! —repuso Griffle—. No, gracias. Ya nos han engañado una vez y no van a engañarnos de nuevo.
—No la tengo —replicó Tirian—. Yo sirvo al auténtico Aslan.
—¿Dónde está? ¿Quién es? ¡Muéstranoslo! —gritaron varios enanos.
—¿Es qué creéis que lo guardo en el morral, estúpidos? —dijo Tirian—. ¿Quién soy yo para hacer que Aslan aparezca a mi antojo? No es un león domesticado.
En cuanto aquellas palabras salieron de su boca comprendió que había hecho un movimiento en falso, pues los enanos empezaron a repetir al instante: «No es un león domesticado, no es un león domesticado», con un sonsonete burlón.
—Eso es lo que los otros no dejaban de decirnos —dijo uno de ellos.
—¿Estáis diciendo que no creéis en el auténtico Aslan? —inquirió Jill—. Pero yo lo he visto. Él nos ha enviado a los dos aquí desde un mundo diferente.
—¡Ajá! —replicó Griffle con una amplia sonrisa—. Eso es lo que dices tú. Te han enseñado bien lo que debes decir. Recitas bien la lección aprendida, ¿no es eso?
—Patán —gritó Tirian—, ¿osas llamar mentirosa a una dama en su propia cara?
—Guardaos las cortesías, amigo —replicó el enano—. Me parece que ya no queremos más reyes, si es que eres Tirian, pues por tu aspecto no lo pareces, ni tampoco queremos más «Aslanes». Vamos a ocuparnos de nosotros mismos a partir de ahora y no vamos a hacerle reverencias a nadie. ¿Entendido?
—Eso es —dijeron los otros enanos—. Ahora somos independientes. Se acabó Aslan, se acabaron los reyes, se acabaron las historias estúpidas sobre otros mundos. Los enanos son para los enanos.
Y empezaron a colocarse de nuevo en sus puestos y a prepararse para emprender la marcha de vuelta al lugar del que habían venido.
—¡Pequeñas bestias! —dijo Eustace—. ¿Ni siquiera vais a darnos las gracias por haberos salvado de las minas de sal?
—No nos engañáis —respondió Griffle por encima del hombro—. Queríais utilizarnos, por eso nos rescatasteis. Algo os traéis entre manos. Vamos, muchachos.
Y los enanos empezaron a cantar la curiosa cancioncita de marcha que seguía el ritmo del tambor, y se perdieron en la oscuridad en medio de un gran ruido de pasos.
Tirian y sus compañeros los siguieron con la mirada. Luego el monarca pronunció una única palabra, «¡Vamos!», y prosiguieron su viaje.
Formaban un grupo silencioso. Puzzle se sentía todavía en desgracia, y tampoco entendía exactamente qué había sucedido. Jill, además de estar indignada con los enanos, estaba muy impresionada por la victoria de Eustace sobre el calormeno y sentía cierta timidez. En cuanto a Eustace, su corazón todavía latía a gran velocidad.
Tirian y Perla andaban juntos, muy tristes, cerrando la marcha. El rey tenía el brazo sobre el lomo del unicornio y de vez en cuando éste acariciaba la mejilla del monarca con su suave hocico. No intentaban consolarse mutuamente con palabras, pues no era fácil pensar en nada que decir que resultara reconfortante. A Tirian no se le había ocurrido en ningún momento que una de las consecuencias de que un mono creara un falso Aslan pudiera ser que la gente dejara de creer en el auténtico. Estaba convencido de que los enanos se pondrían de su lado en cuanto les mostrara cómo los habían engañado; luego, la noche siguiente, habrían ido todos a la colina del establo y les habría mostrado a Puzzle a todas las criaturas y todo el mundo se habría vuelto contra el mono y, tal vez tras una escaramuza con los calormenos, todo habría terminado. Sin embargo, ahora parecía que no podía contar con nada. ¿Cuántos narnianos más podrían adoptar la misma postura que los enanos?
—Alguien nos sigue, creo —indicó Puzzle de repente.
Se detuvieron y escucharon. No cabía la menor duda, se oía el golpeteo de unos pies pequeños a su espalda.
—¿Quién va? —gritó el rey.
—Sólo yo, señor —dijo una voz—. Yo, el enano Poggin, que acabo de conseguir librarme de los otros. Estoy de vuestro lado, señor, y del de Aslan. Si ponéis una espada enana en mi mano, de buena gana lanzaré unos cuantos mandobles del lado correcto antes de que todo acabe.
Todos se agruparon a su alrededor y le dieron la bienvenida y lo elogiaron y le palmearon la espalda. Desde luego, un solo enano no cambiaba mucho las cosas, pero de algún modo era muy alentador tener al menos a uno de su parte. Todo el grupo se animó, aunque Jill y Eustace no mantuvieron tal actitud animosa durante mucho tiempo, ya que empezaron a bostezar escandalosamente y estaban demasiado cansados para pensar en algo que no fuera una cama.
A la hora más fría de la noche, justo antes del amanecer, llegaron de vuelta a la torre. De haber habido una comida preparada para ellos, la habrían devorado de buena gana, pero la molestia y lo que tardarían en los preparativos descartaron toda idea de preparar algo. Bebieron del arroyo, se remojaron el rostro y se acostaron en las literas, a excepción de Puzzle y Perla, que dijeron que estarían más cómodos en el exterior. Aquello tal vez era lo mejor, pues un unicornio y un asno gordo y criado dentro de una casa siempre hacen que la habitación resulte demasiado atestada.
Los enanos de Narnia, aunque miden menos de ciento veinte centímetros de estatura son de las criaturas más resistentes y robustas que existen, de modo que Poggin, a pesar de un día de trabajo duro y de haberse ido a dormir muy tarde, despertó fresco como una rosa antes que cualquiera de los otros. Inmediatamente tomó el arco de Jill, salió al exterior y abatió una pareja de palomas torcaces, que luego se dedicó a desplumar, sentado en el umbral mientras conversaba con Perla y Puzzle.
El asno tenía mejor aspecto y se sentía mucho mejor aquella mañana. Perla, al ser un unicornio y por lo tanto una de las bestias más nobles y delicadas, había sido muy amable con él, hablándole de cosas de las que ambos entendieran, como hierba, azúcar y el cuidado de los respectivos cascos.
Cuando Jill y Eustace salieron de la torre bostezando y frotándose los ojos casi a las diez y media, el enano les mostró dónde podían recoger gran cantidad de una hierba narniana llamada fresney silvestre, que se parece mucho a nuestra acederilla pero tiene un sabor mucho más agradable cuando se cocina. (Necesita un poco de mantequilla y pimienta para que resulte perfecta, pero carecían de ellas). De modo que, entre unas cosas y otras, obtuvieron los ingredientes para un estofado excelente para su desayuno o comida, como prefieras llamarlo. Tirian se adentró un poco más en el bosque con una hacha y regresó con algunas ramas para alimentar el fuego.
Mientras se cocinaba la comida —lo que pareció una eternidad, en especial porque cuanto menos le faltaba para estar preparada olía cada vez mejor— el rey encontró todo un equipo enano completo para Poggin: cota de malla, casco, escudo, espada, cinto y daga. Luego inspeccionó la espada de Eustace y descubrió que éste la había devuelto sucia a la funda tras la eliminación del calormeno. El niño recibió una regañina por ello y fue obligado a limpiarla y pulirla.
Durante todo ese tiempo Jill estuvo yendo de un lado a otro, en ocasiones removiendo el puchero y en otras mirando con envidia al asno y al unicornio que pastaban tan satisfechos. ¡Cuánto deseó poder comer hierba aquella mañana!
Sin embargo, cuando llegó la comida todos sintieron que había valido la pena esperar, y todo el mundo repitió.
Cuando todos hubieron comido hasta hartarse, los tres humanos y el enano fueron a sentarse en el umbral, con los seres de cuatro patas tumbados de cara a ellos; el enano —con el permiso de Jill y Tirian— encendió su pipa, y el rey dijo:
—Bien, amigo Poggin, es posible que tengas más noticias del enemigo que nosotros. Cuéntanos todo lo que sepas. Y en primer lugar, ¿qué cuentan de mi huida?
—Una historia tan maliciosa, señor, como jamás se haya concebido —respondió el enano—. Fue el gato, Pelirrojo, quién la contó, y lo más probable es que también fuera su creador. Este Pelirrojo, señor…, que es un pillo astuto…, dijo que pasaba junto al árbol al que aquellos villanos ataron a su majestad. Y dijo que, sin querer ofender a su reverencia, que aullabais, jurabais y maldecíais a Aslan:
«En un lenguaje que no repetiré», fueron las palabras que utilizó, adoptando una expresión muy remilgada y estirada; ya sabéis, de ese modo en que saben hacerlo los gatos cuando les conviene. Y entonces, contó Pelirrojo, el mismísimo Aslan apareció de repente en medio de un rayo de luz y se tragó a su majestad de un bocado.
»Todas las bestias se estremecieron ante aquel relato y algunas se desmayaron directamente. Y, desde luego, el mono lo aprovechó. «¿Lo veis?», dijo, «¿veis lo que Aslan hace con todos aquellos que no lo respetan? Que eso sea una advertencia para todos vosotros». Y las pobres criaturas gimieron y lloriquearon y respondieron: «Lo respetaremos, lo respetaremos». Así pues, el resultado final es que la huida de su majestad no les ha hecho pensar que todavía tenéis amigos leales que os ayudan, sino que les ha hecho temer y obedecer más al mono.
—¡Qué sagacidad más diabólica! —dijo Tirian—. Este Pelirrojo, pues, conoce lo que trama el mono.
—En estos momentos es más una cuestión, señor, de si no será el mono quien se deja asesorar por él —respondió el enano—. El mono ha empezado a beber, ¿sabéis? Lo que yo creo es que la conspiración ahora la controlan principalmente Pelirrojo y Rishda, el capitán calormeno. Y creo que algunas de las historias que Pelirrojo ha extendido entre los enanos son las principales culpables del mal recibimiento que os dedicaron. Y os contaré por qué.
»Acababa de finalizar una de esas espantosas reuniones anteanoche y había recorrido una parte del trayecto de vuelta a casa cuando descubrí que había olvidado la pipa. Era una realmente buena, una de mis viejas favoritas, de modo que regresé a buscarla. Pero antes de que llegara al lugar donde había estado sentado (estaba negro como boca de lobo) oí la voz de un gato que decía «miau» y una voz calormena que decía: «Aquí… habla en voz baja». De modo que me quedé tan quieto como si estuviera congelado. Y los dos eran Pelirrojo y Rishda Tarkaan, como le llaman.
»“Noble tarkaan”, dijo el gato con esa voz sedosa suya, “deseaba saber exactamente qué queríamos decir ambos hoy al indicar que Aslan no significaba más que Tash.”.
»“Sin duda, tú que eres el más sagaz de entre los gatos”, respondió el otro “te habrás percatado de lo que quería decir.”.
»“Quieres decir”, siguió el gato “que no existe ninguna de tales personas.”.
»“Todos aquellos que son inteligentes lo saben”, respondió el tarkaan.
»“En ese caso podemos entendernos mutuamente”, ronroneó el felino. “¿No empiezas a hartarte un poco del mono, como me sucede a mí?”.
»“Un animal estúpido y codicioso”, manifestó el tarkaan, “pero debemos utilizarlo por el momento. Tú y yo debemos encargarnos de todas las cosas en secreto y hacer que el mono haga lo que deseemos.”.
»“Y sería mejor dejar que algunos de los narnianos más inteligentes estén al tanto, ¿no crees?”, propuso Pelirrojo, “irlos incorporando uno a uno a medida que encontremos que son aptos. Pues las bestias que realmente creen en Aslan pueden rebelarse en cualquier momento: y lo harán, si el desatino del mono traiciona su secreto. Sin embargo, aquellos a quienes no les importa ni Tash ni Aslan, sino que únicamente piensan en su propio provecho y en la recompensa que el Tisroc pueda darles cuando Narnia sea una provincia calormena, se mantendrán firmes.”.
»“Excelente, gato”, dijo el capitán. “Pero elígelos con cuidado.”.
Mientras el enano hablaba, el tiempo cambió. Estaba soleado cuando se sentaron, pero ahora Puzzle se estremeció; Perla agitó la cabeza, inquieto, y Jill alzó los ojos.
—Se está nublando —dijo.
—Y hace mucho frío —manifestó el asno.
—¡Un frío insoportable, por el León! —exclamó Tirian, soplándose las manos—. Y ¡fu! ¿Qué olor nauseabundo es ése?
—¡Uf! —jadeó Eustace—. Huele a algo muerto. ¿Hay algún pájaro muerto por ahí? Y ¿cómo es que no lo advertimos antes?
—¡Mirad! —exclamó Perla, incorporándose con gran agitación a la vez que señalaba con el cuerno—. ¡Mirad eso! ¡Fijaos, fijaos!
Entonces los seis lo vieron; y en sus rostros apareció una expresión de total consternación.