Una noche muy fructífera
Unas cuatro horas más tarde Tirian se acostó en una de las literas para dormir una siesta. Los dos niños roncaban ya: los había enviado a dormir antes de hacerlo él porque tendrían que estar despiertos casi toda la noche y sabía que a su edad no podían pasar sin dormir. Además, los había dejado exhaustos. Primero había practicado con Jill el tiro con arco y había descubierto que, aunque sin llegar al nivel narniano, en realidad no era del todo mala. A decir verdad, había conseguido cazar un conejo —no un conejo parlante, desde luego: hay gran cantidad de conejos normales y corrientes en la zona oriental de Narnia— y ya estaba despellejado, limpio y colgado. Había descubierto que los dos niños sabían cómo llevar a cabo aquella tarea escalofriante y maloliente; habían aprendido a hacerlo durante su gran viaje por el País de los Gigantes en los tiempos del príncipe Rilian.
Luego había intentado enseñar a Eustace el uso de la espada y el escudo. El niño había aprendido mucho sobre esgrima en su primera aventura, pero había sido siempre con una espada recta narniana. Jamás había manejado una cimitarra curva calormena y ello hizo que le resultara más duro, pues muchos de los golpes son bastante diferentes y tenía que olvidar algunos de los hábitos aprendidos con la espada larga. Tirian descubrió que tenía buen ojo y era rápido con los pies. Le sorprendió la energía de los dos niños: en realidad los dos parecían ya mucho más fuertes y mayores, más adultos, de lo que habían parecido la primera vez que los vio unas horas antes. Es uno de los efectos que la atmósfera de Narnia tiene sobre los visitantes de nuestro mundo.
Los tres estuvieron de acuerdo en que lo primero que debían hacer era regresar a la colina del establo e intentar rescatar al unicornio Perla. Después de eso, si tenían éxito, intentarían dirigirse al este y reunirse con el pequeño ejército que el centauro Roonwit debía conducir desde Cair Paravel.
Un guerrero y cazador experimentado como Tirian siempre puede despertarse a la hora que desee; así pues, se dio tiempo hasta las nueve de aquella noche y luego apartó todas las preocupaciones de su mente y se quedó dormido al instante. Pareció como si sólo hubiera transcurrido un instante cuando despertó más tarde, pero supo por la luz y el tacto mismo de las cosas que había calculado su sueño a la perfección. Se levantó, se colocó su casco-turbante (había dormido con la cota de malla puesta), y luego zarandeó a los otros dos hasta que despertaron. Los dos niños, hay que reconocerlo, tenían un aspecto gris y deprimente mientras abandonaban sus literas y se dedicaban a bostezar sin parar.
—Bien —dijo Tirian—, vamos a ir hacia el norte desde aquí y, puesto que tenemos la gran suerte de que es una noche estrellada, el viaje será mucho más corto que el de esta mañana, pues entonces dimos un rodeo, mientras que ahora iremos en línea recta. Si nos ordenan detenernos, vosotros dos guardad silencio y yo haré todo lo posible por hablar como un maldito, cruel y orgulloso lord de Calormen. Si desenvaino la espada, entonces tú, Eustace, deberás hacer lo mismo, y que Jill se coloque rápidamente a nuestra espalda y permanezca allí con una flecha en el arco. Pero si grito «¡A casa!», huid hacia la torre, los dos. Y que ninguno intente pelear, ni siquiera asestar un mandoble, una vez que haya dado la orden de retirada: tal falso valor ha estropeado muchos planes notables en las guerras. Y ahora, amigos, en nombre de Aslan, sigamos adelante.
Tras aquello, salieron a la fría noche. Todas las grandes estrellas del norte brillaban por encima de las copas de los árboles. La Estrella Polar de ese mundo recibe el nombre de Punta de Lanza y es más brillante que la nuestra.
Durante un tiempo pudieron avanzar en línea recta hacia la Punta de Lanza, pero al poco tiempo llegaron a un bosquecillo muy espeso que los obligó a abandonar su curso para rodearlo. Y después de eso —pues seguían todavía bajo la sombra de las ramas— resultó difícil volver a orientarse. Fue Jill quien los puso de nuevo en la ruta correcta, pues había sido una excelente chica exploradora en Inglaterra. Y desde luego conocía las estrellas narnianas a la perfección, tras haber viajado tan extensamente por las salvajes tierras del norte, y era incluso capaz de averiguar el camino mediante otras estrellas aun cuando la Punta de Lanza quedara oculta.
En cuanto Tirian vio que la niña era la mejor exploradora de los tres, la colocó al frente. Y en seguida se sintió asombrado al descubrir que era capaz de deslizarse por delante de ellos de un modo totalmente silencioso y casi invisible.
—¡Por la melena del León! —susurró a Eustace—. Esta chica es una fabulosa doncella del bosque. No podría hacerlo mejor ni teniendo sangre de dríade en las venas.
—Ser tan pequeña la ayuda —susurró Eustace.
—Chist, haced menos ruido —ordenó Jill desde la cabecera de la marcha.
A su alrededor el bosque estaba muy silencioso. A decir verdad, demasiado silencioso. En una noche narniana corriente debería haber ruidos; algún que otro alegre «Buenas noches» por parte de un erizo, el grito de un búho sobre sus cabezas, tal vez una flauta a lo lejos para indicar que había faunos danzando, o zumbidos y martillazos de los enanos del subsuelo. Todo era silencio: el desaliento y el miedo reinaban en Narnia.
Al cabo de un rato empezaron a ascender por una empinada colina y los árboles aparecieron más distanciados. Tirian distinguió vagamente la bien conocida cima de la colina y el establo. Jill avanzaba cada vez con más cautela: la niña no dejaba de hacer señas a sus compañeros con la mano para que hicieran lo mismo. Luego se detuvo por completo y Tirian vio como se hundía poco a poco entre la hierba del suelo y desaparecía sin hacer el menor ruido. Al cabo de un momento volvió a levantarse, acercó los labios a la oreja del rey, y dijo en un susurro lo más bajo posible:
—Abajo. «Veréiz» mejor.
Dijo «veréiz» en lugar de «veréis» no porque ceceara sino porque sabía que el siseo de una ese es lo que antes se oye de un susurro.
Tirian se tumbó al instante, casi tan silenciosamente como Jill, pero no tanto, pues pesaba más y tenía más edad. Una vez que estuvieron pegados al suelo, vio como desde aquella posición se podía ver el reborde de la colina recortándose perfectamente contra el cielo estrellado. Dos figuras negras se alzaban allí: una era la silueta del establo, y la otra, unos pocos pasos por delante de éste, la de un centinela calormeno. El hombre montaba guardia fatal, pues no andaba ni permanecía en pie, sino que estaba sentado con la lanza sobre el hombro y la barbilla apoyada en el pecho.
—Muy bien —dijo Tirian a Jill; la niña le había mostrado exactamente lo que necesitaba ver.
Se incorporaron y Tirian se colocó a la cabeza. Muy despacio, sin apenas atreverse a respirar, ascendieron hasta un pequeño grupo de árboles que se hallaba a tan sólo un metro del centinela.
—Aguardad aquí hasta que regrese —susurró a los otros dos—. Si fracaso, huid.
Luego se acercó lenta y descaradamente, sin ocultarse del enemigo. El hombre se sobresaltó al verlo y estuvo a punto de ponerse en pie de un salto: temía que se tratara de uno de sus oficiales y que fuera a meterse en un lío por haber permanecido sentado. Sin embargo, antes de que pudiera alzarse, Tirian ya había hincado una rodilla en tierra a su lado, diciendo:
—¿Sois un guerrero del ejército del Tisroc, que viva eternamente? Alegra mi corazón encontraros en medio de todas estas bestias y demonios narnianos. Dadme la mano, amigo.
Antes de comprender muy bien qué sucedía, el centinela calormeno encontró su mano derecha aferrada en un poderoso apretón, y al momento siguiente estaba arrodillado en el suelo y con una daga apoyada contra la garganta.
—Un solo ruido y eres hombre muerto —le dijo Tirian al oído—. Dime dónde está el unicornio y vivirás.
—De… detrás del establo, mi señor —tartamudeó el desdichado.
—Bien. Levántate y condúceme hasta él.
Mientras el hombre se incorporaba, la punta de la daga no se separó ni un momento de su cuello; Tirian se limitó a darle la vuelta (fría e inquietante) mientras él se colocaba detrás del prisionero y la apoyaba en un lugar conveniente detrás de la oreja de éste. Temblando, el hombre fue hacia la parte trasera del establo.
A pesar de la oscuridad, Tirian distinguió la figura blanca de Perla al instante.
—¡Chist! —ordenó—. No, no relinches. Sí, Perla, soy yo. ¿Cómo te han atado?
—Me han sujetado las cuatro patas y amarrado con una brida a una argolla de la pared del establo —dijo el unicornio.
—Quédate aquí, centinela, con la espalda contra la pared. Así. Ahora, Perla, coloca la punta de tu cuerno contra el pecho de este calormeno.
—Con todo gusto, majestad —respondió el unicornio.
—Si se mueve, atraviésale el corazón.
En unos pocos segundos Tirian cortó las ligaduras y, con los restos de éstas, ató al centinela de pies y manos. Finalmente le hizo abrir la boca, se la llenó de hierba y le pasó una cuerda desde la coronilla hasta la barbilla para que no pudiera hacer ruido, sentó al prisionero y lo apoyó contra la pared.
—Te he tratado con cierta descortesía, soldado —se disculpó—, pero era necesario que lo hiciera. Si algún día nos volvemos a encontrar, tal vez tenga más consideración. Ahora, Perla, marchémonos sin hacer ruido.
Pasó el brazo izquierdo alrededor del cuello del animal y se inclinó y le besó el hocico. Ambos se sintieron muy felices. Regresaron tan silenciosamente como les fue posible al lugar en el que había dejado a los niños. Estaba más oscuro allí bajo los árboles y el monarca casi chocó con Eustace antes de verlo.
—Todo va bien —susurró Tirian—. Ha sido una noche muy fructífera. Ahora, a casa.
Emprendieron el camino de vuelta y habían dado unos cuantos pasos cuando Eustace dijo:
—¿Dónde estás, Pole? —No obtuvo respuesta—. ¿Está Jill al otro lado de vos, señor? —preguntó.
—¿Qué? —respondió el rey—. ¿Acaso no está junto a ti?
Fue un momento terrible. No se atrevían a gritar, pero susurraron su nombre de la forma más sonora que pudieron. No recibieron respuesta.
—¿Se apartó de ti mientras yo no estaba? —inquirió Tirian.
—No la vi ni la oí marcharse —respondió él—. Pero podría haberse ido sin que me diera cuenta. Puede ser tan silenciosa como un gato; vos mismo lo habéis visto.
En aquel momento se oyó un toque de tambor a lo lejos. Perla giró las orejas al frente.
—Enanos —dijo.
—Y enanos traidores, enemigos, con toda seguridad —refunfuñó Tirian.
—Y por ahí viene algo que tiene cascos, mucho más cerca —apuntó el unicornio.
Los dos humanos y el animal permanecieron totalmente inmóviles. Tenían tantas cosas distintas de las que preocuparse en aquellos momentos, que no sabían qué hacer. El sonido de cascos se fue acercando.
Y luego, muy próxima a ellos, una voz susurró:
—¡Eh! ¿Estáis todos ahí?
Gracias al cielo era Jill.
—¿Dónde diablos has estado? —inquirió Eustace en un susurro enfurecido, pues se había asustado mucho.
—En el establo —jadeó ella, pero fue la clase de jadeo que uno emite cuando se esfuerza por contener la risa.
—Vaya —gruñó él—, así que lo encuentras divertido, ¿verdad? Bueno, pues todo lo que puedo decir es…
—¿Habéis recuperado a Perla, señor? —preguntó Jill.
—Sí. Aquí está. ¿Qué es esa bestia que os acompaña?
—Es «él» —respondió la niña—. Pero vayamos a casa antes de que alguien se despierte. —Y de nuevo se oyeron pequeños estallidos de risa.
Sus compañeros obedecieron al punto pues ya habían permanecido demasiado tiempo en aquel lugar tan peligroso y los tambores de los enanos parecían haberse acercado un poco.
No fue hasta después de haber andado hacia el sur durante varios minutos cuando Eustace dijo:
—¿Lo tienes a «él»? ¿Qué quieres decir?
—Al falso Aslan —respondió Jill.
—¿Qué? —exclamó Tirian—. ¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis hecho?
—Veréis, majestad —repuso Jill—, en cuanto vi que habíais quitado de en medio al centinela, se me ocurrió que tal vez sería buena idea echar un vistazo al establo y ver qué había allí dentro en realidad. Así que me arrastré hasta el lugar. Resultó sencillísimo descorrer el pestillo. Desde luego, estaba negro como boca de lobo en el interior y olía igual que cualquier otro establo. Entonces encendí una cerilla y, ¿queréis creerlo?, no había nada allí, excepto un asno viejo con un pedazo de piel de león atado a su lomo. Así que saqué el cuchillo y le dije que tendría que venir conmigo. A decir verdad no habría tenido necesidad de amenazarlo con el cuchillo, ya que estaba más que harto del establo y más que dispuesto a venir… ¿no es cierto eso, querido Puzzle?
—¡Vaya! —exclamó Eustace—. Vaya… vaya por Dios. Estaba enfurecido contigo hace un instante, y sigo pensando que fue mezquino por tu parte escabullirte sin el resto de nosotros, pero debo admitir que… quiero decir… pues que lo que has hecho ha sido fantástico. Si ella fuera un chico tendría que ser nombrado caballero, ¿no es cierto, majestad?
—Si fuera un chico —respondió Tirian—, lo azotarían por haber desobedecido órdenes.
Y en la oscuridad nadie pudo ver si lo decía con el ceño fruncido o con una sonrisa. Al cabo de un minuto se oyó un chirrido metálico.
—¿Qué hacéis, señor? —inquirió Perla al instante.
—Desenvainar la espada para cortarle la cabeza al maldito asno —respondió él en un tono de voz terrible—. Aparta, muchacha.
—No, por favor, no —imploró Jill—. ¡No lo hagáis! No fue culpa suya. Fue todo cosa del mono. Él no sabía lo que hacía. Y está muy apenado. Es un asno muy bueno, se llama Puzzle. Y le estoy rodeando el cuello con los brazos.
—Jill —dijo Tirian—, sois la más valiente y experta en bosques de todos mis súbditos, pero también la más descarada y desobediente. Bien, dejemos que el asno viva. ¿Qué tienes tú que decir por tu parte, asno?
—¿Yo, señor? —dijo el animal—. Desde luego estoy muy arrepentido si he hecho algo malo. El mono dijo que Aslan quería que me disfrazara así. Y yo pensé que él sabía lo que hacía. Yo no soy listo como él. Sólo hice lo que me decía. No era nada divertido para mí vivir en aquel establo. Ni siquiera sé qué ha pasado fuera. No me dejaba salir jamás, excepto durante un minuto o dos por la noche. Había días en que se olvidaban incluso de darme agua.
—Señor —intervino Perla—, esos enanos están cada vez más cerca. ¿Queremos encontrarnos con ellos?
Tirian pensó unos instantes y a continuación lanzó una repentina y sonora carcajada. Luego habló, pero esta vez no en susurros.
—Por el León —dijo—. ¡Qué tonto soy! ¿Encontrarnos con ellos? Desde luego que lo haremos. Ahora podemos encontrarnos con cualquiera. Tenemos a este asno para mostrárselo. Que vean aquello que han temido y ante lo que se han inclinado. Podemos darles a conocer la verdad sobre el infame complot del mono. Se ha descubierto su secreto. Se han cambiado los papeles. Mañana colgaremos a ese mono del árbol más alto de Narnia. Ya no habrá más cuchicheos, nadie eludirá sus compromisos ni se disfrazará. ¿Dónde están esos honrados enanos? Tenemos buenas noticias para ellos.
Cuando se ha estado susurrando durante horas, el simple sonido de alguien que habla en voz alta tiene un efecto maravillosamente conmovedor. Todo el grupo empezó a hablar y a reír: incluso Puzzle alzó la cabeza y emitió un magnífico rebuzno; algo que el mono no le había permitido hacer durante días.
Luego se pusieron en marcha en dirección al tamborileo. Éste fue aumentando de volumen y no tardaron en poder distinguir también la luz de unas antorchas. Salieron a una de aquellas carreteras pedregosas —desde luego no las llamaríamos carreteras en nuestro mundo— que atraviesan el Erial del Farol. Y allí, marchando decididos, había unos treinta enanos, todos con palas pequeñas y picos al hombro. Dos calormenos armados conducían la columna y dos más cubrían la retaguardia.
—¡Quietos! —tronó Tirian al tiempo que salía al camino—. Quietos, soldados. ¿Adónde conducís a estos enanos narnianos y por orden de quién?