Capítulo 5

Cómo le llegó ayuda al rey

Pero su desventura no duró mucho tiempo. Casi de inmediato se pudo oír un golpe, y luego otro, y dos niños aparecieron de pie ante él. El bosque que tenía delante estaba completamente vacío un segundo antes y sabía que no habían salido de detrás de un árbol, ya que los habría oído. En realidad habían aparecido sencillamente de la nada.

De un vistazo supo que vestían la misma clase de ropas extravagantes y apagadas que las personas de su sueño; y vio, al mirar con más detenimiento, que eran el muchacho y la muchacha más jóvenes de aquel grupo de siete.

—¡Caramba! —exclamó el chico—. ¡Esto dejaría sin aliento a cualquiera! Pensé que…

—Date prisa y desátalo —dijo la niña—. Hablaremos luego. —A continuación añadió, volviéndose hacia Tirian—: Siento que hayamos tardado tanto. Vinimos en cuanto pudimos.

Mientras ella hablaba, el muchacho había sacado un cuchillo de su bolsillo y cortaba a toda prisa las ligaduras del rey; demasiado deprisa, de hecho, pues el rey estaba tan entumecido y agarrotado, que cuando cortaron la última cuerda él cayó de frente, y no consiguió alzarse de nuevo hasta que se reanimó un poco las piernas mediante una enérgica fricción.

—Oíd —siguió la muchacha—, ¿fuisteis vos, no es cierto, el que se nos apareció esa noche en que estábamos todos cenando? Hará casi una semana.

—¿Una semana, hermosa doncella? —inquirió Tirian—. Mi sueño me condujo a vuestro mundo hará apenas diez minutos.

—Es el lío del tiempo, como siempre, Pole —indicó el muchacho.

—Ahora lo recuerdo —asintió Tirian—. Eso también aparece en los antiguos relatos. El tiempo en vuestra extraña tierra es distinto del nuestro. Pero hablando de tiempo, es hora de desaparecer de aquí, pues mis enemigos se encuentran muy cerca. ¿Vendréis conmigo?

—Desde luego —respondió la niña—. Es a vos a quien hemos venido a ayudar.

Tirian se puso en pie y los condujo a toda velocidad colina abajo, en dirección sur y lejos del establo. Sabía muy bien adónde quería ir, pero su primer objetivo era llegar a zonas rocosas donde no pudieran dejar huellas, y el segundo, cruzar alguna corriente de agua para no dejar un rastro olfativo.

Para conseguir todo aquello necesitaron una hora de trepar y vadear y, mientras lo hacían, a nadie le quedó aliento para hablar. No obstante, incluso así, Tirian no dejaba de mirar a hurtadillas a sus compañeros. El prodigio de andar junto a criaturas procedentes de otro mundo le producía una cierta sensación de vértigo, pero también hacía que todas las viejas historias parecieran mucho más reales que antes… Cualquier cosa podía suceder a partir de entonces.

—Bueno —anunció el monarca cuando llegaron a la cabecera de un valle pequeño que discurría ante ellos por entre abedules jóvenes—, hemos puesto un buen trecho entre esos villanos y nosotros, ahora podemos andar con más tranquilidad.

El sol se había alzado, las gotas de rocío centelleaban en cada rama y los pájaros cantaban.

—¿Qué hay de un poco de manduca? Quiero decir para vos, señor; nosotros dos hemos desayunado —dijo el niño.

Tirian se preguntó a qué se refería al decir «manduca», pero cuando el niño abrió una abultada cartera que transportaba y sacó un paquete bastante grasiento y blando, lo comprendió. Tenía un hambre voraz, aunque no había pensado en ello hasta aquel momento.

Había dos sándwiches de huevo duro, dos de queso y dos con alguna especie de pasta en ellos. De no haber estado tan hambriento, la pasta no le habría parecido demasiado apetitosa, pues se trata de un alimento que nadie come en Narnia. Para cuando terminó de comerse los seis sándwiches habían llegado ya al fondo del valle y allí encontraron un risco cubierto de musgo con un manantial pequeño que brotaba de él. Los tres se detuvieron, bebieron y se mojaron los rostros acalorados.

—Y ahora —dijo la niña mientras se apartaba el flequillo mojado de la frente—, ¿no vais a decirnos quién sois y por qué estabais atado? ¿Y qué es lo que sucede?

—De buena gana, mi pequeña dama —respondió Tirian—. Pero debemos seguir andando.

De modo que mientras lo hacían les contó quién era y todas las cosas que le habían sucedido.

—Y ahora —dijo al final—, me dirijo a una torre muy particular, una de las tres que se construyeron en tiempos de mi abuelo para proteger el Erial del Farol de ciertos proscritos peligrosos que habitaban aquí en sus tiempos. Merced a la benevolencia de Aslan no me robaron las llaves. En esa torre encontraremos una provisión de armas y cotas de malla y también algunos víveres, aunque no sean más que galletas secas. Allí también podremos descansar a salvo mientras hacemos nuestros planes. Y ahora, os lo ruego, contadme quiénes sois y toda vuestra historia.

—Yo soy Eustace Scrubb y ella es Jill Pole —empezó el muchacho—. Y estuvimos aquí en otra ocasión, hace una eternidad, más de un año de nuestro tiempo, y había un tipo llamado príncipe Rilian, y lo tenían retenido bajo tierra, y Charcosombrío puso el pie en…

—¡Vaya! —exclamó Tirian—. ¿Sois vosotros entonces aquel Eustace y aquella Jill que rescataron al rey Rilian de su largo encantamiento?

—Sí, los mismos —respondió Jill—. Así que ahora es el «rey» Rilian, ¿no es cierto? Pues claro que tendría que serlo. Olvidé…

—No —replicó Tirian—, soy su séptimo descendiente. Lleva muerto más de doscientos años.

—¡Uf! —exclamó Jill, haciendo una mueca—. Eso es lo horroroso de regresar a Narnia.

Pero Eustace siguió hablando.

—Bueno, ahora ya sabéis quiénes somos, señor —dijo—. Y lo que sucedió fue lo siguiente: el profesor y la tía Polly nos habían reunido a todos los amigos de Narnia…

—No conozco esos nombres, Eustace —dijo Tirian.

—Son los dos que llegaron a Narnia justo en su principio, el día en que los animales aprendieron a hablar.

—¡Por la melena del León! —gritó el rey—. ¡Esos dos! ¡Lord Digory y lady Polly! ¡Procedentes de los albores del mundo! Y ¿siguen vivos en vuestro mundo? ¡Qué cosa tan maravillosa y gloriosa! Pero contadme, contadme.

—Ella no es realmente nuestra tía, ¿sabéis? —siguió Eustace—. Es la señorita Plummer, pero la llamamos tía Polly. Bueno, ellos dos nos reunieron a todos, en parte para divertirnos, de modo que pudiéramos charlar sobre Narnia, pues, como es natural, no hay nadie más con quien podamos hablar de esas cosas, pero en parte también porque el profesor tenía la sensación de que se nos necesitaba aquí.

»Entonces aparecisteis vos como si fuerais un fantasma o Dios sabe qué y casi nos matáis del susto y luego desaparecisteis sin decir una palabra. Después de eso, tuvimos la seguridad de que pasaba algo. La siguiente cuestión era cómo llegar aquí. Uno no puede venir sólo con desearlo. De modo que hablamos y hablamos y por fin el profesor dijo que el único modo sería mediante los anillos mágicos. Fue con esos anillos como él y la tía Polly llegaron aquí hace muchísimo tiempo, cuando no eran más que unos niños, años antes de que nosotros, los más jóvenes, naciéramos.

»Pero todos los anillos habían sido enterrados en el jardín de una casa de Londres (ésa es la capital de nuestro país, señor) y habían vendido la casa. Así pues, el problema era cómo llegar hasta ellos. ¡Jamás adivinaréis lo que hicimos al final! Peter y Edmund, ése es el Sumo Monarca Peter, el que os habló, fueron a Londres para entrar en el jardín por la parte trasera a primeras horas de la mañana, antes de que los inquilinos se levantaran. Iban vestidos como operarios, de modo que, si alguien los veía, pareciera que habían ido a arreglar algo en los desagües. Ojalá los hubiera acompañado, debió de ser divertidísimo. Y sin duda tuvieron éxito pues, al día siguiente, Peter nos envió un telegrama (eso es una especie de mensaje, señor, ya os lo explicaré en otra ocasión), para decir que tenían los anillos. Al día siguiente Jill y yo debíamos regresar a la escuela (somos los únicos que todavía van a la escuela, y vamos a la misma). De modo que Peter y Edmund tenían que reunirse con nosotros en un lugar de camino a la escuela y entregarnos los anillos. Éramos nosotros dos los que teníamos que venir a Narnia, ¿sabéis?, porque los mayores no pueden regresar.

»Así que subimos al tren, que es una cosa en la que la gente viaja en nuestro mundo: una serie de carros encadenados entre sí, y el profesor, la tía Polly y Lucy vinieron con nosotros. Queríamos estar juntos el mayor tiempo posible. Bueno, pues ahí estábamos en el tren, y llegábamos ya a la estación donde se iban a reunir con nosotros, y yo miraba por la ventana para intentar verlos cuando de improviso se produjo una sacudida y un ruido espantosos: y a continuación nos encontramos en Narnia y ahí estaba vuestra majestad, atado a un árbol.

—¿De modo que jamás usasteis los anillos? —dijo Tirian.

—No —respondió Eustace—. Ni siquiera los llegamos a ver. Aslan lo hizo todo por nosotros a su modo, sin ningún anillo.

—Pero el Sumo Monarca Peter los tiene —observó Tirian.

—Sí —contestó Jill—, pero no creemos que pueda usarlos. Cuando los otros dos Pevensie, el rey Edmund y la reina Lucy estuvieron aquí la última vez, Aslan les dijo que nunca podrían regresar a Narnia. Y le dijo algo parecido al Sumo Monarca, sólo que hace más tiempo. Podéis estar seguro de que vendrá disparado si se lo permiten.

—¡Caramba! —exclamó Eustace—. Este sol empieza a calentar de lo lindo. ¿Falta mucho para llegar, señor?

—Mirad —respondió el rey y señaló con la mano.

No muchos metros más allá unas almenas grises se alzaban por encima de las copas de los árboles, y tras otro minuto más de marcha salieron a un espacio despejado cubierto de hierba. Un arroyo lo cruzaba y en el extremo más alejado de éste se alzaba una torre cuadrada, con muy pocas y muy estrechas ventanas y una puerta de aspecto resistente en la pared, frente a ellos.

Tirian giró la cabeza rápidamente a un lado y a otro para asegurarse de que no había enemigos a la vista. Luego avanzó hasta la torre y permaneció inmóvil unos instantes mientras buscaba el manojo de llaves que llevaba en el interior de su traje de caza, colgado de una cadena de plata que le rodeaba el cuello. Era un juego de llaves muy hermoso, pues dos eran de oro y muchas estaban bellamente decoradas: se advertía al momento que eran llaves hechas para abrir habitaciones serias y secretas de palacios o arcas y cofres de maderas olorosas que contenían tesoros reales. Sin embargo, la llave que colocó en la cerradura de la puerta era grande y vulgar y de fabricación más tosca. La cerradura estaba enmohecida y por un momento Tirian empezó a temer que la llave no giraría; pero finalmente lo consiguió y la puerta se abrió hacia atrás con un crujido tétrico.

—Bienvenidos, amigos —dijo el rey—. Me temo que éste es el mejor palacio que el rey de Narnia puede ofrecer ahora a sus huéspedes.

Tirian se sintió complacido al ver que los dos forasteros habían recibido una buena educación. Ambos dijeron que no importaba y que estaban seguros de que sería muy bonito.

En realidad no era particularmente bonito, pues resultaba bastante oscuro y olía mucho a humedad. Había tan sólo una habitación y ésta ascendía hasta el techo de piedra: una escalera de madera en una esquina conducía a una trampilla por la que se podía acceder a las almenas. Había unos cuantos camastros rudimentarios para dormir, y gran cantidad de armarios y fardos. Había también un fogón en el que parecía que nadie hubiera encendido un fuego desde hacía muchísimos años.

—Sería mejor que saliéramos a recoger un poco de leña antes que nada, ¿no creéis? —dijo Jill.

—Aún no, camarada —indicó Tirian.

El monarca estaba decidido a que no los cogieran desarmados, y empezó a rebuscar en los armarios, recordando con satisfacción que siempre había tenido buen cuidado de hacer que aquellas torres de guarnición se inspeccionaran una vez al año para asegurarse de que estaban provistas de todo lo necesario. Las cuerdas para arco estaban allí en sus envolturas de seda aceitada, las espadas y lanzas se hallaban engrasadas para protegerlas de la herrumbre y las corazas seguían relucientes bajo sus fundas. Pero había algo aún mejor.

—¡Fijaos! —dijo Tirian a la vez que extraía una cota de malla larga con un dibujo curioso y la exhibía ante los ojos de los niños.

—¡Qué aspecto tan curioso tiene esa cota de malla señor! —dijo Eustace.

—Ya lo creo, muchacho —respondió Tirian—. Ningún enano narniano la ha forjado. Ésta es una cota de malla de Calormen, una prenda extranjera. Siempre he guardado unas cuantas, pues no sabía si algún día mis amigos o yo podríamos tener motivos para pasar inadvertidos en el país del Tisroc. Y mirad esta botella de piedra. Aquí dentro hay un ungüento que, al frotarlo en el rostro y las manos, lo vuelve a uno moreno como los calormenos.

—¡Fantástico! —exclamó Jill—. ¡Un disfraz! Me encantan los disfraces.

Tirian les mostró cómo verter un poco del ungüento en las palmas de las manos y después restregárselo bien por el rostro y el cuello, hasta los hombros, y luego por las manos, hasta la altura de los codos. Él hizo lo mismo.

—Una vez que esto se haya secado sobre nuestra piel —explicó—, podemos lavarnos con agua y no se irá. Nada, excepto el aceite y las cenizas, volverá a convertirnos en narnianos de piel blanca. Y ahora, dulce Jill, veamos cómo te queda esta cota de malla. Es un poquito larga, pero no tanto como temía. Sin duda pertenecía a un paje del séquito de uno de sus tarkaanes.

Después de las cotas de malla se pusieron yelmos calormenos, que son pequeños y redondos, encajan a la perfección en la cabeza y tienen una punta en lo alto. A continuación Tirian tomó rollos muy largos de un material blanco del armario y lo enrolló alrededor de los cascos hasta que se convirtieron en turbantes: pero la pequeña punta de acero siguió sobresaliendo en el centro. Eustace y él cogieron cimitarras calormenas y escudos pequeños y redondos. No había ninguna espada lo bastante ligera para Jill, pero el monarca le entregó un cuchillo de monte largo y recto que podía servir como espada si era necesario.

—¿Poseéis alguna habilidad en el manejo del arco, muchacha? —preguntó Tirian.

—Nada digno de mención —respondió Jill, sonrojándose—. A Scrubb no le va mal.

—No la creáis, señor —dijo Eustace—. Los dos hemos estado practicando tiro con arco desde que regresamos de Narnia, y ella es tan buena como yo ahora. Aunque no es que seamos muy diestros.

Entonces Tirian entregó a Jill un arco y un carcaj lleno de flechas. La tarea siguiente fue encender un fuego, pues el interior de la torre seguía pareciendo una cueva desde dentro y producía escalofríos. De todos modos, entraron en calor recogiendo la leña —el sol estaba entonces en su punto más alto— y una vez que las llamas ardieron con fuerza en la chimenea, el lugar empezó a parecer más alegre.

Aun así, la cena resultó bastante deslucida, pues lo mejor que pudieron hacer fue machacar unas cuantas galletas secas que encontraron en un armario y verterlas en agua hirviendo, con sal, para preparar una especie de sopa. Y desde luego no había nada más que agua para beber.

—Cómo desearía haber traído unas bolsas de té —observó Jill.

—O una lata de cacao —dijo Eustace.

—Un barrilito o dos de buen vino en cada una de estas torres no habría estado mal —apuntó Tirian.