Capítulo 4

Lo que sucedió aquella noche

El rey estaba tan mareado a causa de los golpes, que apenas supo lo que sucedía hasta que los calormenos le desataron las muñecas, le pusieron los brazos estirados y pegados a los costados y lo colocaron con la espalda apoyada contra un fresno. Luego lo ataron con cuerdas por los tobillos, las rodillas, la cintura y el pecho y lo dejaron allí. Lo que más le preocupó en aquel momento —pues son a menudo las cosas insignificantes las más difíciles de soportar— fue que el labio le sangraba debido al golpe recibido y no podía limpiarse el fino hilillo de sangre a pesar de que le hacía cosquillas.

Desde donde estaba veía aún el pequeño establo situado en lo alto de la colina y al mono sentado frente a él. También oía la voz del mono y, de vez en cuando, alguna respuesta de la multitud, pero no conseguía distinguir las palabras.

«Me gustaría saber qué le han hecho a Perla», pensó.

Por fin el grupo de animales se disolvió y empezaron a dispersarse. Algunos pasaron cerca de Tirian, y lo miraron como si estuvieran a la vez asustados y compadecidos de verlo atado, pero ninguno dijo nada. No tardaron en desaparecer todos y el silencio reinó en el bosque. Transcurrieron horas y horas y Tirian empezó a sentirse primero muy sediento y luego muy hambriento; y a medida que pasaba lentamente la tarde para convertirse en atardecer, también empezó a sentir frío. La espalda le dolía muchísimo. El sol se ocultó y comenzó a anochecer.

Cuando era casi de noche, Tirian oyó un ligero repicar de pies y vio a algunas criaturas pequeñas que avanzaban hacia él. Las tres de la izquierda eran ratones, y había un conejo en el centro; a la derecha iban dos topos. Estos dos transportaban pequeñas bolsas sobre los lomos que les proporcionaban un aspecto curioso en la oscuridad, de modo que el monarca se preguntó al principio qué clase de bestias serían. Luego, en un instante, todos estuvieron erguidos sobre las patas traseras, apoyando las frías patas delanteras en las rodillas del rey, mientras daban a éstas resoplantes besos animales. (Alcanzaban sus rodillas porque las bestias parlantes de Narnia son más grandes que los animales mudos de la misma raza que tenemos en nuestro mundo).

—¡Su majestad! Querida majestad —dijeron con sus voces agudas—, lo sentimos tanto por vos. No nos atrevemos a desataros porque Aslan podría enojarse con nosotros. Pero os hemos traído cena.

Al momento el primer ratón trepó ágilmente por él hasta encaramarse en la cuerda que sujetaba el pecho de Tirian y empezó a arrugar el chato hocico justo frente al rostro del monarca. Luego, el segundo ratón trepó también y se colocó justo debajo del primero. Los otros animales permanecieron en el suelo y fueron entregando cosas a los de arriba.

—Bebed, señor, y en seguida os hallaréis en condiciones de comer —dijo el ratón situado más arriba.

Tirian descubrió que le acercaban una diminuta taza de madera a los labios. Era del tamaño de una taza para huevo duro, de modo que apenas pudo saborear el vino antes de que estuviera vacía. Pero entonces el ratón la pasó hacia abajo y sus compañeros volvieron a llenarla y a entregarla a los de arriba, de modo que Tirian la vació por segunda vez. Siguieron así hasta que hubo tomado un buen trago, que fue mucho mejor al llegar en pequeñas dosis, pues se sacia mejor la sed así que con un solo trago largo.

—Aquí tenéis queso, majestad —dijo el primer ratón—, pero no demasiado, no sea que os dé mucha sed.

Después del queso lo alimentaron con galletas de avena y mantequilla, y luego con un poco más de vino.

—Ahora subid el agua —indicó el primer ratón—, y lavaré el rostro del rey. Tiene sangre.

Tirian sintió que algo parecido a una esponja diminuta le daba golpecitos en el rostro, y lo encontró muy reconfortante.

—Pequeños amigos —dijo—, ¿cómo puedo agradeceros todo esto?

—No es necesario, no es necesario —respondieron las diminutas voces—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? No queremos a ningún otro rey. Somos vuestro pueblo. Si fueran sólo el mono y los calormenos quienes estuvieran en vuestra contra habríamos peleado hasta caer hechos pedazos antes que permitir que os ataran. Lo habríamos hecho, ya lo creo que lo habríamos hecho. Pero no podemos ir en contra de Aslan.

—¿Realmente creéis que es Aslan? —preguntó el rey.

—Sí, sí —contestó el conejo—. Anoche salió del establo. Todos lo vimos.

—¿Cómo era?

—Como un león enorme y terrible, desde luego —dijo uno de los ratones.

—¿Y creéis que es realmente Aslan quien está matando a las ninfas del bosque y convirtiéndoos en esclavos del rey de Calormen?

—Eso espantoso, ¿no es cierto? —replicó el segundo ratón—. Habría sido mejor si hubiéramos muerto antes de que esto empezara. Pero no hay duda al respecto. Todo el mundo dice que son órdenes de Aslan. Y lo hemos visto. No imaginábamos así a Aslan. Y pensar que… pensar que queríamos que regresara a Narnia.

—Parece que ha regresado muy enfadado esta vez —indicó el primer ratón—. Sin duda hemos hecho algo espantosamente malo sin saberlo. Nos debe de estar castigando por algo. Pero ¡creo que al menos debería decirnos por qué!

—Supongo que lo que hacemos ahora podría estar mal —sugirió el conejo.

—No me importa —replicó uno de los topos—. Lo haría otra vez.

Pero el resto dijo: «Chist» y luego «Ten cuidado», y finalmente todos dijeron:

—Lo sentimos, querido rey, pero ahora debemos regresar. No sería nada bueno que nos descubrieran aquí.

—Marchad al instante, bestias queridas —indicó Tirian—. Ni por toda Narnia querría poneros en peligro.

—Buenas noches, buenas noches —se despidieron los animales, restregando los hocicos contra sus rodillas—. Regresaremos… si podemos.

Luego se alejaron correteando y el bosque pareció más oscuro, frío y solitario que antes de que fueran a visitarlo.

Las estrellas hicieron su aparición y el tiempo transcurrió despacio —ya puedes imaginar hasta qué punto— mientras el último rey de Narnia permanecía de pie, entumecido y dolorido, atado al árbol. Pero finalmente, algo sucedió.

A lo lejos apareció una luz roja. A continuación desapareció por un momento y volvió a aparecer más grande y luminosa. Después, Tirian distinguió figuras oscuras que iban de un extremo a otro en aquel lado de la luz, transportando fardos que arrojaban al suelo. Entonces supo qué era lo que contemplaba. Era una hoguera, recién encendida, y la gente arrojaba haces de leña a su interior. No tardó en llamear y Tirian comprendió que estaba en la misma cima de la colina. Vio con toda claridad el establo detrás de ella, todo iluminado por el resplandor rojo, y una multitud de bestias y hombres entre el fuego y él. Una figura pequeña permanecía acuclillada junto al fuego, sin duda era el mono. Éste decía algo a los reunidos, pero el monarca no lo oía. Luego el animal se inclinó tres veces sobre el suelo frente al establo, para, a continuación, erguirse y abrir la puerta. Y algo que andaba sobre cuatro patas —algo que andaba con cierta dificultad— salió del establo y se detuvo de cara a la multitud.

Se oyeron grandes gemidos o aullidos, tan potentes que Tirian consiguió entender algunas de las palabras.

—¡Aslan! ¡Aslan! ¡Aslan! —chillaban los animales—. Háblanos. Reconfórtanos. No sigas enojado con nosotros.

Desde donde estaba, Tirian no podía distinguir con claridad lo que era aquella cosa, pero sí veía que era amarilla y peluda. Jamás había visto al Gran León. Nunca había visto a un león normal y corriente. No podía estar seguro de que lo que veía no fuera el auténtico Aslan. No había esperado que éste tuviera el aspecto de aquella criatura entumecida que permanecía inmóvil y sin hablar. Pero ¿cómo podía estar seguro? Por un momento pasaron por su cabeza pensamientos horribles: luego recordó la estupidez de que Tash y Aslan eran la misma cosa y comprendió que todo aquello debía de ser un engaño.

El mono acercó la cabeza hasta la del ser amarillo como si escuchara algo que éste le susurraba. Luego se volvió y habló a la multitud, y la multitud volvió a gemir. A continuación la cosa amarilla giró torpemente y anduvo —uno casi podría decir, anadeó— de regreso al establo y el mono cerró la puerta tras ella. Después, apagaron la hoguera, la luz desapareció repentinamente, y Tirian volvió a quedarse solo con el frío y la oscuridad.

Pensó en otros reyes que habían vivido y muerto en Narnia en épocas pasadas y le pareció que ninguno había sido tan desgraciado como él. Pensó en el bisabuelo de su bisabuelo, el rey Rilian, secuestrado por una bruja cuando era un príncipe joven y retenido durante años en las oscuras cuevas situadas bajo el territorio de los gigantes del norte. Pero al final todo se había solucionado, pues dos niños misteriosos habían aparecido de repente desde el país situado más allá del Fin del Mundo y lo habían rescatado, de modo que había regresado a su hogar en Narnia y disfrutado de un reinado largo y próspero.

—No sucede lo mismo conmigo —se dijo Tirian.

Luego hizo retroceder aún más la memoria y pensó en el padre de Rilian, Caspian el Navegante, al que su perverso tío el rey Miraz había intentado asesinar, y en cómo Caspian había huido a los bosques y vivido entre los enanos. Pero aquella historia también había tenido un final feliz: pues a Caspian también lo habían ayudado niños —sólo que en aquella ocasión fueron cuatro— que llegaron de algún lugar situado más allá del mundo, libraron una gran batalla y colocaron al muchacho en el trono de su padre.

—Pero eso fue hace mucho tiempo —volvió a decirse Tirian—. Esa clase de cosas ya no suceden.

Y a continuación recordó —pues siempre había sido bueno en historia cuando era niño— cómo aquellos mismos cuatro niños que habían ayudado a Caspian habían estado en Narnia mil años antes; y fue entonces cuando habían llevado a cabo las acciones más extraordinarias: habían derrotado a la terrible Bruja Blanca y puesto fin a los Cien Años de Invierno, y tras eso habían reinado (los cuatro juntos) en Cair Paravel, hasta que dejaron de ser niños y se convirtieron en reyes magníficos y reinas encantadoras, y su reinado había sido la Edad de Oro de Narnia. Y Aslan había aparecido muchas veces en aquella época. También había aparecido en todas las otras épocas, como Tirian recordó entonces. «Aslan y niños de otro mundo —pensó el rey—. Siempre han aparecido cuando las cosas iban muy mal. ¡Ojalá lo hicieran también ahora!».

—¡Aslan! ¡Aslan! ¡Aslan! Ven a ayudarnos ahora —gritó.

Pero la oscuridad, el frío y el silencio siguieron igual que antes.

—Deja que me maten —exclamó el monarca—, no pido nada para mí. Pero ven y salva a toda Narnia.

Y siguió sin producirse ningún cambio en la noche o el bosque, pero sí empezó a tener lugar una especie de cambio en el interior de Tirian. Sin saber por qué, comenzó a sentir una débil esperanza; también se sintió, de algún modo, más fuerte.

—Aslan, Aslan —susurró—, si no quieres venir tú mismo, al menos envíame a los ayudantes del Más Allá. O permite que los llame. Deja que mi voz llegue al Más Allá.

Entonces, sin apenas saber qué hacía, gritó de improviso con voz sonora:

—¡Niños! ¡Niños! ¡Amigos de Narnia! Rápido. Venid a mí. A través de los mundos os invoco; yo, ¡Tirian, Rey de Narnia, Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Solitarias!

E inmediatamente se vio sumergido en un sueño —si es que era un sueño— más vívido que ninguno que hubiera tenido en su vida.

Le pareció estar de pie de una habitación iluminada en la que había siete personas sentadas alrededor de una mesa. Parecía que acabaran de comer. Dos de aquellas personas eran muy viejas: un anciano con una barba blanca y una anciana con ojos juiciosos, alegres y centelleantes. La persona que se sentaba a la derecha del anciano apenas había llegado a la edad adulta, desde luego era más joven que Tirian, pero su rostro poseía ya el aspecto de un rey y un guerrero. Y casi lo mismo podía decirse del otro joven que estaba sentado a la derecha de la anciana. De cara a Tirian en el otro extremo de la mesa estaba sentada una muchacha de pelo rubio más joven que los otros dos, y a cada lado de ella, un muchacho y una muchacha que eran aún más jóvenes que ella. Iban vestidos con lo que a Tirian le parecieron las prendas más extravagantes del mundo.

Sin embargo, no tuvo tiempo para pensar en detalles como ése, pues al instante el muchacho más joven y las dos muchachas se pusieron en pie de un salto, y uno de ellos lanzó un grito. La anciana dio un respingo y aspiró con fuerza. También el anciano debió de hacer algún movimiento repentino, pues la copa de vino que tenía a la derecha cayó de la mesa; Tirian escuchó el tintineo del cristal al romperse contra el suelo.

Entonces el rey comprendió que aquellas personas lo veían; lo contemplaban con fijeza como si vieran a un fantasma. Pero también observó que el joven de aspecto regio sentado a la derecha del anciano no se movía (aunque palideció) aparte de apretarse con fuerza las manos, antes de decir:

—Habla, si no eres un fantasma o un sueño. Tienes aspecto narniano y nosotros somos los siete amigos de Narnia.

Tirian deseaba hablar, e intentó gritar a voz en cuello que era Tirian de Narnia y que necesitaba ayuda con desesperación. Pero descubrió —como me ha sucedido también a mí en sueños— que su voz no emitía el menor sonido.

El que le había hablado se puso en pie.

—Sombra, espíritu o lo que sea —dijo, clavando los ojos directamente en Tirian—, si vienes de Narnia, te ordeno en el nombre de Aslan que me hables. Soy Peter, el Sumo Monarca.

La habitación empezó a dar vueltas ante los ojos de Tirian. Escuchó las voces de aquellas siete personas hablando todas a la vez, y todas apagándose por momentos, y éstas decían cosas como: «¡Mirad! Se desvanece», «Se disuelve», «Está desapareciendo».

Al minuto siguiente estaba totalmente despierto, atado aún al árbol, más helado y entumecido que nunca. El bosque estaba inundado por la luz pálida y sombría que aparece antes del amanecer, y él estaba empapado de rocío; era casi de día.

Aquel despertar fue uno de los peores momentos que había vivido jamás.