Capítulo 3

El mono en toda su gloria

—Maese caballo, maese caballo —dijo Tirian mientras le cortaba a toda prisa los tirantes del arnés—. ¿Por qué te han esclavizado estos forasteros? ¿Ha sido conquistada Narnia? ¿Ha habido una batalla?

—No, majestad —jadeó el caballo—. Aslan está aquí. Es todo debido a sus órdenes. Ha ordenado…

—Cuidado, peligro, majestad —dijo Perla.

Tirian alzó los ojos y vio que calormenos —mezclados con unas pocas bestias parlantes— empezaban a correr hacia ellos desde todas las direcciones. Los dos hombres habían muerto sin lanzar un grito y por lo tanto había transcurrido un momento antes de que el resto de la multitud supiera lo que acababa de suceder. Pero ahora lo sabían. La mayoría empuñaba cimitarras.

—¡Rápido! ¡Sobre mi lomo! —indicó Perla.

El monarca montó a horcajadas sobre su viejo amigo, que dio la vuelta y marchó al galope. Cambió de dirección dos o tres veces en cuanto estuvieron fuera de la vista de sus enemigos, cruzó un arroyo y gritó sin aminorar la marcha.

—¿Adónde, señor? ¿A Cair Paravel?

—Detente, amigo —ordenó Tirian—. Déjame bajar.

Saltó del unicornio y se colocó frente a él.

—Perla —dijo—, hemos hecho algo terrible.

—Recibimos una terrible provocación.

—Pero saltar sobre ellos hallándolos desprevenidos… sin desafiarlos… mientras estaban desarmados… ¡Fu! Somos dos asesinos, Perla. He quedado deshonrado para siempre.

El unicornio inclinó la cabeza. También él estaba avergonzado.

—Y luego —siguió el rey— el caballo dijo que eran órdenes de Aslan. La rata dijo lo mismo. Todos dicen que Aslan está aquí. ¿Y si fuera cierto?

—Pero, majestad, ¿cómo podría Aslan ordenar cosas tan espantosas?

—No es un león domesticado. ¿Cómo podemos saber lo que hará? Nosotros, que somos asesinos. Perla, regresaré. Entregaré mi espada, me pondré en manos de esos calormenos y les pediré que me conduzcan ante Aslan. Que él dicte justicia sobre mi persona.

—Iréis a vuestra muerte —respondió él.

—¿Crees que me importa si Aslan me condena a muerte? —repuso el rey—. Eso no supondría nada, nada en absoluto. ¿No sería mejor morir que temer hasta lo más profundo que Aslan haya venido y no sea como el Aslan en el que hemos creído y al que hemos ansiado ver? Es como si el sol se alzara un día y fuera un sol negro.

—Lo sé —respondió Perla—, o como si uno bebiera agua y se tratara de agua seca. Tenéis razón, señor. Esto es el final de todas las cosas. Regresemos y entreguémonos.

—No es necesario que vayamos los dos.

—Si alguna vez hemos sentido afecto el uno por el otro, dejad que vaya con vos ahora. Si vos estáis muerto y si Aslan no es Aslan, ¿qué vida me queda?

Dieron media vuelta y regresaron andando juntos, derramando lágrimas.

En cuanto llegaron al lugar donde se llevaba a cabo la tarea, los calormenos iniciaron un griterío y fueron hacia ellos empuñando las armas. Pero el rey alargó la suya con la empuñadura hacia ellos y dijo:

—Yo que era rey de Narnia y soy ahora un caballero deshonrado me entrego a la justicia de Aslan. Llevadme ante él.

—Y yo también me entrego —dijo Perla.

Entonces los hombres morenos los rodearon en apretada multitud, olían a ajo y a cebolla y el blanco de los ojos centelleaba de un modo espantoso en sus rostros morenos. Colocaron una cuerda alrededor del cuello del unicornio, y al rey le quitaron la espada y le ataron las manos atrás. Uno de los calormenos, que llevaba un yelmo en lugar de un turbante y parecía estar al mando, arrebató a Tirian la corona de oro y se la guardó presuroso en algún lugar entre sus ropas. Condujeron a los dos prisioneros colina arriba hasta un lugar en el que había un claro muy grande. Y esto fue lo que vieron los prisioneros.

En el centro del claro, que era también el punto más alto de la colina, había una cabaña pequeña parecida a un establo, con un tejado de paja. Tenía la puerta cerrada, y sobre la hierba frente a ella había un mono sentado. Tirian y Perla, que esperaban ver a Aslan y todavía no habían oído mencionar nada sobre un mono, se sintieron muy desconcertados al verlo. El mono era, desde luego, Triquiñuela, pero parecía diez veces más feo que cuando vivía en el estanque del Caldero, pues ahora iba disfrazado. Vestía una chaqueta escarlata que no le quedaba bien, ya que había sido confeccionada para un enano. Llevaba zapatillas enjoyadas en las patas posteriores que no encajaban como debían porque, como sabrás, las patas de un mono son en realidad parecidas a las manos. En la cabeza lucía lo que parecía una corona de papel. Había un montón enorme de nueces junto a él y se dedicaba a partirlas con las mandíbulas y a escupir las cáscaras. Al mismo tiempo no dejaba de subirse la chaqueta escarlata constantemente para rascarse.

Un gran número de bestias parlantes estaba de pie frente a él, y casi todos los rostros de aquella multitud mostraban un aspecto desdichado y perplejo. Cuando vieron quiénes eran los prisioneros, todos gimieron y lloriquearon.

—Lord Triquiñuela, portavoz de Aslan —dijo el jefe calormeno—, os traemos prisioneros. Mediante nuestra habilidad y valor y con el permiso del gran dios Tash hemos tomado vivos a estos dos asesinos peligrosos.

—Dadme la espada de ese hombre —ordenó el mono.

Así que tomaron la espada del rey y la entregaron, con el talabarte y todo lo demás, al mono. Éste se la colgó al cuello: aquello hizo que pareciera aún más ridículo.

—Ya nos ocuparemos de ellos dos más tarde —indicó el mono, escupiendo una cáscara en dirección a los dos prisioneros—. Tengo otros asuntos primero. Pueden esperar. Ahora escuchadme todos vosotros. Lo primero que quiero decir se refiere a las nueces. ¿Adónde ha ido esa ardilla jefe?

—Estoy aquí, señor —dijo una ardilla roja, adelantándose y haciendo una nerviosa reverencia.

—Vaya, estás aquí, ¿no es cierto? —repuso el mono con una expresión desagradable—. Pues préstame atención. Quiero… mejor dicho, Aslan quiere… unas cuantas nueces más. Estas que has traído no son suficientes. Debes traer más, ¿lo oyes? El doble. Y tienen que estar aquí al ponerse el sol mañana, y no debe haber ninguna mala ni pequeña entre ellas.

Un murmullo de desaliento recorrió a las otras ardillas, y la ardilla jefe se armó de valor para decir:

—Por favor, ¿podría Aslan hablar de eso con nosotras? Si se nos permitiera verlo…

—Bueno, pues no lo veréis —replicó el mono—. Tal vez sea muy amable, aunque es más de lo que la mayoría de vosotros merecéis, y salga unos minutos esta noche. Entonces podréis echarle un vistazo. Pero no piensa permitir que os amontonéis a su alrededor y lo acoséis con preguntas. Cualquier cosa que queráis decirle tendrá que pasar por mí: si considero que es algo por lo que valga la pena molestarlo, se lo diré; entretanto, todas vosotras, ardillas, será mejor que vayáis a ocuparos de las nueces. Y aseguraos de que estén aquí mañana por la tarde o, os lo prometo, ¡os pesará!

Las pobres ardillas se marcharon corriendo igual que si las persiguiera un perro. Aquella nueva orden resultaba una noticia terrible para ellas. Las nueces que habían acumulado con sumo cuidado para el invierno casi habían sido ya consumidas; y de las pocas que quedaban le habían entregado al mono muchas más de las prescindibles.

Entonces una voz grave —que pertenecía a un jabalí peludo de colmillos enormes— habló desde otra parte de la multitud.

—Pero ¿por qué no podemos ver a Aslan como es debido y hablar con él? Cuando aparecía por Narnia en los viejos tiempos todo el mundo podía hablar con él cara a cara.

—No lo creáis —respondió el mono—. E incluso aunque fuera cierto, los tiempos han cambiado. Aslan dice que ha sido excesivamente blando con vosotros, ¿comprendéis? Bueno, pues ya no va a ser blando nunca más. Os va a poner firmes esta vez. ¡Os dará un escarmiento si pensáis que es un león domesticado!

Gemidos y lloriqueos sordos surgieron de las bestias; y tras aquello, un silencio sepulcral que resultaba aún más deprimente.

—Y ahora hay otra cosa que debéis aprender —siguió el mono—. He oído que algunos de vosotros vais diciendo que soy un mono. Bueno, pues no lo soy. Soy un hombre, si tengo aspecto de mono es porque soy muy viejo: tengo cientos y cientos de años. Y debido a que soy tan viejo, soy muy sabio. Y debido a que soy tan sabio, soy el único a quien Aslan va a hablar jamás. No puede perder el tiempo hablando con un montón de animales estúpidos. Me dirá lo que tenéis que hacer y yo os lo comunicaré. Así que hacedme caso y procurad hacerlo el doble de rápido, pues no está dispuesto a tolerar impertinencias.

Se produjo otro silencio sepulcral a excepción del sonido de un tejón muy joven que lloraba y el de su madre intentando hacer que permaneciera en silencio.

—Y hay otra cosa —prosiguió el mono, introduciéndose una nuez en la boca—. He oído que algunos caballos decían: «Démonos prisa y acabemos con este trabajo de acarrear madera tan rápido como podamos, y luego volveremos a ser libres». Bueno, pues os podéis quitar esa idea de la cabeza ahora mismo. Y no me refiero sólo a los caballos. Todos los que puedan trabajar van a tener que trabajar en el futuro. Aslan lo ha acordado con el rey de Calormen; el Tisroc, como lo llaman nuestros amigos calormenos de rostro moreno. Todos los caballos, toros y asnos seréis enviados a Calormen a trabajar para ganaros la vida: tirando y transportando igual que hacen los caballos y animales parecidos en otros países. Y todos los animales cavadores como los topos y conejos, y también los enanos, vais a ir a trabajar a las minas del Tisroc. Y…

—No, no, no —aullaron las bestias—. No puede ser cierto. Aslan jamás nos vendería como esclavos al rey de Calormen.

—¡Nada de eso! ¡Dejad de alborotar! —gritó el mono con un gruñido—. ¿Quién ha hablado de esclavitud? No seréis esclavos. Se os pagará; muy buenos salarios, además. Es decir, vuestra paga será entregada al tesoro de Aslan y él la usará para beneficio de todos.

Entonces echó una veloz mirada, y casi guiñó un ojo, al jefe calormeno.

El calormeno se inclinó y respondió, en el estilo pomposo de los suyos:

—Muy sapiente portavoz de Aslan, el Tisroc (que viva eternamente) está totalmente de acuerdo con vuestra señoría en este plan tan juicioso.

—¡Eso es! ¡Ahí lo tenéis! —dijo el mono—. Está todo dispuesto. Y es todo por vuestro bien. Con el dinero que ganéis podremos convertir Narnia en un país en el que valga la pena vivir. Habrá naranjas y plátanos en abundancia, y también carreteras, grandes ciudades, escuelas, oficinas, látigos, bozales, sillas de montar, jaulas, perreras y prisiones…, de todo.

—Pero no queremos esas cosas —protestó un oso anciano—. Queremos ser libres. Y queremos oír a Aslan hablar por sí mismo.

—No empecéis a discutir —replicó el mono—, pues es algo que no voy a tolerar. Soy un hombre: tú no eres más que un oso viejo, gordo y estúpido. ¿Qué sabéis vosotros de la libertad? Pensáis que libertad significa hacer lo que queráis. Bueno, pues estáis equivocados. Ésa no es libertad auténtica. Libertad auténtica significa hacer lo que os digo.

—Humm —gruñó el oso y se rascó la cabeza, pues encontraba todo aquello difícil de comprender.

—Por favor, por favor —dijo la voz aguda de una oveja lanuda, tan joven que todos se sorprendieron de que osara hablar.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó el mono—. Habla rápido.

—Por favor —siguió la oveja—, no lo entiendo. ¿Qué tenemos que ver con los calormenos? Pertenecemos a Aslan. Ellos pertenecen a Tash. Tienen un dios llamado Tash. Dicen que tiene cuatro brazos y la cabeza de un buitre, y matan hombres en su altar. No creo que exista alguien como Tash; pero incluso aunque existiera, ¿cómo podría Aslan ser amigo suyo?

Todos los animales ladearon la cabeza y todos los ojos brillantes centellearon en dirección al mono. Sabían que era la mejor pregunta que se había hecho hasta el momento.

El mono pegó un salto en el aire y escupió a la oveja.

—¡Criatura! —siseó—. ¡Estúpido animal balador! Ve con tu madre y bebe leche. ¿Qué entiendes tú de tales cosas? Pero vosotros, escuchad. Tash no es más que otro nombre de Aslan. Toda esa antigua idea de que nosotros estamos en lo cierto y los calormenos equivocados es una tontería. Ahora lo sabemos. Los calormenos usan palabras diferentes, pero todos queremos decir lo mismo. Tash y Aslan son únicamente dos nombres distintos para ya sabéis quién. Por eso jamás puede existir ninguna disputa entre ellos. Meteos esto en la sesera, bestias estúpidas. Tash es Aslan: Aslan es Tash.

Ya sabes lo triste que puede parecer el rostro de un perrito a veces. Piensa en eso y luego piensa en todos los rostros de aquellas pobres bestias parlantes; todos aquellos honrados, humildes y desconcertados pájaros, osos, tejones, conejos, topos y ratones; todos mucho más tristes que un perrito. Todas las colas estaban bajadas, y todos los bigotes, alicaídos. Le habría partido el corazón a cualquiera ver sus lastimeros rostros. Únicamente había uno que no parecía en absoluto desdichado.

Era un gato anaranjado —un enorme macho en la flor de la vida— sentado muy erguido, con la cola enrollada alrededor de las garras, justo en primera fila de todos los animales. Había contemplado con fijeza al mono y al capitán calormeno todo el tiempo sin parpadear ni una sola vez.

—Excusadme —dijo el gato con suma educación—, pero esto me interesa. ¿Dice lo mismo vuestro amigo de Calormen?

—Sin la menor duda —respondió éste—. El iluminado mono… hombre, quiero decir… está en lo cierto. Aslan no significa ni más ni menos que Tash.

—¿Estáis diciendo que Aslan no significa más que Tash? —sugirió el gato.

—Nada más, en absoluto —declaró el calormeno, mirando al gato directamente al rostro.

—¿Es eso suficiente para ti, Pelirrojo? —inquirió el mono.

—Por supuesto —respondió éste con frialdad—. Muchas gracias. Sólo quería que quedara claro. Creo que empiezo a comprender.

Hasta aquel momento ni el rey ni Perla habían dicho nada: aguardaban hasta que el mono les pidiera que hablaran, pues pensaban que no servía de nada interrumpir. Pero entonces, cuando paseó la mirada por los rostros desdichados de los narnianos, y vio que todos creerían que Aslan y Tash eran uno y lo mismo, Tirian ya no pudo soportarlo más.

—¡Mono! —chilló con voz sonora—, mientes. Mientes de un modo infame. Mientes como un calormeno. Mientes como un mono.

Su intención era seguir hablando y preguntar cómo el terrible dios Tash, que se alimentaba de la sangre de su propia gente, podía ser igual que el buen león que había salvado a Narnia con su propia sangre. De habérsele permitido hablar, el dominio del mono podría haber finalizado aquel mismo día; las bestias podrían haber comprendido la verdad y derrocado al mono. Pero antes de que pudiera decir otra palabra dos calormenos lo golpearon en la boca con todas sus fuerzas, y un tercero, por detrás, lo derribó de una patada en los pies. Y mientras caía, el mono chilló enfurecido y aterrorizado:

—Lleváoslo. Lleváoslo. Llevadlo a donde no pueda oírnos, ni nosotros oírlo a él. Una vez allí, atadlo a un árbol. Aplicaré… quiero decir, Aslan aplicará justicia sobre él más tarde.