La impetuosidad del rey
Unas tres semanas después, el último de los reyes de Narnia estaba sentado bajo el gran roble que crecía junto a la puerta de su pabellón de caza, donde a menudo permanecía unos diez días durante el agradable tiempo primaveral. Era un edificio bajo con el techo de paja, situado no muy lejos del extremo oriental del Erial del Farol y un poco por encima del punto de unión de los dos ríos. Le encantaba vivir allí con sencillez y tranquilidad, lejos del lujo y la ceremonia de Cair Paravel, la ciudad real. Se llamaba rey Tirian, y tenía entre veinte y veinticinco años; su espalda era ancha y fuerte, y las extremidades llenas de potente musculatura, aunque su barba era aún escasa. Tenía los ojos azules y un rostro intrépido y honrado.
No había nadie con él aquella mañana de primavera excepto su mejor amigo, el unicornio Perla. Se querían como hermanos y cada uno había salvado la vida al otro durante las guerras. La señorial bestia estaba junto al sillón del rey con el cuello doblado hacia un lado, abrillantándose el cuerno azul sobre la blancura cremosa de su flanco.
—Hoy me veo incapaz de trabajar o de hacer deporte, Perla —dijo el rey—. Me es imposible pensar en algo que no sea esa noticia maravillosa. ¿Crees que hoy nos enteraremos de más cosas?
—Son las nuevas más increíbles que se hayan escuchado en nuestro tiempo o en el de nuestros padres o abuelos, señor —respondió Perla—; si son ciertas.
—¿Cómo pueden no serlo? —inquirió el monarca—. Hace más de una semana que los primeros pájaros vinieron volando a vernos y a decirnos «Aslan está aquí, Aslan ha regresado a Narnia». Y después de ellos fueron las ardillas. No lo han visto, pero aseguraron que estaba en el bosque. Luego vino el ciervo. Dijo que lo había visto con sus propios ojos, a gran distancia, a la luz de la luna, en el Erial del Farol. A continuación llegó el hombre moreno de barba, el comerciante de Calormen. Los calormenos no sienten afecto por Aslan como nosotros; pero el hombre lo mencionó como algo fuera de toda duda. Y anoche apareció el tejón; también él había visto a Aslan.
—Realmente, majestad —respondió el unicornio—, lo creo. Si parezco no hacerlo es sólo porque mi júbilo es demasiado grande para permitir que mi creencia se aposente. Es casi demasiado hermoso para creerlo.
—Sí —asintió el rey con un gran suspiro, casi un estremecimiento, de placer—, está más allá de todo lo que jamás esperé en toda mi vida.
—¡Escuchad! —dijo Perla, ladeando la cabeza a un lado y echando las orejas al frente.
—¿Qué es?
—Cascos, majestad. Un caballo al galope. Un caballo muy pesado. Debe de ser uno de los centauros. Y mirad, ahí está.
Un centauro enorme, de barba dorada, con el sudor de un hombre en la frente y el de un caballo en los flancos color castaño, llegó corriendo ante el rey, se detuvo e hizo una profunda reverencia.
—Saludos, majestad —exclamó con una voz profunda como la de un toro.
—Eh, los de ahí —dijo el rey, mirando por encima del hombro en dirección a la puerta del pabellón de caza—, un cuenco de vino para el noble centauro. Bienvenido, Roonwit. Cuando hayas recuperado el aliento cuéntanos qué te trae aquí.
Un paje salió de la casa trayendo un gran cuenco de madera, minuciosamente tallado, y se lo entregó al centauro. Éste alzó el recipiente y dijo:
—Bebo primero a la salud de Aslan y, si me permitís, en segundo lugar a la de su majestad.
Se terminó el vino, que habría saciado a seis hombres fuertes, de un trago y devolvió el cuenco vacío al paje.
—Bien, Roonwit —dijo el rey—, ¿nos traes más noticias de Aslan?
—Señor —respondió él con expresión solemne, frunciendo un poco el entrecejo—, ya sabéis cuánto tiempo he vivido y estudiado las estrellas; pues nosotros los centauros vivimos más tiempo que vosotros los hombres, incluso más que los de tu raza, unicornio. Jamás en todos los días de mi vida he visto cosas tan terribles escritas en los cielos como las que han aparecido todas las noches desde que comenzó el año. Las estrellas no dicen nada sobre la venida de Aslan, ni tampoco sobre paz o alegría. Sé por mi arte que conjunciones tan desastrosas no se han dado en quinientos años.
»Tenía ya en mente venir y advertir a su majestad de que alguna gran desgracia pende sobre Narnia. Pero anoche me llegó el rumor de que Aslan anda por aquí. Señor, no creáis esa historia. No puede ser cierta. Las estrellas no mienten nunca, pero los hombres y las bestias sí. Si Aslan viniera realmente a Narnia, el cielo lo habría pronosticado. Si realmente fuera a venir, todas las estrellas más halagüeñas se habrían reunido en su honor. Es todo mentira.
—¡Mentira! —gritó el rey con ferocidad—. ¿Qué criatura en Narnia o en todo el mundo osaría mentir sobre tal cuestión? —Y sin darse cuenta, posó la mano sobre la empuñadura de la espada.
—Lo ignoro, majestad —respondió el centauro—, pero sé que hay mentirosos en la Tierra; en las estrellas no hay ninguno.
—Me pregunto —dijo Perla— si Aslan no podría venir incluso a pesar de que las estrellas pronosticaran otra cosa. No es esclavo de las estrellas, sino su creador. ¿No se ha dicho en todos los relatos antiguos que no es un león domesticado?
—Bien dicho, bien dicho, Perla —exclamó el monarca—. Ésas son las palabras exactas: «No es un león domesticado». Aparece en muchos relatos.
Roonwit acababa de alzar la mano y se inclinaba hacia delante para decir algo con gran seriedad al rey cuando los tres volvieron la cabeza al oír un gemido que se acercaba con rapidez. El bosque era tan espeso al oeste de ellos que aún no podían ver al recién llegado; pero sus palabras no tardaron en llegarles.
—¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí! —gritaba la voz—. ¡Lloremos por mis hermanos y hermanas! ¡Lloremos por los árboles sagrados! Arrasan los bosques. Se vuelve a descargar el hacha contra nosotros. Árboles enormes caen, caen y caen.
Con el último «caen» el orador apareció ante su vista. Parecía una mujer, pero era tan alta que su cabeza quedaba a la misma altura que la del centauro; sin embargo, también era como un árbol. Resulta difícil de explicar si no has visto nunca una dríade, pero son inconfundibles una vez que las has visto; hay algo característico en el color, la voz, el pelo… El rey Tirian y las dos bestias supieron al momento que era la ninfa de una haya.
—¡Justicia, majestad! —gritó—. Venid en nuestra ayuda. Proteged a nuestro pueblo. Nos están talando en el Erial del Farol. Cuarenta grandes troncos de mis hermanos y hermanas ya han caído al suelo.
—¿Qué decís, señora? ¿Están talando en el Erial del Farol? ¿Asesinando los árboles parlantes? —exclamó el monarca, incorporándose de un salto y desenvainando la espada—. ¿Cómo se atreven? Y ¿quién se atreve? Por la melena de Aslan…
—Aaah —jadeó la dríade, estremeciéndose como si fuera presa de un dolor terrible, como si estuviera recibiendo una sucesión de golpes.
Luego, de improviso, el ser cayó de costado tan repentinamente como si le acabaran de cortar los pies. Contemplaron su cuerpo sin vida sobre la hierba durante un segundo y luego éste se desvaneció. Comprendieron al momento lo que había sucedido. Su árbol, a kilómetros de distancia, acababa de ser talado.
Por un momento la pena y la cólera del rey fueron tan grandes que le resultó imposible hablar. Luego dijo:
—Vamos, amigos. Debemos marchar río arriba y encontrar a los villanos que han hecho esto, tan deprisa como nos sea posible. No dejaré ni a uno solo con vida.
—Majestad, os acompaño de buena gana —dijo Perla.
Pero Roonwit advirtió:
—Señor, tened cuidado incluso en vuestra justa ira. Suceden cosas extrañas. De haber rebeldes en armas más arriba del valle, somos sólo tres para enfrentarnos a ellos. Si quisierais aguardar mientras…
—No aguardaré ni la décima parte de un segundo —declaró el rey—. Pero mientras Perla y yo nos adelantamos, galopa tan deprisa como puedas hasta Cair Paravel. Aquí tienes mi anillo como prenda. Tráeme a una veintena de hombres armados, todos a caballo, una veintena de perros parlantes, diez enanos, un leopardo o dos y a Pie de Piedra, el gigante. Que todos ellos vengan a reunirse con nosotros cuanto antes.
—Encantado, majestad —respondió Roonwit, y se dio la vuelta para marchar al galope sin perder tiempo, por el valle, en dirección este.
El rey se puso en camino con grandes y veloces zancadas, en ocasiones rezongando para sí y en otras apretando los puños. Perla marchaba a su lado, sin decir nada, de modo que no producían ningún sonido a excepción del tenue tintineo de una preciosa cadena de oro que colgaba del cuello del unicornio y del repicar de dos pies y cuatro cascos.
No tardaron en llegar al río y remontar la corriente siguiendo una calzada cubierta de hierba: tenían el agua a la izquierda y el bosque a la derecha. Poco después llegaron a un lugar donde el suelo se tornaba más accidentado y el espeso bosque descendía hasta el borde del agua. La calzada, o lo que quedaba de ella, discurría entonces por la orilla meridional y tuvieron que vadear la corriente para alcanzarla. El agua le llegaba al rey hasta las axilas, pero Perla, que por sus cuatro patas mantenía mejor el equilibrio, se colocó a la derecha del monarca para reducir la fuerza de la corriente, Tirian rodeó con su fuerte brazo el fornido cuello del unicornio y ambos llegaron a la otra orilla sin problemas. El rey seguía tan enfadado que apenas advirtió lo fría que estaba el agua; no obstante, en cuanto salieron del río, secó la espada con sumo cuidado en el extremo superior de la capa, que era la única parte seca de su cuerpo.
Marchaban ahora en dirección sur con el río a la derecha y el Erial del Farol justo delante de ellos. No habían recorrido ni dos kilómetros cuando ambos se detuvieron y hablaron al mismo tiempo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo el rey.
—¡Mirad! —exclamó Perla.
—Es una balsa —indicó Tirian.
Y ciertamente lo era. Media docena de troncos magníficos, todos recién cortados y con las ramas recién podadas, habían sido atados para formar una balsa y descendían veloces por el río. En la parte delantera de la misma había una rata de agua con una pértiga para gobernarla.
—¡Eh! ¡Rata de agua! ¿Qué haces? —gritó el rey.
—Bajar troncos para venderlos a los calormenos, majestad —respondió la rata de agua, tocándose la oreja como habría podido tocarse la gorra de haber llevado una.
—¡Calormenos! —tronó Tirian—. ¿Qué quieres decir? ¿Quién ordenó que se talaran estos árboles?
El río fluye a tal velocidad en esa época del año que la balsa ya había dejado atrás al rey y a Perla; sin embargo, la rata de agua volvió la cabeza por encima del hombro y gritó:
—Órdenes del león, majestad. Del mismo Aslan. —Añadió algo más, pero no lo oyeron.
El rey y el unicornio intercambiaron miradas de asombro. Parecían más asustados de lo que lo habían estado jamás en la batalla.
—Aslan —dijo el monarca finalmente, en voz muy baja—. Aslan. ¿Podría ser verdad? ¿Acaso podría él mandar talar los árboles sagrados y asesinar a las dríades?
—A menos que las dríades hayan hecho algo atroz… —murmuró Perla.
—Pero ¿venderlos a los calormenos? —preguntó indignado el rey—. ¿Te parece normal?
—No sé —respondió Perla con abatimiento—. No es un león domesticado.
—Bueno —dijo el soberano finalmente—, debemos seguir adelante y aceptar la aventura que encontremos.
—Es lo único que podemos hacer, señor —repuso su acompañante.
En aquel momento el unicornio no comprendió lo estúpido de seguir adelante solos; ni tampoco lo hizo el rey. Estaban demasiado furiosos para pensar con claridad; pero al final, su impetuosidad fue el origen de muchas desgracias.
De repente, el rey se apoyó con fuerza en el cuello de su amigo e inclinó la cabeza.
—Perla —dijo—, ¿qué nos aguarda? Pensamientos horribles surgen de mi corazón. ¡Ojalá hubiéramos muerto antes de hoy! Así habríamos sido más felices.
—Sí —respondió él—. Hemos vivido demasiado. El peor acontecimiento del mundo ha caído sobre nosotros.
Permanecieron así durante uno o dos minutos y luego siguieron adelante.
No tardaron en oír el chac-chac-chac de unas hachas sobre los troncos, aunque no consiguieron ver nada debido a una elevación del terreno justo frente a ellos. Una vez que alcanzaron la cima pudieron contemplar ante sí el Erial del Farol, y el rey palideció al verlo.
Justo en el centro del antiguo bosque —aquel bosque en el que habían crecido en el pasado los árboles de oro y plata y en el que un niño de nuestro mundo había plantado el Árbol Protector— habían abierto ya una amplia senda. Era una senda horrible, como una herida en carne viva sobre el terreno, llena de surcos fangosos allí donde habían arrastrado por el suelo los árboles talados hasta el río. Una multitud de gente trabajaba, se oía un gran chasquear de látigos y había caballos que tiraban y se esforzaban arrastrando los troncos. Lo primero que llamó la atención del rey y del unicornio fue que la mitad de los que formaban la multitud no eran bestias parlantes, sino hombres, y lo siguiente fue que aquéllos no eran los hombres rubios de Narnia. Eran hombres morenos y barbudos procedentes de Calormen, aquel país enorme y cruel situado más allá de Archenland, al otro lado del desierto en dirección sur.
No había ningún motivo, desde luego, por el que uno no pudiera tropezarse con un calormeno o dos en Narnia —un mercader o un embajador—, pues había paz entre Calormen y Narnia en aquellos tiempos. Sin embargo, Tirian no comprendía cómo había tantos ni por qué talaban un bosque narniano. Sujetó con más fuerza la espada y se enrolló la capa en el brazo izquierdo mientras descendían veloces hasta donde estaban los hombres.
Dos calormenos conducían un caballo enganchado a un tronco, y en el mismo instante en que el rey llegaba hasta ellos el tronco acababa de atascarse en un lugar asquerosamente embarrado.
—¡Sigue, hijo de la pereza! ¡Tira, cerdo holgazán! —chillaban los calormenos, chasqueando los látigos.
El caballo se esforzaba todo lo que podía; tenía los ojos enrojecidos y estaba cubierto de espuma.
—Trabaja, bestia holgazana —gritó uno de los calormenos: y mientras lo decía azotaba salvajemente al animal con su látigo.
Fue entonces cuando sucedió lo peor.
Hasta aquel momento Tirian había dado por supuesto que los animales que los calormenos conducían eran sus propios caballos; animales mudos y estúpidos como los de nuestro mundo. Y aunque odiaba ver cómo se hacía trabajar en exceso a un animal sin intelecto, desde luego estaba más preocupado por el asesinato de los árboles. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que alguien osara ponerle arreos a uno de los caballos parlantes libres de Narnia, y mucho menos que utilizara un látigo contra él. Pero mientras el salvaje golpe descendía, el caballo se alzó sobre las patas traseras y dijo, medio chillando:
—¡Idiota y tirano! ¿No ves que ya hago todo lo que puedo?
Cuando Tirian se dio cuenta de que el caballo era uno de los narnianos, se apoderó tal cólera de él y de Perla que perdieron el control de sus actos. La espada del monarca se alzó, el cuerno del unicornio descendió, y ambos se abalanzaron al frente. En un instante los dos calormenos estaban muertos, uno decapitado por la espada de Tirian y el otro con el corazón atravesado por el cuerno de Perla.