Capítulo 16

Adiós al País de las Sombras

Si uno pudiera correr sin cansarse, no creo que deseara a menudo hacer algo distinto. Pero podría haber un motivo especial para detenerse, y fue ese motivo especial el que hizo que Eustace gritara:

—¡Eh! ¡Parad! ¡Mirad adónde estamos llegando!

Y valía la pena, pues entonces vieron ante ellos el estanque del Caldero y más allá del estanque, los elevados e inaccesibles riscos y, cayendo de las alturas, en forma de miles de toneladas de agua por segundo que centelleaban como diamantes en algunos lugares y aparecían de un verde oscuro y vítreo en otros, la Gran Catarata; y el tronar del agua resonaba ya en sus oídos.

—¡No os detengáis! Entremos sin miedo y subamos más —gritó Sagaz, inclinando ligeramente su vuelo.

—Para él no cuesta nada —dijo Eustace, pero Perla también les gritó:

—No os detengáis. ¡Entremos sin miedo y subamos más! Tomadlo con calma.

Apenas podían oír su voz por encima del rugido del agua, pero al cabo de un instante todos vieron que se había lanzado al estanque y que atropelladamente detrás de él, con un chapoteo continuado, todos los demás seres hacían lo mismo. El agua no estaba helada como todos —en especial Puzzle— esperaban, sino que poseía un delicioso frescor espumoso. Todos se encontraron nadando directamente hacia la cascada.

—Esto es disparatado —dijo Eustace a Edmund.

—Lo sé. Y no obstante… —respondió éste.

—¿No es maravilloso? —preguntó Lucy—. ¿No os habéis dado cuenta de que es imposible sentir miedo aunque uno quiera? Probadlo.

—¡Vaya!, tampoco yo puedo —dijo Eustace tras haberlo intentado.

Perla fue el primero en llegar a la base de la cascada, pero Tirian llegó justamente detrás. Jill fue la última, de modo que pudo verlo todo mejor que los demás. Vio algo blanco que se movía sin pausa por la pared de la cascada, y aquella cosa blanca era el unicornio. No se sabía si nadaba o trepaba, pero seguía adelante, sin dejar de subir. La punta del cuerno dividía el agua por encima de su cabeza, y ésta caía en cascada en dos ríos del color del arco iris alrededor de sus hombros. Precisamente detrás iba el rey Tirian. Movía piernas y brazos como si nadara, pero avanzaba recto hacia arriba: como si fuera posible ascender nadando por la pared de una casa.

Los que resultaban más divertidos eran los perros. Durante el galope no habían perdido el resuello ni un momento, pero en aquellos instantes, mientras hormigueaban y culebreaban hacia lo alto, todo eran farfulleos y estornudos entre ellos; eso se debía a que no dejaban de ladrar y, cada vez que lo hacían, la boca y el hocico se les llenaba de agua. Pero antes de que Jill tuviera tiempo de mirar todo aquello con atención, también ella estaba ascendiendo por la cascada. Habría resultado totalmente imposible en nuestro mundo, pues, aunque uno no se hubiera ahogado, la terrible fuerza del agua lo habría hecho pedazos contra innumerables aristas de rocas. Sin embargo, en aquel mundo se podía hacer. Se iba subiendo, más y más, con toda clase de luces centelleando desde el agua y toda clase de piedras de colores brillando a través de ella, hasta que daba la impresión de que se estaba escalando luz… y siempre subiendo hasta que la sensación de altura habría aterrorizado a cualquiera si fuera capaz de sentir miedo, pues allí no se experimentaba más que una emoción gloriosa. Y luego, por fin, se llegaba a la deliciosa curva verde por la que el agua se vertía desde lo alto y se descubría que se había alcanzado el río horizontal por encima de la cascada. La corriente se deslizaba rauda contra ellos, pero los aventureros eran nadadores tan fantásticos que podían avanzar contra la corriente. No tardaron en estar todos en la orilla, chorreando agua pero felices.

Un valle extenso se abría ante ellos y enormes montañas nevadas, mucho más cerca ya, se recortaban contra el cielo.

—Entremos sin miedo y subamos más —gritó Perla, y al instante volvieron a ponerse en marcha.

Ahora se hallaban fuera de Narnia y ascendían hacia el territorio salvaje del oeste que ni Tirian ni Peter, ni siquiera el águila, habían visto antes. Pero lord Digory y lady Polly sí.

—¿Recuerdas? ¿Lo recuerdas? —se decían. Y lo decían con voces firmes, sin jadear, a pesar de que todo el grupo corría ahora más deprisa que una flecha.

—¿Cómo, señor? —dijo Tirian—. ¿Es entonces cierto, tal como cuentan las historias, que los dos viajasteis aquí el mismo día en que se creó el mundo?

—Sí —respondió Digory—. Y parece que fue ayer.

—Y ¿sobre un caballo alado? —inquirió Tirian—. ¿Es cierta esa parte?

—Por supuesto.

—Más rápido, más rápido —ladraron los perros.

Así que corrieron más y más rápido hasta que era casi como si volaran en lugar de correr y ni siquiera el águila que volaba sobre sus cabezas iba más deprisa que ellos. Atravesaron un valle sinuoso tras otro y ascendieron las empinadas laderas de colinas y, más rápido que nunca, descendieron por el otro lado, siguiendo el río y en ocasiones cruzándolo, además de pasar, casi sin tocarlos, por encima de lagos de montaña como si fueran lanchas de motor, hasta que por fin, en el extremo opuesto de un largo lago tan azul como una turquesa, vieron una suave colina verde. Las laderas eran tan empinadas como los lados de una pirámide y alrededor de la cima discurría un muro verde, pero por encima del muro se alzaban ramas de árboles cuyas hojas parecían de plata, y su fruta, de oro.

—¡Entremos sin miedo y subamos más! —vociferó el unicornio, y nadie se quedó atrás.

Cargaron en dirección a la base de la colina y al instante se encontraron ascendiendo por ella a toda velocidad, casi como el agua de un ola que al chocar recorre una roca en la punta de una bahía. A pesar de que la ladera era casi tan empinada como el tejado de una casa y la hierba tan suave como un campo de golf, nadie resbaló.

Únicamente cuando alcanzaron la cima aminoraron la marcha, y se debió a que se encontraron ante unas enormes puertas doradas. Por un momento nadie fue lo bastante osado para comprobar si las puertas se abrían. Todos se sintieron igual que cuando se hallaban ante la fruta: «¿Nos atrevemos? ¿Debemos hacerlo? ¿Es posible que sea para nosotros?».

Pero mientras estaban allí parados, un cuerno enorme, maravillosamente vibrante y dulce, sonó en algún lugar en el interior del jardín amurallado y las puertas se abrieron.

Tirian contuvo la respiración mientras se preguntaba a quién verían. Y lo que vieron fue lo último que habrían esperado: un menudo ratón parlante, pulcro y de ojos brillantes, con una pluma roja sujeta a un aro que le rodeaba la cabeza y con la pata izquierda apoyada en una espada larga. Hizo una reverencia, una reverencia llena de elegancia, y dijo con voz aguda:

—Bienvenidos, en nombre del León. Entrad sin miedo y subid más.

Entonces Tirian vio como el rey Peter, el rey Edmund y la reina Lucy se adelantaban corriendo para arrodillarse y saludar al ratón y que todos gritaban:

—¡Reepicheep!

El monarca casi se quedó sin respiración ante aquella maravilla, pues entonces supo que estaba contemplando a uno de los grandes héroes de Narnia, el ratón Reepicheep, que había peleado en la gran Batalla de Beruna y luego zarpado hasta el Fin del Mundo con el rey Caspian el Navegante. Pero antes de que tuviera demasiado tiempo para pensar en aquello, sintió que lo estrechaban dos brazos llenos de energía y recibió un barbudo beso en las mejillas a la vez que oía una voz que le traía muy gratos recuerdos:

—¿Qué tal, muchacho? ¡Estás más grueso y alto que la última vez que te toqué!

Era su propio padre, el buen rey Erlian: pero no tal como Tirian lo había visto la última vez, cuando lo llevaron a casa pálido y herido tras su pelea con el gigante, ni siquiera como Tirian lo recordaba en sus últimos años, cuando era un guerrero de cabellos canosos. Aquél era su progenitor, joven y feliz, como apenas podía recordarlo de sus primeros años cuando él mismo no era más que un niño que jugaba con su padre en el jardín de Cair Paravel, antes de acostarse, las tardes de verano. El olor mismo del pan y la leche que tomaba para cenar regresó a él.

«Dejaré que hablen un poco y luego me acercaré y saludaré al buen rey Erlian —pensó Perla—. Más de una manzana reluciente me dio cuando no era más que un potrillo». Pero al cabo de un instante tuvo algo más en qué pensar, pues por la puerta apareció un caballo tan noble e imponente que incluso un unicornio podría sentirse cohibido en su presencia: un caballo alado enorme. Éste contempló por un momento a lord Digory y a lady Polly y relinchó: «¡Amigos míos!» y ellos gritaron a la vez: «¡Alado! ¡Viejo y querido Alado!», y corrieron a besarlo.

Pero entonces el ratón volvió a instarles a que entraran, y todos cruzaron las puertas doradas para disfrutar del delicioso aroma que soplaba hacia ellos desde aquel jardín y de la fresca mezcla de luz solar y sombra que proyectaban los árboles, mientras andaban sobre un césped mullido salpicado de flores blancas. Lo primero que llamó la atención de todos fue que el lugar era mucho más grande de lo que parecía desde el exterior; aunque nadie tuvo tiempo de pensar en eso, pues más gente se acercaba a recibir a los recién llegados desde todas direcciones.

Todos aquellos de los que hayas oído hablar (si conoces la historia de estas tierras) parecían estar allí. Estaba el búho Plumabrillante, Charcosombrío, el meneo de la Marisma, el rey Rilian el Desencantado, su madre, la hija de la estrella, y su fantástico padre Caspian en persona. Y cerca de él estaban lord Drinian, lord Berne, el enano Trumpkin y el tejón Buscatrufas junto con Borrasca de las Cañadas, el centauro, y un centenar de héroes más de la gran Guerra de la Liberación. Luego, desde otro punto, aparecieron Cor, el rey de Archenland, con el rey Lune, su padre, su esposa la reina Aravis y el valiente príncipe Corin Puño de Trueno, su hermano, y el caballo Bree y la yegua Hwin. Y luego —la más maravillosa de todas las maravillas a ojos de Tirian— desde un pasado más lejano aparecieron los dos buenos castores y el fauno Tumnus. Y hubo saludos, besos y apretones de manos, y se revivieron antiguas bromas (ni te imaginas lo bien que suena un chiste viejo cuando uno lo vuelve a contar tras un lapso de quinientos o seiscientos años) y todo el grupo avanzó hacia el centro del huerto, donde el fénix estaba posado en un árbol y los contemplaba a todos, y al pie del árbol había dos tronos y en aquellos tronos un rey y una reina tan magníficos y hermosos que todos se inclinaron ante ellos. Y ya podían hacerlo, pues aquellos dos eran el rey Frank y la reina Helen, de los que descienden los reyes más antiguos de Narnia y de Archenland. Y Tirian se sintió igual que uno se sentiría si lo conducían ante Adán y Eva en toda su gloria.

Una media hora más tarde —o podría haber sido medio siglo más tarde, ya que el tiempo en Narnia no es igual al tiempo de aquí— Lucy fue con su querido amigo, su amigo narniano más antiguo, el fauno Tumnus, a mirar por encima de la pared del jardín para contemplar toda Narnia extendiéndose a sus pies. Pero cuando se miraba hacia abajo se descubría que aquella colina estaba mucho más alta de lo que se había creído: se hundía con riscos relucientes, a miles de metros por debajo de ellos y los árboles de aquel mundo inferior no parecían mayores que granos de sal verde. Entonces Lucy se dio la vuelta para mirar al interior de nuevo y apoyó la espalda en el muro mientras contemplaba el jardín.

—Ya lo veo —dijo por fin, pensativa—. Ahora lo veo. Este jardín es como el establo. Mucho mayor por dentro de lo que era por fuera.

—Desde luego, Hija de Eva —respondió el fauno—. Cuanto más subas y más te adentres, más grande se vuelve todo. El interior es mayor que el exterior.

Lucy contempló con atención el jardín y descubrió que no era realmente un jardín, sino todo un mundo, con sus propios ríos, bosques, mar y montañas. Pero no le eran desconocidos: los conocía todos.

—Ya entiendo —dijo—. ¡Esto sigue siendo Narnia, y más real y hermosa que la Narnia de ahí abajo, igual que ésa era más real y más hermosa que la Narnia del exterior de la puerta del establo! Entiendo… un mundo dentro de otro, Narnia dentro de Narnia…

—Sí —repuso el señor Tumnus—, igual que una cebolla: sólo que a medida que penetras en ella, cada círculo es mayor que el anterior.

Lucy miró a un lado y a otro y pronto descubrió que le había sucedido algo nuevo y hermoso. Mirara donde mirase, por muy lejos que pudiera estar, una vez que había fijado los ojos en ello, todo se tornaba nítido y cercano como si lo contemplara a través de un telescopio. Veía todo el desierto meridional y, más allá, la gran ciudad de Tashbaan; al este divisaba Cair Paravel sobre la orilla del mar e incluso la ventana de la habitación que había sido suya en el pasado.

Y a lo lejos, en alta mar, distinguió las islas, una isla tras otra hasta llegar al Fin del Mundo, y, más allá del final, la montaña enorme que habían llamado el país de Aslan, pero que, tal como veía ahora, formaba parte de una gran cadena montañosa que circundaba todo el mundo. Frente a ella parecía realmente próxima.

A continuación miró a su izquierda y vio lo que tomó por un banco de nubes de brillantes colores, separada de ellos por una brecha. Pero al mirar con más atención advirtió que no se trataba de ninguna nube, sino de un país real. Y en cuanto fijó los ojos en un punto concreto, gritó al instante:

—¡Peter! ¡Edmund! ¡Venid a ver esto! ¡Venid rápido!

Y fueron a mirar, pues sus ojos también se habían vuelto como los de ella.

—¡Caray! —exclamó Peter—. Es Inglaterra. Y eso es la casa… ¡la vieja casa de campo del profesor Kirke, donde empezaron nuestras aventuras!

—Creía que esa casa había sido destruida —dijo Edmund.

—Lo fue —indicó el fauno—, pero ahora estáis contemplando la Inglaterra que hay dentro de Inglaterra, la auténtica Inglaterra, igual que ésta es la auténtica Narnia. Y en esa Inglaterra interior nada bueno se destruye.

De repente desviaron las miradas hacia otro punto, y entonces tanto Peter como Edmund y Lucy lanzaron una ahogada exclamación de sorpresa y gritaron y empezaron a agitar las manos, pues vieron a sus propios padres que los saludaban también desde el otro lado del valle enorme y profundo. Era como cuando ves a gente que te saluda desde la cubierta de un barco mientras aguardas en el muelle para recibirlos.

—¿Cómo podemos llegar hasta ellos? —quiso saber Lucy.

—Es fácil —respondió el señor Tumnus—. Ese país y éste, todos los países reales, no son más que estribaciones que sobresalen de las enormes montañas de Aslan. Sólo tenemos que andar por la cresta, hacia arriba y hacia el interior, hasta que se unan. ¡Escuchad! Es el cuerno del rey Frank: debemos subir todos.

Y no tardaron en encontrarse andando todos juntos —y ¡menuda procesión enorme y brillante formaban!— hacia montañas más altas que las que podrías ver en este mundo incluso aunque estuvieran ahí para ser vistas. Pero no había nieve en aquellas montañas: había bosques, laderas verdes, arboledas fragantes y cascadas centelleantes, unos sobre otros, sucediéndose eternamente. El terreno por el que iban se fue estrechando sin cesar, con un valle profundo a cada lado: y al otro lado de aquel valle el país que era la Inglaterra real se fue acercando cada vez más.

La luz que brillaba al frente era cada vez más potente. Lucy vio que una serie de riscos multicolores ascendía ante ellos como una escalera gigante. Luego se olvidó de todo, pues Aslan en persona se acercaba, saltando de risco en risco como una cascada viviente de energía y belleza.

Y al primero que Aslan llamó a su lado fue al asno Puzzle. No has visto nunca un asno que pareciera más endeble y cándido que Puzzle mientras avanzaba hacia Aslan, y, junto al león, parecía tan pequeño como un gatito al lado de un San Bernardo. El león inclinó la cabeza y susurró algo al asno que hizo que sus largas orejas se inclinaran, pero luego dijo otra cosa ante la cual las orejas volvieron a erguirse. Los humanos no oyeron nada de lo que le dijo en ambas ocasiones.

Entonces Aslan se volvió hacia ellos y dijo:

—Aún no parecéis tan felices como deseo que seáis.

—Tenemos miedo de que nos eches, Aslan —respondió Lucy—. Nos has enviado de vuelta a nuestro mundo tantas veces…

—No existe la menor posibilidad de eso —respondió él—. ¿No lo habéis adivinado?

El corazón les dio un vuelco a todos, y una frenética esperanza creció en su interior.

—Realmente hubo un accidente de ferrocarril —dijo Aslan con suavidad—. Vuestros padres y todos vosotros estáis, como acostumbráis a llamarlo en el País de las Sombras, muertos. El trimestre ha finalizado: empiezan las vacaciones. El sueño ha terminado: ha llegado la mañana.

Y mientras hablaba, ya no les pareció un león; pero las cosas que empezaron a suceder después de eso fueron tan magníficas y hermosas que no puedo escribirlas. Y para nosotros éste es el final de todas las historias, y podemos decir verdaderamente que todos vivieron felices para siempre. Sin embargo, para ellos fue sólo el principio de la historia real. Toda su vida en este mundo y todas sus aventuras en Narnia no habían sido más que la cubierta y la primera página: ahora por fin empezaban el Primer Capítulo del Gran Relato que nadie en la Tierra ha leído, que dura eternamente y en el que cada capítulo es mejor que el anterior.