¡Entrad sin miedo y subid más!
—Debéis saber, monarcas guerreros —comenzó Emeth—, y vos, damas cuya belleza ilumina el universo, que soy Emeth, el séptimo hijo de Harpha Tarkaan, de la ciudad de Tehishbaan, situada al oeste del desierto, y que llegué no hace mucho a Narnia con veintinueve guerreros bajo el mando de Rishda Tarkaan. Cuando me enteré de que íbamos a marchar sobre Narnia me alegré; pues había oído muchas cosas sobre vuestra tierra y deseaba enormemente enfrentarme a vosotros en combate. Pero cuando averigüé que íbamos a entrar disfrazados de comerciantes, que es un disfraz vergonzoso para un guerrero y un hijo de un tarkaan, y que debíamos actuar mediante mentiras y artimañas, toda la alegría me abandonó. Sobre todo cuando descubrí que teníamos que servir a un mono, y cuando se empezó a decir que Tash y Aslan eran uno solo. Entonces el mundo se oscureció ante mis ojos. Pues siempre, desde que era un muchacho, he servido a Tash y mi gran deseo era saber más cosas de él y, si era posible, contemplar su rostro. Sin embargo, el nombre de Aslan me resultaba odioso.
»Y como ya visteis, se nos convocaba al exterior de la casucha de tejado de paja, noche tras noche, y se encendía el fuego, y el mono sacaba de la casucha algo sobre cuatro patas que yo no conseguía ver con claridad. Y la gente y las bestias se inclinaban ante aquello y lo honraban. Pero yo pensaba: “El mono engaña al tarkaan, pues esta cosa que sale del establo no es ni Tash ni ningún otro dios”. Sin embargo, cuando observé el rostro del tarkaan, y presté atención a cada palabra que decía al mono, cambié de idea, pues comprendí que tampoco él creía en aquello. Y luego me di cuenta de que no creía en absoluto en Tash, pues de haberlo hecho, ¿cómo habría osado burlarse de él?
»Al comprender todo esto, me embargó una cólera terrible y me pregunté por qué el auténtico Tash no fulminaba tanto al mono como al tarkaan con fuego caído del cielo. No obstante, oculté mi enojo, cerré la boca y aguardé para ver cómo terminaba todo aquello. Pero anoche, como algunos de vosotros sabéis, el mono no sacó a la cosa amarilla, sino que dijo que todos los que desearan contemplar a Tashlan, pues mezclaban así las dos palabras para fingir que eran lo mismo, debían entrar de uno en uno en la casucha. Y yo me dije que sin duda aquello era otro engaño. No obstante, después de que el gato entrara y saliera de nuevo enloquecido de terror, volví a decirme que sin duda el auténtico Tash, al que habían invocado sin conocimiento ni fe, había aparecido entre nosotros y se vengaba. Y aunque mi corazón se había convertido en agua en mi interior debido a la grandeza y terror que inspiraba Tash, mi deseo era mayor que mi miedo, e hice acopio de valor para que mis rodillas no temblaran y los dientes no me castañetearan, y tomé la resolución de contemplar el rostro de Tash aunque éste me matara. Así pues, me ofrecí para entrar en la casucha; y el tarkaan, aunque de mala gana, me lo permitió.
»En cuanto traspasé el umbral, la primera maravilla que descubrí fue esta brillante luz solar, bajo la que estamos ahora, a pesar de que el interior de la casucha parecía a oscuras desde fuera. De todos modos no tuve tiempo para maravillarme de ello, pues inmediatamente me vi obligado a luchar para salvar la cabeza contra uno de nuestros propios hombres. En cuanto lo vi, comprendí que el mono y el tarkaan lo habían colocado allí para matar a cualquiera que entrara si no era cómplice. De modo que ese hombre era también un mentiroso y un escarnecedor y no un auténtico servidor de Tash. Por ese motivo, tuve mejor voluntad de pelear con él; y tras matar al villano, lo arrojé al exterior por la puerta.
»Luego miré a mi alrededor y vi el cielo y la gran extensión de terreno y olí el dulce aroma del aire. Y me dije: “Por los dioses, éste es un lugar agradable: tal vez he ido a parar al país de Tash”. Y empecé a viajar dentro de este país extraño y a buscarlo.
»Así que pasé sobre gran cantidad de hierba y flores y por entre toda clase de árboles saludables y deliciosos hasta que he aquí que en un lugar angosto entre dos rocas vino a mi encuentro un león enorme. Su velocidad era la de un avestruz, y su tamaño, el de un elefante; la melena como oro puro y sus ojos tenían un brillo parecido al del oro fundido. Era más terrible que la Montaña Llameante de Lagour, y en belleza sobrepasaba todo lo que existe en el mundo, tal como la rosa en flor sobrepasa el polvo del desierto.
»Caí a sus pies y pensé: “Sin duda ha llegado la hora de mi muerte, pues el león, que es digno de todo honor, sabrá que he servido a Tash durante toda mi vida y no a él. Sin embargo, es mejor ver al león y morir que ser el Tisroc del mundo y vivir sin haberlo visto”. Pero el Glorioso Ser inclinó la dorada cabeza y acarició mi frente con la lengua y dijo: “Hijo, se te da la bienvenida”. Pero yo respondí: “¡Ay de mí, señor! No soy hijo vuestro, sino siervo de Tash”. “Hijo”, respondió él, “todo el servicio que has prestado a Tash, lo cuento como servicio prestado a mí”. Entonces, debido a mi gran deseo de adquirir sabiduría y comprensión, superé mi miedo e interrogué al Glorioso Ser: “Señor”, dije, “¿es cierto pues, como dijo el mono, que vos y Tash sois uno solo?”. El león gruñó de modo que la tierra se estremeció, aunque su cólera no estaba dirigida a mí, y respondió: “Es falso. No porque seamos uno, sino porque somos opuestos… tomo para mí los servicios que le has prestado. Pues él y yo somos tan diferentes que ningún servicio que sea infame puede ofrecérseme a mí y ninguno que no lo sea puede prestársele a él. Por lo tanto, si alguien jura por Tash y mantiene su juramento cueste lo que cueste, es en mi nombre por el que ha jurado en realidad, aunque no lo sepa, y soy yo quien lo recompensa. Y si alguien lleva a cabo una crueldad en mi nombre, entonces, aunque pronuncie el nombre de Aslan, es a Tash a quien sirve y es Tash quien acepta su acción. ¿Lo comprendes, hijo?”. “Señor, vos sabéis lo mucho que comprendo”, dije. Aunque también añadí, porque la verdad me obligaba a ello: “No obstante, he estado buscando a Tash todos los días de mi vida”. “Amado mío”, respondió el Glorioso Ser, “si tu deseo no hubiera sido buscarme a mí no habrías buscado durante tanto tiempo y con tanta honestidad. Pues todos hallan lo que realmente buscan”.
»A continuación sopló sobre mí y eliminó todo temblor de mis extremidades e hizo que me irguiera. Después de eso, no dijo mucho, excepto que nos volveríamos a encontrar, y que debía entrar sin miedo y subir más. Luego giró sobre sí mismo en un vendaval y remolino dorado y desapareció de repente.
»Y desde entonces, reyes y damas, he estado vagando para encontrarlo y mi felicidad es tan grande que incluso me debilita como una herida. Y la maravilla de las maravillas es que me llamó «Amado», a mí, que no soy más que un perro…
—¿Eh? ¿A qué viene esa comparación? —inquirió uno de los perros.
—Señor —respondió Emeth—, no es más que un modo de hablar que tenemos en Calormen.
—Vaya, pues no puedo decir que me guste mucho —replicó el perro.
—No lo dice con mala intención —intervino un perro de más edad—. Al fin y al cabo, nosotros llamamos a nuestros cachorros «niños» cuando no se comportan como deben.
—Es cierto —reconoció el perro—. O «niñas».
—Chist —lo reprendió el perro de más edad—. Ésa no es una palabra muy apropiada. Recuerda dónde estás.
—¡Mirad! —exclamó Jill de improviso.
Alguien se acercaba, con cierta timidez, para reunirse con ellos: una elegante criatura de cuatro patas, de un color gris plateado. Todos la contemplaron con fijeza durante unos buenos diez segundos antes de que cinco o seis voces dijeran a la vez:
—Pero ¡si es el viejo Puzzle!
Nunca lo habían visto a la luz del día sin la piel de león, y realmente resultaba ahora muy distinto. Volvía a ser él: un hermoso asno con un pelo tan gris y suave y un rostro tan amable y sincero que si lo hubieras visto habrías hecho exactamente lo mismo que Jill y Lucy hicieron: correr hacia él, rodearle el cuello con los brazos, besar su hocico y acariciarle las orejas.
Cuando le preguntaron dónde había estado, dijo que había pasado por la puerta junto con las otras criaturas pero que había… bueno, a decir verdad, lo cierto era que se había mantenido tan apartado de ellos como había podido; y también de Aslan. Pues la visión del auténtico león lo hizo sentirse tan avergonzado de la estupidez cometida al disfrazarse con la piel de uno que no era capaz de mirar a nadie a la cara. Pero al ver que todos sus amigos se dirigían al oeste, y tras haber tomado un bocado o dos de hierba («Y jamás he probado unos pastos más deliciosos», declaró), se armó de valor y los siguió.
—Pero ¿qué haré si realmente tengo que ver a Aslan? Es algo que no sé —añadió.
—Descubrirás que no pasa nada —repuso la reina Lucy.
Siguieron adelante juntos, siempre en dirección oeste, pues aquélla parecía la dirección que había querido indicar Aslan cuando gritó: «¡Entrad sin miedo y subid más!». Muchas otras criaturas avanzaban lentamente hacia el mismo sitio, pero aquel territorio de pastos era muy extenso y no había aglomeraciones.
Todavía parecía ser temprano, y el frescor de la mañana flotaba en el aire. Siguieron deteniéndose y mirando a su alrededor y también a sus espaldas, en parte porque todo era muy hermoso pero también porque había algo en todo aquello que no comprendían.
—Peter —dijo Lucy—, ¿dónde estamos?
—No lo sé —respondió el Sumo Monarca—. Me recuerda algún lugar, pero no puedo darle un nombre. ¿Podría ser algún sitio en el que estuvimos durante unas vacaciones cuando éramos muy, muy pequeños?
—Debieron de ser unas vacaciones magníficas —intervino Eustace—. Apuesto a que no hay un lugar como éste en ninguna parte de nuestro mundo. ¡Fijaos en los colores! No encontraríamos un azul como el azul que brilla sobre aquellas montañas en nuestro mundo.
—¿No es el país de Aslan? —inquirió Tirian.
—No se parece al país de Aslan visto desde lo alto de aquella montaña situada más allá del extremo oriental del mundo —dijo Jill—. He estado allí.
—Si me preguntáis —dijo Edmund—, es como algún lugar del mundo narniano. Mirad esas colinas de ahí delante… y las enormes montañas heladas situadas más allá. No hay duda de que se parecen bastante a las montañas que veíamos desde Narnia, las situadas al oeste, más allá de la cascada, ¿no creéis?
—Sí, sí lo son —repuso Peter—. Sólo que éstas son más grandes.
—No creo que se parezcan tanto a lo que había en Narnia —dijo Lucy—. Pero mirad ahí —señaló al sur a su izquierda, y todos se detuvieron y volvieron la cabeza para mirar—. Esas colinas —siguió ella—, ésas tan bonitas y cubiertas de árboles y las de color azul que hay detrás… ¿no se parecen mucho a la frontera sur de Narnia?
—¡Parecerse! —exclamó Edmund tras un momento de silencio—. Pero si son exactamente iguales. ¡Mirad, ahí está el monte Pire con su cima en horquilla, y allí está el desfiladero que conduce a Archenland y todo lo demás!
—Y aun así no se parecen —repuso Lucy—. Son diferentes. Tienen más colores y parecen más lejanas de lo que recordaba y son más… más… No lo sé…
—Más genuinas —indicó lord Digory.
Repentinamente el águila Sagaz desplegó las alas, se elevó un metro o más en el aire, describió un círculo y volvió a posarse en el suelo.
—¡Reyes y reinas! —gritó—, hemos estado ciegos. Ahora empezamos a ver dónde nos encontramos. Desde ahí arriba lo he visto todo: el páramo de Ettin, el dique de los Castores, el Gran Río y Cair Paravel brillando todavía en la orilla del mar Oriental. Narnia no ha muerto. Esto es Narnia.
—Pero ¿cómo puede ser? —dijo Peter—. Pues Aslan nos dijo a los mayores que no regresaríamos jamás a Narnia, y aquí estamos.
—Sí —corroboró Eustace—. Y la vimos destruida y con el sol extinguido.
—Y resulta tan distinta —indicó Lucy.
—El águila tiene razón —dijo lord Digory—. Escucha, Peter. Cuando Aslan dijo que no podríais regresar a Narnia, se refería a la Narnia en la que vosotros pensabais. Pero ésa no era la Narnia auténtica. Aquélla tenía un principio y un fin. No era más que una sombra o una copia de la Narnia real que siempre ha estado aquí y siempre estará: igual que nuestro propio mundo, Gran Bretaña y todos los demás países, no es más que una sombra o copia de algo en el mundo real de Aslan. No es necesario que llores por Narnia, Lucy. Todo aquello de la antigua Narnia que importaba, todas las queridas criaturas, ha sido trasladado a la Narnia real a través de la puerta. Y claro que resulta diferente; tan diferente como lo genuino lo es de una imagen o como la vida real lo es de un sueño.
Su voz los estimuló a todos como el son de una trompeta mientras pronunciaba aquellas palabras, pero cuando añadió: «Todo esto lo dice Platón, todo está en Platón: cielos, ¿qué les enseñan en la escuela hoy en día?», los mayores se echaron a reír. Era exactamente lo que le habían oído decir hacía mucho tiempo en aquel otro mundo en el que su barba era gris en lugar de dorada. Sabía por qué reían y él se unió también a las risas. Pero rápidamente volvieron a mostrarse solemnes: pues, como sabes, existe una clase de felicidad y asombro que hace que uno se sienta serio. Es demasiado espléndida para malgastarla en bromas.
Resulta tan difícil explicar cómo aquella tierra iluminada por el sol era diferente de la Narnia antigua como lo sería explicar a qué saben las frutas de ese mundo. Tal vez te hagas una cierta idea si piensas esto. Puede que hayas estado en una habitación en la que había una ventana que daba a una encantadora bahía marina o a un valle verde que se perdía entre las montañas. Y en la pared de la habitación situada justo frente a la ventana tal vez había un espejo. Y cuando te dabas la vuelta y te apartabas de la ventana volvías a contemplar de repente aquel mar o aquel valle en el espejo. Y el mar en el espejo o el valle en el espejo eran en cierto sentido los mismos que los reales: no obstante, a la vez eran de algún modo distintos: más intensos, más fantásticos, como lugares de un relato, un relato que no has oído jamás pero que te gustaría mucho conocer.
La diferencia entre la vieja Narnia y la nueva era algo parecido. La nueva era un país más intenso: cada roca, flor y brizna de hierba parecían significar más. Me es imposible describirlo mejor: si alguna vez puedes ir allí comprenderás lo que quiero decir.
Fue el unicornio quien resumió lo que todos sentían. Dio una patada en el suelo con el casco delantero derecho, relinchó y luego dijo:
—¡Por fin estoy en casa! ¡Éste es mi auténtico país! Pertenezco a este lugar. Ésta es la tierra que he buscado durante toda mi vida, aunque no lo he sabido hasta hoy. El motivo por el que amaba la vieja Narnia era porque se parecía un poco a esto. ¡Bri-ji-ji! ¡Entremos sin miedo, subamos más!
Sacudió la crin y saltó al frente en veloz galope; un galope de unicornio que, en nuestro mundo, lo habría hecho desaparecer de la vista en unos instantes. Pero entonces ocurrió algo muy curioso. Todos los demás echaron a correr, y descubrieron, con asombro, que podían mantenerse a su altura: no únicamente los perros y los humanos, incluso el rechoncho Puzzle y el enano Poggin, cuyas piernas eran bastante cortas. El aire les azotaba el rostro como si viajaran a toda velocidad en un coche que careciera de parabrisas. El paisaje pasaba raudo junto a ellos como si lo vieran desde las ventanillas de un tren expreso. Corrieron cada vez más rápido, pero nadie se acaloró, ni se cansó, ni se quedó sin aliento.