La noche cae sobre Narnia
Todos permanecieron inmóviles junto a Aslan, a su derecha, y miraron a través del umbral abierto.
La hoguera se apagó. En la tierra todo era oscuridad: en realidad, no habría podido saberse que se contemplaba un bosque de no haber visto dónde finalizaban las formas oscuras de los árboles y empezaban las estrellas. Pero después de que Aslan rugiera una vez más, los niños contemplaron a su izquierda otra forma oscura. Es decir, vieron otra zona en la que no había estrellas: y la forma se alzó cada vez más alta y se convirtió en la figura de un hombre, en el más enorme de todos los gigantes. Todos conocían Narnia lo bastante bien como para adivinar dónde debía de estar el hombre. Sin duda se encontraba en los páramos altos que se extienden hacia el norte, más allá del río Shribble.
Entonces Jill y Eustace recordaron que en una ocasión, tiempo atrás, en las profundas cavernas situadas bajo aquellos páramos, habían visto a un gigante enorme que dormía y les habían dicho que su nombre era Padre Tiempo, y que despertaría el día en que el mundo tocara a su fin.
—Sí —dijo Aslan, aunque ellos no habían dicho nada en voz alta—; mientras dormía, su nombre era Tiempo. Ahora que está despierto tendrá otro nombre.
Entonces, el enorme gigante se llevó un cuerno a la boca. Lo advirtieron por el cambio que tuvo lugar en la negra figura al recortarse contra las estrellas. Tras aquello —bastante más tarde, pues el sonido viaja muy despacio— oyeron la llamada del cuerno: aguda y terrible, pero también de una belleza extraña y letal.
Inmediatamente el cielo se llenó de estrellas fugaces. Incluso una sola estrella fugaz es algo precioso de contemplar, pero aquéllas eran docenas, y luego cientos, hasta que se convirtió en algo parecido a una lluvia de plata: y caía ininterrumpidamente. Después de que siguiera así durante un buen rato, uno o dos de ellos empezaron a pensar que había otra forma oscura recortándose contra el cielo además de la del gigante. Se encontraba en un lugar distinto, justo en lo alto, encima del «tejado» mismo del cielo.
«A lo mejor es una nube», pensó Eustace. En cualquier caso, allí no había estrellas: únicamente oscuridad. A su alrededor, el aguacero de estrellas siguió, y el pedazo sin estrellas empezó a crecer, extendiéndose cada vez más desde el centro del cielo. Y al poco tiempo una cuarta parte de éste estaba negra, y luego la mitad, y por fin la lluvia de estrellas fugaces ya sólo proseguía muy abajo, cerca de la línea del horizonte.
Con un escalofrío de asombro (y también algo de terror) todos comprendieron de repente qué sucedía. La oscuridad creciente no era una nube: era simplemente el vacío. La parte negra del cielo era donde no quedaban estrellas; todas ellas caídas, pues Aslan las había llamado de vuelta a casa.
Los segundos que precedieron al final de la lluvia de estrellas fueron muy emocionantes, ya que las estrellas empezaron a caer alrededor de ellos. Pero en aquel mundo, no son las enormes bolas de fuego que son en el nuestro. Son como personas, y Edmund y Lucy habían conocido a una en una ocasión. De modo que se encontraron con un aguacero de personas resplandecientes, todas con largas melenas que parecían plata ardiente y lanzas como metal al rojo vivo, que se precipitaban hacia ellos desde el negro aire, más veloces que un desprendimiento de rocas. Emitían un siseo al aterrizar y quemar la hierba. Y todas pasaron deslizándose junto a ellos y fueron a ubicarse más atrás, un poco a la derecha.
Aquello fue una gran ventaja porque, de lo contrario, al no haber ya estrellas en el firmamento, todo habría quedado totalmente a oscuras y no habrían visto nada. Pero lo cierto era que la multitud de estrellas situada tras ellos proyectaba una intensa luz blanca por encima de sus hombros, y pudieron contemplar kilómetros y kilómetros de bosques narnianos ante sí, que parecían iluminados por focos. Cada matorral y casi cada hierba tenía su negra sombra tras ella. El reborde de cada hoja destacaba con tal nitidez que daba la impresión de poder cortar un dedo con su filo.
En la hierba, ante ellos, yacían sus propias sombras. Pero lo más espléndido era la sombra de Aslan, que se alargaba a su izquierda, enorme y terrible. Y todo aquello sucedía bajo un cielo que se iba a quedar sin estrellas para siempre.
La luz que procedía de detrás de ellos (y un poco a su derecha) era tan fuerte que iluminaba incluso las laderas de los páramos del Norte. Algo se movía allí. Animales enormes se arrastraban y deslizaban hacia Narnia: grandes dragones, lagartos gigantes y aves sin plumas con alas parecidas a las de los murciélagos. Aquellas criaturas desaparecieron en el interior de los bosques, y durante unos pocos minutos reinó el silencio.
Luego llegaron —al principio desde muy lejos— sonidos de llantos y, a continuación, de todas direcciones, crujidos, tamborileos y batir de alas. Cada vez se oían más cerca. Pronto nadie fue capaz de distinguir el correteo de pies menudos del sonido de garras enormes al avanzar, ni el clac-clac de cascos pequeños del tronar de los cascos grandes. Y a continuación pudo verse el resplandor de miles de pares de ojos. Y por fin, surgiendo de las sombras de los árboles, corriendo colina arriba como una exhalación, aparecieron miles, millones, de criaturas; bestias parlantes, enanos, sátiros, faunos, gigantes, calormenos, hombres procedentes de Archenland, monopodos y extraños seres sobrenaturales procedentes de islas remotas o de tierras occidentales desconocidas. Y todos ellos corrieron hasta el umbral donde estaba Aslan.
Aquella parte de la aventura fue la única que pareció como un sueño en su momento y resultó bastante difícil de recordar debidamente después. En especial, era imposible saber cuánto tiempo duró. En ocasiones parecía haber durado sólo unos minutos, en otras daba la sensación de que se hubiera desarrollado a lo largo de años. Evidentemente, a menos que la puerta se hubiera ensanchado de forma imposible o las criaturas hubieran encogido repentinamente hasta el tamaño de un mosquito, una multitud como aquella jamás habría podido cruzar por allí. Pero nadie pensaba en esas cosas en aquellos momentos.
Las criaturas seguían llegando como una marea, con los ojos cada vez más brillantes a medida que se acercaban a las estrellas allí posadas. Y a medida que llegaban ante Aslan, les sucedía una de dos cosas. Todas lo miraban directamente a la cara, no creo que tuvieran elección; y, al hacerlo, la expresión de sus rostros cambiaba de un modo terrible. Era miedo y odio, excepto que, en los rostros de las bestias parlantes, el miedo y el odio duraban únicamente una fracción de segundo. Se advertía que repentinamente algunas dejaban de ser bestias parlantes y se convertían en animales corrientes. Todas las criaturas que miraban a Aslan de aquel modo se desviaban a la izquierda del león, y desaparecían en el interior de su enorme sombra negra, que, como ya hemos dicho, se perdía a lo lejos a la izquierda del umbral. Los niños jamás volvieron a verlas. No sé qué fue de ellas. Pero las demás contemplaban el rostro de Aslan y lo amaban, aunque algunas se sentían muy asustadas al mismo tiempo. Y quienes lo hacían, entraban por la puerta, a la derecha de Aslan. Entre ellas había algunos especímenes curiosos. Eustace reconoció incluso a uno de los enanos que habían disparado a los caballos; pero no tuvo tiempo de hacerse preguntas respecto a aquello (y, además, no era asunto suyo), ya que una gran dicha apartó de su mente todo lo demás. Entre las criaturas felices que se amontonaban ya alrededor de Tirian y sus amigos estaban aquellas que había creído muertas. Vieron a Roonwit, el centauro; Perla, el unicornio; el buen oso y el buen jabalí; Sagaz, el águila; los queridos perros y caballos, y Poggin, el enano.
—¡Entrad sin miedo y subid más! —gritó Roonwit y partió hacia el oeste en medio de un galope atronador.
Y si bien no lo comprendieron, las palabras parecieron provocarles un hormigueo por todo el cuerpo. El jabalí les dedicó un gruñido alegre, y el oso estaba a punto de farfullar que seguía sin entender, cuando divisó los árboles frutales situados detrás de los niños. La criatura marchó bamboleante hacia ellos tan deprisa como pudo y allí, sin duda, encontró algo que comprendía a la perfección. No obstante, los perros se quedaron meneando la cola, y Poggin estrechó las manos a todo el mundo con una enorme sonrisa en su rostro de persona honrada. Perla apoyó su nívea cabeza sobre el hombro del rey, y éste le susurró al oído. Luego todos volvieron su atención a lo que se veía por la puerta.
Los dragones y lagartos gigantes eran ahora los dueños de Narnia e iban de un lado a otro arrancando árboles de raíz y aplastándolos como si fueran ramitas de ruibarbo. En cuestión de minutos los bosques desaparecieron. Todo el terreno quedó desnudo y se advertían todos los detalles de su forma —todos los montículos y huecos pequeños— que nunca antes habían estado al descubierto. La hierba se secó. Tirian no tardó en darse cuenta de que contemplaba un mundo de roca pelada y tierra. Parecía imposible que algo hubiera vivido allí antes. Los propios monstruos envejecieron, se acostaron en el suelo y murieron, y su carne se secó y aparecieron los huesos: muy pronto no eran más que esqueletos enormes caídos sobre la roca inerte, igual que si hubieran muerto hacía miles de años. Durante mucho tiempo todo permaneció en silencio.
Por fin algo blanco —una blanca y larga línea horizontal que brillaba bajo la luz de las estrellas que permanecían de pie— avanzó hacia ellos desde el extremo oriental del mundo. Un ruido general rompió el silencio: primero en forma de murmullo, luego de retumbo y después de rugido. Y a continuación pudieron ver qué era lo que se acercaba, y a qué velocidad lo hacía. Se trataba de una espumeante pared de agua. El mar se alzaba, y en aquel mundo sin árboles se lo podía ver con absoluta claridad. Vieron cómo todos los ríos se ensanchaban y los lagos crecían, y cómo lagos separados se unían en uno solo, los valles se convertían en nuevos lagos, las colinas se transformaban en islas y luego esas mismas islas desaparecían. Y los páramos altos a su izquierda y las montañas más altas a su derecha se desmoronaban y resbalaban con un rugido y un chapoteo en las aguas cada vez más crecidas; y las aguas fueron a arremolinarse hasta el umbral mismo de la puerta —pero jamás lo traspasaron—, de modo que la espuma chapoteó alrededor de las patas de Aslan. Todo fue entonces una masa líquida, desde donde ellos se encontraban hasta el punto donde el agua se unía con el firmamento.
Y afuera empezó a clarear. El haz de luz de un amanecer deprimente y catastrófico se extendió por el horizonte, y creció y aumentó en intensidad, hasta que apenas advirtieron la luz de las estrellas situadas detrás de ellos. Finalmente salió el sol. Cuando lo hizo, lord Digory y lady Polly intercambiaron una mirada y asintieron levemente; los dos, en un mundo distinto, habían visto en una ocasión un sol moribundo, y por eso supieron entonces que aquel sol también moría. Era tres, o veinte veces mayor de lo que debía ser, y de un color rojo muy oscuro. Cuando sus rayos cayeron sobre el enorme gigante del tiempo, también él se tornó rojo: y bajo el reflejo de aquel sol toda aquella inmensidad de agua sin orillas parecía sangre.
Entonces salió la luna, en una posición totalmente errónea, muy cerca del sol, y también ella aparecía roja. Y al verla, el sol empezó a lanzar llamaradas enormes, como si fueran bigotes o serpientes de fuego carmesí, en dirección a ella; como si fuera un pulpo que intentara atraerla con sus tentáculos. Y tal vez era así, pues ella fue hacia él, despacio al principio, pero luego a mayor velocidad, hasta que por fin sus largas llamas la rodearon y ambos se unieron para convertirse en una esfera inmensa que parecía un tizón encendido. Pedazos enormes de fuego se desprendieron de él y fueron a caer al mar levantando nubes de vapor.
—Acabemos ya —dijo entonces Aslan.
El gigante arrojó el cuerno al mar, y a continuación alargó un brazo —que parecía muy negro y con una longitud de miles de kilómetros— a través del cielo hasta que su mano alcanzó el sol. Entonces lo cogió y lo oprimió en la mano igual que se exprimiría una naranja, y al instante todo quedó a oscuras.
Todos, excepto Aslan, dieron un salto atrás al sentir el aire gélido que sopló entonces a través de la puerta, cuyos bordes estaban ya recubiertos de carámbanos.
—Peter, Sumo Monarca de Narnia —dijo Aslan—. Cierra la puerta.
Peter, tiritando, se inclinó al exterior en la oscuridad y tiró hacia sí de la puerta, que chirrió sobre el hielo al moverse. Luego, con cierta torpeza, pues en aquel instante sus manos habían quedado entumecidas y azuladas por el frío, sacó una llave dorada y la hizo girar en la cerradura.
Habían visto cosas muy extrañas a través de aquella puerta; pero resultaba aún más extraño mirar en torno y encontrarse bajo la cálida luz del sol, con el cielo azul en lo alto, flores a los pies y la risa pintada en los ojos de Aslan.
El león se dio la vuelta rápidamente, se agachó aún más, se azotó con la propia cola y salió disparado al frente como una flecha.
—¡Entrad sin miedo! ¡Subid más! —gritó por encima del hombro.
Pero ¿quién podía mantenerse a su altura yendo a aquella velocidad? Empezaron a andar hacia el oeste, siguiéndolo.
—Bien —anunció Peter—, la noche cae sobre Narnia. ¡Vaya, Lucy! ¿No estarás llorando? ¿Con Aslan ahí delante y todos nosotros aquí?
—No intentes impedírmelo, Peter —respondió ella—. Estoy segura de que Aslan no lo haría. Estoy segura de que no está mal llorar por Narnia. Piensa en todo lo que yace muerto y congelado tras esa puerta.
—Sí, y yo realmente esperaba —dijo Jill— que perdurara para siempre. Sabía que nuestro mundo no era eterno, pero pensaba que Narnia podía serlo.
—Yo vi sus inicios —indicó lord Digory—. No creí que viviera para verla morir.
—Señores —intervino Tirian—, las damas hacen bien en llorar. Mirad, yo también lo hago. He visto morir a mi madre. ¿Qué otro mundo aparte de Narnia he conocido jamás? No sería una virtud, sino una gran descortesía, si no llorásemos.
Se alejaron de la puerta y de los enanos, que seguían juntos en su establo imaginario. Mientras andaban conversaron entre sí sobre pasadas guerras, viejas paces, antiguos reyes y toda la gloria de Narnia.
Los perros seguían a su lado. Se unieron a la conversación, pero no mucho, porque estaban demasiado ocupados corriendo arriba y abajo y precipitándose a olisquear la hierba hasta estornudar. De improviso captaron un rastro que pareció ponerlos muy nerviosos y empezaron a discutir sobre él.
—Sí, lo es.
—No, no lo es.
—Aparta tu enorme hocico de en medio y deja que todos los demás olisqueen.
—¿Qué sucede? —preguntó Peter.
—Un calormeno, señor —respondieron varios perros a la vez.
—Conducidnos a él, entonces —dijo Peter—. Tanto si nos recibe en son de paz como de guerra, le daremos la bienvenida.
Los perros salieron disparados al frente y regresaron al cabo de un momento, corriendo como si sus vidas dependieran de ello, a la vez que lanzaban sonoros ladridos para indicar que realmente se trataba de un calormeno. (Los perros parlantes, igual que los perros corrientes, se comportan como si cualquier cosa que hacen fuera sumamente importante).
Todos siguieron a los perros y encontraron a un joven calormeno sentado bajo un castaño junto a un arroyo de aguas cristalinas. Era Emeth. El joven se alzó y les dedicó una solemne reverencia.
—Señor —dijo a Peter—, no sé si sois amigo o enemigo, pero consideraría un honor teneros por cualquiera de ambas cosas. ¿No ha dicho uno de los poetas que un amigo noble es el mejor regalo, y que un enemigo noble, el siguiente mejor?
—Señor —respondió Peter—, no pienso que deba haber ninguna disputa entre vos y yo.
—Decidnos quién sois y qué os ha sucedido —pidió Jill.
—Si se va a relatar una historia, bebamos y sentémonos —ladraron los perros—. Estamos sin aliento.
—No me extraña que lo estéis, después de correr de un lado a otro de ese modo —dijo Eustace.
Así pues, los humanos se sentaron sobre la hierba. Y una vez que hubieron bebido ruidosamente en el arroyo, los perros se sentaron también, bien tiesos, jadeantes, con la lengua colgando ligeramente a un lado para escuchar la historia. Perla permaneció de pie, frotándose el cuerno contra el costado.