Cómo los enanos rehusaron dejarse embaucar
Tirian había pensado —o lo habría pensado de haber tenido tiempo para pensar— que se encontraban en el interior de un pequeño establo con el techo de paja, de unos tres metros y medio de largo y un metro ochenta de ancho. En realidad estaban de pie sobre hierba, con un cielo de un azul profundo sobre sus cabezas, y el aire que soplaba dulcemente sobre sus rostros era el propio de un día de principios de verano.
No muy lejos de ellos se alzaba un bosquecillo de hojas tupidas, pero bajo cada hoja atisbaba el color dorado, amarillo pálido, púrpura o rojo reluciente de unas frutas que nadie ha visto jamás en nuestro mundo. La fruta hizo que Tirian tuviera la impresión de que debía de ser otoño, pero había algo en el aire que le indicaba que no podía ser más allá de junio. Todos se encaminaron hacia los árboles.
Cada uno alzó la mano para coger la fruta cuyo aspecto le resultara más atrayente, y luego todos se detuvieron durante un segundo. La fruta era tan hermosa que todos pensaban: «No puede ser para mí… Seguro que no tenemos permiso para cogerla».
—No hay ningún problema —dijo Peter—. Sé lo que todos estamos pensando. Pero estoy seguro, convencido, de que no hay de qué preocuparse. Tengo la impresión de que hemos ido a parar al país donde todo está permitido.
—¡Pues, ahí va! —declaró Eustace; y todos empezaron a comer.
¿A qué sabía la fruta? Por desgracia nadie puede describir un sabor. Todo lo que puedo decir es que, comparada con aquellas frutas, el pomelo más tierno que hayas comido nunca y la naranja más jugosa resultaban resecos, la pera más madura era dura y leñosa, y el fresón más dulce, amargo. Y no había ni semillas, ni huesos, ni avispas. Si se comía aquella fruta una sola vez, todas las cosas más deliciosas de nuestro mundo sabrían a jarabe a partir de entonces. Pero no puedo describirlo. No se puede saber cómo es a menos que se consiga llegar a ese país y probarla por uno mismo.
Después de comer suficiente, Eustace le dijo al rey Peter.
—Todavía no nos habéis contado cómo llegasteis aquí. Estabais a punto de explicarlo, cuando apareció Tirian.
—No hay mucho que contar. Edmund y yo estábamos en el andén y vimos que llegaba vuestro tren. Recuerdo que pensé que cogía la curva demasiado rápido. Y también recuerdo haber pensado que era gracioso que nuestra familia probablemente se hallaba en el mismo tren, aunque Lucy no lo sabía…
—¿Vuestra familia, Sumo Monarca? —inquirió Tirian.
—Quiero decir mi padre y mi madre…, los padres de Edmund, Lucy y míos.
—¿Por qué estaban allí? —quiso saber Jill—. ¿No querréis decir que saben lo de Narnia?
—No, no tenía nada que ver con Narnia. Iban de camino a Bristol. Me enteré de que iban a ir aquella mañana, y Edmund dijo que seguro que iban en el mismo tren.
(Edmund era la clase de persona que sabe mucho sobre ferrocarriles).
—Y ¿qué sucedió entonces? —preguntó Jill.
—Bueno, no es fácil de describir, ¿no es cierto, Edmund? —respondió el Sumo Monarca.
—Lo cierto es que no —repuso su hermano—. No se pareció en nada a la otra vez que la magia nos sacó de nuestro mundo. Se oyó un estruendo horroroso y algo me golpeó con un estallido, pero no me hizo daño. Y no me sentí tan asustado como… digamos, emocionado. Ah… y hay una cosa curiosa. Tenía una rodilla dolorida, por una patada recibida jugando a rugby, y me di cuenta de que el dolor había desaparecido de improviso. Y me sentí muy liviano. Y luego… aparecimos aquí.
—A nosotros nos sucedió algo muy parecido en el vagón de tren —dijo lord Digory, limpiando los últimos restos de fruta de su barba dorada—. Sólo que creo que tú y yo, Polly, sentimos principalmente que nos habían desentumecido. Vosotros, jovencitos, no lo entenderéis. Pero dejamos de sentirnos viejos.
—¡Jovencitos, sí ya! —exclamó Jill—. No creo que vos seáis mucho mayor que nosotros. ¡Y lady Polly!, tampoco.
—Bueno, pues si no lo somos, lo hemos sido —respondió lady Polly.
—Y ¿qué ha sucedido desde que llegasteis aquí? —preguntó Eustace.
—Bien —dijo Peter—, durante mucho tiempo, al menos supongo que fue mucho tiempo, no sucedió nada. Luego la puerta se abrió…
—¿La puerta? —inquirió Tirian.
—Sí —respondió él—, la puerta por la que entrasteis… o salisteis… ¿Lo habéis olvidado?
—Pero ¿dónde está?
—Mirad —indicó Peter, y señaló con el dedo.
Tirian miró y vio la cosa más extraña y ridícula que uno pueda imaginarse. Tan sólo a unos pocos metros de distancia, bien nítida bajo la luz del sol, se alzaba una tosca puerta de madera y, a su alrededor, el marco del portal: nada más, ni paredes, ni techo. Fue hacia ella, perplejo, y los otros lo siguieron, observando para ver qué haría. El monarca la rodeó para colocarse al otro lado; pero la puerta tenía exactamente el mismo aspecto desde allí: seguía estando al aire libre, en una mañana de verano. Sencillamente estaba allí plantada como si hubiera crecido en aquel lugar, igual que un árbol.
—Buen señor —dijo Tirian al Sumo Monarca—, esto es una maravilla.
—Es la puerta por la que pasaste con aquel calormeno hace cinco minutos —repuso Peter, sonriendo.
—Pero ¿acaso no salí del bosque para entrar en el establo? Esta puerta parece conducir de ningún sitio a ninguna parte.
—Eso parece si la rodeas —explicó Peter—. Pero pon el ojo en aquella rendija entre dos de las tablas y mira por ella.
Tirian acercó el ojo a la abertura. Al principio no pudo ver más que oscuridad. Luego, a medida que sus ojos se acostumbraban a ella, distinguió el apagado resplandor rojo de una hoguera que se apagaba, y por encima de ella, en un cielo negro, estrellas. A continuación vio figuras oscuras que se movían o permanecían inmóviles entre él y el fuego: los oía hablar y sus voces eran como las de los calormenos. Así pues, supo que miraba por la puerta del establo a la oscuridad del Erial del Faro, donde había librado su última batalla. Los hombres debatían si entrar e ir en busca de Rishda Tarkaan —aunque ninguno quería hacerlo— o quemar el establo.
Volvió a mirar a su alrededor y apenas pudo creer lo que veían sus ojos. En lo alto brillaba el cielo azul y un terreno cubierto de pastos se extendía hasta donde alcanzaba la vista en todas direcciones, y sus nuevos amigos lo rodeaban, riendo.
—Me parece —dijo Tirian, sonriendo también— que el establo visto desde dentro y el establo visto desde fuera son dos lugares distintos.
—Sí —repuso lord Digory—, su interior es mayor que su exterior.
—Sí —indicó la reina Lucy—, también en nuestro mundo, un establo contuvo en una ocasión algo que era mucho más grande que todo nuestro mundo.
Era la primera vez que había hablado, y por la emoción de su voz, Tirian supo entonces el motivo. La muchacha absorbía todo aquello más profundamente que los otros, y se había sentido demasiado feliz como para hablar. Deseó volver a oír su voz, de modo que dijo:
—Si me hacéis la merced, señora, seguid hablando. Contadme toda vuestra aventura.
—Tras el impacto y el ruido —dijo Lucy—, nos encontramos aquí. Y nos sorprendió la presencia de la puerta, igual que a vos. Luego la puerta se abrió por primera vez (vimos oscuridad a través del umbral cuando eso sucedió) y apareció un hombre grande con una espada desenvainada. Por sus armas supimos que era un calormeno.
»Se apostó junto a la puerta con la espada levantada, apoyada en el hombro, listo para abatir a quien entrara. Fuimos hacia él y le hablamos, pero nos pareció que no podía vernos ni oírnos. Y nunca miró a su alrededor, al cielo, la luz del sol o la hierba: creo que tampoco los veía. Luego oímos que descorrían el cerrojo al otro lado de la puerta; sin embargo, el hombre no se preparó para golpear con la espada hasta poder ver quién entraba. Así pues, dedujimos que le habían dicho que abatiera a unos y dejara con vida a otros. Pero en el mismo instante en que la puerta se abría, Tash apareció ahí de improviso, de este lado de la puerta; ninguno de nosotros vio de dónde salía. En ese momento entró un gato enorme. Lanzó una mirada a Tash y salió corriendo como una exhalación: justo a tiempo, porque aquél se abalanzó sobre el felino y la puerta le golpeó el pico al cerrarse. El hombre sí vio a Tash. Palideció y se inclinó ante el monstruo, pero éste desapareció.
»Entonces seguimos aguardando durante mucho rato. Por fin la puerta se abrió por tercera vez y entró un calormeno joven. Me gustó. El centinela de la puerta se sobresaltó, y pareció muy sorprendido al verlo. Creo que esperaba a alguien distinto…
—Ahora lo comprendo todo —intervino Eustace, que tenía la mala costumbre de interrumpir los relatos—. El gato tenía que entrar primero y el centinela tenía órdenes de no hacerle ningún daño. Luego el gato saldría, diría que había visto a su horroroso Tashlan y «fingiría» estar asustado para atemorizar a los otros animales. Pero lo que Triquiñuela jamás imaginó fue que apareciera el auténtico Tash; de modo que Pelirrojo salió realmente asustado. Después de eso, Triquiñuela enviaría a cualquiera de quien deseara deshacerse y el centinela lo eliminaría. Y…
—Amigo mío —dijo Tirian con suavidad—, no interrumpas el relato de la dama.
—Bien, pues —siguió Lucy—, el centinela se sorprendió, y eso dio al otro hombre tiempo suficiente para ponerse en guardia. Lucharon. El joven mató al centinela y lo arrojó por la puerta. Luego se acercó andando despacio hacia nosotros. Podía vernos, y también veía todo lo demás. Intentamos hablar con él pero era como un hombre que está en trance. No hacía más que decir: «Tash, Tash, ¿dónde está Tash? Voy a Tash». De modo que nos dimos por vencidos y se marchó a alguna parte… por allí. Me cayó bien. Y después de eso… ¡uf! —Lucy hizo una mueca.
—Después de eso —dijo Edmund—, alguien arrojó a un mono por la puerta. Y Tash estaba ahí de nuevo. Mi hermana tiene tan buen corazón que no quiere contarte que Tash le dio un picotazo al mono y ¡desapareció!
—¡Se lo merecía! —declaró Eustace—. De todos modos, espero que le siente mal a Tash…
—Y a continuación —siguió Edmund— entraron una docena de enanos: y luego Jill y Eustace, y por último vos.
—Espero que Tash devorara también a los enanos —observó Eustace—. Pequeños canallas.
—No, no lo hizo —intervino Lucy—. Y no seas tan cruel. Siguen aquí. Allí puedes verlos. He intentado trabar amistad con ellos pero no hay manera.
—¡Trabar «amistad» con ellos! —exclamó Eustace—. ¡Si supieras lo que han estado haciendo esos enanos!
—Para ya, Eustace —rogó Lucy—. Por favor, rey Tirian, habladles, tal vez vos podríais conseguir algo de ellos.
—Me es imposible sentir afecto por los enanos después de todo lo que ha pasado —dijo éste—. No obstante, a petición vuestra, señora, haría cosas más terribles que ésta.
Lucy fue delante y no tardaron en ver a todos los enanos. Éstos actuaban de forma extraña. No paseaban ni se divertían —a pesar de que las cuerdas con las que los habían atado parecían haber desaparecido— ni estaban acostados y descansando. Permanecían sentados muy apretados entre sí en un círculo, mirándose unos a otros. No volvieron la cabeza ni prestaron atención a los humanos hasta que Lucy y Tirian estuvieron casi lo bastante cerca como para tocarlos. Entonces todos los enanos ladearon la cabeza como si no vieran a nadie pero escucharan con suma atención e intentaran adivinar por el sonido qué sucedía.
—¡Vigila! —gritó uno de ellos con voz hosca—. Cuidado por dónde andas. ¡No nos pises!
—¡Ya! —respondió Eustace, indignado—. No estamos ciegos. Tenemos ojos en la cara.
—Pues tienen que ser endiabladamente buenos si podéis ver aquí dentro —dijo el mismo enano, cuyo nombre era Diggle.
—¿Aquí dentro? —inquirió Eustace.
—Pues claro, estúpido, aquí dentro —replicó Diggle—. En el cuchitril negro como boca de lobo y maloliente que es este establo.
—¿Estáis ciegos? —inquirió Tirian.
—¿No está todo el mundo ciego en la oscuridad? —preguntó a su vez el enano.
—Pero si no está oscuro, pobres enanos estúpidos —dijo Lucy—. ¿No lo veis? ¡Alzad los ojos! ¡Mirad a vuestro alrededor! ¿No veis el cielo, los árboles y las flores? ¿No me veis a mí?
—¿Cómo, en el nombre de todos los farsantes, puedo ver lo que no está aquí?
—Pues yo sí te veo —replicó Lucy—. Te demostraré que así es. Tienes una pipa en la boca.
—Cualquiera que conozca el olor del tabaco puede adivinarlo —contestó él.
—¡Pobres criaturas! Esto es espantoso —dijo ella; entonces tuvo una idea y se detuvo para recoger unas violetas silvestres—. Escucha, enano —prosiguió—, aunque tus ojos no responden, tal vez tu nariz sí lo haga: ¿hueles esto?
Se inclinó al frente y acercó las flores húmedas y recién talladas a la fea nariz de Diggle. Tuvo que apartarse rápidamente de un salto para esquivar un golpe de su pequeño y duro puño.
—Pero ¡qué haces! —gritó él—. ¿Cómo te atreves? ¿Qué es eso de meterme un montón de repugnante porquería del establo en el rostro? Incluso había un cardo. ¡Vaya frescura! Y ¿quién eres tú, vamos a ver?
—Hombre de la Tierra —dijo Tirian—, es la reina Lucy, enviada aquí por Aslan desde el remoto pasado. Y es por ella nada más que yo, Tirian, vuestro legítimo rey, no os corto la cabeza a todos, a pesar de ser unos traidores y unos traidores rematados, además.
—Vaya, ¡esto ya es el colmo! —exclamó Diggle—. ¿Cómo puedes seguir todavía con esos embustes? Tu maravilloso león no vino y te ayudó, ¿verdad? Creo que no. Y ahora, incluso ahora, cuando te han derrotado y arrojado a este agujero negro, igual que al resto de nosotros, sigues todavía dando la lata. ¡Sigues contando mentiras! Intentas hacernos creer que ninguno de nosotros está encerrado, que esto no está oscuro y quién sabe qué más.
—No hay ningún agujero oscuro, excepto en vuestra propia imaginación, tonto —gritó Tirian—. ¡Espabilad!
E, inclinándose al frente, agarró a Diggle por el cinturón y la capucha y lo sacó del círculo de enanos. Sin embargo, en cuanto Tirian lo dejó en el suelo, el enano corrió de vuelta a su puesto entre los otros, frotándose la nariz mientras aullaba.
—¡Ay! ¡Ay! ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué me has golpeado el rostro contra la pared? Casi me rompes la nariz.
—¡Cielos! —exclamó Lucy—. ¿Qué podemos hacer por ellos?
—Dejarlos en paz —declaró Eustace.
Pero mientras hablaba, la tierra se estremeció. La fresca atmósfera se tornó repentinamente más fresca y un resplandor centelleó detrás de ellos. Todos se volvieron. Tirian fue el último en hacerlo porque estaba asustado. Allí estaba lo que más había deseado ver en toda su vida, enorme y real, el león dorado, Aslan en persona, y sus compañeros se arrodillaban ya en círculo alrededor de sus patas delanteras y enterraban manos y rostros en su melena mientras él inclinaba la gran cabeza para acariciarlos con la lengua. Luego fijó los ojos en Tirian, y éste se acercó, temblando, y se arrojó a los pies del león, quien lo besó y dijo:
—Bien hecho, último de los reyes de Narnia que se mantuvo firme en su hora más sombría.
—Aslan —dijo Lucy sin dejar de llorar—, ¿podrías… querrías… hacer algo por estos pobres enanos?
—Querida mía —respondió él—, te mostraré lo que puedo y lo que no puedo hacer.
Se aproximó a los enanos y profirió un gruñido sordo: bajo, pero que hizo que el aire se estremeciera. Sin embargo, los enanos se dijeron unos a otros:
—¿Oís eso? Es la pandilla del otro lado del establo, que intenta asustarnos. Lo hace con alguna máquina. No hagáis caso. ¡No nos volverán a embaucar!
Aslan alzó la cabeza y sacudió la melena. Al instante apareció un banquete soberbio sobre las rodillas de los enanos: empanadas, lengua, bizcochos y helados, y cada enano tenía una copa de buen vino en la mano derecha. Pero no sirvió de gran cosa. Empezaron a comer y a beber con gran glotonería, pero estaba claro que no lo saboreaban como era debido, pues pensaban que comían y bebían sólo las cosas que se podrían encontrar en un establo. Uno dijo que intentaba comer heno; otro, que había conseguido un pedazo de nabo reseco, y un tercero, que había encontrado una hoja de col cruda. Y se llevaron las copas doradas llenas de magnífico vino tinto a los labios y dijeron:
—¡Uf! ¡Mira que tener que beber agua sucia de un abrevadero en el que ha bebido un asno! Jamás pensé que llegaríamos a esto.
No obstante, muy pronto todos los enanos empezaron a sospechar que los demás habían encontrado algo mejor que ellos y comenzaron a quitarse las cosas unos a otros con malos modos, y de ahí pasaron a pelear, hasta que en cuestión de minutos ya se había organizado una batalla campal y toda la suculenta comida fue a parar a sus rostros y ropajes o bajo sus pies.
Cuando por fin se sentaron en el suelo para ocuparse de sus ojos morados y narices sangrantes, todos dijeron:
—Bueno, al menos no nos han engañado. No hemos dejado que nadie nos tome el pelo. Los enanos son para los enanos.
—Ya lo veis —indicó Aslan—. No dejarán que los ayudemos. Han elegido la malicia en lugar de la fe. Su prisión sólo existe en sus mentes, y sin embargo se encuentran dentro de esa prisión; y tienen tanto miedo de que los engañen, que no hay forma de sacarlos de ahí. Pero venid, niños. Tengo otra tarea pendiente.
Fue hacia la puerta y todos lo siguieron. Una vez allí, alzó la cabeza y rugió: «¡Es la hora!». Luego con más fuerza aún: «¡Tiempo!». A continuación con tal potencia que podría haber estremecido las estrellas: «TIEMPO». Y la puerta se abrió de par en par.