Capítulo 12

A través de la puerta del establo

Jill tendría que haber estado ya en la roca blanca, pero había olvidado por completo aquella parte de sus órdenes en medio de la emoción de contemplar la batalla. Lo recordó entonces, y giró al momento, corrió y llegó apenas un segundo antes que los demás. Así pues sucedió que, por un instante, todos tuvieron la espalda vuelta hacia el enemigo, aunque giraron en redondo en cuanto alcanzaron el lugar. Una vez allí, sus ojos contemplaron algo terrible.

Un calormeno corría hacia la puerta del establo transportando algo que daba patadas y forcejeaba. Cuando pasó entre ellos y el fuego, pudieron ver con claridad tanto la figura del soldado como la de lo que transportaba. Era Eustace.

Tirian y el unicornio salieron corriendo al rescate; pero el soldado estaba ya mucho más cerca de la puerta que ellos y antes de que hubieran recorrido la mitad de la distancia había arrojado al niño al interior y cerrado la puerta tras él. Media docena de calormenos más habían corrido detrás de él para formar una hilera ante la zona despejada situada frente al edificio. Ya no había forma de llegar a él.

Incluso entonces, Jill recordó que debía mantener el rostro ladeado, lejos del arco.

—Aunque no pueda dejar de llorar, no pienso mojar la cuerda —dijo.

—Cuidado, flechas —advirtió Poggin de repente.

Todos se agacharon y se hundieron los cascos hasta la nariz. Los perros se acurrucaron detrás. Pero aunque unas pocas flechas cayeron por donde ellos estaban, no tardó en quedar claro que no era a ellos a quienes disparaban. Griffle y sus enanos volvían a usar sus arcos, y en aquella ocasión disparaban con total sangre fría contra los calormenos.

—¡Seguid, muchachos! —les llegó la voz de Griffle—. Todos juntos. Con cuidado. No queremos a los morenitos, igual que tampoco queremos monos, leones ni reyes. Los enanos son para los enanos.

Se diga lo que se diga sobre los enanos, lo que nadie puede decir es que no son valientes. Podrían muy bien haber huido a un lugar seguro, pero prefirieron quedarse y matar a tantos miembros de ambos bandos como pudieran, salvo en los momentos en que los bandos eran tan amables de ahorrarles la molestia matándose unos a otros. Querían que Narnia fuera para ellos.

Lo que tal vez no habían tenido en cuenta era que los calormenos llevaban cotas de malla y los caballos que habían atacado antes carecían de protección. Además, los calormenos tenían un jefe. La voz de Rishda Tarkaan gritó:

—Que treinta de vosotros vigilen a esos idiotas de la roca blanca. El resto, venid conmigo, les daremos una lección a estos hijos de la Tierra.

Tirian y sus amigos, jadeantes aún tras la pelea y agradecidos por tener unos minutos de respiro, se quedaron allí, inmóviles, y observaron mientras el tarkaan conducía a sus hombres contra los enanos. Resultaba una escena de lo más extraña. El fuego había perdido intensidad: la luz que despedía era menor y de un rojo más oscuro. Hasta donde se podía ver, todo el lugar de la reunión estaba en aquel momento desierto, a excepción de los enanos y los calormenos; aunque a aquella luz no se podía distinguir gran cosa de lo que sucedía. Por los ruidos parecía que los enanos se defendían con energía. Tirian oía a Griffle utilizando un lenguaje espantoso y, de vez en cuando, al tarkaan que gritaba:

—¡Coged a todos los que podáis con vida! ¡Cogedlos vivos!

Fuera como fuese el combate, no duró demasiado. El fragor de la pelea se apagó. Jill vio que el tarkaan regresaba al establo, seguido por once hombres que arrastraban a once enanos maniatados. (Si los otros habían muerto o si algunos habían podido huir, no lo supieron nunca).

—Arrojadlos al santuario de Tash —ordenó Rishda Tarkaan.

Y después de que hubieran tirado o lanzado de una patada a los once enanos, uno a uno, al oscuro umbral y cerrado la puerta de nuevo, hizo una profunda reverencia ante el establo y dijo:

—Éstos también serán quemados en vuestro sacrificio, lord Tash.

Y todos los soldados golpearon sus escudos con la hoja de las espadas y gritaron:

—¡Tash! ¡Tash! ¡El gran dios Tash! ¡Tash el Inexorable!

Ahora ya no se mencionaba aquella tontería sobre el supuesto «Tashlan».

El reducido grupo situado junto a la roca blanca contempló tales actividades y todos intercambiaron cuchicheos. Habían localizado un hilillo de agua que descendía por la piedra y todos habían bebido con avidez; Jill, Poggin y el rey con las manos, mientras los miembros de cuatro patas bebían a lengüetazos del pequeño charco, que se había formado al pie de la piedra. Tenían tal sed que les pareció la bebida más deliciosa que habían tomado nunca, y mientras bebían se sintieron del todo felices y fueron incapaces de pensar en otra cosa.

—Tengo el presentimiento —declaró Poggin— de que todos, uno a uno, atravesaremos esa oscura entrada antes de que sea de día, y se me ocurren un centenar de muertes que preferiría a esa.

—Desde luego es una puerta lúgubre —dijo Tirian—. Más bien recuerda unas fauces.

—¿No podemos hacer nada para detener esto? —inquirió Jill con voz temblorosa.

—No, dulce amiga —respondió Perla, dándole suaves golpecitos con el hocico—. Puede que para nosotros sea la puerta al país de Aslan, y que cenemos en su mesa esta noche.

Rishda Tarkaan dio la espalda al establo y avanzó despacio hasta un lugar situado frente a la roca blanca.

—Oíd —dijo—, si el jabalí, los perros y el unicornio vienen aquí y se entregan a mi clemencia, se les perdonará la vida. El jabalí irá a una jaula del jardín del Tisroc; los perros, a las perreras del Tisroc, y el unicornio, una vez que le haya serrado el cuerno, tirará de una carreta. Pero el águila, los niños y aquel que fue rey serán ofrecidos a Tash esta noche.

La única respuesta que recibió fueron gruñidos.

—Adelante, guerreros —indicó el tarkaan—. Matad a las bestias, pero coged a las criaturas de dos patas con vida.

Y entonces se inició la última batalla del último rey de Narnia.

Lo que la convertía en algo desesperado, sin tener en cuenta el gran número de enemigos, eran las lanzas. Los calormenos que habían estado con el mono casi desde el principio no habían dispuesto de lanzas, y eso se debía a que habían entrado en Narnia de uno en uno o de dos en dos, fingiendo ser comerciantes pacíficos, y desde luego no habían llevado lanzas porque ésa no es un arma que se pueda ocultar. Los más nuevos debían de haber llegado más tarde, una vez que el mono tenía poder y podían avanzar abiertamente. Las lanzas lo cambiaban todo. Con una lanza larga se puede matar a un jabalí sin ponerse al alcance de sus colmillos y a un unicornio antes de que éste te hiera con el cuerno; si se es rápido y se mantiene la sangre fría. Y ahora las lanzas en posición horizontal se acercaban a Tirian y a sus últimos amigos. Dentro de un minuto pelearían a muerte.

En cierto modo no era tan terrible como se podría pensar. Cuando se utilizan todos los músculos al máximo —agachándose ante una punta de lanza aquí, saltando sobre ella allí, abalanzándose al frente, retirándose, girando en redondo—, no queda mucho tiempo para sentir ni miedo ni tristeza.

Tirian sabía que no podía hacer nada por sus compañeros; todos estaban condenados. Vagamente, vio caer al jabalí a uno de sus lados, y a Perla, que combatía con furia al otro. Por el rabillo del ojo vio, pero sólo vio, a un calormeno enorme que arrastraba a Jill por los cabellos hacía alguna parte. Sin embargo, apenas dedicó un pensamiento a todo ello. Su única idea en aquel momento era vender su vida tan cara como le fuera posible. Lo peor era que no podía mantener la posición en la que había empezado, bajo la roca blanca. Un hombre que pelea contra una docena de enemigos a la vez debe aprovechar todas las oportunidades que se le presenten; tiene que lanzarse al frente cada vez que ve el pecho o el cuello desprotegidos de un adversario. En unos pocos mandobles eso lo condujo a bastante distancia del punto de partida, y Tirian no tardó en descubrir que cada vez se movía más hacia la derecha, acercándose al establo. Tenía una vaga idea de que existía un buen motivo para mantenerse apartado de él; pero no conseguía recordarla. Y de todos modos, no podía evitarlo.

De repente todo resultó muy claro. Descubrió que combatía con el tarkaan en persona. La hoguera —lo que quedaba de ella— se hallaba justo al frente. En realidad peleaba ante el umbral mismo del establo, ya que dos calormenos habían abierto la puerta y la sostenían así, listos para cerrarla de golpe en cuanto él estuviera dentro. Lo recordó todo entonces, y comprendió que el enemigo lo había estado conduciendo hacia allí a propósito desde que se inició allí. Mientras pensaba aquello seguía peleando contra el tarkaan con todas sus energías.

Una idea nueva pasó entonces por la mente de Tirian, que, soltando la espada, se arrojó al frente, esquivó un mandoble de la cimitarra del tarkaan, agarró a su enemigo por el cinturón con ambas manos y saltó al interior del establo, gritando:

—¡Entra y ven a conocer a Tash por ti mismo!

Dentro se oyó un ruido ensordecedor. Igual que cuando habían arrojado al mono a su interior, la tierra se estremeció y brilló un fogonazo cegador.

—¡Tash, Tash! —gritaron los calormenos del exterior y cerraron de un portazo.

Si Tash quería a su capitán, debía tenerlo. Ellos, en cualquier caso, no estaban interesados en encontrarse con el dios.

Durante un momento o dos Tirian no supo dónde estaba ni quién era. Luego se tranquilizó, parpadeó y miró a su alrededor. En el interior del establo no estaba oscuro, como había esperado. Al contrario, se hallaba bajo una luz potente, que lo hacía pestañear.

Se dio la vuelta para mirar a Rishda Tarkaan, pero éste no lo miraba. El calormeno lanzó un gran gemido y señaló con el dedo; luego se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer al suelo, boca abajo, cuan largo era. Tirian miró en la dirección que el tarkaan había indicado y comprendió.

Una figura espantosa se dirigía hacia ellos. Era mucho más pequeña que la forma que habían visto desde la torre, aunque seguía siendo mucho mayor que un hombre, y su aspecto era el mismo. Tenía cabeza de buitre y cuatro brazos. El pico estaba abierto y sus ojos llameaban. Una voz ronca surgió del pico.

—Tú me has llamado a Narnia, Rishda Tarkaan. Aquí estoy. ¿Qué tienes que decir?

Pero el tarkaan no alzó el rostro del suelo ni pronunció una sola palabra. Temblaba como quien tiene un violento ataque de hipo. Era muy valiente en combate, pero la mitad de su valor lo había abandonado a primera hora de la noche, cuando había empezado a sospechar que podía existir un auténtico Tash. El resto lo acababa de abandonar en aquel momento.

Con un repentino tirón —como una gallina inclinándose para coger un gusano— Tash saltó sobre el miserable Rishda y se lo metió bajo el brazo superior derecho. A continuación volvió la cabeza de lado para contemplar fijamente a Tirian con uno de sus terribles ojos: pues, como es natural, al tener cabeza de ave, no podía mirarlo de frente.

Pero inmediatamente, detrás de Tash, una voz, potente y tranquila como el mar en verano, dijo:

—Fuera de aquí, monstruo, y llévate a tu presa legítima a tu propio reino: en nombre de Aslan y del abuelo de Aslan, el Emperador de Allende los Mares.

La horrenda criatura desapareció, con el tarkaan todavía bajo el brazo, y Tirian se volvió para ver quién había hablado. Lo que vio hizo que su corazón latiera como no había latido jamás en ninguna pelea.

Siete reyes y reinas se encontraban ante él, todos con coronas en la cabeza y ataviados con ropajes centelleantes. Al mismo tiempo, los reyes lucían magníficas cotas de malla y empuñaban espadas.

Tirian les dedicó una cortés reverencia e iba a decir algo cuando la más joven de las reinas se echó a reír. El monarca contempló con fijeza aquel rostro, y a continuación profirió una exclamación de sorpresa, pues conocía a la muchacha. Era Jill: pero no Jill tal como la había visto la última vez, con el rostro sucio de polvo y lágrimas y un viejo vestido de sarga medio resbalando de un hombro. En aquellos momentos tenía un aspecto fresco y resplandeciente, tan resplandeciente como si acabara de darse un buen baño; al principio pensó que parecía mayor, pero luego ya no, y no consiguió decidirse ni por lo uno ni por lo otro. Luego vio que el rey más joven era Eustace, pero también él aparecía cambiado, igual que Jill.

Tirian se sintió repentinamente incómodo por estar ante aquellas personas con la sangre, el polvo y el sudor de la batalla pegado aún a él, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que no se sentía incómodo, ¡qué va! Estaba fresco, resplandeciente y limpio, y vestido con prendas como las que habría lucido en un gran banquete en Cair Paravel. (Pero en Narnia la ropa elegante no es jamás incómoda, pues saben cómo hacerla para sentirse bien vistiéndola, además de ser bonita: no existían allí cosas como el almidón, la franela o las ligas).

—Señor —dijo Jill, avanzando a la vez que le dedicaba una elegante reverencia—, dejad que os presente a Peter, el Sumo Monarca de todos los reyes de Narnia.

Tirian no necesitó preguntar quién era el Sumo Monarca, pues recordaba su rostro, por un sueño —aunque allí resultaba más noble—. Se adelantó, hincó una rodilla en tierra y besó la mano de Peter.

—Se os saluda, Sumo Monarca —dijo—. Os doy la bienvenida.

Y el Sumo Monarca hizo que se incorporara y lo besó en ambas mejillas, como debe hacer un Sumo Monarca. Luego lo acompañó hasta la reina de más edad —pero ni siquiera ésta era muy mayor, y no tenía canas en el pelo ni arrugas en las mejillas— y dijo:

—Señor, ella es lady Polly, que vino a Narnia el Primer Día, cuando Aslan hizo crecer los árboles y hablar a las bestias.

A continuación lo acompañó hasta un hombre cuya barba dorada le caía sobre el pecho y cuyo rostro estaba lleno de sabiduría.

—Y él —siguió—, lord Digory, que estaba con ella ese día. Y él es mi hermano, el rey Edmund, y ella, mi hermana, la reina Lucy.

—Señor —dijo Tirian, cuando los hubo saludado a todos—, si he leído bien las crónicas, debería haber otra persona. ¿No tiene dos hermanas su majestad? ¿Dónde está la reina Susan?

—Mi hermana Susan —respondió Peter cortante y en tono severo—, ya no es amiga de Narnia.

—Sí —añadió Eustace—, y cada vez que has intentado conseguir que viniera y hablara de Narnia o hiciera algo referente a Narnia, se limita decir: «¡Qué memoria tan asombrosa tienes! Mira que pensar todavía en todos aquellos juegos divertidos a los que jugábamos cuando éramos niños…».

—¡Susan! —intervino Jill—. Ahora sólo le interesan las cosas relacionadas con medias, lápices de labios e invitaciones. Siempre deseaba ser adulta.

—¡Conque adulta! —dijo lady Polly—. Ojalá madurara de verdad. Malgastó todos sus años en la escuela deseando llegar a la edad que tiene ahora, y desperdiciará el resto de su vida intentando mantenerse en esa edad. Su idea es precipitarse a la época más tonta de la vida de uno lo más rápido posible y luego quedarse allí tanto tiempo como pueda.

—Bueno, no hablemos de eso ahora —indicó Peter—. ¡Mirad! Aquí tenemos unos deliciosos árboles frutales. Probémoslos.

Y entonces, por vez primera, Tirian miró a su alrededor y se dio cuenta de lo sumamente extraña que era aquella aventura.