Las cosas se precipitan
Veloz como el rayo, Rishda Tarkaan saltó hacia atrás, lejos del alcance de la espada del monarca. No era ningún cobarde, y habría luchado sin ayuda contra Tirian y el enano de haber sido necesario; pero no podía enfrentarse también al águila y al unicornio al mismo tiempo. Sabía que las águilas pueden lanzarse contra el rostro de uno, picotearle los ojos y cegarlo con sus alas. Y había oído decir a su padre —que se había enfrentado a narnianos en combate— que ningún hombre, excepto con flechas o una lanza larga, podía competir con un unicornio, pues se alza sobre sus patas traseras al lanzarse contra uno y entonces hay que enfrentarse a la vez con sus cascos, su cuerno y sus dientes. Así pues, el capitán se precipitó al interior de la muchedumbre y, una vez allí, gritó:
—A mí, a mí, guerreros del Tisroc, que viva eternamente. ¡A mí, narnianos leales, no sea que la cólera de Tashlan caiga sobre vosotros!
Mientras aquello sucedía, tenían lugar otras tres cosas. El mono no había advertido el peligro con tanta rapidez como el tarkaan, y durante un segundo o dos permaneció acuclillado junto al fuego, con los ojos fijos en los recién llegados. Entonces Tirian se abalanzó sobre la miserable criatura, la agarró por el pescuezo y corrió de vuelta al establo mientras gritaba:
—¡Abrid la puerta!
Así lo hizo Poggin y el monarca siguió:
—¡Ve y toma un poco de tu propia medicina, Triquiñuela!
Y arrojó al simio a la oscuridad. Pero mientras el enano cerraba de un portazo, un luz cegadora de un azul verdoso brilló en el interior del recinto, la tierra se estremeció y se oyó un sonido extraño; una mezcla de risita y alarido, como si se tratara de la voz áspera de algún pájaro monstruoso.
La bestias gimieron y aullaron, y también gritaron: «¡Tashlan! ¡Ocultadnos de él!», y muchas se echaron al suelo, y otras tantas escondieron sus rostros tras alas o zarpas. Nadie, excepto el águila Sagaz, que posee la vista más aguda de todos los seres vivos, se fijó en el rostro de Rishda Tarkaan en aquel momento. Y por lo que Sagaz pudo ver en él, supo al momento que el calormeno estaba igual de sorprendido, y casi tan asustado, como todos los demás.
«Ahí va uno —pensó el águila— que ha invocado a dioses en los que no cree. ¿Qué será de él si realmente han venido?».
La tercera cosa que ocurrió al mismo tiempo fue el único acontecimiento hermoso de la noche, pues todos los perros parlantes de la reunión (había unos quince) fueron corriendo entre saltos y ladridos de alegría a colocarse junto al rey. En su mayoría eran perros grandes con lomos gruesos y mandíbulas fuertes. Su llegada fue como el choque de una ola enorme contra la playa: casi los derribaron. Pues aunque eran perros parlantes eran tan perrunos como el que más, y todos se alzaron y apoyaron las patas delanteras en los humanos y les lamieron los rostros, diciendo todos a la vez:
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! Ayudaremos, ayudaremos, ayudaremos. Mostradnos cómo ayudar, mostradnos cómo, cómo.
Resultaba tan delicioso que casi daban ganas de llorar. Aquélla, al menos, era una de las cosas que habían estado esperando. Y cuando, al cabo de un momento, varios animales pequeños (ratones, topos, ardillas y otros por el estilo) se acercaron con pasitos rápidos, entre chillidos de alegría, diciendo: «Mirad, mirad. Aquí estamos», y después de eso, el oso y el jabalí también, Eustace empezó a sentir que tal vez, después de todo, las cosas podrían acabar saliendo bien. Sin embargo, Tirian paseó la mirada por su alrededor y vio qué pocos de los animales se habían movido.
—¡Venid a mí! ¡Venid a mí! —llamó—. ¿Es que os habéis vuelto todos cobardes desde que fui vuestro rey?
—No nos atrevemos —gimotearon docenas de voces—. Tashlan se enfadaría. Protegednos de Tashlan.
—¿Dónde están todos los caballos parlantes? —preguntó Tirian al jabalí.
—Los hemos visto, los hemos visto —chillaron los ratones—. El mono los ha hecho trabajar. Están todos atados… abajo, al pie de la colina.
—Entonces vosotros, pequeños —indicó el rey—, vosotros mordedores, roedores y cascanueces, marchad corriendo tan deprisa como podáis y averiguad si los caballos están de nuestro lado. Y si lo están, aplicad los dientes a sus cuerdas y roedlas hasta que estén libres y podáis traerlos aquí.
—Con sumo gusto, señor —dijeron las vocecitas, y con un meneo de colas aquellas criaturas de ojos brillantes y dientes afilados partieron a toda prisa.
Tirian sonrió cariñosamente al verlas marchar. Pero era ya tiempo de pensar en otras cosas. Rishda Tarkaan empezaba a dar órdenes.
—Adelante —decía—. Cogedlos a todos con vida si podéis y arrojadlos al interior del establo o empujadlos a él. Cuando estén todos dentro lo incendiaremos y los convertiremos en una ofrenda al gran dios Tash.
—¡Ja! —dijo Sagaz para sí—. Así que de este modo es como espera obtener el perdón por su incredulidad.
La línea enemiga —aproximadamente la mitad de los hombres de Rishda— avanzaba ya, y Tirian apenas había tenido tiempo de dar sus órdenes.
—A la izquierda, Jill, e intentad disparar todo lo que podáis antes de que nos alcancen. El jabalí y el oso junto a ella. Poggin a mi izquierda, Eustace a mi derecha. Defiende el ala derecha, Perla. Quédate a su lado, Puzzle, y usa los cascos. Muévete de lado a lado y ataca, Sagaz. Vosotros, perros, justo detrás de nosotros. Meteos entre ellos en cuanto empiece la pelea. ¡Que Aslan nos ayude!
Eustace se quedó de pie, con el corazón latiéndole violentamente, mientras esperaba y deseaba mostrarse valiente. Jamás había visto nada —a pesar de haber contemplado tanto un dragón como una serpiente marina— que le helara hasta tal punto la sangre como aquella hilera de hombres de rostros oscuros y ojos brillantes. Eran quince calormenos, un toro parlante de Narnia, el zorro Taimado y el sátiro Wraggle. Entonces oyó «clang» y «fiu» a su izquierda y un calormeno cayó, luego «clang» y «fiu» otra vez y fue el sátiro quien cayó. «¡Bien hecho, muchacha!», se oyó decir a Tirian; y a continuación el enemigo se lanzó sobre ellos.
Eustace jamás consiguió recordar qué sucedió durante los dos minutos siguientes. Fue todo como una pesadilla (como las que uno sufre cuando tiene fiebre muy alta) hasta que le llegó la voz de Rishda Tarkaan que gritaba desde lejos:
—Retiraos. Regresad aquí y reagrupaos.
Entonces Eustace volvió en sí y vio que los calormenos corrían de vuelta con sus amigos. Aunque no todos; dos yacían muertos, uno atravesado por el cuerno de Perla, otro por la espada de Tirian; el zorro yacía sin vida a sus propios pies, y se preguntó si habría sido él quien lo había abatido. El toro también había caído con una flecha de Jill clavada en un ojo y con el costado desgarrado por los colmillos del jabalí. Sin embargo, el bando de Tirian también había sufrido pérdidas. Habían matado a tres perros y un cuarto cojeaba tras las líneas sobre tres patas, gimoteando. El oso estaba tumbado en el suelo, casi sin fuerzas para moverse. Luego farfulló con su voz gutural, perplejo hasta el final:
—No… no… lo comprendo. —Apoyó la cabeza sobre la hierba con la tranquilidad de un niño que se acuesta y ya no volvió a moverse.
En realidad, el primer ataque contra ellos había fracasado; pero Eustace no parecía capaz de alegrarse: estaba terriblemente sediento y el brazo le dolía horrores.
Mientras los derrotados calormenos regresaban junto a su comandante, los enanos empezaron a mofarse de ellos.
—¿Ya habéis tenido suficiente, morenitos? —aullaron—. ¿No os gusta? ¿Por qué no va vuestro gran tarkaan a luchar en persona en lugar de enviaros a vosotros a que os maten? ¡Pobres morenitos!
—¡Enanos! —llamó Tirian—. Venid aquí y utilizad vuestras espadas, no vuestras lenguas. Todavía hay tiempo. ¡Enanos de Narnia! Podéis luchar bien, lo sé. Regresad junto a quien jurasteis fidelidad.
—¡Ja! —se burlaron los enanos—. No es probable. Sois un montón de farsantes semejantes a los otros. No queremos reyes. Los enanos para los enanos. ¡Bu!
Entonces empezó a sonar el tambor: no un tambor enano en aquella ocasión, sino un gran tambor calormeno de piel de toro. Los niños odiaron el sonido desde el principio. Bum, bum, bababum, tronaba. Pero lo habrían odiado aún más de haber sabido lo que significaba. Tirian sí lo sabía. Indicaba que había otras tropas calormenas en las cercanías y que Rishda Tarkaan las llamaba para que acudieran en su ayuda. Tirian y Perla se miraron entristecidos. Habían empezado a tener la esperanza de que podrían vencer aquella noche, pero si aparecían nuevos adversarios, lo tendrían todo perdido.
Tirian paseó la mirada desesperadamente a su alrededor. Varios narnianos permanecían junto a los calormenos, ya fuera por traición o debido a un temor auténtico a «Tashlan». Otros seguían sentados, mirando con fijeza, sin que existieran muchas probabilidades de que fueran a unirse a uno de los dos bandos. Sin embargo, había muchos menos animales: la multitud se había reducido. Estaba claro que varios de ellos se habían escabullido sin hacer ruido durante la pelea.
Bum, bum, bababum, sonó el horrible tambor. Entonces otro sonido empezó a mezclarse con él.
—¡Escuchad! —dijo Perla.
—¡Mirad! —dijo Sagaz a continuación.
Al cabo de un momento ya no hubo la menor duda sobre el origen del segundo sonido; con un tronar de cascos, las cabezas en movimiento, los ollares bien abiertos y las crines ondeando al viento, una veintena de caballos parlantes de Narnia ascendían como una exhalación por la colina. Los roedores habían hecho su trabajo.
El enano Poggin y los niños abrieron la boca para aclamarlos, pero la aclamación no llegó a salir. De repente, el aire se llenó del chasquido de las cuerdas de los arcos y del siseo de las flechas. Eran los enanos que disparaban y —por un momento Jill no pudo creer lo que veían sus ojos— disparaban a los animales. Los enanos son arqueros mortíferos, y los animales cayeron uno tras otro. Ni una de aquellas nobles bestias consiguió llegar hasta el rey.
—Pequeños canallas —chilló Eustace, dando saltos de rabia—. Sucias y pequeñas bestias repugnantes y traidoras.
—¿Queréis que vaya tras esos enanos, señor —dijo incluso Perla—, y ensarte a diez de ellos en mi cuerno con cada embestida?
Pero Tirian, con el rostro duro como una piedra, respondió:
—Mantente firme, Perla. Si tienes que llorar, preciosa —eso se lo dijo a Jill—, vuelve la cabeza y ten cuidado de no mojar la cuerda del arco. Y tú, silencio, Eustace. No farfulles como una criada. Ningún guerrero farfulla. Palabras corteses o golpes contundentes son su único lenguaje.
Pero los enanos gritaron burlones a Eustace.
—¡Menuda sorpresa!, ¿eh, muchachito? Pensabas que estábamos de vuestro lado, ¿no es cierto? No temas. No queremos caballos parlantes. No queremos que ganéis, igual que tampoco queremos que gane el otro bando. No podéis embaucarnos. Los enanos son para los enanos.
Rishda Tarkaan seguía hablando con sus hombres, sin duda efectuando preparativos para el siguiente ataque y probablemente deseando haber enviado a todos sus efectivos en el primero. Entonces, con gran horror por su parte, Tirian y sus amigos oyeron, mucho más apagada, como si estuviera muy lejos, la respuesta de un tambor. Otro destacamento de calormenos había oído la señal de Rishda y acudía en su apoyo. Nadie habría podido saber por el rostro de Tirian que éste había abandonado ya toda esperanza.
—Escuchad —murmuró como si tal cosa—, debemos atacar ahora, antes de que esos bellacos de ahí se vean reforzados por sus amigos.
—Se me ocurre, señor —dijo Poggin—, que aquí tenemos la fuerte pared de madera del establo a nuestras espaldas. Si avanzamos, ¿no quedaremos rodeados y con espadas apuntando entre nuestros omoplatos?
—Diría lo mismo que tú, enano —respondió el monarca—, si no fuera porque sus planes son obligarnos a entrar en el establo. Cuanto más lejos estemos de su mortífera puerta, mejor.
—El rey tiene razón —dijo Sagaz—. Mantengámonos lejos de este establo maldito, y del trasgo que habita en su interior, cueste lo que cueste.
—Sí, hagámoslo —asintió Eustace—. ¡Sólo de verlo ya siento repulsión!
—Bien —dijo Tirian—. Ahora mirad allá, a nuestra izquierda. Veréis una roca grande que brilla blanca como el mármol a la luz de las llamas. Primero caeremos sobre esos calormenos. Muchacha, colócate a nuestra izquierda y dispara tan rápido como puedas contra sus filas; y tú, águila, vuela contra sus rostros desde la derecha. Entretanto, los demás cargaremos contra ellos. Cuando estemos tan cerca, Jill, que ya no puedas disparar por temor a herirnos, ve hasta la roca blanca y aguarda. Los demás, mantened los oídos aguzados durante el combate. Debemos hacerlos huir en unos pocos minutos o dejarlo así, pues somos menos que ellos. En cuanto grite «Atrás», corred a reuniros con Jill en la roca blanca, donde tendremos protección a nuestra espalda y podremos respirar un poco. Ahora, en marcha, Jill.
Sintiéndose terriblemente sola, la niña salió corriendo unos seis metros, echó la pierna derecha atrás y la izquierda al frente, y colocó una flecha en el arco. Deseó que sus manos no temblaran tanto.
—¡Vaya disparo tan desafortunado! —exclamó mientras su primera flecha corría hacia los enemigos y volaba por encima de sus cabezas.
Sin embargo, al cabo de un instante ya tenía otra flecha colocada: sabía que la velocidad era lo que importaba. Vio algo grande y negro que caía a toda velocidad sobre los rostros de los calormenos. Era Sagaz. Primero un hombre, y luego otro, soltaron la espada y alzaron las manos para defender sus ojos. Después una de sus propias flechas acertó a un soldado, y otra se clavó en un lobo narniano, que, al parecer, se había unido al enemigo.
Pero llevaba tan sólo unos segundos disparando cuando tuvo que parar. Con un centelleo de espadas, colmillos de jabalí y el cuerno del unicornio, además de los sonoros ladridos de los perros, Tirian y su grupo se abalanzaban sobre el enemigo, como si corrieran los cien metros lisos. Jill se asombró al comprobar lo poco preparados que parecían estar los calormenos. No comprendió que era el resultado de su trabajo y el del águila. Pocas tropas pueden seguir mirando al frente cuando les disparan flechas al rostro desde un lado y un águila los picotea desde el otro.
—Bien hecho. ¡Bien hecho! —gritó Jill.
El grupo del rey se abría paso entre el enemigo. El unicornio lanzaba hombres por los aires igual que se lanzaría heno con una horca. A Jill —quien al fin y al cabo no sabía gran cosa sobre esgrima— le pareció que incluso Eustace combatía con brillantez. Los perros saltaban sin cesar a la garganta del adversario. ¡Iba a salir bien! Vencerían por fin…
Con un horrible y gélido sobresalto, la niña advirtió un hecho muy curioso. A pesar de que los calormenos caían bajo cada mandoble, no había forma de que su número pareciera reducirse. De hecho, en realidad había más en aquellos momentos que al inicio del combate. Eran más numerosos con cada segundo que pasaba. Aparecían por todos los lados. Eran otros soldados y llevaban lanzas. Había tal multitud que apenas conseguía distinguir a sus compañeros.
Entonces oyó la voz de Tirian que gritaba:
—¡Atrás! ¡A la roca!
El enemigo se había visto reforzado. El tambor había cumplido su cometido.