¿Quién entrará en el establo?
Jill notó que algo le hacía cosquillas en la oreja. Era Perla, el unicornio, que le murmuraba al oído con el amplio susurro de una boca de caballo. En cuanto escuchó lo que le decía, asintió y regresó de puntillas a donde estaba Puzzle. Rápidamente y sin hacer ruido, cortó las últimas cuerdas que le sujetaban la piel de león. ¡Era mejor que no lo pescaran con aquello puesto, después de lo que había dicho el mono! Le habría gustado ocultar la piel en algún lugar muy alejado, pero era demasiado pesada; así que lo mejor que pudo hacer fue empujarla a patadas entre los matorrales más espesos. Luego hizo señas a Puzzle para que la siguiera y los dos se reunieron con el resto.
El mono volvía a hablar.
—Y tras una cosa espantosa como ésa, Aslan… Tashlan… está más enojado que nunca. Dice que ha sido excesivamente bondadoso con vosotros, saliendo cada noche para que lo vierais, ¿sabéis? Así que ya no va a volver a salir.
Aullidos, maullidos, chillidos y gruñidos fueron la respuesta de los animales a aquello, pero de repente una voz muy distinta hizo su aparición con una sonora carcajada.
—Escuchad lo que dice el mono —gritó—; nosotros sabemos por qué no va a sacar a su precioso Aslan. Os diré el motivo: porque ya no lo tiene. Jamás tuvo nada excepto un viejo asno con una piel de león sobre el lomo. Ahora lo ha perdido y no sabe qué hacer.
Tirian no podía ver bien los rostros situados al otro lado del fuego, pero adivinó que quien hablaba era Griffle, el jefe enano. Y tuvo la certeza de ello cuando, al cabo de un segundo, todas las voces de los enanos se le unieron para corear:
—¡No sabe qué hacer! ¡No sabe qué hacer! ¡No sabe qué haceeeer!
—¡Silencio! —tronó Rishda Tarkaan—. ¡Silencio, hijos del barro! Escuchadme, vosotros, los otros narnianos, no sea que ordene a mis guerreros que caigan con las espadas desenvainadas. Lord Triquiñuela ya os ha hablado de ese asno perverso. ¿Creéis acaso que debido a él no hay un auténtico Tashlan en el establo? ¿Lo creéis? ¡Tened cuidado, tened cuidado!
—No, no —gritó gran parte de la muchedumbre.
Sin embargo los enanos dijeron:
—Eso es, morenito, lo has entendido. Vamos, mono, muéstranos qué hay en el establo, «si no lo veo, no lo creo».
—Vosotros, enanos, creéis que sois muy listos, ¿no es cierto? —respondió el mono cuando se produjo un momento de silencio—. Pero no vayáis tan rápido. Jamás dije que no se pudiera ver a Tashlan. Cualquiera que lo desee puede hacerlo.
Toda la concurrencia calló. Luego, tras casi un minuto, el oso empezó a decir con voz lenta y perpleja.
—No acabo de entenderlo —refunfuñó—, pensaba que habías dicho que…
—¡Pensabas! —repitió el mono—. Cómo si alguien pudiera llamar «pensar» a lo que pasa por tu cabeza. Escuchad los demás. Cualquiera puede ver a Tashlan. Pero él no va a salir. Tenéis que entrar y verlo.
—Gracias, gracias, gracias —respondieron docenas de voces—. ¡Eso es lo que queríamos! Podemos entrar y verlo cara a cara. Y ahora será amable y todo será como antes.
Y los pájaros parlotearon, y los perros ladraron nerviosos. Luego, de repente, hubo un gran movimiento y el sonido de criaturas que se ponían en pie, y en un segundo todas ellas se habrían abalanzado al frente y amontonado a la vez en la puerta del establo.
—¡Atrás! —gritó el mono—. ¡Quietas! No tan deprisa.
Las bestias se detuvieron, muchas con una pata en el aire, otras meneando las colas, y todas ellas con las cabezas ladeadas.
—Pensaba que habías dicho… —empezó el oso, pero Triquiñuela lo interrumpió.
—Cualquiera puede entrar —dijo—, pero de uno en uno. ¿Quién irá primero? No he dicho que estuviera de buen humor. Se ha estado relamiendo una barbaridad desde que engulló al malvado rey la otra noche. Gruñía mucho esta mañana. A mí no me haría demasiada gracia entrar en ese establo esta noche. Pero haced lo que queráis. ¿A quién le gustaría entrar primero? No me culpéis si os engulle enteros u os convierte en ceniza con el simple terror de sus ojos. Eso es cosa vuestra. ¡Vamos pues! ¿Quién es el primero? ¿Qué tal uno de vosotros, enanos?
—¡Entremos, entremos, y ya nunca saldremos! —se burló Griffle—. ¿Cómo sabemos lo que tienes ahí dentro?
—¡Jo, jo! —gritó el mono—. Así que empiezas a pensar que sí hay algo ahí, ¿no? Bueno, todos vosotros armabais mucho alboroto hace un momento. ¿Qué es lo que os ha dejado mudos? ¿Quién entra primero?
Pero los animales se miraron unos a otros y empezaron a apartarse del establo. Muy pocas colas se agitaban entonces. El mono paseó contoneándose de un lado a otro mientras se burlaba de ellos.
—¡Jo, jo, jo! —rió por lo bajo—. ¡Pensaba que estabais todos ansiosos por ver a Tashlan cara a cara! Habéis cambiado de idea, ¿no es eso?
Tirian inclinó la cabeza para escuchar algo que Jill intentaba susurrarle al oído.
—¿Qué creéis que hay realmente en el interior del establo? —le preguntó.
—¿Quién sabe? —respondió él—. Lo más probable es que haya dos calormenos con las espadas desenvainadas, uno a cada lado de la puerta.
—¿No creéis —dijo Jill— que pueda tratarse… ya sabéis… de esa cosa horrible que vimos?
—¿Tash mismo? —musitó Tirian—. No hay modo de saberlo. Pero valor, pequeña, todos estamos en manos del auténtico Aslan.
Entonces sucedió una cosa sorprendente. El gato Pelirrojo anunció con voz tranquila y clara, sin el menor atisbo de nerviosismo.
—Yo entraré, si os parece.
Todas las criaturas se volvieron y clavaron los ojos en el felino.
—Fijaos en lo sutiles que son —indicó Poggin al rey—. Este maldito gato forma parte del complot, está en el meollo. Lo que sea que haya en el establo no le hará daño, estoy seguro. Entonces Pelirrojo saldrá otra vez y dirá que ha visto algo maravilloso.
Tirian no tuvo tiempo de responderle, pues el mono llamaba ya al gato para que se adelantara.
—¡Jo, jo! —dijo—. Así que tú, un minino insolente, vas a mirarlo cara a cara. ¡Vamos, pues! Te abriré la puerta. No me culpes si te pone los bigotes de punta. Eso es cosa tuya.
Y el gato se levantó y abandonó su lugar en la multitud, andando remilgada y delicadamente, con la cola bien erguida, sin un solo pelo del brillante pelaje fuera de lugar. Siguió avanzando hasta haber dejado atrás el fuego y se acercó tanto que Tirian, desde su puesto con el hombro pegado a la pared del fondo del establo, le podía ver directamente el rostro. Los grandes ojos verdes del felino ni siquiera pestañeaban.
—Fresco como una lechuga —masculló Eustace—. Sabe que no tiene nada que temer.
El mono, riendo por lo bajo y haciendo muecas, avanzó junto al gato, arrastrando los pies; alzó la mano, descorrió el pestillo y abrió la puerta. A Tirian le pareció oír el ronroneo del gato mientras atravesaba el oscuro umbral.
—¡Aii-aii-iaouuu!
El maullido más espantoso que nadie haya oído jamás hizo que todos dieran un salto. Si alguna vez te han despertado gatos peleando o cortejándose en el tejado en plena noche, ya puedes imaginar cómo fue su maullido.
Pues aquél fue peor. Pelirrojo derribó de espaldas al mono en su huida precipitada del establo, y de no haber sabido que se trataba de un gato, se podría haber creído que era un relámpago de color naranja. Como una exhalación, atravesó el trozo despejado de hierba hasta donde estaba el grupo de animales. Nadie desea encontrarse con un gato en ese estado, de modo que se podía ver a las criaturas apartándose de su camino a derecha e izquierda. El felino trepó veloz a un árbol, giró en redondo y se colgó cabeza abajo. Tenía la cola tan erizada que era casi tan gruesa como todo su cuerpo: los ojos eran como platos de fuego verde, y todos los pelos de su lomo estaban de punta.
—¡Daría mi barba —musitó Poggin— por saber si ese bruto se limita a actuar o si realmente ha encontrado algo que lo ha asustado!
—Silencio, amigo —indicó Tirian, pues el capitán y el mono también cuchicheaban y quería escuchar lo que decían.
No lo consiguió, únicamente pudo oír que el mono gimoteaba una vez más: «Mi cabeza, mi cabeza», pero le pareció que aquellos dos estaban casi tan perplejos por el comportamiento del gato como él mismo.
—Vamos, Pelirrojo —dijo el capitán—. Deja ya de hacer ese ruido. Diles lo que has visto.
—Aii… aii… miaouuu… aiaa —chilló el gato.
—¿No te llaman una bestia parlante? —inquirió el capitán—. Pues entonces deja de hacer ese ruido infernal y habla.
Lo que siguió fue horrible. Tirian estaba totalmente convencido —y los demás también— de que el felino intentaba decir algo: pero nada salía de su boca excepto los sonidos felinos corrientes y desagradables que se podrían oír de boca de un viejo gato callejero enfurecido o asustado en cualquier patio trasero de nuestro mundo. Y cuanto más maullaba, menos parecía una bestia parlante. Gimoteos inquietos y pequeños chillidos agudos surgieron de entre los otros animales.
—¡Mirad, mirad! —dijo la voz del oso—. No puede hablar. ¡Ha olvidado cómo hablar! Se ha vuelto a convertir en una bestia muda. Mirad su rostro.
Todos comprendieron que era cierto. Y entonces el mayor terror de todos cayó sobre los narnianos; pues a todos ellos se les había enseñado —cuando eran apenas una cría o un polluelo— cómo Aslan en el comienzo del mundo había convertido a las bestias de Narnia en bestias parlantes y les había advertido que si no eran buenas podrían perder un día esa capacidad y volver a ser como los pobres animales necios que se encuentra en otros países.
—Y ahora nos está ocurriendo —gimieron.
—¡Piedad! ¡Piedad! —se lamentaron los animales—. Ten misericordia, lord Triquiñuela, intercede por nosotros ante Aslan, tienes que entrar y hablar con él a nuestro favor. Nosotros no nos atrevemos, no nos atrevemos.
Pelirrojo desapareció en la zona más alta del árbol y nadie volvió a verlo jamás.
Tirian permaneció inmóvil, con la mano en la empuñadura de la espada y la cabeza inclinada. Se sentía aturdido por los horrores de aquella noche. En ocasiones pensaba que lo mejor sería desenvainar la espada al instante y cargar contra los calormenos; luego, al momento siguiente, pensaba que lo mejor era aguardar y ver qué nuevo cariz podían tomar las cosas. Y entonces se produjo un nuevo giro en los acontecimientos.
—Padre mío —se oyó que decía una voz clara y resonante desde el lado izquierdo de la multitud.
El rey supo al momento que era uno de los soldados calormenos quien hablaba, pues en el ejército del Tisroc los soldados rasos llaman a los oficiales «mi señor» pero lo oficiales llaman a los oficiales superiores «padre mío». Jill y Eustace no lo sabían, pero tras mirar a un lado y a otro, vieron al que había hablado, pues la gente situada a los lados de la multitud resultaba más fácil de distinguir que la que estaba en el centro, donde el resplandor de las llamas hacía que todo lo que quedaba del otro lado pareciera casi negro. Era un hombre joven, alto y delgado, e incluso bastante apuesto a la manera sombría y altanera de los calormenos.
—Padre mío —repitió al capitán—, yo también deseo entrar.
—Silencio, Emeth —ordenó éste—, ¿quién te ha pedido que intervengas? ¿Es acaso propio de un muchacho hablar?
—Padre mío —prosiguió Emeth—, realmente soy más joven que vos, sin embargo, también llevo sangre de tarkaanes como vos, y también soy un siervo de Tash. Por lo tanto…
—Silencio —dijo Rishda Tarkaan—. ¿No soy tu capitán? No tienes nada que ver con este establo. Es para los narnianos.
—No, padre mío —respondió Emeth—, vos habéis dicho que su Aslan y nuestro Tash son una misma cosa. Y si eso es cierto, entonces Tash en persona se encuentra ahí. Y ¿cómo decís vos que no tengo nada que ver con él? Pues de buena gana moriría mil veces a cambio de poder contemplar una sola el rostro de Tash.
—Eres un idiota y no entiendes nada —dijo Rishda Tarkaan—. Estamos hablando de cosas serias.
—¿No es entonces cierto que Tash y Aslan sean uno solo? —preguntó el soldado, y su rostro se tornó más severo—. ¿Nos ha mentido el mono?
—Claro que son uno solo —respondió el mono.
—Júralo, mono —exigió Emeth.
—¡Cielos! —lloriqueó Triquiñuela—. Cómo desearía que todos dejarais de fastidiarme. Me duele la cabeza. Sí, sí, lo juro.
—En ese caso, padre mío —declaró el joven—. Estoy totalmente decidido a entrar.
—Idiota —empezó a decir Rishda.
Pero al momento todos los enanos se pusieron a gritar:
—Vamos, morenito, ¿por qué no dejas que entre? ¿Por qué dejas entrar a los narnianos y no a tu propia gente? ¿Qué tienes ahí dentro que no quieres que tus hombres vean?
Tirian y sus amigos únicamente podían ver la espalda de Rishda Tarkaan, de modo que jamás supieron qué expresión tenía su rostro mientras se encogía de hombros y decía:
—Sed testigos de que no se me puede culpar por lo que le suceda a este joven. Entra, muchacho impetuoso, y date prisa.
Entonces, igual que había hecho Pelirrojo, Emeth se adelantó despacio por el trozo despejado de hierba situado entre la hoguera y el establo. Sus ojos brillaban, el rostro era solemne, su mano estaba apoyada en la empuñadura de la espada y mantenía la cabeza muy erguida. A Jill le entraron ganas de llorar al contemplar su rostro, y Perla susurró al oído del rey:
—¡Por la melena del León!, casi siento afecto por este joven guerrero, por muy calormeno que sea. Es digno de un dios mejor que Tash.
—Ojalá supiéramos qué hay ahí dentro —dijo Eustace.
Emeth abrió la puerta y penetró en la negra boca del establo. Luego cerró la puerta a su espalda. Transcurrieron tan sólo unos momentos —aunque pareció mucho más tiempo— antes de que la puerta se volviera a abrir. Una figura con armadura calormena salió tambaleante al exterior, cayó de espaldas y se quedó inmóvil: la puerta se cerró detrás. El capitán se adelantó de un salto y se inclinó para contemplar su rostro. Lanzó un grito ahogado de sorpresa, pero en seguida se recuperó y giró hacia la multitud, gritando:
—El muchacho impetuoso ha cumplido su deseo. Ha contemplado a Tash y está muerto. Aceptad esta advertencia, todos vosotros.
—Lo haremos, lo haremos —respondieron las pobres bestias.
Pero Tirian y sus amigos contemplaron primero al calormeno muerto y luego intercambiaron miradas; pues ellos, al estar tan cerca, veían lo que la muchedumbre, al estar más lejos y al otro lado del fuego, no podía ver: aquel hombre muerto no era Emeth. Era totalmente distinto: un hombre de más edad, más grueso y no tan alto, con una gran barba.
—¡Jo, jo, jo! —rió por lo bajo el mono—. ¿Alguien más? ¿Alguien más quiere entrar? Bien, puesto que todos os mostráis vergonzosos, escogeré yo al siguiente. ¡Tú, tú, jabalí! Adelante. Empujadlo, calormenos. Verá a Tashlan cara a cara.
—Magnífico —gruñó el jabalí, incorporándose pesadamente—. Vamos pues. Probad mis colmillos.
Cuando Tirian vio que el valiente jabalí se disponía a luchar por su vida —y a los soldados calormenos acercándose con las cimitarras desenvainadas— algo pareció estallar en su interior, y ya no le importó si aquél era el mejor momento para intervenir o no.
—Sacad las espadas —susurró a los demás—. Preparad el arco. Seguidme.
Al cabo de un instante, los atónitos narnianos vieron a siete figuras que se colocaban de un salto frente al establo, cuatro de ellas cubiertas con relucientes corazas. La espada del rey centelleó a la luz de las llamas cuando la agitó por encima de su cabeza y gritó con voz estentórea:
—¡Aquí estoy yo, Tirian de Narnia, en nombre de Aslan, para demostrar con mi cuerpo que Tash es un demonio repugnante, el mono es un traidor consumado y estos calormenos son indignos de seguir viviendo! A mi lado, los narnianos auténticos. ¿Aguardaréis acaso hasta que vuestros nuevos amos os hayan matado a todos de uno en uno?