15
El cautivo

Lady Samia de Fife no estaba muy acostumbrada a sufrir decepciones. Era algo sin precedentes, incluso inconcebible, que llevase varias horas decepcionada.

El comandante del espacio-puerto volvía a ser enteramente el capitán Racety. Era cortés, casi obsequioso, parecía contrariado, expresaba su pesar, negaba el menor deseo de llevarle la contraria, pero se mostraba férreo contra sus menores deseos claramente expresados. Finalmente se vio obligada, después de expresar sus deseos y exigir sus derechos, a obrar como si fuese una vulgar sarkita.

—Supongo que como ciudadana tendré el derecho, si quiero, de ir al encuentro de cualquier nave que llegue… —dijo en tono mordiente y duro.

El comandante se aclaró la voz y la expresión de contrariedad se acentuó en sus rígidas y acusadas facciones. Finalmente, dijo:

—Le aseguro, milady, que no tenemos el menor deseo de excluirla. Se trata sólo de que hemos recibido órdenes formales del Señor, su padre, de prohibirle acercarse a la nave.

—¿Es que me da usted orden de que abandone el puerto, entonces? —dijo en tono helado.

—No, milady. —El comandante se alegraba de poder contemporizar—. No tenemos orden alguna de expulsarla del puerto. Puede permanecer aquí si tal es su deseo. Pero, con el debido respeto, tendremos que impedirle que se acerque usted a los pozos.

Se marchó, y Samia seguía sentada en el fútil lujo de su coche, a cien pies en el interior de la entrada principal del espacio-puerto. Habían estado esperándola y observándola. Seguirían seguramente observándola. Si osaba tan sólo hacer dar una vuelta a una rueda, pensaba indignada, le cortarían probablemente la energía.

Rechinó los dientes. Era indigno por parte de su padre hacer aquello. Era un hombre de una pieza. La trataban siempre como si no entendiese nada, y no obstante, ella había creído que su padre la entendía.

Fife se levantó de su sillón para recibirla, cosa que no hacía por nadie desde que su madre había muerto. La abrazó afectuosamente, dándole golpecitos en la espalda, dejó todo su trabajo por ella. Había despedido incluso a su secretario porque sabía que el aspecto blanquecino de los indígenas le inspiraba repugnancia.

Era casi como en los viejos tiempos, antes de que el abuelo muriese y papá no hubiese sido todavía elegido Gran Señor.

—Mia, hija —dijo—, he contado las horas. No pensé nunca que hubiese un camino tan largo desde Florina. Cuando supe que estos indígenas se habían metido en tu nave, la que yo había mandado precisamente para asegurar tu seguridad, creí volverme loco.

—¡Papá! ¡Si no había nada de qué preocuparse!

—¿Crees que no? ¡Estuve a punto de mandarte la flota entera a sacarte de allí y traerte con todas las garantías militares!

Se rieron los dos de la idea. Transcurrieron algunos minutos antes de que Samia pudiese llevar la conversación al tema que la interesaba.

—¿Y qué vas a hacer con los detenidos, papá? —preguntó Samia con fingida indiferencia.

—¿Y para qué quieres saberlo, Mia?

—¿No creerás que tenían el plan de asesinarme o algo así?

—No debes tener estas feas ideas —dijo Fife sonriendo.

—No lo crees, ¿verdad? —insistió ella.

—Desde luego que no.

—¡Bien! Porque he hablado con ellos, papá, y creo que no son más que dos pobres seres desgraciados. No me importa lo que diga el capitán Racety.

—Tus «pobres seres desgraciados» han infringido una serie de leyes, Mia…

—No puedes tratarlos como vulgares criminales papá —dijo ella con el temor en la voz.

—¿Por qué no?

—El hombre no es un indígena. Es de un planeta llamado Tierra. Ha sido psicoprobado y es irresponsable.

—Bien, en ese caso, hija mía, el Depsec lo averiguará. Dejémoslo en sus manos.

—No, es demasiado importante para confiárselo a ellos. No lo entenderán. Nadie lo entiende. ¡Salvo yo!

—¿Sólo tú en todo el mundo, Mia? —dijo con indulgencia, apartando con un dedo un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.

—¡Sólo yo! —respondió Samia con energía—. ¡Sólo yo! Todos los demás creerán que está loco, pero yo estoy segura de que no lo está. Dice que un gran peligro amenaza Florina y toda la Galaxia. Es analista del espacio y ya sabes que se especializó en cosmogonía. ¡Tiene que saberlo!

—¿Cómo sabes que es un analista del espacio, Mia?

—Él lo dice.

—¿Y cuáles son los detalles del peligro?

—No lo sabe. Ha sido psicoprobado. ¿No ves que ésa es la mejor prueba de todo? Sabía demasiado. Alguien tenía interés en que no hablase. —Su voz bajó instintivamente de tono y se hizo confidencial. Dominó un impulso de mirar hacia atrás—. Si sus teorías son falsas —añadió—, ¿no ves que no hubiera habido necesidad de someterle a la psicoprueba?

—¿Por qué no lo mataron en este caso? —preguntó Fife, lamentando en el acto su pregunta. Era inútil atormentar a la muchacha.

Samia reflexionó un momento, infructuosamente; después, dijo:

—Si das orden al Depsec de que me dejen hablar con él, yo lo averiguaré. Tiene confianza en mí. Lo sé. Sacaré más de él que el Depsec. ¡Por favor, papá, di al Depsec que me dejen hablar con él! ¡Es muy importante!

Fife se restregó los puños lentamente y le sonrió.

—Todavía no, Mia. Todavía no. Dentro de pocas horas tendremos a la tercera persona en nuestras manos. Entonces, quizá.

—¿La tercera persona? ¿El indígena que cometió todos los asesinatos?

—Exactamente. La nave que lo transporta aterrizará dentro de una hora.

—¿Y no quieres hacer nada con la indígena y el analista hasta entonces?

—Nada absolutamente.

—¡Bien! Me voy a la nave —dijo levantándose.

—¿Adónde vas, Mia?

—Al puerto, padre. Tengo mucho que preguntar sobre este otro indígena. Te demostraré que tu Mia puede ser un buen detective —añadió echándose a reír.

Pero Fife no se hizo eco de su risa. En su lugar contestó:

—Preferiría que no fueses, Mia.

—¿Por qué no, papá?

—Es esencial que no se filtre nada referente a la llegada de ese hombre. Resultarías demasiado visible en el puerto.

—¿Y qué más da?

—No puedo explicártelo, estrategia espacial, Mia…

—Estrategia espacial…, ¡bah! —Se inclinó hacia él, depositó un beso en medio de su frente y salió.

Más tarde permanecía sentada y desfallecida en el puerto mientras muy alto sobre su cabeza aparecía un punto negro que iba aumentando de tamaño, destacándose sobre la brillantez del cielo de la tarde.

Apretó el botón que abría la guantera y sacó sus lentes de polo. Ordinariamente sólo los usaba para seguir las evoluciones de los artefactos giroscópicos individuales que servían para jugar al polo estratosférico, pero podían tener una utilidad más seria también. Se los puso y el punto que bajaba se convirtió en una nave miniatura, con el brillo del timón en la popa claramente visible.

Por lo menos vería a los hombres cuando se marchasen, averiguaría cuanto pudiese sobre ellos sólo por la vista, y arreglaría una entrevista como fuese, como fuese, después.

Sark llenaba la visiplaca. Un continente y medio océano, oscurecido en parte por el blanco algodón de las nubes aparecía en la parte baja.

Con la voz un poco temblorosa que era el único indicio de que toda su atención estaba fija en los controles que tenía delante, Genro dijo:

—El puerto no estará severamente custodiado. Yo mismo se lo insinué. Les dije que unas precauciones inusitadas a la llegada de la nave podrían advertir a Trantor de que algo se tramaba. Dije también que el éxito dependía de que Trantor no se diese cuenta en ningún momento de la verdadera situación hasta que fuese demasiado tarde. Bien, dejemos esto.

—¿Qué diferencia puede haber? —dijo Terens encogiéndose de hombros con indiferencia.

—Mucha para ti. Puedes salir con toda seguridad por detrás en cuanto aterrice. Anda deprisa, pero no demasiado, hacia la puerta. Tengo algunos papeles que pueden facilitarte la salida sin obstáculos, pero también pueden no servir de nada. Dejo en tus manos proceder a la acción necesaria si hay dificultades. Por tu historia pasada, juzgo poder confiar en ti hasta aquí. Fuera de la puerta habrá un coche esperando para llevarte a la embajada. Eso es todo.

—¿Y usted?

Sark iba transformándose lentamente de una gran esfera sin forma con verdes, azules y pardos cegadores y blancas nubes en algo más vivo, en una superficie rota por los ríos y arrugada por las montañas.

En el rostro de Genro se esbozaba una sonrisa fría y malhumorada.

—Tus preocupaciones pueden terminar contigo mismo. Cuando descubran que te has fugado puedo ser fusilado por traidor. Si me encuentran completamente inconsciente e incapaz de haberte detenido, pueden considerarme sólo un imbécil. Esto último, supongo, es preferible, de manera que voy a pedirte, antes de que te marches, que uses el látigo neurónico sobre mí.

—¿Ya sabe usted cómo es un látigo neurónico? —preguntó el Edil.

—Muy bien —dijo Genro, con gotas de sudor en su frente.

—¿Cómo sabe que no voy a matarle después? Soy el asesino de un Noble, ya lo sabe…

—Lo sé. Pero matarme a mí no te ayudará. No hará más que hacerte perder el tiempo. He corrido peligros mayores.

La superficie de Sark iba extendiéndose por el visor con los arrugados bordes fuera del campo visual. El centro crecía y aparecían nuevos bordes en lugar de los antiguos. Podía verse ya algo parecido al arco iris de la ciudad sarkita.

—Espero que no tengas la idea de lanzarte otra vez adelante —dijo Genro—. Sark no es lugar para eso. Es Trantor o los Nobles. Recuérdalo.

La visión era ya netamente la de una ciudad con una mancha de color pardo oscuro en las afueras que era el espacio-puerto. Parecía subir flotando hacia ellos a velocidad moderada.

—Si Trantor no te ha cogido en el espacio de una hora —dijo Genro—, los Nobles te tendrán antes de que el día haya terminado. No te garantizo lo que Trantor haría contigo, pero puedo garantizarte lo que hará Sark.

Terens había estado en el Servicio Civil. Sabía muy bien lo que Sark hacía con el asesino de un Noble.

El puerto seguía apareciendo en el visor, pero Genro no lo miraba ya. Manejaba los instrumentos colocando la nave de cola a tierra. A cien yardas sobre el pozo los motores tronaron con más fuerza. Terens sentía el estremecimiento de los resortes hidráulicos. Se agitaba en su silla.

—Toma el látigo —dijo Genro—. Pronto ya. Cada segundo cuenta. La compuerta de peligro se cerrará detrás de ti.

Necesitarán cinco minutos para preguntarse por qué no abro la compuerta principal, cinco más para entrar, otros cinco para empezar a buscarte. Tienes quince minutos para salir del espacio-puerto.

El estremecimiento cesó y en medio del profundo silencio Terens supo que habían establecido contacto con Sark. Los campos diamagnéticos entraron en acción. El yate se inclinó majestuoso y se posó lentamente sobre su flanco.

—¡Ya! —dijo Genro. Su uniforme estaba empapado de sudor.

Terens, dándole vueltas la cabeza y los ojos negándose a enfocar nada, levantó su látigo neurónico…

Terens sintió la dentellada del otoño sarkita. Había pasado años en sus rigurosas estaciones hasta haber casi olvidado el suave y eterno junio de Florina. Ahora los días de su Servicio Civil volvían a él como si no hubiese abandonado jamás aquel mundo de Nobles.

Salvo que ahora era un fugitivo y suspendido sobre él estaba el peor de los crímenes, el asesinato de un Noble.

Andaba al ritmo de los latidos de su corazón. Tras él quedaba la nave y en ella Genro, helado en el sufrimiento del látigo. La compuerta se había cerrado suavemente tras él, y ahora andaba por un ancho sendero pavimentado. A su alrededor había una multitud de trabajadores y mecánicos. Cada cual con su trabajo y sus preocupaciones. No se detenían para mirar a un hombre a la cara. No tenían ningún motivo.

¿Le habría visto alguien, sin embargo, salir de la nave? Se dijo que no debía haberle visto nadie, o hubiese ya estallado el tumulto de la persecución.

Se llevó la mano al sombrero y vio que estaba aún hundido hasta las orejas y la pequeña insignia que llevaba era suave al tacto. El hombre de Trantor le había dicho que aquello le serviría de identificación. Los hombres de Trantor buscarían precisamente aquel medallón que relucía al sol.

Podría quitárselo, andar errante por su cuenta, buscar otra nave, algo… Podría huir de Sark…, como fuese.

Escapar…, como fuese.

¡Demasiados «como fuese»! En el fondo de su corazón sabía que había llegado al final, que, como Genro le había dicho, era Trantor o Sark. Odiaba y temía a Trantor, pero sabía que con elección o sin ella no podía, no debía permanecer en Sark.

—¡Usted! ¡Usted, aquí!

Terens se quedó helado. Levantó la vista presa de pánico. La puerta estaba a un centenar de pies. Si echaba a correr… Pero no dejarían que un hombre que corría saliese; Era algo que no se atrevía a hacer. No tenía que correr.

La muchacha le estaba mirando desde la ventanilla de un coche como Terens no había visto nunca, ni durante sus quince años en Sark. Brillaba como el metal y centelleaba como una sustancia translúcida.

—Suba —dijo ella.

Las piernas de Terens le llevaron lentamente al coche. Genro le había dicho que un coche le esperaría fuera del puerto. ¿No era eso? ¿Y mandarían una mujer con esa misión? Una muchacha, en realidad. Una muchacha con el rostro moreno, bello.

—Ha llegado usted en la nave que acaba de aterrizar, ¿verdad?

Terens permaneció silencioso.

—¡Vamos, le he visto salir de la nave! —exclamó ella poniéndose impaciente y señalando sus lentes. Terens los había visto ya otras veces.

—Sí, sí… —murmuró Terens.

—Suba, entonces.

Le abrió la puerta. El coche era más lujoso todavía por dentro. El asiento era blando, todo él olía a nuevo y fragante y la muchacha era muy bella.

Le estaba poniendo a prueba, pensó Terens. Se llevó los dedos al medallón.

—Ya sabe usted quién soy —dijo.

Sin el menor indicio de la fuerza que lo movía, el coche avanzó.

Al llegar a la puerta, Terens se reclinó en el suave asiento tapizado de kyrt como para esconderse, pero no tenía por qué tomar precauciones. La muchacha habló autoritariamente y pasaron.

—Este hombre es de los míos —dijo—. Soy Samia Fife.

Tan cansado estaba Terens, que necesitó algunos segundos para oír y entender aquello. Cuando de nuevo se incorporó en su asiento, el coche avanzaba a cien millas por hora.

Un trabajador del interior del espacio-puerto levantó la vista desde donde estaba y le murmuró algo a su solapa. Después volvió a entrar en el edificio y reanudó su trabajo. Su superintendente frunció el ceño y tomó mentalmente nota de hablar con Tip de esa costumbre de salir y pasarse media hora fumando cigarrillos.

Fuera del puerto, uno de los dos hombres que ocupaban un coche le dijo al otro con indiferencia:

—¿Que ha entrado en un coche con una muchacha? ¿Qué coche? ¿Qué muchacha? —Pese a su traje sarkita, su acento pertenecía indiscutiblemente a los muchos sarkitas del Imperio Trantoriano.

Su compañero era un sarkita, bien versado en transmisiones visuales. Cuando el coche en cuestión franqueó la puerta y adquirió velocidad, se incorporó sobre su asiento y dijo:

—Es el coche de lady Samia. No hay ninguno como el suyo. ¡Por la Galaxia…! ¿Qué hacemos?

—Seguirlo —dijo el otro brevemente.

—Pero lady Samia…

—Para mí no es nadie. No debe serlo tampoco para ti, de lo contrario, ¿qué estás haciendo aquí?

Su coche iba siguiendo también el mismo itinerario y alcanzando las pistas donde sólo las más altas velocidades estaban permitidas.

—No podemos alcanzar a ese coche —gruñó el sarkita—. En cuanto se dé cuenta, la perderemos de vista. Su coche puede hacer las doscientas cincuenta.

—Hasta ahora no se mueve de las cien —dijo el arcturiano.

Pasaron algunos minutos y añadió:

—Me pondría a volar por el espacio si supiese adónde va. Va a salir de la ciudad otra vez.

—¿Cómo sabemos que es el asesino del Noble quien va allá? —preguntó el sarkita—. Supón que sea un truco para apartarnos de nuestro puesto. No trataría de sorprendernos ni usaría un coche como éste si no quisiera que la siguiesen. Es imposible perderlo de vista a dos millas de distancia.

—Lo sé, pero Fife no mandaría a su hija para quitarnos de su camino. Un escuadrón de patrulleros hubiera hecho mejor el oficio.

—Quizá no sea milady quien va allá…

—Vamos a averiguarlo, hombre. Modera la marcha. Pásala como una centella y detente detrás de la curva.

—Quiero hablar con usted —dijo la muchacha.

Terens comprendió que no era el tipo de trampa en que había creído caer. Era milady Fife. Tenía que serlo. No parecía ocurrírsele siquiera la idea de que nadie tuviese o pudiese intervenir en sus actos.

No se había vuelto ni una sola vez para ver si la seguían. Tres veces durante los virajes Terens se había dado cuenta de que el mismo coche les seguía, ni acortando la distancia que los separaba ni aumentándola.

No era sólo un coche. Eso era cierto. Podía ser Trantor, en cuyo caso todo iba bien. Podía ser Sark, en cuyo caso la dama sería un importante rehén.

—Estoy dispuesto —dijo él.

—¿Iba usted en la nave que transportaba al indígena de Florina? ¿El que buscan por todos aquellos asesinatos?

—Ya le dije que sí.

—Muy bien. Ahora le he traído aquí, de manera que nadie nos molestará. ¿Fue interrogado el indígena durante su viaje a Sark?

Una tal ingenuidad, pensó Terens, no podía ser fingida. Verdaderamente, no sabía quién era él.

Cautelosamente, respondió:

—Sí.

—¿Estaba usted presente en el interrogatorio?

—Sí.

—Bien. Me lo imaginaba. A propósito, ¿por qué ha abandonado usted la nave?

Ésta, pensó Terens, era la primera pregunta que hubiera debido hacerle.

—Tenía que comunicar un informe especial a…

Vaciló y ella saltó en el acto sobre su vacilación.

—¿A mi padre? No se preocupe por eso. Yo le protejo. Diré que ha venido usted conmigo por orden mía.

—Muy bien, milady —dijo él.

La palabra «milady» resonaba extrañamente en su conciencia. Era una «lady», la más importante del mundo, y él un floriniano. Un hombre capaz de matar patrulleros podía aprender fácilmente a matar nobles y un asesino de nobles podía, con la misma osadía, mirar a una lady cara a cara.

La miró con los ojos duros y escrutadores. Levantó la cabeza y bajó la vista hacia ella. Era muy bella. Y porque era la dama más importante de aquella tierra no se dio cuenta de su mirada.

—Quiero que me diga todo lo que oyó del interrogatorio —dijo—. Quiero saber todo lo que dijo el indígena. Es muy importante.

—¿Puedo preguntar por qué se interesa usted por él?

—No —dijo secamente.

—Como quiera, milady.

No sabía qué iba a decir. Con media conciencia estaba esperando que el coche que les perseguía los alcanzase. Con la otra media iba dándose cuenta creciente del rostro y el cuerpo de la muchacha que tenía al lado.

Los florinianos del Servicio Civil y los que actúan como Ediles eran, teóricamente, solteros. En la práctica, la mayoría eludían esta restricción cuando les era posible. Terens había hecho lo que había podido y osado en ese sentido. En el mejor de los casos, sus pruebas no habían sido nunca satisfactorias.

Así, la cosa resultaba mucho más importante por el hecho de que no se había encontrado nunca tan cerca de una muchacha tan bella en un coche tan lujoso y en tales condiciones de soledad.

Samia esperaba que él hablase, sus ojos negros (¡ay qué ojos!) inflamados por el interés, los labios rojos y plenos separados por la expectación, su cuerpo tanto más bello por ir envuelto en el más bello kyrt. Jamás hubiera podido pensar que nadie, nadie, pudiese tener la osadía de albergar peligrosos pensamientos acerca de la Dama de Fife.

La mitad de su conciencia que esperaba la llegada de los perseguidores se desvaneció.

Se dio súbitamente cuenta de que el asesinato de un Noble no era, al fin y al cabo, el último de los crímenes.

No se dio cuenta de que se movía. Supo solamente que aquel delicioso cuerpo estaba en sus brazos, que se ponía rígido, que por un instante gritaba, y de que él ahogaba sus gritos con sus labios.

Sintió la presa de unas manos sobre su hombro y la corriente de aire al abrirse la portezuela del coche. Sus dedos buscaron el arma, pero era ya demasiado tarde. Le fue arrebatada de la mano.

Samia jadeaba sin poder hablar.

—¿Ha visto lo que ha hecho? —dijo el sarkita.

—¡Olvídalo! —respondió el arcturiano—. ¡Cógelo! —dijo, metiéndose un pequeño objeto negro en el bolsillo.

El sarkita arrastró a Terens fuera del coche con la energía de la furia sin contención.

—Y ella le ha dejado… —murmuró—. Le ha dejado.

—¿Quiénes son ustedes? —exclamó Samia con súbita energía—. ¿Les ha mandado mi padre?

—Nada de preguntas, por favor —dijo el arcturiano.

—Usted es un extranjero —dijo Samia con cólera.

—¡Pardiez, hubiera debido partirle la cabeza —dijo el sarkita levantando el puño.

—¡Basta! —mandó el arcturiano agarrando el puño del sarkita y echándolo atrás.

—Para todo hay un límite —gruñó el sarkita tristemente—. Soy capaz de detener un asesino y tener ganas de matarlo yo mismo, pero estar aquí viendo lo que ha hecho el indígena es demasiado para mí.

Con una voz extraña y un tono agudo anormal, Samia dijo:

—¿Indígena?

El sarkita se inclinó hacia delante y arrancó brutalmente la gorra de Terens. Éste palideció pero no hizo ningún movimiento. Mantenía la mirada fija en la muchacha y su cabello de arena se movía bajo la brisa.

Samia se deslizó hacia el fondo del asiento del coche cuanto pudo y allí, con un rápido movimiento, se cubrió el rostro con las dos manos con tal fuerza que sus dedos se pusieron blancos por la presión.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el sarkita.

—Nada.

—Nos ha visto. Va a mandar a todo el planeta detrás de nosotros antes de que hayamos recorrido una milla.

—¿Vas a matar acaso a la Dama de Fife? —preguntó el arcturiano sarcásticamente.

—No, pero podemos estropear su coche. En el tiempo en que llegue a un radio-fono estaremos a salvo.

—No es seguro. —El arcturiano se asomó al interior del coche—. Milady, tengo sólo un momento. ¿Puede usted escucharme?

Samia no se movió.

—Será mejor que me escuche —prosiguió el arcturiano—. Lo siento; la he interrumpido a usted en un momento tierno, pero por suerte este momento me será útil. Obré rápidamente y he registrado la escena en tri-cámara. No es un «bluff». Transmitiré el negativo a un lugar seguro pocos minutos después de haberla dejado y a partir de entonces cualquier interferencia por su parte me obligará a obrar cruelmente. Estoy seguro de que me entiende…

—No dirá nada —dijo alejándose—. Ni una palabra. Vamos, vente conmigo, Edil.

Terens le siguió. No pudo siquiera volver la cabeza hacia el blanco rostro del interior del coche.

Pasase lo que pasase ahora, había realizado un milagro. Durante un momento había besado a la orgullosa dama de Fife, había sentido el blando contacto de sus suaves y fragantes labios.

>