14
El renegado

Selim Junz no había sido nunca un tipo flemático. Un año de desengaños no había ayudado a mejorarlo. No podía saborear un buen vino mientras su orientación mental reposaba sobre bases temblorosas. En una palabra, no era un Ludigan Abel.

Y cuando Junz había proclamado a gritos que bajo ningún concepto se daría a Sark la libertad de raptar y encarcelar a un miembro del CAEI, fuera cual fuese la red de espionaje de Trantor, Abel se había limitado a decir: «Me parece que será mejor que pase la noche aquí, doctor».

—Tengo cosas mejores que hacer —exclamó Junz frenético.

—No lo dudo, hombre, no lo dudo —respondió Abel—. De todos modos, si están apedreando a mis hombres hasta la muerte, Sark tiene que ser osado, desde luego. Hay grandes probabilidades de que le ocurra a usted un accidente antes de que termine la noche. Esperemos, pues, esta noche y veamos qué nos trae el nuevo día.

Las protestas de Junz contra la inacción fueron inútiles. Abel, sin perder siquiera su frío y casi negligente aire de indiferencia, era de repente difícil de oír. Junz se vio acompañado con firme cortesía hasta su habitación.

Ya en la cama, fijó la vista en el techo ligeramente luminoso donde había pintado al fresco una copia mediocremente lograda del cuadro de Lenhaden «Batalla de los Mundos Arcturianos», y supo que no dormiría.

Finalmente hizo una inhalación ligera de gas «somnin» y se quedó dormido antes de necesitar otra. Cinco minutos después, cuando una corriente de aire barrió el anestésico de la habitación, había absorbido el suficiente para asegurarse ocho horas de sueño.

Despertó a la media luz fría de la mañana y miró a Abel.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las seis.

—Se ha levantado temprano —dijo Junz sacando sus huesudas piernas de las ropas.

—No he dormido.

—¿Eh?

—No respondo ya al «antisomnin» como cuando era más joven.

—Si me permite un momento… —murmuró Junz.

Esta vez los preparativos para la mañana no le llevaron mucho más tiempo. Volvió a entrar en la habitación abrochándose el cinturón de su túnica y ajustando el receptor magnético.

—Bien —dijo—, seguramente no se despierta usted a medianoche y me saca de la cama a las seis si no tiene algo que decirme…

—Tiene razón. Tiene razón… —Abel se sentó en la cama que Junz había dejado vacía y echando la cabeza atrás se echó a reír, mostrando los dientes de plástico amarillento sobre unas encías descarnadas—. Perdone, Junz —dijo—. Tampoco yo estoy muy bien. Esta vigilia con drogas me da pesadez de cabeza. Estoy tentado de aconsejar a Trantor que me sustituyan por alguien más joven.

—¿Ha visto usted cómo al final no han conseguido coger al analista del espacio? —dijo Junz con una pizca de sarcasmo mezclada con una vaga esperanza.

—No. Lo siento, pero es así. Me parece que mi satisfacción se debe solamente a que nuestras redes están intactas.

Junz sintió el deseo de decir: «¡Ah, diablos, sus redes!», pero se abstuvo.

—No cabe la menor duda de que sabían que Khorow era uno de nuestros agentes —prosiguió Abel—. Pueden conocer a otros de Florina. Es pez pequeño. Los sarkitas lo sabían y jamás han considerado útil hacer algo más que tenerlos en observación.

—Mataron a uno —hizo observar Junz.

—No es cierto —respondió Abel—. Fue uno de los compañeros del analista del espacio disfrazado de patrullero quien usó el detonador.

—No lo entiendo —dijo Junz mirándolo.

—Es una historia muy complicada. ¿Quiere usted desayunar conmigo? Tengo una urgente necesidad de comer.

Durante el café, Abel contó la historia de lo ocurrido durante las últimas treinta y seis horas.

Junz estaba asombrado. Dejó su taza de café medio llena y volvió al asunto.

—Aun admitiendo que de entre todas las naves se les ocurriese meterse en aquélla, queda en pie el hecho de que podían no haberla descubierto. Si manda usted hombres al encuentro de esta nave en cuanto aterrice…

—¡Bah…! Hay algo mejor que hacer. Lo sabe usted muy bien. No hay nave moderna que no revele en el acto la presencia del exceso de calor de un cuerpo.

—Pudo pasar desapercibido. Los instrumentos serán infalibles, pero los hombres no.

—Un prudente pensamiento. Mire: en el preciso momento en que la nave, con el analista del espacio, se acerca a Sark, llegan informes perfectamente dignos de crédito de que el señor de Fife está reunido en conferencia con los otros Grandes Nobles. Estas conferencias intercontinentales están tan espaciadas como las estrellas de la Galaxia. ¿Coincidencia?

—¿Una conferencia intercontinental sobre el analista del espacio?

—Un tema sin importancia por sí mismo, sí. Pero nosotros le hemos dado importancia. El CAEI ha estado buscándolo desde hace más de un año con una constante obstinación.

—Los Nobles no lo saben y no se lo creerían si se lo dijese. Además, Trantor se ha interesado también.

—A petición mía.

—Tampoco lo saben ni lo creerían.

Junz se levantó y su silla se apartó automáticamente de la mesa. Con las manos enlazadas con fuerza en su espalda, empezó a pasear sobre la alfombra, arriba y abajo. De vez en cuando miraba duramente a Abel.

Abel, imperturbable, se sirvió otra taza de café.

—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Junz.

—¿Todo qué?

—Todo. Cómo y cuándo el analista del espacio se fugó. Cómo y de qué manera el Edil ha estado eludiendo su captura. ¿Es que tiene usted el propósito de engañarme?

—¡Mi querido doctor Junz…!

—Reconoce usted haber tenido hombres buscando al analista del espacio aparte de mí. Se las arregló usted para tenerme fuera de su camino anoche sin dejar nada al azar… —Junz recordó, súbitamente, su inhalación de somnin.

—He pasado la noche en constante comunicación con mis agentes, doctor. Lo que hice y lo que supe entra dentro del epígrafe de, digamos, material clasificado. Tenía que estar usted fuera del camino, pero en seguridad. Todo lo que acabo de decirle lo he sabido esta noche por mis agentes.

—Para enterarse de lo que se ha enterado necesita usted tener espías en el mismo gobierno sarkita.

—Pues… naturalmente.

Junz se volvió rápidamente hacia el gobernador.

—Venga, diga.

—¿Lo encuentra sorprendente? Desde luego. Sark es proverbial por la estabilidad de su gobierno y la lealtad de su pueblo. La razón es bien sencilla, puesto que el más pobre de los sarkitas es un aristócrata comparado con los florinianos y puede considerarse a sí mismo, por falaz que sea la creencia, un miembro de la clase gobernante.

»Considero, sin embargo, que Sark no es el mundo de billonarios que la mayor parte de la Galaxia cree. Un año de residencia puede haberle convencido a usted de ello. Un ochenta por ciento de la población tiene un nivel de vida que está a la par con el de los demás mundos e incluso no mucho más alto que el del propio Florina. Siempre habrá un cierto número de sarkitas que, impelidos por la codicia, sentirán suficiente envidia de los que viven rodeados de lujo, y se presten a mis fines. El gran error del gobierno sarkita es haberse preocupado solamente de la rebelión contra Florina. Han olvidado ocuparse de sí mismos.

—Estos pocos sarkitas, suponiendo que existan —dijo Junz—, no pueden ser de mucha utilidad.

—Individualmente, no. Colectivamente, constituyen instrumentos muy importantes para nuestros hombres más importantes. Hay miembros incluso de la verdadera clase gobernante que han aprendido de memoria la lección de estos dos últimos siglos. Están convencidos de que al final Trantor asumirá el gobierno de toda la Galaxia; y están convencidos, creo, con razón. Sospechan incluso que el verdadero dominio puede establecerse durante el curso de su vida y prefieren establecerse, por adelantado, en el bando del ganador.

—Da usted de la política interestelar la idea de un juego muy sucio —dijo Junz con una mueca.

—Y lo es; pero, renegando de la suciedad, usted no la evita. No todas sus facetas son mera suciedad. Considere al idealista. Considere los pocos hombres del gobierno de Sark que sirven a Trantor no por dinero, ni por promesas de poder, sino únicamente porque creen con sinceridad que un gobierno unificado de la Galaxia es mejor para la humanidad, y que sólo Trantor puede erigir un tal gobierno. Tengo un hombre de ésos a mi servicio, el mejor de todos, del Departamento de Seguridad de Sark, y en este momento está trayendo al Edil.

—Ha dicho usted que le habían capturado —dijo Junz.

—Por el Depsec, sí. Pero mi hombre pertenece al Depsec y es mi hombre —durante un momento Abel frunció el ceño y cambió de tono—. Su utilidad quedará considerablemente reducida después de esto. Una vez deje evadirse al Edil, será para él la destitución en el mejor de los casos y el encarcelamiento en el peor. ¡En fin…!

—¿Qué está usted planeando ahora?

—Apenas lo sé. Primero, tenemos que ver a nuestro Edil. Sólo estoy seguro de su llegada al puerto espacial. Lo que ocurra después…

Abel se estremeció y su vieja y amarillenta piel cobró aspecto de pergamino en los pómulos.

—Los Nobles esperarán también al Edil —añadió—. Tienen la impresión de que le han cogido, y hasta que uno u otro de nosotros le tenga en sus manos no puede ocurrir nada.

Pero esta afirmación era equivocada.

Estrictamente hablando, todas las embajadas extranjeras de la Galaxia mantenían derechos extraterritoriales sobre las áreas inmediatas a su ubicación. En general, esto no tenía otro valor que un piadoso deseo, a excepción de aquellos planetas cuya fuerza inspiraba respeto. En la práctica actual representaba que sólo Trantor podía mantener la independencia de sus enviados.

La Embajada de Trantor cubría cerca de una milla cuadrada y en su interior patrullaban hombres armados con uniforme trantoriano. Ningún sarkita podía entrar allí si no era por invitación, y jamás un sarkita armado bajo ningún pretexto. Desde luego, todos los hombres y las armas de los trantorianos no podrían resistir el ataque de un regimiento armado sarkita más allá de dos o tres horas, pero detrás de aquellas fuerzas estaba todo el poder de represalias del organizado poderío de un millón de mundos.

Permanecía inviolado.

Podía incluso mantener comunicación material con Trantor sin necesidad de pasar por los puertos sarkitas de aterrizaje o entrada. Bajo el control de una nave madre trantoriana que navegaba en el justo límite de las cien millas que marcaban la frontera entre el «espacio planetario» y el «espacio libre», una serie de pequeñas gironaves de grandes palas equipadas para el viaje atmosférico con un mínimo de consumo de energía, podía elevarse y bajar (medio deslizándose, medio cayendo) al pequeño puerto aéreo que se mantenía en los límites de los terrenos de la Embajada.

La giro-nave que aparecía en aquel momento sobre el puerto de la Embajada no era, sin embargo, ni esperada ni trantoriana. Las minúsculas fuerzas de la Embajada fueron rápida y truculentamente puestas en acción. Un cañón aguja apuntó inmediatamente al aire. Las pantallas de energía se levantaron. Circulaban mensajes radiados de una parte a otra. Se transmitían órdenes y empezaba a reinar la confusión. El teniente Camrum se apartó de su instrumento y dijo:

—No sé. Dice que van a borrarlo del cielo dentro de dos minutos si no le dejamos bajar. Apela a la inmunidad.

—¡Seguro! Y entonces Sark reclamará porque intervenimos en su política, y si Trantor decide dejar que se desarrollen los acontecimientos, tú y yo quedaremos borrados del mapa —dijo el capitán Elyut, que acababa de entrar—. ¿Quién es?

—No lo quiere decir —respondió el teniente bastante exasperado—. Dice que tiene que hablar con el embajador. Dígame usted lo que tengo que hacer, capitán.

El receptor de onda corta lanzó unos chasquidos y con una voz medio histérica dijo:

—¿Es que no hay nadie ahí? Voy a bajar, se acabó. ¡Les digo que no puedo esperar ni un momento!

—¡Pardiez, yo conozco esta voz! —dijo el capitán—. ¡Déjele hablar! ¡Bajo mi responsabilidad!

Se transmitieron órdenes. La giro-nave bajó más rápidamente de lo que hubiera debido, pilotada por una mano inexperta y presa de pánico en el control. El cañón-aguja se mantenía sobre el blanco.

El capitán estableció una línea directa con Abel y toda la embajada se movilizó en estado de urgencia. El vuelo de las naves sarkitas que aparecieron en el cielo menos de diez minutos después de haber aterrizado la primera, mantuvo una amenazadora vigilancia durante dos horas y después se marcharon.

Abel, Junz y el recién llegado estaban cenando. Con admirable aplomo, teniendo en cuenta las circunstancias, Abel hizo el papel de anfitrión despreocupado.

Durante dos horas enteras se había abstenido de preguntar por qué un Gran Señor acudía a la inmunidad. Junz fue menos paciente. Le susurró a Abel:

—¿Qué va usted a hacer con él?

—Nada —le contestó Abel con una sonrisa—. Por lo menos antes de saber si tengo a mi Edil o no. Me gusta saber qué juego tengo antes de poner una ficha sobre el tapete. Y puesto que ha acudido a mí, la espera le impacientará más que a nosotros.

Tenía razón. Dos veces el Noble inició un rápido monólogo y dos veces Abel dijo:

—¡Mi querido amigo! Una conversación seria tiene que ser muy desagradable para un estómago vacío… —Sonrió y encargó la cena. Ya con el vino, el Noble intentó nuevamente hablar.

—Deben ustedes querer saber por qué me he marchado del continente de Steen…

—No concibo qué motivos puede tener el señor de Steen para huir de las naves sarkitas —confesó Abel.

Steen le miró fijamente. Su delgada figura y su pálido y demacrado rostro aparecían calculadores. Su largo cabello peinado en largos mechones sujetados por diminutos clips que producían un sonido metálico al rozarse cada vez que movía la cabeza parecían querer llamar la atención hacia el desprecio del peinado corriente sarkita. Sus ropas y su piel despedían una suave fragancia.

Abel, a quien no escapaba la leve forma de apretar los labios de Junz y la rápida manera como el analista del espacio se acariciaba su corto cabello, pensó cuán divertida hubiera sido la reacción de Junz si Steen hubiese aparecido más típicamente ataviado, con las mejillas pintadas de rojo y sortijas en los dedos.

—Hoy ha habido una conferencia intercontinental —dijo Steen.

—¿De veras? —preguntó Abel.

Abel escuchó el relato de la conferencia sin hacer el menor movimiento.

—Y tenemos veinticuatro horas —añadió Steen indignado—. Han pasado ya dieciséis horas. ¡Verdaderamente!

—Y usted es X —exclamó Junz, que se había ido poniendo nervioso durante el relato—. ¡Es usted X! ¡Ha venido aquí porque le han descubierto! Vaya, pues está bien. Abel, aquí tenemos la prueba de la identidad del analista del espacio: podemos utilizarlo para forzar la rendición del hombre.

Steen tenía dificultades para hacerse oír por encima de la voz abaritonada de Junz.

—¡No, de veras…! ¡No, les digo! Está usted loco. ¡Basta! ¡Déjeme hablar, le digo…! Excelencia…, no puedo recordar cómo se llama este hombre.

—Doctor Selim Junz, señor.

—Bien, pues, doctor Selim Junz, jamás en mi vida he visto a este idiota o analista del espacio o lo que pueda ser. ¡De veras! ¡Jamás he oído una tontería parecida! No cabe duda de que no soy X. Les agradeceré que no usen siquiera esa estúpida letra. ¡Imaginan! ¡Dar crédito al estúpido melodrama de Fife!

—¿Por qué ha huido usted, entonces? —dijo Junz agarrándose a esta idea.

—¡Válgame Sark! ¿No está claro? ¡Oh, me estaba ahogando! Mire, ¿no ve usted lo que estaba haciendo Fife?

—Si quiere usted explicarse, señor, no será usted interrumpido —terció Abel lentamente.

—Bien, gracias, por lo menos —continuó con aire de ofendida dignidad—. Los demás no tienen un buen concepto de mí, porque no veo la necesidad de molestarnos con documentos y estadísticas y todos esos horribles detalles. Realmente, ¿para qué sirve el servicio civil, me gustaría saberlo, si un Gran Señor no puede ser un Gran Señor?

»Sin embargo, esto no quiere decir que yo sea un inútil, ¿comprende?, porque me gustan mis comodidades. ¡No! Quizá los demás estén ciegos, pero yo veo claramente que Fife no daría ni un ochavo por el analista del espacio. No creo que exista. Fife tuvo esa idea hace un año y la está explotando desde entonces.

»Nos está tomando por idiotas. ¡De veras! Y los demás lo son. ¡Idiotas repugnantes! Ha inventado toda esa absurda historia de idiotas y analistas del espacio. No me sorprendería que el indígena ese a quien se acusa de estar matando patrulleros a docenas fuese uno de los espías de Fife con peluca roja, o, si es un verdadero indígena, imagino que está a sueldo de Fife.

»¡Esto no se lo tolero a Fife! ¡De veras! Emplea indígenas contra sus semejantes. Esto demuestra lo bajo que es. De todos modos, es obvio que los emplea sólo como excusa para arruinarnos a nosotros y hacerse dictador de Sark. ¿No lo ven ustedes claro?

»No hay tal X ni cosa que se le parezca, pero mañana lanzará una serie de subetéreos hablando de conspiraciones y peligros y se hará declarar Jefe. No hemos tenido Jefe en Sark desde hace quinientos años, pero eso no le detendrá. ¡Que cuelguen de la horca la constitución! ¡De veras!

»Pero yo tengo la intención de detenerlo. Por eso he tenido que marcharme. Si no me hubiese movido de Steen estaría ya en la cárcel.

»En cuanto la conferencia terminó vi el puerto. El personal estaba vigilado y, ya sabe, sus hombres lo habían ocupado. Era un claro desprecio a la autonomía continental y un acto digno de un chiquillo. ¡De veras! Pero por vil que sea no es inteligente. Pensó que alguno de nosotros podría intentar abandonar el continente e hizo vigilar los espacio-puertos, pero —sonrió con una sonrisa de zorra y emitió una especie de risita—, no se le ocurrió hacer vigilar los giro-puertos.

»Probablemente pensó que no había ningún lugar en el planeta que ofreciese seguridad. Pero se me ocurrió pensar en la Embajada de Trantor, lo cual es más de lo que a los otros se les ocurrió. Me cansaron. Especialmente Bort. ¿Conoce a Bort? Es profundamente molesto, y mala persona. Me habla como si fuese algo malo tener aspecto limpio y oler bien.

Se llevó la punta de los dedos a la nariz y olió complacido.

Abel puso suavemente la mano sobre el puño de Junz al ver que éste se agitaba nervioso.

—Ha abandonado a su familia —dijo Abel—. ¿No ha pensado que Fife tiene todavía un arma contra usted?

—Me era un poco difícil apretujar a toda mi gente en la giro-nave —dijo sonrojándose levemente—. Fife no se atreverá a tocarlos. Además, estaré de regreso en Steen mañana.

—¿Cómo? —preguntó Abel.

Steen le miró sorprendido y abrió los labios.

—Vengo a ofrecerle una alianza, Excelencia. No me va a negar que a Trantor le interesa Sark. Con toda seguridad le habrá dicho usted ya a Fife que todo intento de cambiar la constitución de Sark exige la aprobación de Trantor…

—Veo muy difícil la forma en que esto se llevase a cabo, aunque mi gobierno me apoyase —dijo Abel.

—¿Cómo puede no llevarse a cabo? —corrigió Steen indignado—. Si controla todo el comercio de kyrt, hará subir los precios, pedirá concesiones para entrega rápida y todo lo necesario.

—¿No controlan los precios en la actualidad ustedes cinco?

Steen se echó atrás en su silla y contestó:

—¡Verdaderamente…! No conozco los detalles. Pronto me preguntará usted las cifras. ¡Pardiez, es usted tan molesto como Bort! Lo digo en broma, desde luego. Lo que quiero decir es que, con Fife fuera de juego, Trantor puede llegar a un arreglo con nosotros. A cambio de su ayuda, sería muy justo que Trantor obtuviese un tratamiento de favor e incluso un pequeño interés en el comercio.

—¿Y cómo evitaremos que esta intervención se convierta en una guerra universal en la Galaxia?

—¡Oh! Pero… ¿no lo ve? ¡Está claro como el día! No serían ustedes los agresores. No harían más que evitar una guerra civil para salvar el comercio de kyrt de una catástrofe. Yo anunciaré que he acudido a usted en demanda de ayuda. Habrá varios mundos alejados de la agresión. Toda la Galaxia estará de nuestro lado. Desde luego, si más tarde Trantor saca un beneficio de ello…, no es asunto de nadie. ¡De veras!

Abel juntó sus roídas uñas y las miró.

—No puedo creer que quiera usted realmente unir sus fuerzas a Trantor —dijo.

Un destello de profundo odio pasó fugazmente por los ojos de Steen.

—Antes Trantor que Fife…

—No me gusta amenazar con la fuerza —dijo Abel—. Podríamos esperar a que los acontecimientos se desarrollasen un poco…

—¡No, no! —exclamó Steen—. ¡Ni un día! Si no se muestra usted firme ahora será demasiado tarde. Una vez haya franqueado la línea crítica será demasiado tarde y no podrá retroceder sin perder la dignidad. Si me ayuda usted ahora, el puesto de Steen estará detrás de mí y los otros Grandes Señores se unirán a nosotros. Si espera usted un solo día el molino de la propaganda de Fife puede empezar a moler. Me considerarán un renegado. ¡De veras! ¡Yo! ¡Un renegado! Echará mano de todos los prejuicios anti-Trantor de que pueda disponer y, ya lo sabe usted, sin ánimo de ofender, no son pocos.

—¿Supongamos que le pidiésemos permiso para interrogar al analista del espacio?

—¿De qué serviría eso? Jugará las dos barajas. Nos dirá que el idiota floriniano es un analista del espacio, pero a ustedes les dirá que el analista del espacio es un idiota floriniano. No conoce usted a ese hombre. ¡Es horrible!

Abel reflexionó marcando el compás lentamente con el índice.

—Tenemos al Edil, sabe usted…

—¿Qué Edil?

—El que mató a los patrulleros y al sarkita.

—¡Ah! ¿De veras? ¡Oh…! ¿Cree usted que a Fife le va a importar eso si se trata de apoderarse de todo Sark?

—Sí, lo creo. No es sólo que tengamos al Edil, ¿comprende?, se trata de las circunstancias de su captura. Me parece, Steen, que Fife me escuchará atentamente…, y con humildad, además.

Por primera vez desde que conocía a Abel, Junz sintió la frialdad disminuir en el tono de su voz, y ser sustituida por un tono de satisfacción, casi de triunfo.

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