Las luces del puerto iban aumentando de intensidad a medida que se oscurecía el crepúsculo. En ninguna hora del día la iluminación se apartaba de la normal establecida para la última hora de la tarde. En el Puerto 9, como en todos los demás puertos de yates de Ciudad Alta, era de día durante toda la rotación de Florina. La intensidad de la luz podía adquirir una brillantez inusitada bajo el sol de mediodía, pero ése era el único cambio.
Marjis Genro podía decir que el día propiamente dicho había terminado porque al entrar en el puerto había dejado tras él las luces de colores de la Ciudad. Éstas brillaban con el cielo que iba oscureciendo, pero no tenían la pretensión de sustituir el día.
Genro se detuvo en la entrada principal y no pareció quedar en lo más mínimo impresionado por la gigantesca herradura con las tres docenas de hangares y cinco pozos de despegue. Formaban parte de él como formaban parte de cualquier navegante experimentado.
Sacó un cigarrillo de color violeta con el extremo envuelto en una delicada película de kyrt plateado y se lo puso en los labios. Protegió con sus manos juntas el extremo exterior y le vio cobrar una vida verdosa mientras inhalaba. Ardía lentamente y no dejaba ceniza. Un humo esmeralda salía por los agujeros de su nariz.
—¡Todo como siempre! —murmuró.
Un miembro del club vestido de yachtman, sólo con una discreta letra en el único botón de la guerrera para indicar que era miembro del comité, se había adelantado para recibir a Genro, evitando cuidadosamente dar una sensación de prisa.
—¡Ah, Genro! ¿Y por qué no estaría todo al corriente?
—¡Hola, Doty! Sólo estaba pensando que, con todo este alboroto que arma, a algún brillante cerebro se le podría ocurrir cerrar los puertos. Gracias a Sark no ha sido así.
—Todavía puede ocurrir, ¿sabes? —dijo el miembro del comité—. ¿Conoces la última?
—¿Cómo puedes decir si es la última o la penúltima? —dijo Genro.
—Bien. ¿Te has enterado de que lo del indígena ya es definitivo? ¡El asesino!
—¿Quieres decir que lo han detenido? No lo sabía.
—No, no lo han detenido. Pero ya saben que no está en Ciudad Baja.
—Pues… ¿dónde está entonces?
—En Ciudad Alta. Aquí.
—¡Vamos…! —dijo Genro abriendo los ojos con incredulidad.
—Pues sí —dijo el miembro del comité, un poco ofendido—. Estoy seguro. Los patrulleros andan rondando arriba, y abajo por Kyrt Highway. Han cercado City Park y usan Central Arena como punto de coordinación. Todo eso es auténtico.
—Bien, quizá. —Los ojos de Genro recorrían las naves, inmóviles en sus hangares—. No había estado en el 9 desde hacía meses. ¿Hay alguna nave nueva aquí?
—No. Bueno, sí, está el Flame Arrow de Hjordes.
—Ya la he visto —dijo Genro moviendo la cabeza—. No es más que cromo y nada más. Me molesta pensar que tendré que acabar diseñando la mía.
—¿Vas a vender Comet V?
—Venderlo o desguazarlo. Estoy cansado de estos últimos módulos. Son demasiado automáticos. Con sus relevos automáticos y sus compensadores de trayectoria están matando el deporte.
—He oído decir lo mismo a otros —asintió el miembro del comité—. Si oigo hablar de algún viejo modelo en venta, te avisaré.
—Gracias. ¿Te importa que dé una vuelta por aquí?
—De ninguna manera. Ve —dijo el otro; y saludándolo con un gesto de la mano se alejó.
Genro emprendió su visita con el cigarrillo medio consumido en un lado de la boca. Se detuvo en cada hangar ocupado estudiando atentamente su contenido.
En el hangar 26 desplegó un más profundo interés. Se inclinó sobre la valla baja e interpeló:
—¡Oiga…! —Lo hizo en tono de perfecta cortesía, pero al cabo de unos instantes tuvo que repetirlo con más fuerza y menos cortesía.
El hombre que apareció no tenía un aspecto impresionante. En primer lugar no llevaba uniforme de yachtman.
En segundo, necesitaba afeitarse y la repelente gorra que llevaba se inclinaba sin la menor elegancia. Parecía cubrir la mitad de su rostro. Finalmente, adoptaba una actitud de peculiar y sospechosa cautela.
—Soy Marjis Genro —dijo éste—. ¿Es suya esta nave?
—Sí, señor —respondió el hombre fríamente.
Genro no hizo caso de su tono. Echó la cabeza atrás y estudió cuidadosamente las líneas de la nave. Se quitó lo que quedaba del cigarrillo de los labios y lo lanzó al aire. No había alcanzado todavía la máxima altura de su arco cuando con un leve destello se desvaneció.
—¿Le importaría que entrase? —preguntó Genro.
El hombre vaciló un instante y se echó a un lado. Genro entró.
—¿Qué clase de motor lleva esta embarcación? —preguntó.
—¿Por qué lo pregunta usted?
Genro era alto, tenía la piel y los ojos oscuros y llevaba el cabello encrespado y corto. Le pasaba al otro media cabeza, y su sonrisa dejaba aparecer unos dientes blancos y espaciados.
—Para serle completamente franco —respondió—, deseo comprar una nueva embarcación.
—¿Quiere usted decir que le interesa ésta?
—No sé. Algo por este estilo, quizá, si el precio es justo. Pero no sé si le molestaría que mirase los controles y motores…
El hombre permanecía silencioso. La voz de Genro adquirió un tono más frío.
—Como quiera, desde luego… —Y dio media vuelta.
—Quizá vendería… —dijo el hombre. Buscó en sus bolsillos—. Aquí está la patente —añadió.
Genro la examinó por todas partes con ojos experimentados.
—¿Es usted Deamone? —preguntó devolviéndosela.
El hombre asintió.
—Puede usted entrar si quiere.
Genro examinó brevemente el gran cronómetro de a bordo, las palancas fosforescentes que relucían brillantemente incluso bajo la luz del día que indicaba la segunda hora después de la puesta de sol.
—Gracias. ¿Quiere mostrarme el camino?
El hombre buscó nuevamente en sus bolsillos y le tendió un manojo de llaves.
Subieron la corta rampa que llevaba a la compuerta de aire y entraron. Lenta y silenciosamente, la compuerta se abrió y Genro penetró en la oscuridad. La luz roja de la compuerta se encendió automáticamente mientras la puerta se cerraba tras ellos. La puerta interior se abrió y mientras entraban en la nave se encendieron las luces blancas en toda su longitud.
Myrlyn Terens no tenía elección. No recordaba ya los remotos tiempos en que la palabra «elección» existía.
Durante largas y desesperadas horas había estado cerca de la nave de Deamone esperando e incapaz de hacer otra cosa. Hasta entonces no le había llevado a nada. No veía que pudiese llevarle a otra cosa que a su detención.
Y entonces aquel desconocido había llegado para mirar la nave. Tratar siquiera con él era una locura. Le sería imposible mantener la impostura estando en contacto con él. Pero tampoco podía permanecer donde estaba.
Por lo menos en el interior de la nave podía haber comida. Era extraño que no se le hubiese ocurrido antes. Y la había.
—Es cerca de la hora de cenar —dijo Terens—. ¿Querría usted comer algo?
El desconocido no le había mirado ni por encima del hombro.
—Pues…, quizá más tarde. Gracias.
Terens no insistió. Le dejó estudiar la nave y se dedicó a la carne envasada y las frutas envueltas en celulita.
Bebió con sed. Frente a la cocina había una ducha. Se encerró en ella y se duchó. Era un placer poderse quitar aquel gorro, aunque fuese temporalmente. Encontró incluso un estrecho armario en el que pudo cambiarse de ropa.
Cuando Genro regresó era mucho más dueño de sí mismo.
—Oiga, ¿le importaría que pilote? —dijo.
—No hay inconveniente. ¿Sabe usted gobernar este modelo? —preguntó Terens con una perfecta imitación de la indiferencia.
—Así lo creo —dijo el otro con una sonrisa—. Me vanaglorio de poder gobernar cualquier tipo de nave normal. De todos modos, me he tomado la libertad de llamar a la torre de control y hay un pozo de despegue disponible. Aquí tiene usted mi título de navegante si quiere examinarlo antes de que salga.
Terens le dirigió una mirada tan breve como la que Genro había dirigido al suyo.
—Los controles son suyos —dijo.
La nave salió del hangar deslizándose como una ballena aérea, avanzando lentamente, limpiando tres pulgadas de profundidad de la arcilla del campo con su casco diamagnético.
Terens observaba a Genro manejar los controles con una precisión matemática. La nave era un ser vivo bajo sus manos. La reducida imagen del campo reflejada en el visor cambiaba con cada maniobra y cada contacto.
La nave se detuvo asomando la punta en el pozo de lanzamiento. El campo diamagnético iba extendiéndose progresivamente hacia la proa de la nave que empezaba a elevarse. Terens no se dio cuenta de ello cuando la cabina del piloto giró sobre aros de suspensión universal para alcanzar la gravedad de lanzamiento.
Majestuosamente los rebordes laterales de la nave encajaron con las ranuras del pozo. Se mantuvo erguida, señalando el cielo.
La tapa de duralita del pozo de lanzamiento retrocedió en su encaje mostrando la superficie neutralizada de cien yardas de profundidad que recibía las primeras descargas de energía de los motores hiperatómicos.
Genro mantenía un misterioso cambio de información con la torre de control. Finalmente, dijo:
—Diez segundos para el lanzamiento…
Una columna roja ascendente del interior de un tubo de cuarzo iba marcando los segundos transcurridos. Al establecer el contacto el primer empuje de energía les echó atrás.
Terens sintió que aumentaba de peso y empujaba contra el asiento, y el pánico se apoderó de él.
—¿Cómo va eso?
Genro parecía insensible a la aceleración. Su voz tenía la entonación natural cuando contestó:
—Moderadamente bien.
Terens se echó atrás en su asiento tratando de abandonarse a la presión, contemplando las estrellas en el visor, mientras se iban haciendo duras y brillantes a medida que la atmósfera se desvanecía entre la nave y ellas. El kyrt que llevaba tocando a la piel estaba frío y húmedo.
Estaban ya en el espacio. Genro iba poniendo la nave a su marcha normal. Terens hubiera sido incapaz de darse cuenta de ello, pero veía las estrellas cruzar rápidamente el visor mientras los afilados dedos del yachtman manejaban los controles como si fuesen las teclas de algún instrumento musical. Finalmente, el voluminoso segmento anaranjado de un globo llenó la clara superficie del visor.
—No está mal —dijo Genro—. Tiene usted la nave en buen estado, Deamone. Es pequeña, pero tiene sus cualidades.
—Supongo que querrá usted comprobar su velocidad y su capacidad de salto —dijo Terens cautelosamente—. Puede hacerlo si quiere, no tengo inconveniente.
—Muy bien —asintió Genro—. ¿Dónde propone usted que vayamos? ¿Qué le parece…? —Vaciló, y por fin dijo—: Bien…, ¿por qué no Sark?
La respiración de Terens se aceleró ligeramente. Lo había esperado. Estaba a punto de creer que vivía en un mundo de magia. Era curioso cómo las cosas forzaban sus actos, aun sin darse cuenta de ello. No hubiera sido difícil convencerle de que no eran las «cosas», sino el destino el que dictaba las jugadas. Su infancia se había desarrollado en la superstición de que los Nobles se criaban entre los indígenas y estas cosas son difíciles de dominar. En Sark estaba Rik, con su memoria, a la que iba recuperando. El juego no había terminado.
—¿Por qué no, Genro? —dijo con calor.
—A Sark, pues —dijo Genro.
Con el aumento de velocidad el globo de Florina desapareció del campo visual del visor y reaparecieron las estrellas.
—¿Cuál es su mejor recorrido Sark-Florina? —preguntó Genro.
—Nada que haya batido el récord. Un tiempo medio.
—¿Entonces lo ha hecho en menos de seis horas?
—En alguna ocasión, sí.
—¿Tiene algún inconveniente en que pruebe de hacerlo en cinco?
—Ninguno —dijo Terens.
Se necesitaron horas para alcanzar un punto suficientemente alejado de la distorsión de la masa estelar del espacio para hacer posible el salto.
Terens encontraba aquel estado de vigilia una tortura. Aquélla era la tercera noche que no había dormido, o muy poco, y la tensión de los días acentuaba la falta de reposo. Genro le miró de soslayo.
—¿Por qué no se duerme?
Terens hizo un esfuerzo por dar una expresión de vivacidad a sus cansados músculos faciales.
—No es nada –dijo—. Nada…
Bostezaba prodigiosamente y se excusó sonriendo. El yachtman volvió a sus instrumentos y los ojos de Terens se nublaron de nuevo.
Los asientos de las naves del espacio son cómodos por necesidad. Tienen que proteger a las personas contra la aceleración. Un hombre que no esté particularmente cansado puede con mucha facilidad quedarse dormido en ellos. Terens, que hubiera sido capaz de dormir sobre un montón de cristal roto, no se enteró nunca de que hubiesen pasado la línea fronteriza.
Durmió apacible y profundamente. No se movía; no daba más signo de vida que su acompasada respiración cuando le quitaron el casco de la cabeza.
Se despertó lentamente. Durante varios minutos no tuvo la menor noción de dónde se encontraba. Creyó estar de nuevo en su casa de Edil. La verdadera situación fue apareciendo paulatinamente en su cerebro. Pudo incluso sonreír a Genro, que seguía atento a sus controles, y decirle:
—Me parece que me he quedado dormido.
—Me parece que sí. Aquí está Sark —dijo Genro señalando un amplio creciente blanco en el visor.
—¿Cuándo aterrizamos?
—Cosa de una hora…
Terens estaba lo bastante despierto ya para observar un cambio de actitud en su compañero. Fue para él una impresión que lo dejó helado darse cuenta de que el objeto de acero gris que Genro tenía en la mano resultaba ser el afilado cañón de una pistola-aguja.
—¿Qué diablos…? —dijo Terens poniéndose de pie.
—¡Siéntese! —dijo Genro lentamente. En la otra mano llevaba un casco craneal.
Terens se llevó la mano a la cabeza y vio que sus dedos sólo agarraban su cabello arenoso.
—Sí —dijo Genro—. La cosa está clara. Eres un indígena.
Terens le miraba sin decir nada.
—Sabía que eras un indígena incluso antes de entrar en la nave del pobre Deamone.
Terens tenía la boca seca como el algodón y le ardían los ojos. Miraba el diminuto orificio del cañón de la pistola de aguja y esperaba ver salir de él de un momento a otro un destello silencioso. Había llegado lejos, muy lejos…, y al final había perdido la partida.
Genro no parecía tener prisa. Seguía sosteniendo su pistola de aguja y sus palabras mantenían la misma calma.
—Tu error básico, Edil, fue creer que podías burlar indefinidamente a una policía organizada. Aun así, habrías obrado mucho mejor si no hubieses fijado tu desafortunada elección en Deamone como víctima.
—No le elegí.
—Entonces llámalo mala suerte. Alstare Deamone estaba en City Park hace unas doce horas esperando a su mujer. No había otra razón más que la sentimental para que se encontrase allí accidentalmente y cada año se encontraban en el mismo lugar el día del aniversario de su encuentro. Esta especie de ceremonia entre maridos y mujeres casados no tiene nada de original, pero a ellos les parecía importante. Desde luego, Deamone no pensó jamás que lo solitario de aquel lugar pudiese hacerle fácil víctima de un crimen. ¿Quién hubiera creído eso en Ciudad Alta?
»Era una secuencia normal de acontecimientos que el crimen hubiese podido no descubrirse hasta al cabo de varios días, pero la esposa de Deamone se encontraba en el lugar del suceso a la media hora de haber ocurrido. El hecho de que su marido no estuviese allí la sorprendió. No era hombre, dijo, de marcharse furioso porque ella se hubiese retrasado unos instantes. Le ocurría con frecuencia. Debió incluso suponerlo. Se le ocurrió pensar que podía estar esperándola dentro de “su cueva”.
»Deamone había estado esperándola fuera de “su cueva”, en efecto. Era la más cercana al lugar de la agresión y aquella a la que arrastraron su cuerpo. Su mujer entró en la cueva y encontró…, en fin, ya sabes lo que encontró. Consiguió comunicar la noticia al Cuerpo de Patrulleros a través de nuestras oficinas del Depsec, pese a que se expresaba casi incoherentemente por la emoción.
»¿Qué impresión produce, Edil, matar a un hombre a sangre fría y dejar el cuerpo para que lo encuentre su mujer en un lugar lleno de románticos recuerdos para ambos?
Terens se ahogaba. Trató de respirar a través de un rojo velo de rabia y decepción.
—Vosotros los sarkitas habéis matado millones de florinianos. Mujeres, niños. Os habéis enriquecido a costa de nosotros. Este yate…
Fue todo lo que pudo decir.
—Deamone no tenía la responsabilidad del estado de cosas que encontró al nacer —dijo Genro—. Si hubieses nacido sarkita, ¿qué hubieras hecho? ¿Renunciar a tus tierras, si las tenías, e ir a trabajar a los campos de kyrt?
—Bien, entonces, dispara —dijo Terens—. ¿A qué esperas?
—No hay prisa. Tenemos mucho tiempo para poder terminar mi historia. No estábamos seguros de la identidad de la víctima ni de la del asesino, pero había grandes probabilidades de que fueseis Deamone y tú. Nos parecía claro porque las cenizas que encontramos al lado del cuerpo eran las del uniforme de patrullero que usabas para disfrazarte de sarkita. Nos parecía además probable que fueses hacia el yate de Deamone. No exageres nuestra estupidez, Edil.
»La cosa era todavía más compleja. Eras un hombre desesperado. Hubiera sido insuficiente encontrar tu pista. Ibas armado y sin duda te hubieras suicidado si te hubiésemos acorralado. Esto era lo que no queríamos. Te necesitaban en Sark y te necesitaban en buen estado.
»A mi modo de ver era un asunto particularmente delicado y necesitaba convencer al Depsec de que podía resolverlo yo solo y llevarte a Sark sin ruido ni dificultad. Tendrás que reconocer que eso es precisamente lo que estoy haciendo.
»Para decirte la verdad, te confesaré que al principio me preguntaba si eras nuestro hombre. Ibas vestido con las ropas corrientes de los empleados de los puertos del espacio. Era de un mal gusto increíble. A nadie se le ocurriría, pensé, suplantar a un yachtman sin el traje adecuado. Pensé que lo hacías deliberadamente, llevándonos a detenerte a ti mientras el verdadero culpable se escapaba en otra dirección.
»Vacilé y te sometí a otras pruebas. Traté de usar una llave equivocada de la nave. No hay nave inventada que se abra por la parte derecha de la compuerta de aire. Se abren siempre e invariablemente por el lado izquierdo. No mostraste ninguna sorpresa ante mi error. Ni la más mínima. Entonces pregunté si habías hecho el recorrido Sark-Florina en menos de seis horas y contestaste que, ocasionalmente, sí. Era extraordinario. El récord de duración mínima es de 9 horas.
»Decidí que no podías ser un señuelo. La ignorancia era demasiado clara. Tu ignorancia tenía que ser natural y tú eras el hombre que buscábamos. Era, pues, cuestión tan sólo de que te quedases dormido (y tu rostro demostraba con claridad que necesitabas dormir), desarmarte y tenerte a raya con el arma apropiada. Te quité el casco más por curiosidad que por otra cosa. Quería ver qué aspecto tenía un traje sarkita con una cabeza roja emergiendo de él.
Terens tenía la vista fija en el arma. Quizá Genro vio los músculos de su mandíbula contraerse. Quizá tan sólo supuso lo que Terens estaba pensando.
—Desde luego no tengo que matarte, aunque me atacases. No puedo matarte ni en legítima defensa, pero no creas que esto te da ninguna ventaja. Haz un movimiento y te parto una pierna.
El impulso de luchar se desvaneció en Terens. Se llevó las palmas de las manos a la frente y permaneció inmóvil.
—¿Sabes por qué te digo todo esto? —preguntó Genro.
Terens no contestó.
—Primero —prosiguió Genro—, porque verdaderamente gozo viéndote sufrir. Detesto a los asesinos y especialmente a los indígenas que matan a sarkitas. Tengo orden de entregarte vivo, pero ninguna orden me obliga a hacerte el viaje agradable. Segundo, porque es necesario que estés bien al corriente de la situación, ya que, en cuanto aterricemos en Sark, los siguientes pasos serán cosa tuya…
—¿Cómo…? —exclamó Terens levantando la vista.
—El Depsec sabe que llegamos. El centro regional de Florina mandó la noticia en cuanto salimos de la atmósfera de Florina. Puedes estar seguro de ello. Pero ya te he dicho que tuve que convencer al Depsec de que podía resolver solo el asunto y toda la diferencia estriba en el hecho de que lo he conseguido.
—No lo entiendo —dijo Terens desesperado.
—He dicho —respondió Genro con calma— que querían que te llevase a Sark, te querían en perfecto estado. Pero no me refiero al Depsec, me refiero a Trantor.
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