9
El señor

El Señor de Fife era el individuo más importante de Sark, y por esta razón no le gustaba que le viesen de pie.

Como su hija, era bajo, pero, al contrario que ella, no era perfectamente proporcionado, ya que su falta de estatura residía principalmente en sus piernas. Su rostro era incluso robusto y su cabeza indudablemente majestuosa, pero todo su cuerpo descansaba sobre unas piernas diminutas que tenían que hacer un esfuerzo para llevarlo.

Estaba, pues, sentado detrás de su mesa de trabajo y, a excepción de su hija, sus sirvientes personales y, cuando estaba en vida, su esposa, nadie le había visto nunca en otra posición.

Allí parecía el hombre que era, con su enorme cabeza de amplia boca casi sin labios, su dilatada nariz y su partida y avanzada barbilla que podía parecer alternativamente benigna o inflexible. Llevaba el cabello echado hacia atrás y, prescindiendo de la moda, le caía hasta casi los hombros con tonalidades negro-azuladas sin el menor toque de gris. Una sombra azulada marcaba los lugares de sus mejillas, labios y barbilla donde el barbero floriniano ejercía sus funciones dos veces al día.

El Señor adoptaba una actitud estudiada y lo sabía. Había aprendido a controlar su rostro y mantenía sus manos de cortos dedos apoyadas en la superficie de la mesa completamente desnuda. No había sobre ella un papel, un tubo de comunicación, ni un adorno. Por esta misma simplicidad la presencia del Señor quedaba realzada.

Hablaba con su pálido secretario, de un blanco de pez, en el tono especial y sin vida que reservaba a los empleados civiles de Florina.

—¿Presumo que han aceptado?

No le cabía duda acerca de la respuesta. En el mismo tono sin vida, el secretario respondió:

—El Señor de Bort ha declarado que la urgencia de asuntos anteriores le impedía acudir antes de las tres.

—¿Y qué le ha dicho usted…?

—Le he dicho que la naturaleza de este asunto hacía desaconsejable cualquier retraso.

—¿El resultado?

—Estará aquí, señor. Los demás han aceptado sin reservas.

Fife sonrió. Media hora antes o después no tenía importancia; era una cuestión de principios, nada más. Los Grandes Señores eran demasiado susceptibles en cuestión de independencia y esta independencia había que mantenerla.

Ahora esperaba. La habitación era grande. Los lugares para los demás estaban preparados. El voluminoso cronómetro, cuya diminuta chispa de radiactividad no había fallado desde hacía mil años, marcaba las dos veintiún minutos.

¡Qué explosión durante los dos últimos días! El viejo cronómetro podía ahora ser testigo de acontecimientos iguales a los del pasado.

Y sin embargo, el cronómetro había visto muchas cosas durante su vida. Cuando contó sus primeros minutos, Sark era un nuevo mundo de flamantes ciudades con dudosos contactos con otros mundos más antiguos. El instrumento estaba entonces colgado en la pared del viejo edificio de ladrillos que hoy estaban reducidos a polvo. Había lanzado incluso su voz durante tres cortos «imperios» sarkitas, cuando los indisciplinados soldados de Sark conseguían gobernar durante períodos más o menos largos media docena de mundos circundantes. Sus átomos radiactivos habían hecho explosión durante dos períodos, en que las flotas de los mundos vecinos dictaron su política sobre Sark.

Hacía quinientos años, había marcado el tiempo cuando Sark descubrió que el mundo más cercano a él, Florina, poseía en su suelo un tesoro. Marcó pausadamente los minutos durante dos guerras victoriosas y señaló la hora del restablecimiento de la paz. Sark había abandonado el imperio, absorbido estrechamente Florina y alcanzado el poderío de una forma que ni siquiera Trantor podía igualar.

Trantor anhelaba poseer Florina y otras potencias la habían anhelado también. Los siglos habían definido Florina como un mundo hacia el cual se tendían codiciosas todas la manos en el espacio. Pero había sido Sark el mundo que lo había agarrado y Sark, antes que soltar su presa, aceptaría una guerra en la Galaxia.

¡Trantor lo sabía! ¡Trantor lo sabía!

Era como si el silencioso cronómetro entonase una canción de cuna en el cerebro del Señor.

Eran las dos veintitrés.

Hacía cerca de un año que los cinco Grandes Señores de Sark se habían reunido. Entonces, como ahora, se reunieron en el gran vestíbulo. Entonces como ahora, los Señores, diseminados por la faz del planeta, cada cual en su propio continente, se habían reunido en personificación trifásica.

En sentido lato, equivalía a una televisión tridimensional de tamaño natural con sonido y color. El duplicado podía encontrarse en cualquier casa acomodada de Sark. Donde iba más allá de lo ordinario era en la carencia de todo receptor visible. A excepción de Fife, los Señores presentes lo estaban en todos los sentidos, salvo en el de la realidad tridimensional.

El cuerpo del Señor de Rune estaba sentado en las Antípodas, el único continente en el cual en aquellos momentos era de noche. El área cúbica que rodeaba inmediatamente su imagen en el despacho de Fife tenía el frío y blanco brillo de la luz artificial, atenuado por la brillante luz del día que la rodeaba.

Reunidos en una habitación, en cuerpo o en imagen, estaba todo Sark. Era una curiosa y no demasiado heroica personificación del planeta. Rune era calvo y colorado, mientras Balle era arrugado y gris. Steen iba empolvado y pintado y tenía la desesperada sonrisa del hombre agotado que pretende aparentar una fuerza que no tiene ya, y Bort delataba su indiferencia hacia las comodidades humanas con su barba de dos días y sus uñas sucias.

Y sin embargo, eran los cinco Grandes Señores.

Eran las cumbres de tres categorías de poderes reinantes en Sark. El más bajo era, desde luego, el Servicio Civil de Florina, que permanecía estático ante todas las vicisitudes que marcaban el alza y baja de las nobles casas de Sark. Eran ellos quienes engrasaban los ejes y hacían funcionar los engranajes del gobierno. Por encima de ellos estaban los ministros y jefes de departamento nombrados por el hereditario (e inofensivo) Jefe del Estado. Sus nombres y el mismo Jefe debían constar necesariamente en todos los documentos oficiales para darles validez, pero sus únicos deberes eran estampar firmas.

La más alta categoría estaba formada por estos cinco, cada uno de los cuales disponía de un continente con la tácita autorización de los otros cuatro. Eran cabezas de familia que controlaban el mayor volumen del comercio de kyrt y de los ingresos de él derivados. En realidad era el dinero lo que daba el poder y, eventualmente, dictaba la política de Sark y ellos lo tenían. Y, de los cinco, era Fife el que tenía más.

El Señor de Fife se había reunido con ellos aquel día, hacía cerca de un año, y dirigiéndose a los dueños del planeta que ocupaba el segundo lugar en la Galaxia en orden de riqueza, les había dicho:

—He recibido un curioso mensaje.

Nadie dijo nada. Esperaban.

Fife tendió una película de metalite a su secretario, el cual fue de una figura sentada a otra, levantándolo para que pudieran verlo bien y permaneciendo el tiempo necesario para que lo leyesen.

Para cada uno de los cuatro que asistían a la conferencia en el despacho de Fife sólo él era real, y los otros, incluyendo a Fife, sombras. La película de metalite era una sombra también. Sólo podían permanecer sentados y observar los rayos de luz que atravesaban los vastos sectores mundiales desde el continente de Fife a los de Balle, Bort, Steen y el continente insular de Rune. Los mundos que leían eran sombras en la sombra.

Sólo Bort, poco dado a la sutileza, lo olvidó y tendió la mano para coger el mensaje. Inmediatamente se sonrojó, y en el acto retiró la mano.

—Bien, ya lo han visto ustedes —dijo Fife—. Si no tienen inconveniente, voy ahora a leerlo en voz alta a fin de que consideren ustedes su significado.

Se inclinó adelante, y su secretario, apresurando el paso, consiguió colocar la película en la posición conveniente para que Fife pudiese cogerla sin perder un instante.

Fife leía pausadamente, dando un tono dramático a las palabras, como si el mensaje fuese suyo y gozase proclamándolo.

—Éste es el mensaje —dijo—. «Eres el Gran Señor de Sark y nadie puede competir contigo en poderío y riqueza, y sin embargo, este poderío y esta riqueza reposan sobre frágiles fundamentos. Puedes creer que una producción planetaria de kyrt como la que existe en Florina no es, bajo ningún concepto, unos frágiles cimientos, pero ¿te has preguntado hasta cuándo existirá Florina? ¿Para siempre?

»¡No! Florina puede ser destruido mañana. Puede existir durante mil años. De los dos casos, es más probable que sea destruido mañana. No por mí desde luego, sino de una forma que no podemos predecir ni evitar.

»Considera esta destrucción. Considera, también, que tu poderío y tu riqueza han terminado ya, porque pido la mayor parte de ellos. Tendrás tiempo para pensar en ello, pero no demasiado.

»Trata de esperar demasiado y anunciaré a toda la Galaxia, y particularmente a Florina, la verdad acerca de la destrucción que os aguarda. Después de esto no habrá más kyrt, ni poderío, ni riqueza. Tampoco para mí, pero yo ya estoy acostumbrado a ello. Tampoco para vosotros, y esto será extremadamente grave, porque habéis nacido en medio de grandes riquezas.

»Dadme la mayor parte de vuestras propiedades en la cantidad y la forma que os dictaré en el próximo futuro y permaneceréis en posesión de lo que os quede. No os quedará gran cosa comparado con lo que poseéis hoy, desde luego, pero siempre será más que nada, como ocurrirá en caso contrario. No despreciéis tampoco este remanente. Florina puede durar tanto como vuestra vida, y viviréis, si no pródigamente, por lo menos con comodidad».

Fife había terminado. Dio vuelta al mensaje en sus manos y lo dobló suavemente dentro de un cilindro plateado transparente, a través del cual las letras esparcidas aparecían en un rojo opaco. Con su voz más natural, dijo:

—Es una carta divertida. No lleva firma y el estilo de la carta, como habéis oído, es soberbio y ampuloso. ¿Qué pensáis de eso, Señores?

En el rudo rostro de Rune se pintaba el descontento.

—A todas luces es obra de un hombre que no está lejos de la psicosis. Escribe como si fuera una novela histórica. Francamente, Fife, no considero que esta porquería sea una excusa lógica para romper nuestras tradiciones de autonomía continental reuniéndonos a todos, y no me gusta que todo esto tenga lugar en presencia de tu secretario.

—¿Mi secretario? ¿Porque es floriniano? ¿Temes acaso que su mente se inquiete por esta tontería? ¡Absurdo! —Su tono pasaba del humorístico a las escuetas sílabas de mando—. Vuélvete al Señor de Rune.

El secretario obedeció. Tenía los ojos discretamente bajos y su blanco rostro permanecía inalterable. Parecía casi ajeno a la vida.

—Este floriniano —dijo Fife, indiferente a su presencia—, es mi secretario particular. No se separa nunca de mí ni tiene contacto con sus semejantes. Pero no por eso es absolutamente digno de confianza. Miradlo. Mirad sus ojos. ¿No veis claramente que ha pasado por la prueba psíquica? Es incapaz de cualquier idea que fuese ni remotamente desleal para conmigo. Sin ánimo de ofenderos, diría que antes confiaría en él que en ninguno de vosotros.

—No te censuro —dijo Bort, echándose a reír—. Ninguno de nosotros te debe la lealtad de un servidor floriniano sometido a prueba.

Steen se agitaba en su sillón como si fuese calentándose gradualmente.

Ninguno de ellos hizo la menor objeción al uso de la prueba psíquica sobre sus servidores personales. A Fife le hubiera sorprendido profundamente que no hubiese sido así. El uso de la prueba psíquica por cualquier otra razón que el tratamiento de un desarreglo mental estaba prohibido. O la supresión de instintos criminales.

Estrictamente hablando, les estaba prohibido incluso a los Grandes Señores.

Y sin embargo, Fife lo empleaba siempre que lo juzgaba necesario, especialmente cuando el sujeto era floriniano. La prueba en un sarkita era un asunto mucho más delicado. El Señor de Steen, cuya agitación al oír hablar de la prueba no había pasado desapercibida para Fife, tenía la reputación de utilizar la prueba sobre los florinianos de ambos sexos con fines muy ajenos a los del secretario.

—Ahora bien —prosiguió Fife, juntando sus gruesos dedos—; no os he reunido aquí para leeros esta estúpida carta. Eso, espero, está entendido. Temo, sin embargo, que tengamos un importante problema entre manos. Antes que nada me pregunto ¿por qué preocuparme sólo por mí? Soy el más rico de los Señores, desde luego, pero yo solo no controlo más que una tercera parte del comercio de kyrt. Juntos los cinco, lo controlamos todo. Es muy fácil hacer cinco celocopias de una carta, tan fácil como hacer una sola.

—Empleas demasiadas palabras —murmuró Bort—. ¿Qué quieres?

Los marchitos e incoloros labios de Balle se agitaron en su rostro gris y taciturno.

—Quiere saber, Señor de Bort, si hemos recibido copia de la carta.

—Deja que lo diga él.

—Me parece que lo estaba diciendo —dijo Fife impasible—. ¿Y bien?

Se miraron el uno al otro, con aire receloso o retador, según la personalidad de cada cual.

Rune fue el primero en hablar. Su rostro rosado estaba lleno de sudor y, sacando un cuadrado de tela de kyrt, se secó la grasa que manaba entre los pliegues que cruzaban su rostro de oreja a oreja.

—No lo sé, Fife —dijo—. Puedo preguntárselo a mis secretarios, que son todos sarkitas, dicho sea de paso. Después de todo, aunque una carta de esta especie hubiese llegado a mi despacho hubiera sido sólo considerada como una, ¿cómo podría llamarlo?, como una broma. No hubiera llegado nunca a mis manos. Esto es seguro. Es sólo tu peculiar sistema de secretaría lo que ha impedido que te evitases todo este cuento.

Dirigió una mirada circular sonriendo y mostrando entre sus labios muy húmedos la hilera de dientes artificiales de acero-cromo. Cada uno de ellos estaba profundamente hundido, sujeto a la mandíbula, y era más sólido de lo que cualquier diente de esmalte podría ser. Su sonrisa era también más aterradora que su expresión de ferocidad.

—Me parece que lo que acaba de decir Rune cuenta para todos nosotros —dijo Balle encogiéndose de hombros.

—No leo nunca el correo —saltó Steen—. No, nunca. Es tan aburrido, y llega tal cantidad que no tengo tiempo, verdaderamente.

Miró a su alrededor como si considerase necesario convencer a todo el mundo de la importancia de este hecho.

—¡Cuentos! —exclamó Bort—. ¿Qué os pasa a todos? ¿Tenéis miedo de Fife? Mira, Fife, no tengo secretario porque no necesito ninguno entre mis negocios y yo. He recibido copia de esta carta y estoy seguro de que estos tres también. ¿Quieres saber lo que hice con la mía? La tiré al cesto de los papeles. Y te aconsejo que hagas lo mismo con la tuya. Acabemos con esto. Estoy cansado.

Tendió la mano para pulsar el botón que cortaría el contacto y borraría su imagen de la presencia de Fife.

—Espera, Bort —resonó dura la voz de Fife—. No hagas eso. No estoy derrotado todavía. No querrás que tomemos medidas y decisiones en tu ausencia.

—Sigamos, Señor de Bort —rogó Rune en tono suave, pese a que sus pequeños ojos hundidos en la grasa no fuesen particularmente amables—. Me pregunto por qué se preocupa Fife por esta tontería.

—Bien —dijo Balle con su voz seca que hería los oídos—, quizá Fife imagina que nuestro amigo el autor de la carta tiene información acerca de un ataque de Trantor a Florina.

—¡Bah! —dijo Fife con desprecio—. ¡Cómo iba a tenerlas! Nuestro servicio secreto es eficaz, te lo aseguro. ¿Y cómo pararía el ataque si recibía nuestras posesiones como soborno? No, no… Habla de la destrucción de Florina como si se refiriese a una destrucción física, no política.

—Todo esto es demasiado joco… —dijo Steen.

—¿Sí? —preguntó Fife—. ¿Entonces no ves el significado de los acontecimientos de estas dos últimas semanas?

—¿Qué acontecimientos?

—Parece que ha desaparecido un analista del espacio. Supongo que lo habrás oído decir.

Bort parecía contrariado, pero en modo alguno más tranquilo.

—Se lo he oído decir a Abel, de Trantor. ¿Y qué hay? No sé nada de los analistas del espacio.

—¿Por lo menos habrás leído la copia de su último mensaje a su base de Sark antes de que se diese el parte de su desaparición?

—Abel me lo enseñó. No le presté atención.

—¿Y el resto de vosotros? —dijo Fife, retándolos uno tras otro con la mirada—. ¿Vuestra memoria puede retroceder una semana?

—Lo leí —dijo Rune—. Lo recuerdo también. Hablaba igualmente de destrucción, desde luego. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Estaba lleno de insinuaciones sin sentido —dijo Steen con voz vibrante—. Espero que no vayamos a discutir eso ahora. Me costó mucho librarme de Abel, y era la hora de cenar, además. Muy molesto, de verdad.

—No hay más remedio, Steen —dijo Fife con acentuada impaciencia—. Tenemos que hablar de ello nuevamente. El analista del espacio habló de la destrucción de Florina. Coincidiendo con su desaparición recibimos mensajes amenazándonos también con la destrucción de Florina. ¿Es esto una coincidencia?

—¿Quieres decir que el analista del espacio ha mandado el mensaje como chantaje? —susurró el viejo Balle.

—No es probable. ¿Por qué decirlo primero con su propio nombre y después anónimamente?

—Cuando habló de ello por primera vez hablaba con su departamento, no con nosotros —dijo Balle.

—Aun así. Un chantajista no trata más que con su víctima, si puede evitar otra cosa.

—¿Entonces…?

—Ha desaparecido. Creo que el analista es honrado, pero radió una información peligrosa. Está ahora en manos de los otros que no son honrados y son los chantajistas.

—¿Qué otros?

Fife se arrellanó en su sillón y sus labios apenas se movieron.

—¿Lo preguntas seriamente? ¡Trantor!

—¡Trantor! —exclamó Steen estremeciéndose.

—¿Por qué no? ¿Qué mejor camino para alcanzar el control de Florina? Es una de las principales ambiciones de su política extranjera; y si pueden conseguirlo sin guerra, tanto mejor para ellos. Mirad, si cedemos ante este imposible ultimátum, Florina es suya. Nos ofrecen un poco… —levantó los dedos dejando un corto espacio entre ellos—, pero ¿cuánto tiempo conservaríamos ni eso siquiera?

»Por otra parte, supongamos que no hacemos caso de esto, y realmente no tenemos elección. ¿Qué hará entonces Trantor? Pues sembrar rumores del fin inminente del mundo de Florina entre los campesinos. Y si los rumores se esparcen y se siembra el pánico, ¿qué puede ocurrir sino el desastre? ¿Qué fuerza puede inducir a un hombre a obrar si cree que el fin del mundo puede llegar mañana? Las cosechas se pudrirán. Los depósitos quedarán vacíos.

Steen se llevó un dedo a la mejilla para arreglarse el colorete mirándose en el espejo de su habitación, fuera del radio visual del tubo transmisor.

—No creo que eso pudiese hacernos mucho daño —dijo—. Si la producción baja, ¿no subirán los precios? Y después resultará que Florina sigue en su sitio y los campesinos volverán al trabajo. Además, siempre podemos amenazar con reducir las exportaciones. No veo, realmente, cómo cualquier mundo civilizado pueda vivir sin kyrt. ¡Ah, sí, es el rey kyrt, desde luego! Mucho ruido para nada.

Adoptó una actitud de aburrimiento con el dedo delicadamente colocado sobre su mejilla. Balle había cerrado sus cansados ojos desde hacía rato.

—Es imposible que haya una subida de precios ya —dijo—. Hemos llegado al tope.

—Exacto —dijo Fife—. No llegaremos a una seria dislocación, de todos modos. Trantor espera el menor signo de desorden en Florina. Si pueden ofrecer a la Galaxia la perspectiva de un Sark incapaz de garantizar los embarques de kyrt, lo más natural sería que hiciesen lo necesario para mantener lo que ellos llaman orden y asegurar los envíos de kyrt. Y el peligro estaría en que los mundos libres de la Galaxia se unirían probablemente a ellos por interés en el kyrt. Especialmente si Trantor ofrece romper el monopolio, aumentar la producción y reducir los precios. Después, ya será otra historia; pero entre tanto conseguirían su apoyo. Es la única forma lógica como Trantor podría apoderarse de Florina. Si se tratase de una simple muestra de fuerza, la Galaxia libre de fuera de la zona de influencia de Trantor se uniría a nosotros por su propia protección.

—¿Y cómo entra en todo esto el analista del espacio? —preguntó Rune—. ¿Es necesario? Si tu historia es cierta, esto lo explicaría todo.

—Creo que lo es. Estos analistas del espacio son, en su mayoría, desequilibrados, y éste ha creado —los dedos de Fife dibujaron en el aire una vaga estructura— una teoría alocada. No tiene importancia cuál sea, Trantor no puede permitir que circule, o el Centro Analítico del Espacio la refutaría. Apoderarse de este hombre y conocer los detalles les daría, sin embargo, algo que tendría un valor superficial para los no-especialistas. Podrían utilizarlo, hacer que pareciera real. El Centro es un pelele de Trantor, y sus negativas, una vez la historia se hubiese propagado por medio de rumores seudocientíficos, no tendría nunca la fuerza suficiente para sofocar la mentira.

—Me parece muy complicado —dijo Bort—. Tonterías. No pueden dejarlo aparecer, pero, una vez más, aparecerá.

—No pueden dejarlo aparecer como una noticia seria y científica; ni siquiera que llegue al Centro como tal —dijo Fife pacientemente—. Pero sí dejar que se filtre como rumor. ¿No lo ves así?

—¿Entonces por qué está el viejo Abel perdiendo el tiempo en busca del analista del espacio?

—¿Quieres que anuncie públicamente que le ha vencido? Lo que Abel hace y lo que parece que hace son dos cosas muy distintas.

—Bien —dijo Rune—, tienes razón. ¿Qué debemos hacer?

—Conocemos el peligro y esto es lo importante —dijo Fife—. Encontraremos al analista, si podemos. Tenemos que vigilar estrechamente a todos los agentes conocidos de Trantor sin meternos directamente con ellos. Por sus actos podemos conocer el curso de los acontecimientos futuros. Debemos suprimir radicalmente en Florina toda propaganda sobre la destrucción del planeta. El más leve murmullo puede encontrarse instantáneamente con un contraataque de lo más violento. Por encima de todo, debemos seguir unidos. Éste es el verdadero propósito de esta reunión, a mi modo de ver; la formación de un frente común. Todos sabemos cuanto se refiere a la autonomía continental y tened la seguridad de que no hay mejor defensor de ella que yo. Esto en circunstancias ordinarias. Pero éstas no lo son. ¿Lo veis así?

Más o menos a regañadientes, porque la autonomía continental no era cosa para abandonarse a la ligera, lo vieron así.

—Entonces —dijo Fife—, esperaremos la segunda jugada.

Eso había ocurrido un año antes. Fue el fracaso más extraño y completo que pudo caer sobre el Señor de Fife durante su moderadamente larga y algo más que moderadamente audaz carrera.

No hubo segunda jugada. Ninguno de ellos volvió a recibir carta alguna. El analista del espacio siguió perdido mientras Trantor proseguía su inútil investigación. No hubo ni rastro de apocalípticos rumores en Florina, y el cultivo y recolección del kyrt siguió su apacible curso.

El Señor de Rune adquirió la costumbre de llamar a Fife cada semana.

—Fife —solía decir—. ¿Hay algo nuevo?

Toda su masa grasienta se estremecía por la risa que salía difícilmente de su garganta, Fife se tomaba la cosa con calma. ¿Qué podía hacer? Una y otra vez pesaba los hechos. Era inútil. Faltaba algo. Faltaba algún factor vital.

Y entonces todo estalló a la vez y no hubo contestación. Sabía que no había contestación y fue lo que él no había esperado. Convocó una nueva reunión y el cronómetro marcaba las dos veintinueve.

Empezaban a aparecer. El primero Bort, después Steen, con el rostro lavado y limpio de pintura, ofreciendo un pálido y malsano aspecto. Balle, indiferente y cansado, las mejillas hundidas, el brazo en su mullido sillón, un vaso de leche caliente a su lado. El último Rune, con dos minutos de retraso, los labios húmedos y siempre en la oscuridad. Esta vez la luz era tan tenue que no parecía más que una vaga sombra sentada en un cubo de sombras que las luces de Fife no hubieran podido iluminar aunque hubiesen tenido la fuerza del sol de Sark.

—¡Señores! —comenzó Fife—. El año pasado especulé sobre un lejano y complicado peligro. Al hacerlo, caí en una trampa. El peligro existe, pero no es distante, es cercano, muy cercano. Uno de vosotros sabe lo que quiero decir. Los otros lo sabrán en breve.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bort secamente.

—¡Alta traición! —exclamó Fife.

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