6
El embajador

Faltaban todavía diez horas para que Junz tuviese su entrevista con el funcionario cuando Terens salió de la panadería de Khorow.

Avanzando a buen paso por las calles de la ciudad, pasaba la mano por las ásperas superficies de las cabañas de los trabajadores al pasar. A excepción de la pálida luz que se filtraba desde la Ciudad Alta, se encontraba en una oscuridad total. La única luz que podía verse en Ciudad Baja era el resplandor opalino de las linternas de los patrulleros que circulaban en grupos de dos o tres.

Al oír unos pasos lejanos que se aproximaban, Terens se metió en una calle polvorienta, ya que incluso de noche los riegos de Florina difícilmente podían penetrar en las oscuras regiones inferiores al cementoide.

Aparecieron unas luces, pasaron y desaparecieron cien metros más abajo.

Durante toda la noche las patrullas estuvieron circulando. Les bastaba con eso, circular. El miedo que inspiraban era suficiente para mantener el orden sin el menor alarde de fuerza. Sin luces en la ciudad, la oscuridad hubiera podido servir de manto para numerosos seres humanos errantes, pero incluso sin los patrulleros como lejana amenaza, este peligro hubiera podido descartarse. Los almacenes de comida y los talleres estaban bien guardados; el lujo de Ciudad Alta era inasequible; y robarse unos a los otros, explotar la miseria del semejante, hubiera sido claramente fútil.

Lo que se hubiera considerado delito en otros mundos, era prácticamente inexistente aquí, en la oscuridad. Los pobres estaban fácilmente a mano pero no había nada que sacar de ellos y los ricos estaban fuera de alcance.

Terens siguió avanzando, y al pasar por debajo de una de las aberturas del cementoide superior no pudo menos que levantar la vista.

¡Fuera de alcance!

¿Estaban realmente fuera de alcance? ¿Cuántos cambios de actitud respecto a los Nobles de Sark había experimentado durante su vida? De chiquillo no había sido más que un chiquillo. Los patrulleros eran unos monstruos vestidos de plata y negro, de los cuales se huía, hubiese uno hecho algo malo o no. Los Nobles eran superhombres legendarios y míticos, inmensamente ricos, que vivían en un paraíso conocido por Sark y velaban atenta y celosamente por el bienestar de la estúpida población masculina y femenina de Florina.

Cada día en la escuela tenía que repetir: «¡Que el espíritu de la Galaxia vele por los Nobles como ellos velan por nosotros!».

Sí, pensaba ahora, ¡exacto!, ¡exacto! Que el espíritu fuese para ellos lo que ellos para nosotros. Ni más ni menos. Sus puños se cerraron en las sombras.

Cuando tenía diez años había escrito un ensayo en el colegio sobre lo que imaginaba debía ser la vida en Sark. Era una obra de pura imaginación creativa destinada a revelar sus condiciones de escritor. Recordaba muy poco, sólo un fragmento en realidad. En él describía a los Nobles reuniéndose cada mañana en un amplio vestíbulo pintado de colores como los de la flor del kyrt, de pie bajo el esplendor de veinte pies de altura discutiendo sobre los pecados de los florinianos y meditando sombríamente acerca de la triste necesidad de volverlos a la virtud.

El maestro había quedado muy satisfecho y a final de curso, cuando los demás discípulos de ambos sexos siguieron sus cortas lecciones de lectura, escritura y moral, él fue ascendido a una clase superior donde empezó a aprender aritmética, galactografía, e historia sarkita. A los dieciséis años le llevaron a Sark.

Podía recordar todavía la grandiosidad del día y se estremecía aún al evocarlo. Sólo esa idea le avergonzaba.

Terens se acercaba a los arrabales de la ciudad. Algún que otro soplo de brisa llevaba hasta él el fuerte olor nocturno de las flores de kyrt. Se encontraría durante algunos minutos todavía en la relativa seguridad del campo abierto donde no había guardias regulares de patrulleros y donde, a través de los barrancos desgarrados, volvería a ver las estrellas. E incluso la estrella de luz dura y amarillenta que era el sol de Sark.

Había sido su sol durante la mitad de su vida. Cuando por primera vez lo vio a través de la portilla de la nave del espacio, apenas más que una estrella, como una canica de una insoportable brillantez, sintió deseos de caer de rodillas. La idea de que se estaba aproximando al paraíso alejaba incluso el paralizante terror de aquel primer vuelo a través del espacio.

Aterrizó en aquel paraíso y fue entregado a un viejo floriniano que se ocupó de que fuese debidamente bañado y vestido. Lo llevaban hacia un gran edificio cuando por el camino el anciano guía se inclinó profundamente ante una figura que pasaba.

—¡Saluda! —dijo en voz baja el anciano al joven Terens.

—¿Quién era? —preguntó Terens confuso, después de haber obedecido.

—¡Un Noble, ignorante campesino!

—¿Eh? ¿Un Noble?

Se detuvo en seco donde estaba y hubo que insistir para hacerle continuar su camino. Era la primera vez que veía a un Noble. Nada de veinte pies de altura, sino un hombre como los demás hombres. Otros muchachos florinianos podrían haberse recuperado de su desilusión, pero Terens no. En él se había producido un cambio interno, permanente.

Durante toda su educación, durante todos sus profundos estudios, jamás olvidó que los Nobles eran hombres.

Durante diez años estudió, y cuando no estudiaba, ni comía, ni dormía, aprendía a ser útil de mil maneras diferentes. Aprendió a llevar mensajes y varias cestas de papeles, a hacer una profunda inclinación cuando pasaba un Noble y a volverse respetuosamente de cara a la pared cuando pasaba una mujer noble.

Durante cinco años más trabajó en el Servicio Civil, mandado como de costumbre de un puesto a otro a fin de poner más eficazmente a prueba sus capacidades en una gran variedad de condiciones.

Una vez recibió la visita de un rollizo floriniano que le brindó su amistad con una sonrisa, dándole gentilmente golpecitos en el hombro y le preguntó qué opinaba de los Nobles. Terens refrenó sus deseos de dar media vuelta y echar a correr. Se preguntó si sus sentimientos no estarían impresos con alguna misteriosa clave en las líneas de su frente. Movió la cabeza y murmuró una serie de trivialidades sobre la gentileza de los nobles. Pero el hombrecito rollizo avanzó los labios y dijo:

—No piensas eso. Ven a este sitio esta noche —y le dio una tarjeta que se arrugó y abrasó a los pocos minutos.

Terens fue. Tenía miedo, pero sentía curiosidad. Allí encontró amigos suyos que le miraron con el secreto pintado en los ojos y compartieron más tarde su trabajo con vacías miradas de indiferencia. Escuchó lo que decían y descubrió que muchos de ellos parecían creer lo que él a su vez había acumulado en su mente y creía con toda sinceridad ser de su propia creación y de la de nadie más.

Aprendió que algunos por lo menos de los florinianos consideraban a los Nobles como unos villanos brutos que ordenaban Florina por sus riquezas y su propio interés, mientras los pobres indígenas sucumbían en la ignorancia y la pobreza. Aprendió que se acercaba el momento en que se produciría un gigantesco alzamiento contra Sark y todo el lujo de Florina caería en manos de sus legítimos dueños.

—¿Cómo? —preguntó Terens. Lo preguntó una y otra vez. Después de todo eran los Nobles y los patrulleros quienes tenían las armas.

Y le hablaron de Trantor, del gigantesco mundo que se había hinchado durante los últimos siglos hasta formar parte de él la mitad de los mundos habitados de la Galaxia. Trantor, decían, destruiría a Sark con la ayuda de Florina.

Pero, se decía Terens, primero a sí mismo, y después se lo decía a los demás, si Trantor era tan grande y Florina tan pequeño, ¿por qué Trantor no sustituiría a Sark como más vasto y más tiránico dueño? Si era el único camino, era preferible soportar a Sark. Era mejor un dueño conocido que un dueño por conocer.

Se rieron de él y le despreciaron, amenazando su vida si decía una palabra de lo que había oído. Pero algún tiempo después fue observando que uno tras otro todos los que formaban la conspiración iban desapareciendo hasta que sólo quedó el primer individuo rollizo.

Algunas veces lo veía susurrar misteriosas palabras a algún conocido, pero no hubiera sido prudente advertir a la presunta víctima que le ofrecían una tentación para ponerle a prueba. Que buscase él mismo la calidad, como la había buscado Terens.

Terens había pasado algún tiempo en el Departamento de Seguridad, cosa que muy pocos florinianos podían esperar conseguir. Fue una corta estancia, porque el poder concedido a un funcionario de Seguridad era tal que el tiempo pasado en su ejercicio era siempre más corto que el pasado en cualquier otro servicio. Pero en él Terens descubrió, con cierta sorpresa, que había realmente una conspiración que sofocar. Los hombres y las mujeres de Florina se reunían clandestinamente y tramaban una rebelión. Generalmente eran subrepticiamente apoyados por el dinero de Trantor. Algunas veces los presuntos rebeldes llegaban a creer que Florina podía triunfar sin ayuda ajena.

Terens meditaba sobre todo esto. Hablaba poco, observaba una conducta correcta, pero sus pensamientos estaban en desorden. Odiaba a los Nobles, en parte porque no tenían veinte pies de altura, en parte porque no podía mirar a sus mujeres y también porque había servido a algunos con la cabeza baja, y encontró que pese a toda su arrogancia no eran más que unas criaturas idiotas no mejor educadas que él mismo y generalmente mucho menos inteligentes.

Y sin embargo, ¿qué alternativa le quedaba a aquella esclavitud personal suya? Cambiar la estúpida Nobleza Sarkita por el Imperialismo Trantoriano era inútil. Esperar que los campesinos florinianos hiciesen algo por cuenta propia era sencillamente una locura. Por lo tanto, no había salida.

Éste era el problema que ocupaba su mente desde hacía muchos años, como estudiante, como modesto funcionario y como Edil.

Y entonces se había producido aquella inesperada serie de circunstancias que pusieron en sus manos una inesperada respuesta en la persona de aspecto insignificante que había sido en un tiempo analista del espacio y ahora balbuceaba algo acerca del peligro que corrían todos los habitantes, hombres y mujeres de Florina.

Terens estaba ya en campo abierto donde la lluvia de la noche cesaba ya y las estrellas brillaban húmedas entre las nubes. Lanzó un profundo suspiro pensando en el kyrt que era el tesoro de Florina y a la vez su melancolía.

No se hacía ilusiones. Ya no era Edil. No era siquiera un campesino floriniano libre. Era un criminal en fuga, un fugitivo que tenía que ocultarse.

Y no obstante en su mente ardía algo. Durante las últimas veinticuatro horas había tenido en sus manos el arma más poderosa que se pudiese soñar contra Sark. Sabía que Rik recordaba correctamente que había sido antes analista del espacio, que había sufrido la prueba psíquica del vaciado de cerebro; y que recordaba algo verdadero, horrible y poderoso.

Estaba seguro de ello. Y ahora Rik estaba en manos de un hombre que fingía ser un patriota floriniano pero era en realidad un agente trantoriano.

Terens sintió la amargura de su cólera en el fondo de la garganta. Desde luego el panadero aquel era un agente de Trantor. No había tenido la menor duda desde el primer momento. ¿Qué otro habitante de Ciudad Baja hubiera dispuesto del capital suficiente para construir un falso horno de radar?

No podía dejar que Rik cayese en manos del agente de Trantor. Estaba dispuesto a correr riesgos sin límites, ¿qué importancia tenían los riesgos? Había incurrido ya en la condena a pena de muerte…

En un rincón del cielo había una vaga claridad. Esperaría a que amaneciese. Las diferentes estaciones patrulleras debían tener su identificación, desde luego, pero quizá tardasen algún tiempo en registrar su aparición.

Y durante pocos minutos sería aún Edil. Aquello le daba el poder de hacer algo que incluso ahora, incluso ahora…, no se atrevía a permitir a su mente pensar en ello…

Habían transcurrido diez horas desde la entrevista de Junz con el funcionario cuando vio a Abel Ludigan nuevamente.

El embajador recibió a Junz con su habitual cordialidad superficial, esta vez con una definida y turbadora sensación de culpabilidad. Durante su primera entrevista hacía ya mucho tiempo (había transcurrido cerca de un Año Standard), no había prestado gran atención a la historia que le referían per se. Su único pensamiento había sido: «¿Puede esto ayudar a Trantor?».

¡Trantor! Ésta era siempre su primera idea, y, sin embargo, no pertenecía a la especie de idiotas capaces de adorar un grupo de estrellas o el dorado emblema del sol y la nave que las fuerzas armadas de Trantor usaban.

En una palabra, no era un patriota en el sentido corriente del término, y Trantor, como tal, no significaba nada para él.

Pero adoraba la paz; tanto más cuanto iba envejeciendo y le gustaba su vaso de vino, su atmósfera saturada de música suave y perfumes, su siestecita por la tarde, y su apacible espera de la muerte. Era como, a su manera de ver, tenían que sentir todos los hombres; y no obstante todos los hombres sufrían la guerra y la destrucción.

Morían helados en el vacío del espacio, convertidos en vapor por una explosión atómica, hambrientos en un planeta asediado y bombardeado.

¿Cómo forzar, pues, la paz? No mediante la razón, seguramente, ni por la educación. Si un hombre no era capaz de pensar en la paz y en la guerra y elegir la primera preferencia a la segunda, ¿qué otro argumento podía persuadirle? ¿Qué condena de la guerra podía haber más elocuente que la guerra misma? ¿Qué tremenda acumulación de dialéctica podía llevar en sí la décima parte de la fuerza de una sola nave destruida con su cargamento de muerte?

Así pues, para terminar el mal empleo de la fuerza sólo quedaba una solución, la fuerza misma.

Abel tenía un mapa de Trantor en su estudio diseñado para mostrar la aplicación de esta fuerza. Era un ovoide cristalino en el cual se habían insertado lentes galácticas de tres dimensiones. Sus estrellas eran puntas de polvo de diamante blanco, sus nebulosas manchas de luz o de niebla negra, y en la profundidad central había algunos puntos rojos que habían sido la República Trantoriana.

No «eran», sino «habían sido». La república Trantoriana había consistido sólo en cinco mundos, hacía quinientos años.

Pero era un mapa histórico y mostraba la República en aquel estado sólo cuando la esfera marcaba cero.

Adelantando la aguja un punto, la imagen de la Galaxia aparecía tal como era cincuenta años después y una corona de estrellas se enrojecía en el borde de Trantor.

En diez épocas, transcurría medio milenio y el rojo se extendía como una mancha de sangre que se desparrama hasta que más de la mitad de la Galaxia había caído en la charca roja.

El rojo era un rojo sangre en un sentido no sólo fantástico. Mientras la República Trantoriana se convertía en Confederación Trantoriana e Imperio Trantoriano, su avance había tenido lugar a través de una intrincada selva de hombres aniquilados, de naves destruidas y mundos desolados. Y a pesar de todo, Trantor había llegado a ser fuerte y en su rojo interior reinaba la paz.

Ahora Trantor se estremecía en el borde de una nueva conversión. De Imperio a Imperio Galáctico y entonces el rojo absorbería todas las estrellas y reinaría una paz universal. Pax Trantorica.

Era lo que Abel quería. Quinientos años, cuatrocientos años, doscientos años antes, Abel hubiera visto a Trantor como un desagradable nido de gente malvada, agresiva y materialista, indiferente a los derechos de los demás, imperfectamente democrática en sí misma pero muy dispuesta a ver la menor esclavitud en los demás, rencorosa sin finalidad. Pero ese tiempo había pasado.

No era Trantor sino el fin universal que Trantor representaba. De manera que la pregunta: «¿Hasta dónde apoyaría esto la paz en la Galaxia?», se convertía en: «¿Hasta dónde apoyaría esto a Trantor?».

El mal estaba en que sobre este punto determinado no podía tener certeza alguna. Para Junz la solución era única y exclusivamente una: Trantor tenía que apoyar al CAEI y castigar a Sark.

Esto podría ser posiblemente algo bueno, siempre que pudiese probarse algo en contra de Sark. Posiblemente no, ni aun en este caso. Ciertamente no, si nada podía probarse. Pero en ningún caso Trantor podía actuar violentamente. Toda la Galaxia podía ver que Trantor se encontraba en el borde del dominio galáctico y cabía todavía la posibilidad de que los planetas no-trantorianos que quedaban se uniesen contra esto. Trantor podía ganar incluso esta guerra, pero quizá no sin pagar un precio que no haría de la victoria más que una humorística palabra para designar la derrota.

Trantor no podía, por lo tanto, hacer ningún movimiento en aquella fase final del juego. Abel tenía, por lo tanto, que obrar lentamente, tendiendo su sutil red a través del laberinto del Servicio Civil y el centelleo de la Nobleza de Sark, empujando con una sonrisa y preguntando sin parecer hacerlo. No olvidaba tampoco mantener los ojos del servicio secreto trantoriano sobre el propio Junz, no fuese que el colérico libariano causase en un momento daños que Abel no podría reparar en un año.

Abel estaba asombrado por la persistente cólera del libariano. Una vez le había preguntado: «¿Qué es lo que le preocupa a usted?», pero en lugar del discurso que esperaba sobre la integridad del CAEI y el deber de todos de sostener el Centro como un instrumento, no de este mundo o del de más allá, sino de toda la humanidad, se había limitado a fruncir el ceño y a decir:

—Que en el fondo de todo esto están las relaciones entre Sark y Florina. Quiero delatar estas relaciones y destruirlas.

Abel sentía náuseas. Siempre, por todas partes, la eterna preocupación de los mundos aislados que impedían, una y otra vez, toda concentración inteligente sobre el problema de la unidad de la Galaxia. Era indudable que aquí y allá existían injusticias sociales. Era indudable que a veces parecían imposibles de digerir, pero ¿quién hubiera sido capaz de imaginar que estas injusticias podían solucionarse a una escala menor que la galáctica?

En primer lugar, había que poner fin a la guerra y a la rivalidad nacional y sólo entonces era posible ir contra las miserias intestinas que, después de todo, tenían el conflicto exterior como primera causa.

Y Junz no era siquiera de Florina. No tenía siquiera esta excusa para tener aquella cortedad de vista emocional.

—¿Qué representa Florina para usted? —le preguntó Abel.

Junz vaciló. Hizo una pausa y respondió:

—Advierto una analogía.

—Pero usted es de Libair… O por lo menos ésta es mi impresión.

—Lo soy; pero en esto estriba la analogía. Ambos somos extremos en una Galaxia media.

—¿Extremos? No le entiendo.

—En la pigmentación cutánea —dijo Junz—. Ellos son naturalmente pálidos. Nosotros somos naturalmente oscuros. Eso quiere decir algo. Nos une un lazo. Tenemos algo en común. Me parece que nuestros antepasados debieron sostener grandes conflictos por ser diferentes, incluso por ser excluidos de la mayoría social. Nosotros somos desgraciadamente blancos y oscuros, hermanos con una diferencia.

Esta vez, con gran asombro de Abel Junz se detuvo. El tema no volvió a tratarse nunca más.

Y ahora, al cabo de un año, sin la menor advertencia, sin una previa intimación, en el preciso momento en que podía esperarse quizá una solución pacífica de la tensa situación, e incluso el mismo Junz daba síntomas de su ardiente celo, todo estalló súbitamente.

El conflicto se encontró ante un Junz diferente, un Junz cuyo rencor no estaba reservado a Sark, sino que alcanzaba también a Abel.

—No es —decía Junz— que me resienta del hecho de que sus agentes anden detrás de mis talones. Es de suponer que es usted cauteloso y no se puede fiar de nadie ni de nada. Hasta aquí muy bien. Pero ¿por qué no fui informado en cuanto localizó usted a su hombre?

La suave mano de Abel acariciaba la fina tela del brazo del sillón.

—El asunto es complicado. Siempre complicado. Había dispuesto que toda información procedente de un investigador no autorizado referente a un asunto espacio-analítico fuese comunicada a ciertos agentes míos, así como a usted. Pensé incluso que podía usted necesitar protección. Pero en Florina…

—Sí —interrumpió Junz amargamente—. Fuimos unos locos al no tener en cuenta eso. Pasamos casi un año demostrando que podíamos encontrarlo en algún sitio de Sark. Tenía que estar en Florina y en eso estuvimos ciegos. En todo caso, ahora lo tenemos. O lo tiene usted, y es de suponer que se arreglará que yo pueda verlo…

Abel no quiso contestar directamente. En su lugar, dijo:

—¿Dijo usted que le dijeron que este Khorow era un agente de Trantor?

—¿No lo es? ¿Por qué mentirían? ¿O es que están mal informados?

—Ni mienten, ni están mal informados. Hace diez años que es agente nuestro y me preocupa que estén enterados de ello. Esto hace que me pregunte qué más sabe de nosotros y si no se tambalea toda nuestra estructura, pero ¿no le hace a usted esto preguntarse por qué le dijeron escuetamente que era uno de nuestros agentes?

—Porque era la verdad, imagino, y para evitar, de una vez y para siempre que siguiese importunándolos con nuevas preguntas que sólo podían causar perturbaciones entre nosotros y Trantor.

—La verdad es un método desacreditado entre diplomáticos. Por otra parte, ¿qué mayores perturbaciones pueden causarse ellos mismos que hacernos saber todo lo que conocen acerca de nosotros, darnos la oportunidad, antes de que sea demasiado tarde, de retirar nuestra red averiada, zurcirla y tenderla nuevamente?

—Entonces conteste usted mismo su pregunta.

—Yo diría que le comunicaron a usted su conocimiento de la verdadera identidad de Khorow como un rasgo de triunfo. Sabían que el hecho de que lo supiesen no podía ya ni favorecerles ni dañarles, puesto que yo supe desde hacía doce horas que sabían que Khorow era uno de nuestros hombres.

—Pero ¿cómo?

—Por la insinuación más imposible de error. Escuche. Hace doce horas, Matt Khorow, agente de Trantor, fue muerto por un agente de la patrulla de Florina. Los dos florinianos que ocultaba en aquel momento, un hombre, según todas las probabilidades el inspector de campo que anda usted buscando, y una mujer, han huido, se han desvanecido. Probablemente están en manos de los Nobles.

Junz lanzó un grito y se levantó de su asiento. Abel se llevó un vaso a los labios con toda calma y dijo:

—Oficialmente, no puedo hacer nada. El muerto era un floriniano y los dos desaparecidos, mientras no podamos probar lo contrario, lo eran también. De manera que ya lo ve, nos han ganado por la mano y ahora, encima, se burlan de nosotros.

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