3
La bibliotecaria

Dejaron el scooter diamagnético en un recinto situado fuera de los límites de la ciudad. Los scooters eran raros en la ciudad y Terens no experimentaba el menor deseo de llamar innecesariamente la atención. Pensó durante un momento con rabia en los de Ciudad Alta con sus coches diamagnéticos terrestres y sus giróscopos de antigravedad. Pero aquello era Ciudad Alta. Era diferente.

Rik esperó a que Terens cerrase el recinto y la sellase con la presión digital. Iba vestido con un traje nuevo de una sola pieza y se encontraba incómodo. Con cierto recelo siguió al Edil bajo la primera de las estructuras altas que en forma de puente soportaban Ciudad Alta.

En Florina todas las demás ciudades tenían nombre, pero ésta era simplemente la «Ciudad». Los obreros y campesinos que vivían en ella se consideraban afortunados comparados con el resto del planeta. En la Ciudad había mejores médicos y hospitales, más fábricas y más almacenes de bebidas, incluso algunos establecimientos de cierto lujo. Los mismos habitantes eran en cierto modo menos entusiastas. Vivían a las sombras de Ciudad Alta.

Ciudad Alta era exactamente la que el nombre indicaba, porque la ciudad era noble, estaba rígidamente dividida por una extensión horizontal de cincuenta millas cuadradas de cemento apoyado sobre unos veinte mil pilares con viguetas de acero. Abajo, en las sombras, estaban los «indígenas». Arriba, en el sol, estaban los Nobles.

Arriba, en Ciudad Alta, era difícil creer que el planeta fuese Florina; la población era casi exclusivamente sarkita, con un cierto número de patrulleros. Allí vivían, literalmente hablando, las clases altas.

Terens conocía su camino. Andaba deprisa, evitando las miradas de los transeúntes que vigilaban la indumentaria de su Edil con una mezcla de envidia y resentimiento. Las cortas piernas de Rik hacían su paso menos digno. No recordaba gran cosa de su anterior y única visita a la ciudad. Todo le parecía diferente. La primera vez estaba nublado. Ahora el sol caía con fuerza sobre la superficie de cemento poniendo más de relieve el contraste entre el sol y las sombras. Siguieron avanzando de una manera rítmica y casi hipnótica.

Los viejos estaban sentados en sillones de ruedas en las franjas de luz, gozando del calor y moviéndose a medida que las franjas se movían. Algunas veces se quedaban dormidos en la sombra, cabeceando, hasta que el chirrido de las ruedas de algún otro sillón los despertaba. Con frecuencia las madres casi bloqueaban las franjas de luz con los cochecitos de sus hijos.

—Y ahora, Rik, mantente firme, vamos a subir —dijo Terens.

Se encontraba delante de una estructura que llenaba el espacio entre cuatro pilares que formaban un cuadrado y el suelo de Ciudad Alta.

—Tengo miedo —dijo Rik.

Rik supuso qué era la estructura. Era un ascensor que llevaba al nivel superior. Eran necesarios, desde luego. La producción estaba abajo, pero el consumo era arriba. Los productos químicos básicos, las primeras materias alimenticias se consumían en Ciudad Baja, pero los objetos de plástico refinados y la comida de mejor calidad eran géneros de Ciudad Alta. El exceso de población se esparcía hacia abajo; doncellas, jardineros, chóferes, obreros de la construcción eran empleados arriba.

Terens no escuchó la reflexión temerosa de Rik. Estaba asombrado de que su propio corazón latiese con tanta violencia. No de miedo, desde luego. Más bien de satisfacción al pensar que iba arriba. Pisaría aquel sagrado suelo de asfalto… Como Edil podía hacerlo. Desde luego, seguía no siendo más que un indígena floriniano entre los Nobles, pero era Edil y podía pisar el suelo de cemento cuando quisiera.

Se detuvo, hizo una honda aspiración y llamó al ascensor con un gesto. Odiaba a los de arriba, pero era inútil pensar en odios. Había pasado muchos años en Sark, el centro y lugar de educación de los Nobles. No iría a olvidar ahora lo que había aprendido a soportar en silencio. Sobre todo ahora.

Oyó el zumbido del ascensor que bajaba y la entrada se detuvo delante de él. El indígena que lo operaba les miró contrariado.

—¿Sólo dos personas?

—Sólo dos —respondió Terens, entrando seguido de Rik.

El operador no hizo nada por cerrar las puertas del ascensor.

—Me parece que hubiera podido esperar la subida de las dos. No voy a subir y bajar ex profeso por dos personas. —Escupió cuidadosamente, asegurándose de que manchaba el suelo del piso bajo y no el de su ascensor—. ¿Dónde están sus billetes de empleo? —prosiguió.

—Soy Edil —dijo Terens—. ¿No lo ve usted por mi traje?

—Los trajes no significan nada. Oiga, ¿cree que me voy a jugar este puesto porque quizás haya pescado este uniforme en alguna parte? ¿Dónde está su carnet?

Sin decir una palabra más, Terens exhibió el carnet que los naturales tenían que llevar encima en toda ocasión; número de registro, certificado de empleo, recibos de impuestos. El operador lo miró rápidamente.

—Bueno, a lo mejor ha pescado esto también, pero no es asunto mío. Lo tiene y listos, por más que Edil me parece un nombre un poco raro para un indígena, a mi modo de ver. ¿Y el otro?

—Está a mi cargo. ¿Puede venir conmigo o voy a por un patrullero a que haga cumplir las reglas?

Era lo último que Terens hubiera deseado, pero formuló la amenaza con visible arrogancia.

—Muy bien, no vale la pena enfadarse.

El ascensor se cerró y con una sacudida emprendió la subida mientras el operador seguía refunfuñando entre dientes.

Terens sonrió porque sabía que aquello era inevitable. Los que trabajaban directamente para los Nobles estaban encantados de identificarse con los gobernantes y disimular su inferioridad real con una estricta observancia de las reglas de segregación, una actitud arrogante ante sus compañeros. Era para los «de arriba» para quienes los demás florinianos reservaban su odio, junto con un cierto temor que sentían ante los Nobles.

La distancia en vertical era sólo de treinta pies, pero la puerta volvió a abrirse ante un nuevo mundo. Como las ciudades indígenas de Sark, Ciudad Alta tenía una tendencia a la variedad de colores. Los edificios, ya destinados a viviendas o a centros oficiales, eran un complicado mosaico de colores que de cerca formaba una amalgama sin significado, pero a la distancia de cien yardas adquiría una suave mezcla de matices que se fundían según el punto de vista.

—Ven, Rik —dijo Terens.

Rik estaba mirando con los ojos abiertos. ¡Nada vivo ni que creciese! Sólo piedra y color en enormes masas.

Jamás creyó que las casas pudieran ser tan grandes. Algo impresionó momentáneamente su cerebro… durante un segundo aquellas dimensiones no fueron tan extrañas… y la memoria volvió a cerrarse. Pasó un coche a toda velocidad.

—¿Son éstos Nobles? —preguntó.

No había tiempo más que para dirigirles una mirada. El cabello corto, camisas con anchas mangas sedosas de colores que iban del azul al violeta, pantalones de aspecto aterciopelado y medias que brillaban como si hubiesen sido tejidas con un delgado hilo de cobre. No perdieron el tiempo en dirigir una sola mirada a Rik y Terens.

—Jóvenes —dijo Terens.

No los había visto nunca tan cerca desde que salió de Sark. En Sark ya eran desagradables, pero por lo menos estaban en su sitio. Los ángeles no se adaptaban, aquí, a treinta pies del infierno. De nuevo hizo un esfuerzo por sofocar un inútil estremecimiento de odio.

Un dos plazas pasó silbando ante ellos. Era un nuevo modelo con controles de aire. En aquel momento avanzaba a dos pulgadas sobre la superficie con su plano fondo reluciente formando ángulo para cortar la resistencia del aire, lo cual bastaba para producir el silbido que significaba «patrulleros».

Eran corpulentos, como todos los patrulleros; de ancho rostro, cabello negro y lacio, de tez ligeramente oscura.

Para los indígenas todos los patrulleros eran iguales. El tétrico negro de sus uniformes, realzado por la plata de las hebillas estratégicamente colocadas y los botones de adorno, anulaban la importancia del rostro y aumentaban todavía la semejanza entre ellos.

Un patrullero llevaba los controles. El otro saltó ligeramente a tierra.

—¡Carnet! —dijo. Lo miró mecánicamente un momento y se la devolvió a Terens—. ¿Qué hace usted aquí?

—Pensaba consultar al librero. Es mi privilegio.

—¿Y éste? —dijo el patrullero volviéndose hacia Rik.

—Yo… —empezó Rik.

—Es mi ayudante —dijo Terens—. No tiene privilegios de Edil. —Respondo por él.

—Allá usted —dijo el patrullero encogiéndose de hombros—. Los Ediles tienen privilegios, pero no son nobles. Recuérdelo.

—Bien, gracias. A propósito, ¿podría usted indicarme la biblioteca?

El patrullero se la indicó, utilizando para ello el cañón de una pistola del calibre de una aguja. Desde aquel ángulo la biblioteca era una mancha de bermellón brillante que se oscurecía hasta el escarlata oscuro en los pisos más altos. A medida que se acercaba, el escarlata fue bajando.

—¡Qué feo es eso! —dijo Rik con súbita violencia.

Terens le dirigió una rápida mirada de sorpresa. Estaba acostumbrado a ver todo aquello en Sark, pero también él encontraba la ornamentación de Ciudad Alta un poco vulgar. Ciudad Alta era más Sark que el propio Sark. En Sark no todos los hombres eran aristócratas. Había incluso sarkitas pobres, algunos apenas en mejor situación que los florinianos corrientes. Aquí sólo existía la punta de la pirámide, y la biblioteca lo demostraba.

Era mayor que todo Sark, mucho mayor que lo que ciudad Alta requería, lo cual demostraba la ventaja del trabajo barato. Terens se detuvo en la rampa que llevaba a la entrada principal. El color de la rampa daba la impresión de escalones, lo cual desconcertó ligeramente a Rik, pero dando a la biblioteca el debido aire de arcaísmo que tradicionalmente acompañaba a las estructuras académicas.

La sala principal era vasta, fría y todo menos vacía. El bibliotecario, que se encontraba detrás del único pupitre, parecía un guisante arrugado en una vaina hinchada. Levantó la vista y se incorporó a medias.

—Soy un Edil —se apresuró a decirle—. Privilegios especiales. Respondo de este indígena. —Tenía los papeles en regla y se los puso delante de la vista.

El bibliotecario se sentó y los miró fijamente. Cogió una ficha de metal de una ranura y se la tendió a Terens. El Edil apoyó con fuerza su pulgar sobre ella y se la devolvió. El bibliotecario la metió en otra ranura donde relució brevemente ante una tenue luz violeta.

—Sala 242 —dijo.

—Gracias.

Las estancias del segundo piso tenían aquella helada falta de personalidad que tienen los eslabones de una interminable cadena. Algunas estaban llenas, las puertas de glasita, esmeriladas y opacas. La mayoría, no.

—Dos cuatro dos —dijo Rik con voz áspera y vibrante.

—¿Qué te pasa, Rik?

—No sé. Estoy muy excitado.

—¿Habías estado ya en alguna biblioteca?

—No lo sé.

Terens puso su pulgar en el disco redondo de aluminio que cinco minutos antes había sido sensibilizado con su impresión digital. La puerta de cristal transparente se abrió y volvió a cerrarse silenciosamente una vez hubieron entrado y, como si hubiesen bajado sobre ella una cortina, se volvió opaca.

La habitación tenía casi cuatro metros cuadrados, sin ventanas ni adornos. Estaba iluminada por una luz difusa que caía del techo y ventilada por aire inyectado a presión. Lo único que contenía era un pupitre que se iba de pared a pared y un banquillo sin respaldo entre él y la puerta. Sobre el pupitre había tres «lectores». Su cara delantera de cristal esmerilado se inclinaba en un ángulo de treinta grados. Delante de cada uno de ellos había varias esferas de control.

—¿Sabes qué es esto? —dijo Terens tendiendo su mano hacia uno de los lectores.

Rik se sentó también.

—¿Libros? —preguntó con ansia.

—Bien —dijo Terens, al parecer incierto—. Esto es una biblioteca, de manera que tu suposición no quiere decir gran cosa. ¿Sabes cómo manejar un lector?

—No, no lo creo, Edil.

—¿Seguro? Piensa un poco…

Rik trató valientemente de hacerlo.

—Lo siento, Edil.

—Entonces, te enseñaré. ¡Mira! Primero, ¿ves?, aquí hay un botón, hasta la «E», y apretaremos a fondo.

Lo hizo así y en el acto ocurrieron varias cosas. El cristal estaba esmerilado, adquirió vida y apareció sobre él algo impreso. Era negro sobre amarillo y la luz del techo fue disminuyendo.

La larga lista del material catalogado por orden alfabético fue apareciendo por títulos, autores, materias, números de catálogos y se detuvo en el número que indicaba la enciclopedia. Súbitamente, Rik exclamó:

—Aprietas los números y las letras de los libros que quieres en estos botones y aparecen en la pantalla.

Terens se volvió hacia él.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo recuerdas?

—Quizá sí. No lo sé. Me parece lo natural.

—Bien; llámalo una suposición inteligente.

Apretó una combinación letra-número. La luz del cristal se apagó y volvió a brillar. Decía: «Enciclopedia de Sark, Volumen 54, Sol-Spec».

—Mira, Rik —dijo Terens—, no quiero meter ideas en tu cerebro; de manera que no te diré lo que pienso. Quiero solamente que recorras este volumen y te detengas delante de algo que te parezca conocido. ¿Comprendes?

—Sí.

—Bien. Ahora toma tu tiempo.

Los minutos pasaron. Súbitamente Rik hizo una aspiración e hizo retroceder las agujas de la esfera. Cuando se detuvo leyó lo marcado y pareció satisfecho.

—¿Recuerdas ahora? ¿No es una suposición? ¿Recuerdas?

Rik movió vigorosamente la cabeza.

—Me ha venido así, Edil, súbitamente.

Era el artículo sobre el análisis del Espacio.

—Sé lo que dice —dijo Rik—. Ya verás, ya verás.

Le costaba respirar normalmente y Terens por su parte, estaba igualmente excitado.

—Mira —dijo Rik—, siempre tienen esta parte.

Leyó en voz alta vacilante, pero con mucha mayor eficiencia de la que podía esperarse por las varías lecciones de lectura que Valona le había dado. El artículo decía:

«No es sorprendente que el analista del Espacio sea por temperamento un individuo introvertido y, con mucha frecuencia, mal ajustado. Consagrar la mayor parte de la vida de un adulto al solitario registro del terrible vacío que existe entre las estrellas es más de lo que se le puede pedir a un hombre enteramente normal. Quizá dándose en cierto modo cuenta de ello, el Instituto de Análisis Especial ha adoptado como un slogan oficial la hasta cierto punto extravagante declaración: “Analizamos la Nada”».

Rik terminó casi con un estremecimiento.

—¿Entiendes lo que leemos? —preguntó Terens.

Él le miró con ojos relucientes.

—Dice: «Analizamos la Nada». Esto es lo que recuerdo. Yo era uno de ellos.

—¿Eres un analista del Espacio?

—¡Sí! —exclamó. Después, bajando la voz, añadió—: Me duele la cabeza.

—¿Porque recuerdas?

—Supongo que sí. —Levantó la vista frunciendo la frente—. Tengo que recordar más. Hay peligro. ¡Un tremendo peligro! No sé qué hacer…

—La biblioteca está a tu disposición, Rik —dijo Terens, observándole atentamente y pesando sus palabras—. Usa tú mismo el catálogo y busca algunos textos sobre el análisis del Espacio. A ver dónde te lleva.

Rik se arrojó sobre el «lector». Se estremecía visiblemente. Terens se apartó para dejarle espacio.

—¿Qué hay del Tratado de Instrumentación Analítica Espacial, de Wrijt? ¿Aparece indicado?

—Eso es cosa tuya, Rik.

Rik apretó el número del catálogo y la pantalla se puso en funcionamiento. Dijo: «Consultar Bibliotecaria para Libro en Cuestión».

Terens tendió rápidamente la mano y neutralizó la pantalla.

—Es mejor buscar otro libro, Rik —dijo.

—Pero… —Rik vacilaba pero obedeció la orden. Otro estudio del catálogo y eligió la Composición del Espacio, de Enning.

La pantalla indicó nuevamente la conveniencia de consultar a la bibliotecaria.

—¡Maldita sea! —dijo Terens, apagando nuevamente la pantalla.

—¿Qué pasa? —preguntó Rik.

—Nada, nada… —dijo Terens—. No tengas miedo, Rik; sólo que no veo…

Detrás de la reja al lado del mecanismo lector había un pequeño altavoz. La tenue y dúctil voz de la bibliotecaria salió de él y les heló a los dos.

—¡Sala 242! ¿Hay alguien en la sala 242?

—¿Qué quiere? —respondió Terens secamente.

—¿Qué libro es el que quiere? —preguntó la voz.

—Ninguno, gracias. Probamos solamente el lector.

Hubo una pausa como si se procediese a alguna invisible consulta. Después, en un tono más seco y ácido todavía, la voz dijo:

—El registro señala una solicitud de lectura del Tratado de instrumentación analítica espacial, de Wrijt, y Composición del espacio, de Enning. ¿Es correcto?

—Apretábamos números al azar.

—¿Puedo preguntarles la razón de desear estos libros? —preguntó inexorablemente la voz.

—Le digo a usted que no los queremos… y ahora, basta. —Estas últimas palabras las dijo con violencia Rik, que había empezado a gemir.

De nuevo hubo una pausa, y la voz insistió:

—Si quieren ustedes bajar aquí, podrán tener acceso a los libros. Están en un depósito reservado y tendrán ustedes que llenar una hoja.

—Vamos —dijo Terens, tendiéndole una mano a Rik.

—Quizá hemos infringido una regla —se lamentó Rik.

—Qué tontería, Rik. Vámonos.

—¿No llenaremos el formulario?

—No, ya lo veremos en otro momento.

Terens se apresuraba, obligando a Rik a seguirle. Salió al vestíbulo principal. La bibliotecaria levantó la vista.

—¡Oiga! ¡Oiga! ¡Un momento!… —dijo levantándose y saliendo de su pupitre.

No se detendrían.

Es decir, hasta que se interpuso un patrullero.

—Llevan una prisa de miedo, muchachos…

La bibliotecaria, jadeante, se puso delante de ellos.

—Son ustedes del 242, ¿verdad?

—Oiga —dijo Terens con firmeza—. ¿Y por qué nos detiene?

—¿Han preguntado por ciertos libros? Quisiéramos proporcionárselos.

—Es demasiado tarde. Otra vez. ¿Es que no entiende que no quiero los libros? Mañana volveré.

—La biblioteca —dijo la muchacha cortésmente— trata siempre de dar satisfacción a los lectores. Los libros estarán a su disposición en un momento —añadió con dos manchitas rojas que aparecieron en sus pómulos. Dio media vuelta, saliendo precipitadamente por una puertecilla que se abrió al acercársele.

—Si no le importa… —dijo Terens dirigiéndose al patrullero.

Pero el patrullero levantó un látigo neurónico de una longitud moderada, que podía usarse como una excelente cachiporra o como arma de larga distancia cuyo poder era paralizante.

—Oiga, muchacho —dijo—, ¿por qué no se sienta usted aquí tranquilamente y espera a que esta dama regrese? Me parece lo más cortés, además.

El patrullero no era joven ni delgado. Parecía estar cerca de la edad del retiro y terminaba probablemente su tiempo de servicio vegetando como guarda de la biblioteca, pero iba armado, y la jovialidad que se pintaba en su arrugado rostro tenía un escaso sello de sinceridad.

La frente de Terens estaba húmeda y sentía el sudor correr por su espina dorsal. Había por lo visto subestimado la situación. Estaba seguro de su propio análisis del asunto, de todo. Y no obstante, así estaba la cosa. No hubiera debido ser tan imprudente. Era su maldito deseo de invadir Ciudad Alta, de recorrer los pasillos de la biblioteca como si fuese un sarkita.

Durante un desesperado momento estuvo tentado de atacar el patrullero, pero después, inesperadamente, no tuvo necesidad.

Al principio fue como un destello. El patrullero empezó a volverse un poco demasiado tarde. Las lentas reacciones de la edad le traicionaron. El látigo neurónico le fue arrancado de las manos y antes de que pudiese hacer más que iniciar un ronco grito, fue alcanzado en la sien. Cayó al suelo.

Rik gritaba con deleite y Terens exclamó:

—¡Valona! ¡Por todos los demonios de Sark, Valona!

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