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El Edil

Myrlyn Terens estaba sacando un libro-film de su sitio cuando sonó el timbre de la puerta. Las duras facciones de su rostro indicaban un profundo pensamiento, pero en el acto se desvanecieron, apareciendo una expresión más usual de ligera precaución. Apartó sus pensamientos con un gesto de la mano y exclamó:

—¡Un momento!

Volvió a dejar el film en su sitio y apretó el contacto que permitía a la sección móvil volver a su sitio sin distinguirse del resto de la pared. Para los simples obreros y trabajadores de los molinos, con quienes trataba, era un cierto orgullo que uno de ellos, por nacimiento por lo menos, poseyese films. Realzaba, por un tenue reflejo, la constante monotonía que cubría sus mentes. Y sin embargo no hubiera mostrado sus films abiertamente. Verlos hubiera estropeado las cosas. Hubiera enmudecido sus no demasiado articuladas lenguas. Podían vanagloriarse de los libros de su Edil, pero la exhibición ante sus ojos hubiera hecho que Terens se pareciese demasiado a un Noble.

Desde luego, también estaban los Nobles. No era probable que alguno de ellos fuese a hacerle una visita oficial a su casa, pero si entrase uno de ellos allí, una hilera de films a la vista hubiera resultado imprudente. Era un Edil y la costumbre le daba ciertos privilegios, pero no hubiera sido cuerdo abusar de ellos.

—¡Voy enseguida! —exclamó de nuevo.

Esta vez se dirigió hacia la puerta abrochándose parte de su túnica. Incluso su indumentaria era Noble. Algunas veces llegaba casi a olvidar que había nacido en Florina.

Valona March estaba en el umbral. Dobló las rodillas e inclinó la cabeza en un respetuoso saludo. Terens abrió la puerta de par en par.

—Entre, Valona. Siéntese. Debe ser ya pasado el toque de queda. Espero que las patrullas no la hayan visto.

—No lo creo, Edil.

—Bien, esperémoslo. Tiene usted un mal informe, ¿sabe?

—Sí, Edil. Le estoy muy agradecida por lo que ha hecho usted por mí en el pasado.

—No tiene importancia. Siéntese. ¿Quiere comer o beber algo?

—No, gracias, Edil. He comido ya.

Se sentó, se echó atrás en su sillón y movió la cabeza. Era de buena educación entre los habitantes ofrecerse refrescos. Era de mala educación aceptarlos. Terens lo sabía. No insistió.

—¿Qué ocurre, Valona? ¿Otra vez Rik? —preguntó.

Valona asintió, pero pareció incapaz de dar más explicaciones.

—¿Le pasa algo en el molino?

—No, Edil.

—¿Otra vez las jaquecas?

—No, Edil.

Terens esperó, agudizando la intensidad de su mirada.

—Bien, Valona, no pretenderá usted que adivine lo que le pasa. Hable, o no podré ayudarla. Necesita usted alguna ayuda, supongo…

—Sí, Edil —dijo. Y entonces estalló—. ¿Cómo puedo decírselo, Edil? ¡Si casi parece cosa de locos!

Terens tuvo la tentación de acariciar su hombro, pero sabía que ella sentiría un estremecimiento a su contacto.

Permanecía sentada con sus grandes manos ocultas, como era su costumbre, en su traje. Se fijó en que sus gruesos dedos se entrelazaban y retorcían.

—Sea lo que sea, la escucharé —dijo él.

—¿Recuerda, Edil, el día que vine a verle y le hablé del doctor y de lo que había dicho?

—Sí, muy bien, Valona. Y le dije a usted parcialmente que no tenía que hacer nunca más una cosa así sin consultarme. ¿Lo recuerda?

Valona abrió los ojos. No necesitaba estímulos para lamentar su error.

—¡Y no volveré a hacerlo nunca más! Edil. Es sólo porque quiero recordarle que me dijo usted que haría cuanto fuese necesario por ayudarme a conservar a Rik…

—Y lo haré, Valona. Bien, entonces, ¿es que las patrullas han preguntado por él?

—¡Oh, no, Edil! ¿Cree que pueden?

—Estoy seguro de que no —dijo, empezando a perder la paciencia—. Venga, Valona, dígame ya lo que pasa.

—Edil, dice que quiere dejarme —dijo ella entornando los ojos—. Quiero que se lo impida.

—¿Y por qué quiere dejarla?

—Dice que está recordando cosas…

El interés apareció en el rostro de Terens. Se inclinó hacia delante y estuvo a punto de coger su mano.

—¿Recordando cosas? ¿Qué cosas?

Terens recordaba el día en que habían encontrado a Rik. Había visto un grupo de muchachos jóvenes reunidos cerca de uno de los canales de riego en las afueras del pueblo. Lanzaron sus estridentes voces para llamarle.

—¡Edil! ¡Edil!

—¿Qué pasa, Rasie? —preguntó al llegar corriendo. Se había propuesto conocer los nombres de todos los muchachos cuando venía a la ciudad. Rasie parecía contrariado.

—Mire allí, Edil —dijo.

Señalaba algo blanco que se retorcía y era Rik. Los demás chiquillos le daban a gritos confusas explicaciones.

Terens consiguió entender que estaban jugando a un juego que comportaba correr, esconderse y perseguirse.

Le explicaban apasionadamente el nombre del juego, cómo se jugaba, el momento en que había sido interrumpido, con una ligera discusión adicional acerca de cuál era el bando que estaba «ganando». Todo eso no tenía importancia, desde luego.

Rasie, un muchacho moreno de doce años, había oído sollozar y se acercó cautelosamente. Esperaba encontrar algún animal, quizás una rata de los campos que hubiera resultado una buena caza y encontró a Rik.

Todos los muchachos se encontraban en un estado de entre fascinación y asco ante la extraña visión. Era un ser humano casi desnudo, con la barbilla húmeda de baba, gimiendo y gritando débilmente, agitando con desaliento brazos y piernas. Unos ojos azules y vagos parecían brotar de su rostro cubierto por una pelusa parda. Por un instante sus ojos parecieron fijarse en los de Terens y levantando lentamente el pulgar se lo metió en la boca.

—¡Mire, mire, Edil, se chupa el dedo! —gritó uno de los muchachos.

El grito hizo estremecerse a la extraña figura. Su rostro se puso colorado y se contorsionó. Se oía un leve gemido no acompañado de lágrimas, pero el dedo seguía donde estaba. Aparecía rojo y húmedo en contraste con el resto de la pringosa mano. Terens trató de salir de su propio asombro ante la visión.

—Bueno, bueno, muchachos; estáis corriendo por aquí y vais a pisotear el campo de trigo. Estáis estropeando la cosecha y ya sabéis lo que significa como os pesquen. Seguid vuestro camino y no digáis nada de todo esto. Y oye, Rasie, corre a casa de Jencus y que venga enseguida.

Jencus era lo más parecido a un doctor que la población disponía. Había pasado algún tiempo haciendo el aprendizaje con un verdadero doctor de la ciudad y debido a esto había sido relevado de todo trabajo en las granjas o los molinos. La cosa no salió del todo mal. Sabía tomar la temperatura, poner inyecciones, recetar píldoras y, lo más importante, podía decir cuándo algún trastorno era suficientemente importante para merecer un viaje al hospital de la ciudad. Sin este apoyo semiprofesional, los alcanzados por meningitis espinal o apendicitis aguda hubieran sufrido atrozmente pero, en general, por poco tiempo. Tal como era, los capataces murmuraban y acusaban a Jencus, de todas las formas posibles menos con palabras, de ser cómplice de una superchería.

Jencus ayudó a Terens a subir al enfermo en un scooter y, tan disimuladamente como fue posible, lo llevaron a la ciudad.

Juntos lo lavaron de toda la suciedad y porquería que se había acumulado sobre su cuerpo. Con el cabello no había nada que hacer. Jencus lo afeitó de pies a cabeza y lo reconoció lo mejor que supo.

—No veo infección alguna, Edil —dijo Jencus—. Ha sido alimentado. Las costillas no salen mucho. No sé qué hacer con él. ¿Cómo supone que llegó hasta allí, Edil?

Hizo la pregunta en el tono pesimista del que no cree que Terens pudiese tener contestación a nada. Terens lo aceptó filosóficamente. Cuando una población ha perdido el Edil a que estaba acostumbrada durante cincuenta años, el Edil joven que lo sustituye tiene que resignarse a un período de desconfianza y recelo.

—No lo sé, desde luego —dijo Terens.

—No puede andar. No puede dar un paso, sabe usted. Habrá que meterlo aquí. Por lo que puedo juzgar, lo mismo podría ser un chiquillo. Parece haber perdido las facultades mentales.

—¿Hay alguna enfermedad que produzca estos efectos?

—Que yo sepa no. La perturbación mental podría producirlo, pero no veo nada que lo justifique. Será cosa de mandarle a la ciudad. ¿Había visto usted ya algún otro caso, Edil?

—Llevo sólo un mes aquí —dijo Terens sonriendo amablemente.

Jencus era un hombre rollizo. Tenía todo el aspecto de haber nacido así y, si a esta constitución natural se le añade el efecto de una vida sedentaria, no era sorprendente que tuviese la tendencia de apoyar siempre sus breves frases con el inútil gesto de secarse la brillante frente con un pañuelo rojo.

—No sé qué decir exactamente a los patrulleros —dijo.

Los patrulleros llegaron, desde luego. Era imposible evitarlo. Los chiquillos se lo dijeron a sus padres; los padres se lo dijeron a otros.

La vida de la ciudad era bastante tranquila. Incluso un hecho como aquél era digno de que se contase con todas las combinaciones posibles entre narrador y narrado. Y ante esta narración, era imposible que los patrulleros no se enterasen.

Los patrulleros, así llamados, eran miembros de la Patrulla Floriniana. No eran indígenas de Florina y, por otra parte, no eran tampoco compatriotas de los Nobles del planeta Sark. Eran simples mercenarios con los cuales se podía contar para mantener el orden a cambio de la paga que recibían sin dejarse jamás arrastrar por una simpatía, mala consejera, hacia los florinianos por lazos de sangre o cuna.

Acudieron dos de ellos acompañados por uno de los capataces del molino, en pleno uso de su limitada autoridad.

Los patrulleros se mostraban contrariados e indiferentes. Un enajenado idiota podía formar parte del trabajo cotidiano pero difícilmente podía provocar interés. Uno de ellos le dijo al capataz:

—¿Cuánto tiempo necesitas para hacer una identificación? ¿Quién es este hombre?

—No le he visto en mi vida —dijo el capataz moviendo la cabeza enérgicamente—. No es de por aquí.

—¿Llevaba papeles encima? —le preguntó un patrullero a Jencus.

—No. No llevaba más que unos harapos. Los he quemado para evitar la infección.

—¿Y qué le pasa?

—Ha perdido el juicio. Eso es todo lo que puedo ver.

En aquel momento Terens se llevó a los patrulleros aparte. Puesto que estaban contrariados serían manejables. El patrullero que había estado haciendo preguntas dejó su libretita y dijo:

—Bien, no vale siquiera la pena de dar parte. No tiene nada que ver con nosotros. Líbrense de él como puedan.

Y se marcharon.

El capataz se quedó. Era un hombre pecoso, de cabello rojo y un gran bigote hirsuto. Llevaba cinco años de capataz de rígidos principios, lo cual quería decir que la responsabilidad del exacto cumplimiento de los reglamentos pesaba sobre él.

—Bien —dijo—. ¿Y qué vamos a hacer con todo esto? La gente está tan ocupada hablando que nadie trabaja.

—Mandarlo al hospital de la ciudad, me parece; es lo único que se puede hacer —dijo Jencus agitando afanosamente su pañuelo—. No puedo hacer nada.

—¡A la Ciudad! —dijo el capataz preocupado—. ¿Y quién va a pagar? ¿Quién se hará cargo de las tarifas? No es uno de los nuestros, ¿verdad?

—Que yo sepa, no —dijo Jencus.

—Entonces, ¿por qué tenemos que pagar? Averigüen a quién pertenece. ¡Qué pague su ciudad!

—¿Y cómo quiere que lo averigüemos? ¡Dígamelo!

El capataz reflexionó. Su lengua comenzó a juguetear con la frondosa vegetación de su labio superior.

—Entonces limitémonos a librarnos de él. Como ha dicho el patrullero.

—¡Oiga! —interrumpió Terens—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Lo mismo podría estar muerto —dijo el capataz—, sería un favor.

—¡No se puede matar a una persona viva!

—Entonces diga usted qué se puede hacer.

—¿No podría hacerse cargo de él alguien del pueblo?

—¿Y quién quiere que se haga cargo? ¿Lo aceptaría usted?

Terens pasó por alto la actitud abiertamente insolente:

—Tengo otras cosas que hacer.

—Como todo el mundo. No puedo dejar que nadie olvide el trabajo del molino para ocuparse de este pobre chiflado.

Terens lanzó un suspiro, y con rencor dijo:

—Vamos a ver, capataz, seamos razonables. Si hace usted que uno de sus hombres se ocupe de este pobre infeliz hablaré en su favor a los Nobles, de lo contrario diré solamente que no veo ninguna razón por la cual no podía ocuparse de él.

El capataz reflexionó. El Edil llevaba allí sólo un mes pero había intervenido ya en asuntos de personal que llevaban en la ciudad toda su vida. Sin embargo, tenía apoyos entre los Nobles y no convenía enfrentarse con él mucho tiempo:

—Pero ¿quién va a aceptarlo? —dijo. Una horrible sospecha se apoderó de él—. ¡Yo no puedo! Tengo tres chiquillos y mi mujer está enferma.

—No le he insinuado que lo hiciese.

Terens miró hacia la ventana. Una vez los patrulleros se marcharon, la muchedumbre se acumuló, cada vez más numerosa, frente a la casa del Edil. La mayoría era gente joven, demasiado jóvenes para ser obreros; otros eran mozos de labranza de las granjas próximas. Algunos eran obreros de los molinos que no estaban de turno.

Terens vio a una muchacha gruesa a un lado de la muchedumbre. Durante el mes transcurrido la había observado varias veces. Era fuerte, competente y trabajadora. Bajo su expresión desdichada se ocultaban buenos sentimientos. Si hubiese sido un hombre hubiera podido ser nombrado instructor de ediles. Pero era una mujer; sus padres habían muerto y se veía claramente que había que descartar en ella el interés romántico. Era una muchacha solitaria, en una palabra, y que seguiría siéndolo.

—¿Y ésta? —preguntó.

El capataz la miró y soltó un rugido.

—¡Maldita sea, tendría que estar trabajando!

—Bien. ¿Cómo se llama?

—Es Valona March.

—Muy bien. Ahora la recuerdo. Llámela.

Un momento después Terens se había convertido en el tutor oficioso de la pareja. Hizo cuanto pudo por tener raciones suplementarias para ella, cupones extra de ropa y cuanto era necesario para permitir a dos adultos (uno de ellos no inscrito) vivir con los ingresos de uno. Fue el instrumento que consiguió obtener un aprendizaje para Rik en los molinos de Florina. Intervino para evitar un mayor castigo de Valona cuando su disputa con el jefe de sección. La muerte del doctor de la ciudad hizo innecesario intentar una acción más enérgica que la que se había adoptado, pero hubiera estado dispuesto a ello.

Era natural que Valona acudiese a él en todas sus tribulaciones y ahora él estaba esperando a que contestase su pregunta.

Valona seguía vacilando.

—Dice que todos los habitantes del mundo morirán —dijo finalmente.

—¿Dijo qué? —preguntó Terens al parecer asombrado.

—Dice que no lo sabe. Recuerda sólo que antes era, sabe usted, así, como es. Y dice recordar que desempeñaba un importante cargo, pero no entiendo qué es.

—¿Cómo lo describe?

—Dice que… que analizaba Nada, N mayúscula.

Valona esperó un momento y se apresuró a explicar:

—Analizar quiere decir poner las cosas aparte como…

—Sé lo que quiere decir, muchacha.

—¿Sabe lo que quiere decir, Edil? —dijo la muchacha mirándole asombrada.

—Quizá, Valona.

—Pero, Edil, ¿puede alguien hacer algo con Nada?

—¿Cómo, Valona? —dijo Terens poniéndose de pie y sonriendo—. ¿No sabes que todo en toda la Galaxia es en gran parte Nada?

Ningún destello de comprensión brilló en la mente de Valona pero aceptó el hecho. El Edil era un hombre muy educado. Con un súbito arranque de orgullo tuvo la súbita sensación de que Rik era más instruido todavía.

—Ven —dijo Terens, tendiéndole la mano—. ¿Dónde está Rik?

—En casa. Durmiendo.

—Muy bien. Te llevo allí. ¿Quieres que los patrulleros te encuentren por la calle sola?

Por la noche la población parecía desprovista de vida. Las luces de la calle que partía en dos zonas las casas de los obreros relucían sin resplandor. En el aire había síntomas de lluvia, pero sólo de aquella lluvia caliente y ligera que caía casi cada noche. No había necesidad de tomar precauciones especiales.

Valona no se había encontrado nunca tan tarde por las calles y estaba asustada. Trataba de evitar el sonido de sus pasos, mientras escuchaba temerosa oír el distante eco de los patrulleros.

—Deja ya de andar de puntillas, Valona —dijo Terens—. Voy contigo.

Su voz resonó con fuerza y Valona se estremeció; apretó el paso respondiendo a su exigencia.

Cuando entraron en la cabaña de Valona estaba tan oscura como todo lo demás. Terens había nacido y le habían educado en una cabaña como aquélla y, pese a que desde entonces había vivido en Sark y ahora ocupaba una casa con tres habitaciones y agua corriente, sentía aún cierta nostalgia de lo vacío del interior. Una habitación era todo lo que se necesitaba: una cama, una cómoda, dos sillas, un suelo liso y brillante de cemento, y un orinal en una esquina.

No había necesidad de cocina puesto que todas las comidas se hacían en el molino, ni de un cuarto de baño, puesto que había una hilera de duchas comunes que corría detrás de las casas. En aquel suave e invariable clima las ventanas no estaban adaptadas contra el viento y la lluvia. Las cuatro paredes estaban horadadas por aberturas y las vigas del techo eran suficiente protección contra las lloviznas de las noches sin viento.

A la tenue luz de un encendedor de mano Terens observó que uno de los rincones de la estancia estaba oculto por un deteriorado biombo. Recordaba habérselo proporcionado a Valona cuando Rik había dejado de ser un chiquillo y no era todavía un hombre. Oía la respiración acompasada de un durmiente detrás de él.

—Despiértalo, Valona —dijo, señalando hacia el rincón.

—¡Rik, Rik, muchacho! —dijo Valona, golpeando el biombo.

Se oyó un ligero gemido.

—Soy Lona… —Dieron la vuelta al biombo, y Terens enfocó la luz del encendedor sobre su rostro y después sobre el de Rik.

Éste levantó un brazo, protegiéndose contra el resplandor.

—¿Qué ocurre?

Terens se sentó en el borde de la cama. Rik dormía en la plancha original de la cabaña. Le había conseguido un lecho al principio, pero se lo había guardado para ella.

—Rik —dijo—. Valona dice que empiezas a recordar cosas…

—Sí, Edil.

Rik era siempre muy humilde ante el Edil, que era el hombre más importante que había visto. Incluso el superintendente del molino era respetuoso con el Edil. Rik repitió los fragmentos de ideas que había reunido durante el día.

—¿Has recordado algo más desde que se lo dijiste a Valona? —le preguntó Terens.

—Nada más, Edil.

Terens juntó los dedos de una mano con los de la otra.

—Muy bien, Rik. Vuélvete a dormir.

Valona salió con él de la casa. Hacía un esfuerzo para que su rostro no se contorsionase apoyando una ruda mano sobre sus ojos.

—¿Tendrá que dejarme, Edil?

Terens le cogió las manos y, gravemente, le dijo:

—Tienes que portarte como una mujer, Valona. Va a tener que venir conmigo por algún tiempo, pero te lo volveré a traer.

—¿Y después?

—No sé. Tienes que comprenderlo, Valona. Hoy lo más importante de este mundo es que averigüemos más cosas sobre los recuerdos de Rik.

—¿Quiere decir que todo el mundo de Florina puede morir como él dice? —estalló súbitamente Valona.

—No le digas esto jamás a nadie, Valona —dijo Terens acentuando su presión en las manos—, o los patrulleros pueden llevarse a Rik para siempre. Te lo digo en serio.

Terens dio media vuelta y se dirigió hacia su casa pensativo, caminando lentamente, sin darse siquiera cuenta de que sus manos temblaban. Trató en vano de dormirse y, al cabo de una hora de esfuerzos, conectó el narcocampo.

Era uno de los pocos objetos de Sark que se había traído cuando regresó. Era como un casquete de fieltro negro. Ajustó los controles a cinco horas y estableció contacto.

Tuvo tiempo de arrellanarse cómodamente en la cama antes de que la acción del instrumento obrase sobre los centros de la conciencia de su cerebro y le sumiese en un profundo y apacible sueño.

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