18

Tengo diecisiete años, dieciocho, para cumplir diecinueve, trabajo en Easons, escribo cartas amenazadoras para la señora Finucane, que dice que no le queda mucho tiempo en este mundo y que cuantas más misas digan por su alma más tranquila se quedará. Mete dinero en sobres y me manda a todas las iglesias de la ciudad para que llame a la puerta de los curas y les entregue los sobres con el encargo de las misas. Quiere que recen por ella todos los curas, menos los jesuitas.

—No sirven para nada —dice ella—, son todo cabeza y no tienen corazón. Eso es lo que deberían tener escrito en el dintel de la puerta en latín, y yo no voy a darles ni un penique, porque cada penique que das a un jesuita se gasta en un libro caro o en una botella de vino.

Ella envía el dinero, espera que le digan las misas, pero nunca está segura, y si ella no está segura, ¿por qué voy a entregar yo todo ese dinero a los curas cuando yo necesito el dinero para irme a América? Y si me guardo algunas libras y las ingreso en la Caja Postal, ¿quién se va a enterar? Y si rezo una oración por la señora Finucane y enciendo velas por su alma cuando se muera, ¿no me escuchará Dios, aunque yo sea un pecador que hace mucho tiempo que no se confiesa?

Dentro de un mes cumpliré diecinueve años. Sólo me faltan algunas libras para pagarme el pasaje y algunas libras más para tener en el bolsillo cuando desembarque en América.

La noche del viernes anterior al día en que cumplo diecinueve años la señora Finucane me manda a traer el jerez. Cuando vuelvo, está muerta en la silla, con los ojos muy abiertos, y con su monedero en el suelo muy abierto. No me atrevo a mirarla, pero cojo un fajo de billetes. Diecisiete libras. Cojo la llave del baúl de arriba. Cojo cuarenta de las cien libras que hay en el baúl, y me llevo también el libro de cuentas. Sumando esto a lo que tengo en la Caja Postal, ya tengo bastante para ir a América. Cuando salgo me llevo la botella de jerez para que no se eche a perder.

Me siento junto al río Shannon, cerca de los diques secos, y bebo tragos del jerez de la señora Finucane. En el libro de cuentas figura el nombre de la tía Aggie. Debe nueve libras. Puede que fuera el dinero que se gastó en mis ropas hace mucho tiempo, pero ahora ya no tendrá que pagarlo porque yo arrojo al río el libro de cuentas. Siento que nunca podré decir a la tía Aggie que le he ahorrado nueve libras. Siento haber escrito cartas amenazadoras a los pobres de los callejones de Limerick, mi propia gente, pero el libro de cuentas ha desaparecido, nadie sabrá nunca cuánto deben y ellos no tendrán que pagar los saldos pendientes. Me gustaría poder decirles que soy su Robin Hood.

Otro trago de jerez. Dejaré una libra o dos para encargar una misa por el alma de la señora Finucane. Su libro de cuentas ya baja por el Shannon y se dirige al Atlántico, y yo sé que seguiré su camino algún día, dentro de poco tiempo.

El hombre de la agencia de viajes de O’Riordan dice que no puede facilitarme el viaje a América en avión a no ser que me vaya primero a Londres, lo que me costaría una fortuna. Puede darme pasaje en un barco llamado Irish Oak, que zarpará de Cork dentro de unas semanas.

—Nueve días de navegación —me dice—, en septiembre, octubre, la mejor época del año, camarote propio, trece pasajeros, comida de la mejor, como unas vacaciones para ti, y te costará cincuenta y cinco libras, ¿las tienes?

—Las tengo.

Digo a mamá que me marcharé dentro de unas semanas y ella se echa a llorar.

—¿Nos iremos todos algún día? —dice Michael.

—Sí.

Alphie dice:

—¿Me mandarás un sombrero de vaquero y esa cosa que la tiras y vuelve?

Michael le dice que eso es un bumerán, y que para encontrarlo hay que irse a Australia, que en América no los hay.

Alphie dice que en América se pueden encontrar, claro que sí, y los dos discuten acerca de América, de Australia y de los bumeranes, hasta que mamá dice:

—Por el amor de Dios, tu hermano nos deja y los dos os ponéis a reñir por los bumeranes. ¿Queréis dejarlo?

Mamá dice que tendremos que hacer una pequeña fiesta la noche anterior a mi partida. Antiguamente solían hacer fiestas cuando alguien partía para América, que estaba tan lejos que las fiestas se llamaban velatorios americanos, porque la familia no esperaba volver a ver en su vida al que partía. Dice que es una pena que Malachy no pueda volver de Inglaterra, pero todos estaremos juntos algún día en América, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre.

Los días que tengo libres en el trabajo me paseo por Limerick y contemplo todos los sitios donde hemos vivido, la calle Windmill, la calle Hartstonge, el callejón Roden, la carretera de Rosbrien, la calle Little Barrington, que en realidad es un callejón. Me quedo mirando la casa de Theresa Carmody hasta que sale la madre de ella y me pregunta qué quiero. Me siento junto a las tumbas de Oliver y de Eugene en el antiguo cementerio de San Patricio y voy al cementerio de San Lorenzo, al otro lado de la carretera, donde está enterrada Theresa. Vaya donde vaya, oigo las voces de los muertos, y me pregunto si podrán seguirme hasta el otro lado del Océano Atlántico.

Quiero que se me queden grabadas en la mente las imágenes de Limerick por si no vuelvo nunca. Me siento en la iglesia de San José y en la iglesia de los redentoristas y me digo a mí mismo que debo mirarlo todo bien, porque quizás no lo vuelva a ver nunca. Bajo por la calle Henry a despedirme de San Francisco, aunque sé que podré hablar con él en América.

Ahora hay días en que no quiero irme a América. Me dan ganas de ir a la agencia de viajes de O’Riordan y recuperar mis cincuenta y cinco libras. Podría esperar a tener veintiún años para que Malachy se viniera conmigo, y entonces conocería al menos a una persona en Nueva York. Tengo sensaciones extrañas, y algunas veces, sentado junto al fuego con mamá y con mis hermanos, siento que se me saltan las lágrimas y me avergüenzo de mí mismo por ser tan débil. Al principio, mamá se ríe y me dice que debo de tener la vejiga cerca de los ojos, pero después dice Michael:

—Todos iremos a América, papá estará allí, Malachy estará allí y estaremos todos juntos.

Y entonces se le saltan las lágrimas a ella y los cuatro, allí sentados, lloramos como idiotas.

Mamá dice que es la primera vez que hemos celebrado una fiesta en la vida, y que es bien triste celebrarla cuando los hijos de una se le marchan uno a uno, Malachy a Inglaterra, Frank a América. Ahorra algunos chelines de lo que gana cuidando al señor Sliney y compra pan, jamón, chicharrones, queso, gaseosa y algunas botellas de cerveza negra. El tío Pa Keating trae cerveza negra, whiskey y un poco de jerez para la tía Aggie, que tiene el estómago delicado, y ésta trae una tarta que ha preparado ella misma, repleta de pasas de corinto y de uvas pasas. El Abad trae seis botellas de cerveza negra y dice:

—No te preocupes, Frankie, podéis beber todos mientras me quede a mí una botella o dos para ayudarme a cantar mi canción.

Canta El camino de Rasheen. Levanta su cerveza negra, cierra los ojos y le sale la canción como un quejido agudo. La letra no tiene sentido, y todos nos preguntamos por qué le saltan las lágrimas de los ojos cerrados. Alphie me pregunta en voz baja:

—¿Por qué llora por una canción que no tiene sentido?

—No lo sé.

El Abad termina su canción, abre los ojos, se seca las mejillas y nos dice que es una canción triste que habla de un muchacho irlandés que se fue a América y lo mataron a tiros unos gángsteres, y se murió antes de que pudiera asistirlo un cura, y me dice que procure que no me peguen un tiro si no estoy cerca de un cura.

El tío Pa dice que es la canción más triste que ha oído en su vida, y pregunta si podríamos oír algo más animado. Se lo pide a mamá, y ella dice:

—Ay, no, Pa, seguro que no tengo fuelle.

—Vamos, Ángela, vamos. Todos a una, que sólo se oiga una voz.

—Está bien. Lo intentaré.

Todos cantamos el estribillo de la canción triste de mamá:

El amor de una madre es una bendición

vayas por donde vayas.

Cuídala mientras la tengas,

la echarás de menos cuando falte.

El tío Pa dice que esta canción es peor que la anterior, y que estamos convirtiendo esta noche en un verdadero velatorio, que si nadie canta una canción que anime el ambiente él tendrá que darse a la bebida por la tristeza.

—Ay, Dios —dice la tía Aggie—, se me olvidaba. Afuera hay un eclipse de luna ahora mismo.

Salimos al callejón y contemplamos cómo desaparece la luna detrás de una sombra negra y redonda.

—Es un presagio muy bueno para tu partida a América, Frankie —dice el tío Pa.

—No —dice la tía Aggie—, es mal presagio. He leído en el periódico que la luna está ensayando para el fin del mundo.

—Oh, el fin del mundo, y una mierda —dice el tío Pa—. Esto es un comienzo para Frankie McCourt. Volverá dentro de unos años con un traje nuevo y con grasa encima de los huesos, como cualquier yanqui, y con una muchacha preciosa con los dientes blancos colgada del brazo.

—Ay, no, Pa, ay, no —dice mamá, y la hacen entrar en casa y la consuelan con un trago de jerez de España.

Está cayendo la noche cuando el Irish Oak zarpa de Cork y pasa por delante de Kinsale y del cabo Clear, y es noche cerrada cuando se ven centellear las luces del promontorio Mizen, la última tierra irlandesa que veré hasta Dios sabe cuándo.

Sin duda debería haberme quedado, haberme examinado para Correos, haber subido en el mundo. Podría haber traído a casa el dinero suficiente para que Michael y Alphie fueran a la escuela con zapatos como Dios manda y con los estómagos bien llenos. Podríamos habernos mudado de un callejón a una calle, o incluso a una avenida de casas con jardín. Debería haber hecho ese examen, para que mamá no tuviese que volver a limpiar los orinales del señor Sliney ni de nadie.

Ya es demasiado tarde. Estoy a bordo del barco e Irlanda se queda atrás y se pierde en la noche, y es una tontería que me quede en esta cubierta mirando atrás y pensando en mi familia, en Limerick, en Malachy y en mi padre, que está en Inglaterra, y es una tontería aún mayor que me vengan a la cabeza canciones, Roddy McCorley va a morir, y mamá canta, ahogándose, «Oh, las noches de los bailes de Kerry», mientras el pobre señor Clohessy tose en la cama, y ahora quiero que me devuelvan a Irlanda, allí al menos tenía a mamá y a mis hermanos y a la tía Aggie, por mala que fuera, y al tío Pa, que me invitó a mi primera pinta, y tengo la vejiga cerca de los ojos, y hay un cura a mi lado en la cubierta y se ve que siente curiosidad por mí.

Es de Limerick, pero tiene acento americano después de todos los años que ha pasado en Los Ángeles. Sabe lo que es dejar Irlanda, él mismo lo hizo y no lo ha superado nunca. Uno vive en Los Ángeles viendo el sol y las palmeras un día tras otro y pide a Dios que le mande, si es posible, un día de lluvia suave como en Limerick.

El cura se sienta a mi lado durante las comidas en la mesa del primer oficial, que nos dice que se ha cambiado la ruta del barco y que en vez de ir a Nueva York vamos rumbo a Montreal.

Después de tres días de travesía vuelve a cambiar la ruta. Vamos a Nueva York, después de todo.

Tres pasajeros americanos se quejan:

—Condenados irlandeses. ¿No se pueden aclarar de una vez?

El día anterior a nuestra llegada a Nueva York vuelve a cambiar la ruta. Vamos a subir por el río Hudson a desembarcar en un lugar llamado Albany.

—¿A Albany? —dicen los americanos—. ¿A la maldita Albany? ¿Por qué demonios hemos tenido que embarcarnos en un maldito cascarón irlandés? Maldita sea.

El cura me dice que no les preste atención. No todos los americanos son así.

Estoy en cubierta al romper el día cuando entramos navegando en Nueva York. Estoy seguro de que estoy en una película, de que se va a acabar y se encenderán las luces y me encontraré en el cine Lyric. El cura quiere enseñarme las cosas, pero no hace falta. Reconozco la estatua de la Libertad, la isla de Ellis, el edificio Empire State, el edificio Chrysler, el puente de Brooklyn. Hay millares de coches que corren por las carreteras y el sol lo vuelve todo dorado. Los americanos ricos que llevan sombrero de copa, pajarita blanca y frac deben estar volviendo a sus casas para meterse en la cama con las mujeres preciosas que tienen los dientes blancos. Los demás van a trabajar en oficinas caldeadas y cómodas y nadie tiene la menor preocupación del mundo.

Los americanos están discutiendo con el capitán y con un hombre que ha subido a bordo desde un remolcador.

—¿Por qué no podemos desembarcar aquí? ¿Por qué tenemos que seguir en el maldito barco hasta la maldita Albany?

—Porque son pasajeros del buque —dice el hombre—, y el capitán es el capitán y el reglamento no contempla que los desembarquemos nosotros.

—¿Ah, sí? Pues bien, éste es un país libre y somos ciudadanos americanos.

—¿De verdad? Pues bien, están en un barco irlandés con capitán irlandés, y harán lo que a él le dé la maldita gana disponer, si no quieren ir nadando al puerto.

Baja por la escalerilla, el remolcador se aleja dando resoplidos y nosotros subimos por el Hudson, pasamos por delante de Manhattan, bajo el puente George Washington, por delante de centenares de barcos de la Libertad, que hicieron su parte en la guerra y que ahora están amarrados y dispuestos a pudrirse.

El capitán anuncia que la marea nos obligará a echar el ancla por la noche frente a un pueblo que se llama Poughkeepsie. El cura me lo deletrea y me dice que es un nombre indio, y los americanos dicen: «Maldito Poughkeepsie».

Cuando ya ha oscurecido llega al barco un barquito que hace put, put, y una voz irlandesa grita:

—Hola. Jesús, he visto la bandera irlandesa, vaya que sí. No daba crédito a mis dos ojos. Hola.

Invita al primer oficial a que baje a tierra a beber algo y le dice que se traiga a un amigo.

—Y usted también, padre, y tráigase a un amigo.

El cura me invita a mí, y bajamos por una escalerilla al barquito con el primer oficial y con el oficial de radio. El hombre del barco dice que se llama Tim Boyle y que es del condado de Mayo, Dios nos asista, y que hemos anclado allí en buen momento porque estaban celebrando una fiestecilla y estamos todos invitados. Nos lleva a una casa que tiene césped, una fuente y tres aves rosadas que se sostienen en una pata. Hay cinco mujeres en una habitación que llaman living. Las mujeres llevan el pelo tieso, vestidos inmaculados. Tienen vasos en la mano y son amables y sonríen con dientes perfectos. Una de ellas dice:

—Pasen, hagan el favor. Justo a tiempo para la fiersta.

«La fiersta». Así es como hablan, y supongo que yo hablaré así dentro de pocos años.

Tim Boyle dice que las chicas lo están pasando bien mientras sus maridos pasan la noche fuera cazando ciervos, y una de las mujeres, Betty, dice:

—Sí. Amigotes de la guerra. Ya hace casi cinco años que terminó la guerra y no lo han superado, de modo que pegan tiros a los animales todos los fines de semana y beben Rheingold hasta que se ponen ciegos. Condenada guerra, y perdone la palabra, padre.

El cura me dice al oído:

—Son mujeres malas. No nos quedaremos mucho rato.

—¿Qué quieren beber? —preguntan las mujeres malas—. Tenemos de todo. ¿Cómo te llamas, cielo?

—Frank McCourt.

—Bonito nombre. Así que te tomarás una copita. A todos los irlandeses les gusta tomarse una copita. ¿Te apetece una cerveza?

—Sí, muchas gracias.

—Hay que ver, qué educado. Me gustan los irlandeses. Mi abuela era medio irlandesa. ¿Qué soy yo entonces, la mitad, un cuarto de irlandesa? No lo sé. Me llamo Frieda. Toma tu cerveza, cielo.

El cura se queda sentado en el extremo de un sofá que llaman tresillo y dos de las mujeres hablan con él. Betty pregunta al primer oficial si le gustaría ver la casa y él le dice:

—Oh, sí que me gustaría, porque en Irlanda no tenemos casas como ésta.

Otra mujer dice al oficial de radio que debería ver las plantas que tienen en el jardín, que tienen unas flores increíbles. Frieda me pregunta si estoy bien y yo le digo que sí, pero que si no le importa decirme dónde está el retrete.

—¿El qué?

—El retrete.

—Ah, quieres decir el baño. Por aquí, cielo, por el pasillo.

—Gracias.

Me abre la puerta, me enciende la luz, me besa en la mejilla y me dice al oído que me esperará fuera por si necesito algo.

De pie ante el retrete, disparando, me pregunto qué podría necesitar en un momento así, y si esto es corriente en América, que te espere fuera una mujer mientras echas una meada.

Termino, tiro de la cadena y salgo. Ella me coge de la mano y me lleva a un dormitorio, deja su vaso, cierra la puerta con llave, me empuja a la cama. Está luchando con mi bragueta.

—Dichosos botones. ¿Es que no tenéis cremalleras en Irlanda?

Me saca la excitación se sube encima de mí se desliza arriba y abajo arriba y abajo Jesús estoy en el cielo y llaman a la puerta el cura Frank estás ahí Frieda se lleva el dedo a los labios y levanta los ojos al cielo Frank estás ahí Padre le importaría irse a la porra y ay Dios ay Theresa ves lo que me pasa por fin me importa menos que un pedo de violinista que el propio Papa llame a la puerta y que todo el colegio cardenalicio se reúna a mirar por la ventana ay Dios le he echado dentro todo lo que tenía dentro yo y ella se derrumba sobre mí y me dice que soy maravilloso y que si me plantearía la posibilidad de quedarme a vivir en Poughkeepsie.

Frieda dice al cura que me había dado un pequeño mareo después de ir al baño, que eso es lo que pasa cuando se viaja y se bebe una cerveza desconocida como la Rheingold, que a ella le parece que no se conoce en Irlanda. Veo que el cura no la cree y yo no puedo contener el calor que me va y viene de la cara. El cura ya tenía anotado el nombre y la dirección de mi madre, y ahora temo que escriba y que diga «el bueno de su hijo pasó su primera noche en América en un dormitorio de Poughkeepsie retozando con una mujer cuyo marido se había ido a cazar ciervos para relajarse un poco después de hacer su parte por América en la guerra, y vaya una manera de tratar a los hombres que lucharon por su país».

El primer oficial y el oficial de radio vuelven de sus visitas a la casa y al jardín y no miran al cura. Las mujeres nos dicen que debemos estar muertos de hambre y entran en la cocina. Nos quedamos sentados en el living sin cruzarnos la palabra y escuchando los susurros y las risas de las mujeres en la cocina. El cura vuelve a decirme al oído: «mujeres malas, mujeres malas, ocasión de pecado», y yo no sé qué decirle.

Las mujeres malas sacan emparedados y sirven más cerveza, y cuando terminamos de comer ponen discos de Frank Sinatra y preguntan si alguien quiere bailar. Nadie dice que sí, porque nadie se levanta a bailar con mujeres malas delante de un cura, de modo que las mujeres bailan las unas con las otras y se ríen como si todas tuvieran secretitos. Tim Boyle bebe whiskey y se queda dormido en un rincón hasta que Frieda lo despierta y le dice que vuelva a llevarnos al barco. Cuando nos vamos a marchar, Frieda se inclina hacia mí como si fuera a besarme la mejilla, pero el cura dice «buenas noches» con un tono muy cortante y nadie se da la mano. Mientras bajamos por la calle hacia el río oímos las risas de las mujeres, cristalinas y luminosas en el aire de la noche.

Subimos por la escalerilla y Tim nos grita desde su barquito:

—Tengan cuidado al subir esa escalerilla. Ay, muchachos, ay, muchachos, ¿verdad que ha sido una noche estupenda? Buenas noches, muchachos, y buenas noches, Padre.

Contemplamos su barquito hasta que desaparece entre la oscuridad de la ribera de Poughkeepsie. El cura nos da las buenas noches y baja a los camarotes y el primer oficial lo sigue.

Yo me quedo en cubierta con el oficial de radio, contemplando el centelleo de las luces de América.

—Dios mío —me dice—, ha sido una noche encantadora, Frank. ¿Verdad que éste es un gran país?