No sé por qué tuvo que avergonzarme la señora O’Connell delante de todo el mundo, y tampoco creo que Correos ni ninguna otra cosa sea indigna de mí. ¿Cómo iba a serlo, con mi pelo de punta, mi cara salpicada de espinillas, mis ojos rojos que manan líquido amarillo, mis dientes que se me caen por las caries, sin hombros, sin carne en el culo después de recorrer en bicicleta trece mil millas para entregar veinte mil telegramas a todas las puertas de Limerick y de su comarca?
La señora O’Connell dijo hace mucho tiempo que lo sabía todo acerca de todos los chicos de telégrafos. Debe de saber las veces que me he tocado en lo alto de Carrigogunnell mientras las lecheras me contemplaban y los niños pequeños me miraban desde abajo.
Debe de saber lo de Theresa Carmody y el sofá verde, cómo la dejé en pecado y la mandé al infierno, el peor pecado de todos, mil veces peor que lo de Carrigogunnell. Debe de saber que no me he vuelto a confesar después de lo de Theresa, que yo también estoy condenado al infierno.
Ni Correos ni ninguna otra cosa puede ser indigna de una persona capaz de cometer un pecado así.
El tabernero de la taberna de South se acuerda de mí desde los tiempos en que yo me sentaba con el señor Harmon, Bill Galvin, el tío Pa Keating, negro blanco negro. Recuerda a mi padre, cómo se gastaba el sueldo y el paro mientras cantaba canciones patrióticas y pronunciaba discursos desde el banquillo de los acusados como un rebelde condenado a muerte.
—¿Y qué quieres tomar? —dice el tabernero.
—He venido a ver a mi tío Pa Keating para tomarme mi primera pinta.
—Ah, pardiez, ¿es cierto eso? Llegará dentro de un momento, y nada impide que te tire a él su pinta, y quizás te tire a ti tu primera pinta, ¿no?
—Así es, señor.
Llega el tío Pat y me dice que me siente a su lado, junto a la pared. El tabernero trae las pintas, el tío Pa paga, levanta el vaso, dice a los presentes en la taberna:
—Éste es mi sobrino, Frankie McCourt, hijo de Ángela Sheehan, hermana de mi mujer, y se va a tomar su primera pinta; a tu salud y que vivas muchos años, Frankie, que vivas para apreciar las pintas, pero no demasiado.
Los parroquianos levantan las pintas, asienten con la cabeza, beben, y les quedan líneas cremosas en los labios y en los bigotes. Yo doy un gran trago a mi pinta y el tío Pat me dice:
—Despacio, por el amor de Dios, no te lo bebas todo, hay de sobra mientras la familia Guinness siga gozando de prosperidad y de salud.
Yo le digo que quiero invitarlo a una pinta con mi último sueldo de la oficina de correos, pero él me dice:
—No, llévate el dinero a casa y dáselo a tu madre, podrás invitarme a una pinta cuando vuelvas de América con el rubor del éxito y de una rubia ardorosa colgada del brazo.
Los parroquianos de la taberna están hablando del terrible estado del mundo y de cómo, en nombre de Dios, pudo escaparse Hermann Goering del verdugo una hora antes de que lo fueran a ahorcar. Los yanquis están declarando allí en Nuremberg que no saben cómo tenía escondida esa pastilla el hijo de puta del nazi. ¿La llevaría en el oído?, ¿en la nariz?, ¿en el culo? Seguro que los yanquis registraban hasta el más mínimo rincón y agujero de los nazis que cogían prisioneros, pero Hermann los dejó con un palmo de narices. Ya ves. Eso te demuestra que podrán cruzar el Atlántico, desembarcar en Normandía, bombardear Alemania hasta borrarla de la faz de la tierra, pero a la hora de la verdad no son capaces de encontrar una pastillita escondida en los recovecos del culo gordo de Goering.
El tío Pa me invita a otra pinta. Me resulta más difícil bebería porque me llena y me hincha el vientre. Los parroquianos hablan de los campos de concentración y de los pobres judíos que no habían hecho mal a nadie, «hombres, mujeres, niños, amontonados en hornos, niños, ¿qué te parece?, ¿qué daño podían hacer, zapatitos esparcidos por todas partes, amontonados?», y la taberna se vuelve nebulosa y las voces se vuelven confusas.
—¿Estás bien? —me pregunta el tío Pat—. Estás blanco como el papel.
Me lleva al retrete, y los dos echamos una larga meada contra la pared, que no deja de moverse. No puedo volver a entrar en la taberna, con el humo de tabaco, la Guinness rancia, el culo gordo de Goering, los zapatitos esparcidos, no puedo volver a entrar, buenas noches, tío Pa, gracias, y él me dice que me vaya derecho a casa con mi madre, derecho a casa, ah, él no sabe nada de la excitación en el altillo ni de la excitación en el sofá verde, ni que estoy en tal estado de condenación que si me muriera ahora llegaría al infierno en un abrir y cerrar de ojos.
El tío Pa vuelve a su pinta. Yo he salido a la calle O’Connell, ¿y por qué no recorro los pocos pasos que me separan de los jesuitas y les cuento todos mis pecados esta última noche que tendré quince años? Toco el timbre en la residencia de los sacerdotes y sale un hombre grande.
—¿Sí?
—Quiero confesarme, padre —le digo.
—No soy sacerdote —dice él—. No me llames padre. Soy hermano.
—Está bien, hermano. Quiero confesarme antes de cumplir los dieciséis años mañana. Quiero estar en gracia de Dios en mi cumpleaños.
—Vete de aquí —dice—. Estás borracho. Un niño como tú, borracho como un odre, llamando a estas horas para pedir un sacerdote. Vete de aquí, o llamo a los guardias.
—Ay, no. Ay, no. Sólo quiero confesarme. Estoy condenado.
—Estás borracho y no tienes un arrepentimiento sincero.
Me cierra la puerta en las narices. Otra puerta que me cierran en las narices, pero mañana cumplo dieciséis años, y vuelvo a llamar. El hermano abre la puerta, me hace girar sobre mí mismo, me da una patada en el culo y me hace bajar las escaleras a trompicones.
—Como vuelvas a llamar a ese timbre, te rompo la mano —me dice.
Los hermanos jesuitas no deberían hablar así. Deberían ser como Nuestro Señor y no ir por el mundo amenazando a la gente con romperles las manos.
Estoy mareado. Iré a casa a acostarme. Me agarro a los pasamanos por la calle Barrington y me apoyo en la pared cuando bajo por el callejón. Mamá está junto al fuego fumándose un Woodbine, mis hermanos están arriba, en la cama.
—Bonita manera de llegar a casa —me dice.
Me cuesta trabajo hablar, pero le digo que me he tomado mi primera pinta con el tío Pa. No está mi padre para invitarme a mi primera pinta.
—Tu tío Pa debería tener más sentido común.
Me acerco tambaleándome a una silla, y ella me dice:
—Igual que tu padre.
Yo intento controlar el movimiento de mi lengua en mi boca.
—Prefiero ser, prefiero ser, prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.
Ella aparta la vista de mí y mira las cenizas del fogón, pero yo no quiero dejarla en paz porque me he tomado la pinta, dos pintas, y mañana cumplo dieciséis años, soy un hombre.
—¿Me has oído? Prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.
Ella se pone de pie y me mira.
—Cuidado con esa lengua —me dice.
—Ten tú cuidado con esa cochina lengua.
—No me hables de ese modo. Soy tu madre.
—Te hablaré como me dé la puñetera gana.
—Tienes una boca como la de un recadero.
—¿Ah, sí?, ¿ah, sí? Bueno, pues prefiero ser un recadero a parecerme a Laman Griffin, ese borracho lleno de mocos en su altillo, donde espera a que suban otros con él.
Ella se aparta de mí y yo la sigo al piso de arriba, hasta la habitación pequeña. Se vuelve y me dice:
—Déjame en paz, déjame en paz.
Y yo sigo gritándole: «Laman Griffin, Laman Griffin», hasta que ella me empuja.
—Sal de esta habitación.
Y yo le doy una bofetada en la mejilla y se le saltan las lágrimas y ella dice, lloriqueando:
—No te voy a dar la oportunidad de que vuelvas a hacer esto.
Y me aparto de ella porque ya tengo otro pecado en mi larga lista y estoy avergonzado de mí mismo.
Me desplomo en mi cama con ropa y todo y me despierto en plena noche vomitando en la almohada, mis hermanos se quejan de la peste, me dicen que lo limpie, que soy una deshonra. Oigo llorar a mi madre y quiero decirle que lo siento, pero por qué iba a hacerlo después de lo que hizo ella con Laman Griffin.
A la mañana siguiente mis hermanos pequeños se han ido a la escuela, Malachy ha salido a buscar trabajo, mamá está tomando té junto al fuego. Dejo mi sueldo en la mesa al alcance de su mano y me vuelvo para marcharme.
—¿Quieres una taza de té? —dice ella.
—No.
—Es tu cumpleaños.
—Me da igual.
Me grita por el callejón:
—Deberías llevar algo en el estómago.
Pero yo le vuelvo la espalda y doblo la esquina sin responder. Todavía tengo ganas de decirle que lo siento, pero si se lo digo tendré ganas de decirle que ella tiene toda la culpa, que no debería haberse subido al altillo aquella noche, y en todo caso todo me importa menos que un pedo de violinista, porque sigo escribiendo cartas amenazadoras para la señora Finucane y estoy ahorrando para marcharme a América.
Tengo todo el día por delante antes de ir a ver a la señora Finucane para escribir las cartas amenazadoras, y me paseo por la calle Henry hasta que la lluvia me hace entrar en la iglesia de los franciscanos, donde está San Francisco entre sus pájaros y sus corderos. Lo miro y me pregunto cómo he podido rezarle. No, no le he rezado, le he pedido cosas.
Le pedí que intercediera por Theresa Carmody pero él no hizo nada, se quedó allí de pie en su peana con su sonrisita, con los pájaros, con los corderos, y Theresa y yo le importamos menos que un pedo de violinista.
Tú y yo hemos terminado, San Francisco. Te dejo. Francis. No sé por qué me pusieron ese nombre. Me iría mejor si me llamara Malachy, el nombre de un rey y el de un gran santo. ¿Por qué no curaste a Theresa? ¿Por qué dejaste que se fuera al infierno? Dejaste a mi madre subirse al altillo. Me dejaste caer en estado de condenación. Los zapatitos de los niños, dispersos por los campos de concentración. Vuelvo a tener el tumor. Lo tengo en el pecho, y tengo hambre.
San Francisco no me ayuda, no impide que me broten las lágrimas de los ojos, que sorba y me atragante y que me salgan los «Dios mío, Dios mío» que me hacen caer de rodillas con la cabeza apoyada en el banco de delante, y estoy tan débil por el hambre y por el llanto que estoy a punto de caerme al suelo, ¿y tendrías la bondad de ayudarme, Dios, o San Francisco?, porque hoy cumplo dieciséis años, y he pegado a mi madre y he mandado a Theresa al infierno y me he hecho pajas por todo Limerick y por toda su comarca, y tengo miedo de la rueda de molino atada a mi cuello.
Hay un brazo que me rodea los hombros, un hábito pardo, el chasquido de un rosario negro, un fraile franciscano.
—Hijo mío, hijo mío, hijo mío.
Soy un niño y me reclino contra él, el pequeño Frankie en el regazo de su padre, cuéntame lo de Cuchulain, papá, es mi cuento, no lo pueden tener ni Malachy ni Freddie Leibowitz en los columpios.
—Hijo mío, siéntate aquí conmigo. Dime qué te inquieta. Sólo si quieres decírmelo. Soy el padre Gregory.
—Hoy cumplo dieciséis años, padre.
—Ah, qué bonito, qué bonito, ¿y por qué ha de inquietarte eso?
—Anoche me tomé mi primera pinta.
—¿Sí?
—Pegué a mi madre.
—Dios nos asista, hijo mío. Pero Él te perdonará. ¿Hay algo más?
—No puedo decírselo, padre.
—¿Querrías confesarte?
—No puedo, padre. He hecho cosas terribles.
—Dios perdona a todos los que se arrepienten. Envió a Su único Hijo Amado para que muriera por nosotros.
—No puedo contárselo, padre. No puedo.
—Pero puedes contárselo a San Francisco, ¿verdad?
—Ya no me ayuda.
—Pero tú lo quieres, ¿verdad?
—Sí. Me llamo Francis.
—Entonces, cuéntaselo a él. Nos quedaremos aquí y tú le contarás las cosas que te inquietan. Si yo te escucho aquí sentado no seré más que los oídos de San Francisco y de Nuestro Señor. ¿No te vendrá bien?
Hablo con San Francisco, le hablo de Margaret, Oliver, Eugene, de mi padre que cantaba Roddy McCorley y no traía dinero a casa, de mi padre que no enviaba dinero de Inglaterra, de Theresa y el sofá verde, de mis pecados terribles en Carrigogunnell, de por qué no pudieron ahorcar a Hermann Goering después de lo que hizo a los niños pequeños, cuyos zapatos estaban esparcidos por los campos de concentración, del Hermano cristiano que me cerró la puerta en las narices, de cuando no me dejaron ser monaguillo, de mi hermano pequeño Michael que andaba por el callejón con el zapato roto con la suela que le aleteaba, de mis ojos enfermos que me avergüenzan, del hermano jesuita que me cerró la puerta en las narices, de las lágrimas en la cara de mamá cuando le di una bofetada.
El padre Gregory me dice:
—¿No querrías quedarte sentado en silencio, rezar unos minutos quizás?
Siento la aspereza de su hábito pardo contra mi mejilla, y percibo un olor a jabón. Mira a San Francisco y al sagrario e inclina la cabeza, y yo supongo que está hablando con Dios. Después me dice que me arrodille, me da la absolución, me dice que rece tres avemarías, tres padrenuestros, tres glorias. Me dice que Dios me perdona y que yo debo perdonarme a mí mismo, que Dios me ama y que yo debo amarme a mí mismo, pues sólo cuando amas a Dios en ti mismo puedes amar a todas las criaturas de Dios.
—Pero yo quiero saber si Theresa Carmody está en el infierno, padre.
—No, hijo mío. Seguro que está en el cielo. Sufrió como los mártires antiguos, y Dios sabe que ésa es una penitencia suficiente. No dudes de que las hermanas del hospital no la dejaron morir sin un sacerdote.
—¿Está seguro, padre?
—Lo estoy, hijo.
Me bendice otra vez, me pide que rece por él, y yo troto feliz por las calles lluviosas de Limerick, pues sé que Theresa está en el cielo y ya no tose.
Llega la mañana del lunes y sale el sol en la estación de ferrocarril. Los periódicos y las revistas están amontonados en paquetes a lo largo de la pared del andén. El señor McCaffrey está allí con otro chico, Willie Harold, cortando los cordeles de los paquetes, contando, apuntando los totales en un libro de cuentas. Los periódicos ingleses y el Irish Times deben entregarse temprano, las revistas se entregan más tarde, a media mañana. Contamos los periódicos y los etiquetamos para entregarlos en las tiendas de la ciudad.
El señor McCaffrey conduce la camioneta y se queda al volante mientras Willie y yo entramos corriendo en las tiendas con los paquetes y anotamos los pedidos para el día siguiente, aumentamos o reducimos la cifra en el libro de cuentas. Cuando están repartidos los periódicos descargamos las revistas en la oficina y tenemos cincuenta minutos para ir a casa a desayunar.
Cuando vuelvo a la oficina me encuentro con otros dos chicos, Eamon y Peter, que ya están clasificando revistas, contándolas y metiéndolas en los casilleros de los vendedores de prensa que están en la pared. Los pedidos pequeños los reparte Gerry Halvey en su bicicleta de reparto, los grandes se reparten con la camioneta. El señor McCaffrey me dice que me quede en la oficina para que aprenda a contar las revistas y a anotarlas en el libro de cuentas. En cuanto se marcha el señor McCaffrey, Eamon y Peter abren un cajón donde esconden colillas y las encienden. No se creen que yo no fume. Me preguntan si me pasa algo, si es por los ojos o si estoy tísico quizás.
—¿Cómo vas a salir con una chica si no fumas? —dice Peter—. ¿No quedarías por idiota si sales por un camino con la chica y ella te pide un pitillo y tú le dices que no fumas? ¿No quedarías entonces por un completo idiota? ¿Cómo ibas a llevártela entonces a un prado para meterle mano?
—Es lo que dice mi padre de los hombres que no beben —dice Eamon—, que no son de fiar.
Peter dice que si te encuentras con un hombre que no bebe ni fuma es que es un hombre al que tampoco le interesan las chicas, y más te vale taparte con la mano el ojo del culo, más te vale hacer eso.
Se ríen y les da la tos, y cuanto más se ríen más tosen, hasta que se están sujetando el uno al otro y se dan golpes entre los omoplatos y se limpian las lágrimas de las mejillas. Cuando se les pasa el ataque escogemos revistas inglesas y americanas y miramos los anuncios de ropa interior de mujer, de sujetadores, de bragas y de medias largas de nilón. Eamon está mirando una revista americana llamada See que trae fotos de las chicas japonesas que alegran la vida a los soldados que están tan lejos de sus casas, y Eamon dice que tiene que ir al retrete, y cuando sale, Peter me hace un guiño.
—Ya sabes a qué se dedica allí dentro, ¿no? Y algunas veces el señor McCaffrey se pone de mal genio cuando los chicos pasamos mucho tiempo dentro del retrete, tocándonos y derrochando el valioso tiempo por el que nos paga la empresa Easons, y encima poniendo en peligro nuestras almas inmortales. El señor McCaffrey no es capaz de decir abiertamente «dejad de haceros pajas», porque no se puede acusar a nadie de un pecado mortal sin tener pruebas. A veces entra a inspeccionar el retrete cuando sale un chico. Sale con la mirada amenazante y nos dice: «No tenéis que mirar esas revistas cochinas de países extranjeros. Tenéis que contarlas y que meterlas en los casilleros, eso es todo».
Eamon vuelve a salir del retrete y entra Peter con una revista americana, Collier’s, que trae fotos de chicas en un concurso de belleza.
—¿Sabes lo que hace allí dentro? —dice Eamon—. Se está tocando. Entra cinco veces al día. Cada vez que llega una revista americana nueva con ropa interior de mujeres, él se mete allí. No acaba nunca de tocarse. Se lleva prestadas las revistas a casa a espaldas del señor McCaffrey, y sabe Dios lo que hace él solo con las revistas toda la noche. Si se cayera muerto se le abriría de par en par la boca del infierno.
A mí me gustaría también entrar en el retrete cuando sale Peter, pero no quiero que se pongan a decir: «Mírale, el chico nuevo, en su primer día de trabajo, ya se está tocando. No quiere encenderse un pitillo, eso no, pero se hace pajas como un chivo».
El señor McCaffrey vuelve de hacer el reparto en la camioneta y nos pregunta por qué no están contadas las revistas, empaquetadas y dispuestas para salir. Peter le dice:
—Estábamos ocupados enseñando a McCourt, el chico nuevo. Dios nos asista, era un poco lento con lo mal que tiene los ojos, pero insistimos y ya lo hace mejor.
Gerry Halvey, el recadero, va a pasarse una semana sin venir a trabajar, porque tiene derecho a vacaciones y quiere pasar el tiempo con su novia, Rose, que vuelve de Inglaterra. Como soy el chico nuevo, tengo que hacer de recadero en su ausencia, tengo que ir por todo Limerick en la bicicleta que tiene una gran cesta de metal en la parte delantera. Él me enseña a equilibrar los periódicos y las revistas de tal modo que la bicicleta no se caiga estando yo sentado en el sillín y un camión que pase me atropelle y me deje en la calzada como un trozo de salmón. Una vez vio a un soldado al que había atropellado un camión militar y eso era lo que parecía, un salmón.
Gerry hace una última entrega en el quiosco de Easons de la estación de ferrocarril el sábado a mediodía, y eso nos viene bien porque puedo esperarlo allí para recoger la bicicleta y él puede recibir a Rose que llega en el tren. Esperamos en la puerta y él me dice que hace un año que no ve a Rose. Ella está en Inglaterra trabajando en una taberna de Bristol, y eso no le gusta nada a él porque los ingleses siempre están sobando a las muchachas irlandesas, les meten la mano por debajo de la falda y les hacen cosas peores, y las muchachas irlandesas no se atreven a decir nada por miedo a perder sus trabajos. Todo el mundo sabe que las muchachas irlandesas se mantienen puras, sobre todo las muchachas de Limerick, célebres en el mundo entero por su pureza, que tienen un hombre que las espera como el propio Gerry Halvey. Él sabrá si ella le ha sido fiel por su manera de andar.
—Si una muchacha llega al cabo de un año andando de una manera diferente a como andaba cuando se marchó, entonces se sabe que no ha hecho bueno con los ingleses, esos hijos de puta sucios y cachondos.
El tren entra silbando en la estación y Gerry saluda con la mano y señala a Rose que viene hacia nosotros desde el final del tren, a Rose que sonríe con sus dientes blancos, preciosa, con un vestido verde. Gerry deja de saludar con la mano y murmura entre dientes: «Mira cómo anda, perra, puta, azotacalles, ramera, fulana», y sale corriendo de la estación. Rose se acerca a mí.
—¿No era Gerry Halvey el que estaba contigo?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Ah, se ha marchado.
—Ya sé que se ha marchado. ¿Adónde ha ido?
—No lo sé. No me lo dijo. Salió corriendo, eso es todo.
—¿No ha dicho nada?
—No le oí decir nada.
—¿Trabajas con él?
—Sí. He venido a recoger la bicicleta.
—¿Qué bicicleta?
—La bicicleta de reparto.
—¿Lleva él una bicicleta de reparto?
—Sí.
—Me dijo que trabajaba en la oficina de Easons, de empleado, trabajo de oficina. ¿No es así?
Yo estoy desesperado. No quiero dejar por mentiroso a Gerry Halvey, no quiero que tenga problemas con la preciosa Rose.
—Ah, todos nos turnamos con la bicicleta de reparto. Una hora en la oficina, una hora en bicicleta. El director dice que es bueno que salgamos a tomar el aire.
—Bueno, yo me voy a mi casa a dejar la maleta e iré después a su casa. Pensé que él me la llevaría.
—Tengo aquí la bicicleta, y puedes meter la maleta en la cesta y yo te acompañaré a casa a pie.
Vamos a pie hasta su casa, que está en la carretera de Carey, y ella me dice que está muy ilusionada con Gerry. Ahorró dinero en Inglaterra y ahora quiere volver a su lado y casarse, aunque él sólo tiene diecinueve años y ella sólo diecisiete.
—¿Qué importa, cuando uno está enamorado? He vivido como una monja en Inglaterra y soñaba con él todas las noches, y muchas gracias por traerme la maleta.
Me vuelvo para saltar en la bici y volver a Easons, pero entonces aparece por detrás Gerry. Tiene la cara roja y resopla como un toro.
—¿Qué hacías con mi chica, mierdecilla?, ¿eh? ¿Qué hacías? Como me entere de que has hecho algo con mi chica, te mato.
—No he hecho nada. Le he llevado la maleta porque pesaba.
—No vuelvas a mirarla o mueres.
—No la miraré, Gerry. No quiero mirarla.
—¿Ah, sí? ¿Es que es fea, o qué?
—No, no, Gerry, es que es tuya y te quiere.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho.
—¿Te lo ha dicho?
—Me lo ha dicho, palabra de honor.
—Jesús.
Él aporrea la puerta de ella.
—Rose, Rose, ¿estás en casa?
Y ella sale a abrir.
—Claro que estoy en casa.
Y yo me voy en la bicicleta de reparto con el letrero que dice EASONS en la cesta, intentando entender cómo la besa ahora después de las cosas tan terribles que dijo de ella en la estación e intentando entender cómo pudo mentir descaradamente Peter en la oficina al señor McCaffrey cuando le dijo lo de mis ojos, cuando la verdad es que Eamon y él habían pasado todo el tiempo mirando las chicas en ropa interior y tocándose después en el retrete.
El señor McCaffrey está terriblemente alterado en la oficina.
—¿Dónde te habías metido? Dios del cielo, ¿es que tardas todo el día en venir en bicicleta de la estación de ferrocarril? Aquí tenemos una emergencia, y debería estar Halvey, pero está disfrutando de sus vacaciones, córcholis, y que Dios me perdone la manera de hablar, y tú vas a tener que ir en bicicleta tan aprisa como puedas, menos mal que fuiste chico de telégrafos y te conoces cada pulgada de Limerick, y te pasas por cada condenada tienda que es cliente nuestro y entras directamente y coges todos los ejemplares que veas de la revista John O’London Semanal y les arrancas la página dieciséis, y si alguien te dice algo, le dices que son órdenes del Gobierno y que no debe entrometerse en los asuntos del Gobierno, y que si te pone un dedo encima corre el riesgo de que lo detengan, lo metan en la cárcel y le impongan una fuerte multa; ahora, vete, por Dios, y tráete todas las páginas dieciséis que arranques para que las quememos aquí en el fuego.
—¿En todas las tiendas, señor McCaffrey?
—Yo me encargaré de las grandes, ocúpate tú de las pequeñas hasta Ballinacurra y por la carretera de Ennis y más allá, Dios nos asista. Vamos, vete.
Estoy saltando en la bici cuando Eamon baja corriendo la escalera.
—Oye, McCourt, espera. Escucha. No le des todas las páginas dieciséis cuando vuelvas.
—¿Por qué?
—Podemos venderlas Peter y yo.
—¿Por qué?
—Hablan del control de la natalidad, y eso está prohibido en Irlanda.
—¿Qué es el control de la natalidad?
—Ay, Jesús bendito, ¿es que no sabes nada? Son los condones, ya sabes, las gomas, los preservativos, cosas así para que las chicas no se queden en estado.
—¿En estado?
—Preñadas. Para tener dieciséis años eres un total ignorante. Date prisa y tráete las páginas antes de que todo el mundo empiece a correr a las tiendas a comprarse el John O’London Semanal.
Estoy a punto de marcharme en la bicicleta cuando baja corriendo por las escaleras el señor McCaffrey.
—Espera, McCourt, iremos en la furgoneta. Eamon, ven con nosotros.
—¿Y Peter?
—Déjalo. Acabará en el retrete con una revista, de todos modos.
El señor McCaffrey habla solo en la furgoneta:
—Bonita papeleta, que te llamen por teléfono de Dublín un buen sábado para que salgamos a recorrernos todo Limerick arrancando páginas de una revista inglesa cuando podía estar en casa con una taza de té y un buen bollo, leyendo el Irish Press con los pies apoyados en una caja, bajo el cuadro del Sagrado Corazón, bonita papeleta, sí, señor.
El señor McCaffrey entra corriendo en todas las tiendas y nosotros entramos detrás de él. Agarra las revistas, nos entrega un montón a cada uno y nos dice que empecemos a arrancar las páginas. Los tenderos le gritan:
—¿Qué hacen? Jesús, María y el santo San José, ¿es que están locos de atar? Dejen esas revistas donde estaban o llamo a los guardias.
El señor McCaffrey les dice:
—Son órdenes del Gobierno, señora. En el John O’London de esta semana vienen unas porquerías indignas de ser vistas por los ojos de los irlandeses, y nosotros hemos venido en nombre de Dios.
—¿Qué porquerías?, ¿qué porquerías? Enséñeme las porquerías antes de ponerse a mutilar las revistas. No voy a pagar estas revistas a Easons, ya lo creo que no.
—Señora, eso no nos importa. La empresa Easons prefiere perder grandes sumas antes que tolerar que las gentes de Limerick y de Irlanda se corrompan con estas porquerías.
—¿Qué porquerías?
—No se lo puedo decir. Vámonos, muchachos.
Tiramos las páginas al suelo de la furgoneta, y cuando el señor McCaffrey está discutiendo en una tienda nos metemos algunas debajo de las camisas. En la furgoneta hay revistas viejas y nosotros les arrancamos páginas y las revolvemos con las otras para que el señor McCaffrey se crea que todas son la página dieciséis del John O’London.
El cliente que más ejemplares recibe de la revista, el señor Hutchinson, dice al señor McCaffrey que se vaya al infierno y que se largue de su tienda o le abre el cráneo, que deje en paz esas revistas, y cuando el señor McCaffrey sigue arrancando páginas el señor Hutchinson lo echa a la calle, mientras el señor McCaffrey grita que estamos en un país católico y que porque Hutchinson sea protestante eso no le da derecho a vender porquerías en la ciudad más santa de Irlanda.
—Ah, béseme el culo —dice el señor Hutchinson, y el señor McCaffrey nos dice:
—¿Lo veis, muchachos? ¿Veis lo que pasa cuando no se es miembro de la Iglesia Verdadera?
En algunas tiendas dicen que ya han vendido todos los ejemplares del John O’London, y el señor McCaffrey dice:
—Ay, Madre de Dios, ¿qué va a ser de todos nosotros? ¿A quién se las vendió?
Exige los nombres y las direcciones de los clientes que corren el peligro de perder sus almas inmortales por leer artículos sobre el control de la natalidad. Quiere ir a sus casas y arrancar esa página cochina, pero los tenderos le dicen:
—Está oscureciendo, McCaffrey, y es la noche del sábado, y váyase usted a la porra de una vez.
Mientras volvemos a la oficina, Eamon me susurra en la parte trasera de la furgoneta:
—Tengo veintiuna páginas. ¿Cuántas tienes tú?
Yo le digo que catorce, aunque tengo más de cuarenta, pero no le digo la verdad porque nunca hay que decir la verdad a la gente que dice mentiras a costa de los ojos enfermos de uno. El señor McCaffrey nos dice que saquemos las páginas de la furgoneta. Recogemos todo lo que hay en el suelo y él se sienta satisfecho en su escritorio, al otro extremo de la oficina, a llamar por teléfono a Dublín para decir que ha irrumpido en todas las tiendas como la justicia divina y que ha salvado a Limerick de los horrores del control de la natalidad, mientras contempla un alegre fuego de páginas de revistas que no tienen nada que ver con el John O’London Semanal.
El lunes por la mañana recorro las calles en bicicleta entregando las revistas y hay personas que ven el letrero de Easons en la bici y que me hacen parar para preguntarme si habría alguna manera de hacerse con un ejemplar del John O’London Semanal. Es toda gente de aspecto rico, algunos van en automóvil, hombres que llevan sombrero, cuello y corbata y dos plumas estilográficas en el bolsillo, mujeres que llevan sombreros y pequeñas estolas de piel colgando del cuello, gente que toma el té en el Savoy o en el Stella y que estira el dedo meñique para demostrar lo bien educada que está, y esa gente quiere leer ahora esta página que habla del control de la natalidad.
Eamon me había dicho a primera hora:
—No vendas la jodida página por menos de cinco chelines.
Yo le pregunté si estaba de broma. No, no estaba de broma. Todo Limerick habla de esa página y la gente se muere de ganas de hacerse con ella.
—Cinco chelines o nada, Frankie. Si son ricos, cóbrales más, pero eso es lo que cobro yo, de modo que no vayas por ahí en la bicicleta reventando los precios y arruinándome a mí. Tenemos que dar algo a Peter o irá corriendo a darle el soplo a McCaffrey.
Hay personas dispuestas a pagar siete chelines y seis peniques, y al cabo de dos días soy rico, tengo más de diez libras en el bolsillo, menos una que tengo que dar a Peter, la víbora, que es capaz de vendernos a McCaffrey. Ingreso ocho libras en la Caja Postal para mi pasaje a América, y esa noche hacemos una buena cena con jamón, tomates, pan, mantequilla, mermelada. Mamá me pregunta si me ha tocado la lotería, y yo le digo que me dan propinas. No está contenta de que yo sea recadero, porque es lo más bajo que se puede caer en Limerick, pero si gracias a ello vamos a comer jamón de esta categoría, deberíamos poner una vela de acción de gracias. No sabe que el dinero de mi pasaje se va acumulando en la Caja Postal, y si se enterase de lo que gano escribiendo cartas amenazadoras, se moriría.
Malachy tiene un nuevo trabajo en el almacén de un garaje, lleva las piezas a los mecánicos, y la propia mamá está cuidando a un viejo, el señor Sliney, que vive en la carretera de circunvalación del Sur, mientras las dos hijas de éste salen a trabajar cada día. Me dice que si alguna vez estoy repartiendo periódicos por esa zona entre en la casa para tomarme un té y un emparedado. Las hijas no se enterarán, y al viejo no le importará porque está semiinconsciente casi siempre, agotado por todos los años que pasó en el ejército inglés en la India.
Mi madre parece estar en paz en la cocina de esta casa, con su delantal impoluto, con todo limpio y bruñido a su alrededor, mientras las flores se balancean en el jardín contiguo, los pájaros cantan y suena la música de Radio Eireann en la radio. Está sentada a la mesa con una tetera, tazas con platillos, mucho pan, mantequilla, fiambres de todo tipo. Me dice que me puedo tomar un emparedado de lo que quiera, pero yo sólo conozco los de jamón y los de chicharrones. Ella no tiene chicharrones, porque esas cosas son las que come la gente de los callejones, y no se comen en una casa de la carretera de circunvalación del Sur. Dice que los ricos no comen chicharrones porque los hacen con las barreduras de los suelos y de las mesas de las fábricas de tocino, y no se sabe lo que tienen. Los ricos son muy mirados con lo que meten entre dos rebanadas de pan. Allí, en América, a los chicharrones los llaman queso de cerdo, y ella no sabe por qué.
Me da un emparedado de jamón con rodajas jugosas de tomate, y té en una taza con angelitos de color de rosa que vuelan tirando flechas a otros angelitos azules que vuelan, y yo me pregunto por qué no pueden hacer tazas y orinales sin llenarlos de todo tipo de angelitos y de doncellas retozando en el valle. Mamá dice que así son los ricos, que les encanta decorar un poco las cosas, y que a nosotros nos encantaría también si tuviésemos dinero. Ella daría los dos ojos por tener una casa como ésta, con flores y pájaros fuera, en el jardín, y con una radio que toca ese precioso Concierto de Varsovia o el Sueño de Olwyn, y un montón de tazas y platillos con ángeles que tiran flechas.
Dice que tiene que echar una mirada al señor Sliney, que está tan viejo y tan débil que se le olvida pedir el orinal.
—¿El orinal? ¿Tienes que limpiarle el orinal?
—Claro que sí.
Entonces se produce un silencio, porque creo que estamos recordando la causa de todos nuestros problemas, el orinal de Laman Griffin. Pero de eso hace mucho tiempo, y ahora se trata del orinal del señor Sliney, que no hace daño porque a ella le pagan por limpiarlo y el señor Sliney es inofensivo. Cuando vuelve, me dice que al señor Sliney le gustaría verme, que entre ahora que está despierto.
Está acostado en una cama en el salón de la parte delantera de la casa, tiene la ventana tapada con una sábana negra, no hay rastro de luz.
—Incorpóreme un poco, señora —dice a mi madre—, y quite esa condenada cosa de la ventana para que yo pueda ver al chico.
Tiene el pelo blanco y largo que le llega a los hombros. Mamá me dice en voz baja que no permite que nadie se lo corte.
—Conservo mis dientes de verdad, hijo —me dice—. ¿Qué te parece? ¿Conservas tú tus dientes de verdad, hijo?
—Sí, señor Sliney.
—Ah. Estuve en la India, ¿sabes? Con Timoney, que vivía en esta misma carretera. Había un montón de hombres de Limerick en la India. ¿Conoces a Timoney, hijo?
—Lo conocía, señor Sliney.
—Ha muerto, ¿sabes? El pobrecillo se quedó ciego. Yo conservo la vista. Yo conservo los dientes. Conserva los dientes, hijo.
—Lo haré, señor Sliney.
—Me canso, hijo, pero quiero decirte una cosa. ¿Me estás escuchando?
—Sí, señor Sliney.
—¿Me está escuchando el chico, señora?
—Oh, sí, señor Sliney.
—Bien. Pues esto es lo que quiero decirte. Acércate a mí para que te lo pueda decir al oído. Lo que quiero decirte es esto: no fumes nunca en la pipa de otro hombre.
Halvey se marcha a Inglaterra con Rose y yo tengo que llevar la bicicleta de reparto todo el invierno. Es un invierno crudo, hay hielo por todas partes, y yo no sé nunca cuándo va a patinar la bici y voy a salir volando a la calzada o a la acera mientras caen por todas partes las revistas y los periódicos. Los tenderos se quejan al señor McCaffrey de que el Irish Times les llega decorado con trozos de hielo y de cagadas de perro, y él nos murmura a nosotros que así es como hay que entregar ese periódico, ese periodicucho protestante.
Todos los días, después de haber hecho mis entregas, me llevo a casa el Irish Times para ver dónde estriba el peligro. Mamá dice que menos mal que no está papá. Él diría: «¿Para esto han luchado y han muerto los hombres de Irlanda, para que mi propio hijo esté aquí sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico de los masones?».
Publican cartas al director de personas de toda Irlanda que afirman que han oído cantar al primer cuclillo del año, y se lee entre líneas que se están llamando mentirosos los unos a los otros. Hay artículos y fotografías que cuentan las bodas protestantes, y las mujeres siempre parecen más bonitas que las que conocemos nosotros en los callejones. Se ve que las mujeres protestantes tienen los dientes perfectos, aunque Rose, la de Halvey, tenía los dientes bonitos.
No dejo de leer el Irish Times y me pregunto si estoy corriendo peligro de pecado, pero me da igual. Desde que sé que Theresa Carmody está en el cielo y ya no tose, ya no me confieso. Leo el Irish Times y el Times de Londres, porque éste me dice a qué se dedica el Rey cada día y qué hacen Isabel y Margarita.
Leo las revistas femeninas inglesas por todos los artículos sobre cocina y por las respuestas a los consultorios femeninos. Peter y Eamon adoptan acentos ingleses y fingen leer revistas femeninas inglesas.
—Querida señorita Hope —dice Peter—: salgo con un tipo de Irlanda que se llama McCaffrey y no deja de meterme mano y me aprieta la cosa contra el ombligo, y estoy loca porque no sé qué hacer. Señorita Lulu Smith, Yorkshire.
—Querida Lulu —dice Eamon—: si ese tal McCaffrey es tan alto que te aprieta el pijo contra el ombligo, te recomiendo que te busques a un hombre más pequeño que te lo meta entre las piernas. Seguro que podrás encontrar a un hombre decente y bajito en Yorkshire.
—Querida señorita Hope: tengo trece años y soy morena, y me pasa una cosa terrible y no se lo puedo decir a nadie, ni siquiera a mi madre. Sangro cada pocas semanas por ya sabe dónde, y tengo miedo de que me descubran. Señorita Agnes Tripple, Little Biddle-on-the-Twiddle, Devon.
—Querida Agnes: hay que darte la enhorabuena. Ya eres mujer y puedes hacerte la permanente, porque tienes el mes. No tengas miedo al mes, pues todas las inglesas lo tienen. Es un don de Dios para purificarnos y para que podamos tener hijos más fuertes para el Imperio, soldados para mantener a raya a los irlandeses. En algunas partes del mundo consideran impuras a las mujeres cuando tienen el mes, pero nosotros los británicos queremos a nuestras mujeres cuando tienen el mes, desde luego que sí.
En la primavera llega un recadero nuevo y yo vuelvo a la oficina. Peter y Eamon acaban marchándose a Inglaterra. Peter está harto de Limerick, no hay chicas y no te queda más que tocarte, pajas, pajas, pajas, es lo único que hacemos en Limerick. Llegan chicos nuevos. Yo soy el más antiguo, y el trabajo es más fácil, porque soy rápido y cuando el señor McCaffrey sale en la furgoneta y he terminado de trabajar leo las revistas y los periódicos ingleses, irlandeses, americanos. Sueño con América día y noche.
Malachy va a Inglaterra a trabajar en un internado de niños católicos ricos, y allí está alegre y sonriente como si fuera igual a cualquier niño de la escuela, y todo el mundo sabe que cuando trabajas en un internado inglés debes llevar la cabeza baja y arrastrar los pies como corresponde a un criado irlandés como Dios manda. Lo despiden por su manera de comportarse, y Malachy les dice que le pueden besar el real culo irlandés, y ellos dicen que esa manera de hablar tan sucia y esa conducta eran de esperar. Encuentra trabajo en la Fábrica de Gas de Coventry, echando carbón en los hornos a paletadas, igual que el tío Pa Keating; echa carbón a paletadas y espera el día en que podrá irse a América siguiendo mis pasos.