16

La señora O’Connell me da telegramas para que se los entregue al señor Harrington, el inglés cuya difunta esposa era nacida y criada en Limerick. Los chicos de la oficina de correos dicen que los telegramas de pésame son una pérdida de tiempo. La gente no hace más que llorar y sollozar con su duelo y se piensan que no tienen que darte propina. Te invitan a pasar a ver al difunto y a rezar una oración junto a la cama. Eso no estaría tan mal si te ofrecieran un trago de jerez y un emparedado de jamón. Ah, no, reciben con gusto tu oración, pero tú no eres más que un chico de telégrafos y tienes suerte si te dan una galleta seca. Los chicos mayores de la oficina de correos dicen que tienes que saber jugar bien tus cartas para llevarte propina con un telegrama de pésame. Si te invitan a pasar a rezar una oración tienes que arrodillarte junto al cadáver, dar un hondo suspiro, santiguarte, hundir la frente entre las sábanas para que no te vean la cara, hacer temblar los hombros como si te estuvieses desmayando de dolor, agarrarte a la cama con las dos manos como si tuvieran que arrancarte de allí a la fuerza para que sigas entregando telegramas, procurar que te brillen las mejillas con las lágrimas o untándotelas de saliva, y si después de eso no te dan propina mete la partida siguiente de telegramas por debajo de la puerta o tíralos por el montante y déjalos a solas con su dolor.

No es la primera vez que entrego telegramas en casa de los Harrington. El señor Harrington está siempre de viaje de negocios para la compañía de seguros, y la señora Harrington es generosa con la propina. Pero ahora se ha muerto y es el señor Harrington quien abre la puerta.

Tiene los ojos rojos y está sorbiendo.

—¿Eres irlandés? —me dice.

¿Que si soy irlandés? ¿Qué otra cosa podría ser para estar en este portal de Limerick con una partida de telegramas en la mano?

—Sí, señor.

—Entra —me dice—. Deja los telegramas en el velador del vestíbulo.

Cierra la puerta de la calle, echa la llave y se guarda la llave en el bolsillo. Qué raros son los ingleses, pienso.

—Querrás verla, por supuesto. Querrás ver lo que le ha hecho tu gente con su maldita tuberculosis. Raza de vampiros. Ven conmigo.

Me lleva en primer lugar a la cocina, donde recoge un plato de emparedados de jamón y dos botellas, y después al piso de arriba. La señora Harrington está preciosa en la cama, rubia, rosada, en paz.

—Ésta es mi esposa. Será irlandesa, pero no lo parece, gracias a Dios. Como tú. Irlandés. Te hará falta un trago, por supuesto. Vosotros los irlandeses empináis el codo a cada paso. En cuanto os destetan pedís a voces la botella de whiskey, la pinta de cerveza negra. ¿Qué quieres tomar? ¿Whiskey, jerez?

—Ah, una gaseosa estaría bien.

—Estoy velando a mi esposa, no estoy celebrando la fiesta de los puñeteros cítricos. Te tomarás un jerez. El brebaje de la maldita España católica y fascista.

Me trago el jerez. Me vuelve a llenar el vaso y va a llenarse el suyo de whiskey.

—Maldita sea. Se acabó el whiskey. Espera aquí, ¿me oyes? Voy a la taberna por otra botella de whiskey. Espera a que vuelva. No te muevas de aquí.

Estoy confuso, mareado con el jerez. No sé cómo hay que comportarse con los ingleses en los duelos. «Señora Harrington, está preciosa en la cama. Pero usted es protestante, ya está condenada, en el infierno, como Theresa.Fuera de la Iglesia no hay salvación, dijo el cura. Espere, quizás pueda salvarle el alma. La bautizaré como católica. Compensaré lo que hice a Theresa. Traeré un poco de agua. Ay, Dios, la puerta está cerrada. ¿Por qué? ¿Es posible que usted no esté muerta de verdad? Me está mirando. ¿Está muerta, señora Harrington? No me da miedo. Tiene la cara helada. Ah, está muerta y bien muerta. La bautizaré con jerez de la maldita España católica y fascista. Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del…».

—¿Qué diablos estás haciendo? Apártate de mi mujer, condenado imbécil papista. ¿Qué ritual irlandés primitivo es éste? ¿La has tocado? ¿La has tocado? Te voy a retorcer ese cuello esmirriado.

—Yo…, yo…

—Habla, mequetrefe, que no sabes ni decir yo sin acento irlandés.

—Yo sólo… un poco de jerez para que fuera al cielo.

—¿Al cielo? Vivíamos en el cielo, Ann, nuestra hija Emily y yo. No le vuelvas a poner encima tus manos rosadas de cerdito. Cristo, no lo soporto. Toma, más jerez.

—Ay, no, gracias.

—«Ay, no, gracias». Ése blando lloriqueo celta. A vosotros os encanta el alcohol. Os ayuda a arrastraros y a lloriquear mejor. Quieres comer, por supuesto. Tienes el aspecto derrotado de un paddy muerto de hambre. Toma. Jamón. Come.

—Ay, no, gracias.

—«Ay, no, gracias». Si vuelves a decir eso, te meto el jamón por el culo.

Me tiende un emparedado de jamón, me lo mete en la boca empujándolo con la palma de la mano.

Se derrumba en una silla.

—Ay, Dios, Dios, ¿qué voy a hacer? Tengo que descansar un momento.

Se me revuelve el estómago. Voy corriendo a la ventana, saco la cabeza y vomito. Salta de la silla y se abalanza sobre mí.

—Tú, tú, maldito seas, has vomitado en el rosal de mi esposa.

Me tira un golpe, falla, se cae al suelo. Yo salgo por la ventana, me cuelgo del alféizar. Él se asoma a la ventana, me agarra las manos. Yo me suelto, me caigo en el rosal, caigo entre el emparedado de jamón y el jerez que acabo de vomitar. Las rosas me pinchan, me llenan de rasguños, me he torcido el tobillo. Él está asomado a la ventana, dando voces:

—Vuelve aquí, irlandés canijo.

Dice que me denunciará a la oficina de correos. Me tira la botella de whiskey y me da en la espalda, me suplica:

—¿No puedes velar una hora conmigo?

Me bombardea con copas de jerez, vasos de whiskey, varios emparedados de jamón, objetos diversos del tocador de su mujer, polvos, cremas, cepillos.

Me subo a mi bici y recorro las calles de Limerick haciendo eses, mareado del jerez y del dolor. La señora O’Connell me riñe:

—Siete telegramas a una sola dirección y estás fuera todo el día.

—Estaba…, estaba…

—Estabas. Estabas. Borracho, eso es lo que estabas. Borracho, eso es lo que estás. Apestas a alcohol. Ah, nos hemos enterado. Ha llamado por teléfono ese señor tan agradable, el señor Harrington, un inglés encantador que habla como James Mason. Te deja pasar para que reces una oración por su pobre esposa y cuando menos se lo espera le quitas el jerez y el jamón y te largas por la ventana. Qué disgusto para tu madre, para la que te trajo al mundo.

—Él me obligó a comerme el jamón, a beberme el jerez.

—¿Que te obligó? Jesús, ésta sí que es buena. Que te obligó. El señor Harrington es un inglés refinado y no tiene motivos para mentir, y no queremos tener a gente de tu calaña en esta oficina de correos, a gente que no es capaz de respetar el jerez y el jamón ajenos, de modo que entrega tu cartera de telegramas y tu bicicleta, pues en esta oficina has terminado.

—Pero yo necesito el trabajo. Tengo que ahorrar para ir a América.

—A América. Será un mal día para América cuando dejen entrar a un sujeto como tú.

Voy cojeando por las calles de Limerick. Me gustaría volver y tirar un ladrillo por la ventana del señor Harrington. No. Hay que respetar a los muertos. Cruzaré el puente de Sarsfield y bajaré a la ribera, donde puedo tenderme en alguna parte entre los arbustos. No sé cómo voy a volver a casa y decir a mi madre que he perdido el trabajo. Tengo que ir a casa. Tengo que decírselo. No puedo pasarme toda la noche en la ribera. Estaría loca de preocupación.

Mamá suplica en la oficina de correos que vuelvan a admitirme. Se niegan. Nunca habían oído una cosa así. Un chico de telégrafos que manosea un cadáver. Un chico de telégrafos que huye llevándose el jamón y el jerez. No volverá a pisar la oficina de correos. No.

Mi madre consigue que el párroco escriba una carta. «Admitan al chico», dice el párroco. «Ah, sí, padre, desde luego», dicen en la oficina de correos. Me dejarán seguir trabajando hasta el día en que cumpla los dieciséis años, ni un momento más.

—Por otra parte —dice la señora O’Connell—, si se tiene en cuenta lo que nos hicieron los ingleses durante ochocientos años, ese hombre no tenía derecho a quejarse por un poco de jamón y de jerez. ¿Qué es un poco de jamón y de jerez comparado con la Gran Hambruna? Si viviera mi pobre marido y yo le contase lo que has hecho, te diría que has dado un buen golpe, Frank McCourt, que has dado un buen golpe.

Todos los sábados por la mañana juro que iré a confesarme y a contar al cura los actos impuros que cometo en casa, en las laderas solitarias de los alrededores de Limerick mientras me contemplan las vacas y las ovejas, en las alturas de Carrigogunnell con el mundo a mis pies.

Le contaré lo de Theresa Carmody y cómo la envié al infierno, y entonces estaré perdido, me expulsarán de la Iglesia.

Theresa me atormenta. Cada vez que entrego un telegrama en su calle, cada vez que paso por delante del cementerio, siento que el pecado crece dentro de mí como un tumor, y si no voy a confesarme pronto no seré más que un tumor que va en bicicleta mientras la gente me señala y se dicen unos a otros:

—Allí está, ése es Frankie McCourt, el inmundo que envió al infierno a Theresa Carmody.

Miro a la gente que comulga los domingos, todos en gracia de Dios, todos vuelven a sus sitios llevando a Dios en la boca, en paz, tranquilos, preparados para morirse en cualquier momento y subir derechos al cielo o para volver a sus casas y comerse la panceta y los huevos sin la menor preocupación del mundo.

Estoy agotado de ser el peor pecador de Limerick. Quiero librarme de este pecado y comer panceta y huevos sin sentimientos de culpa, sin estar atormentado. Quiero ser normal.

Los curas nos dicen siempre que la misericordia de Dios es infinita, pero ¿cómo va a absolver un cura a uno como yo, que entrega telegramas y acaba en estado de excitación en un sofá verde con una muchacha que se está muriendo de tisis galopante?

Recorro todo Limerick con telegramas y me detengo en todas las iglesias. Paso por la iglesia de los redentoristas, por la de los jesuitas, por la de los agustinos, por la de los dominicos, por la de los franciscanos. Me arrodillo ante la imagen de San Francisco de Asís y le suplico que me ayude, pero creo que está demasiado asqueado de mí. Me arrodillo con la gente que espera en los bancos próximos a los confesonarios, pero cuando me toca a mí no puedo respirar, me dan palpitaciones, tengo frío en la frente y sudor frío y huyo corriendo de la iglesia.

Juro que iré a confesarme en Navidad. No puedo. En Semana Santa. No puedo. Pasan las semanas y los meses y hace un año que murió Theresa. Pienso confesarme en su aniversario, pero no puedo. Ya tengo quince años y paso por delante de las iglesias sin pararme. Tendré que esperar a ir a América, donde hay sacerdotes como Bing Crosby en Siguiendo mi camino que no me echarán a patadas del confesionario como los curas de Limerick.

Sigo teniendo dentro el pecado, el tumor, y espero que no me mate del todo antes de que pueda hablar con el cura americano.

Entrego un telegrama a una mujer mayor, la señora Brigid Finucane.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?

—Quince y medio, señora Finucane.

—Eres lo bastante joven para hacer el tonto y lo bastante mayor para saber que no debes hacerlo. ¿Eres listo, muchacho? ¿Tienes algo de inteligencia?

—Sé leer y escribir, señora Finucane.

Arrah, allí en el manicomio hay gente que sabe leer y escribir. ¿Sabes escribir una carta?

—Sí.

Quiere que le escriba cartas para sus clientes. Si necesitas un traje o un vestido para un niño, puedes acudir a ella. Ella te entrega un vale y a ti te dan la ropa con el vale. A ella le hacen un descuento, y te cobra el precio completo y encima intereses. Le devuelves el dinero en pagos semanales. Algunos de sus clientes se retrasan en los pagos y ella tiene que enviarles cartas amenazadoras.

—Te daré tres peniques por cada carta que escribas —me dice—, y otros tres peniques si cobro gracias a ella. Si quieres el empleo, ven aquí los jueves y los viernes por la noche y tráete tu propio papel y sobres.

Necesito ese trabajo desesperadamente. Quiero ir a América. Pero no tengo dinero para comprar papel y sobres. Al día siguiente entrego un telegrama en los almacenes Woolworth y allí está la solución, todo un departamento lleno de papel y de sobres. No tengo dinero, de modo que tendré que cogerlos por mi cuenta. Pero ¿cómo? Dos perros me salvan la situación, dos perros en la puerta de Woolworth trabados después de la excitación. Ladran y corren en círculo. Los clientes y los vendedores sueltan risitas nerviosas y fingen mirar para otro lado, y mientras se ocupan de fingir yo me meto papel y sobres debajo del jersey, salgo por la puerta y me voy en bicicleta, me alejo de los perros unidos.

La señora Finucane me mira con desconfianza.

—Éste papel y estos sobres que traes son muy elegantes. ¿Son de tu madre? Los devolverás cuando tengas dinero, ¿no, muchacho?

—Ah, sí.

Me dice que desde ahora no debo entrar nunca en su casa por la puerta principal. Detrás de la casa hay un callejón, y yo debo entrar por la puerta trasera por miedo a que me vea alguien.

Me presenta en un gran libro de cuentas los nombres y las direcciones de seis clientes que están retrasados en los pagos.

—Amenázales, muchacho. Haz que se mueran de miedo.

Mi primera carta:

Estimada señora O’Brien:

Habida cuenta que no ha tenido a bien pagarme lo que me debe, puedo verme obligada a recurrir a los tribunales. Veo a su hijo Michael pasearse por el mundo luciendo su traje nuevo que yo pagué, mientras yo apenas tengo un mendrugo de pan para mantener un hálito de vida. Estoy segura de que no querrá pudrirse en las mazmorras de la cárcel de Limerick, separada de sus amigos y de su familia.

Su segura servidora que espera demandarle,

Señora Brigid Finucane.

—Es una carta grandiosa, muchacho —me dice—, mejor que todo lo que se lee en el Limerick Leader. Eso de «habida cuenta» mete el miedo en el cuerpo. ¿Qué significa?

—Creo que significa que ésta es su última oportunidad.

Escribo cinco cartas más y ella me da dinero para los sellos. Mientras vuelvo a la oficina de correos pienso: «¿Por qué voy a derrochar el dinero en sellos cuando tengo dos piernas para entregar yo mismo las cartas en plena noche?». Cuando uno es pobre, una carta amenazadora es siempre una carta amenazadora, sin que importe cómo entra por la puerta.

Corro por las calles de Limerick metiendo cartas por debajo de las puertas y rezando porque nadie me vea.

A la semana siguiente, la señora Finucane está dando chillidos de alegría.

—Han pagado cuatro. Ah, siéntate ahora mismo a escribir más, muchacho. Dales un susto de muerte.

Al ir pasando las semanas, mis cartas amenazadoras se vuelven cada vez más afiladas. Empiezo a usar palabras que apenas entiendo yo mismo.

Estimada señora O’Brien:

Habida cuenta que no ha sucumbido a la inminencia de la demanda de nuestra epístola anterior, ha de saber que hemos emprendido consultas con nuestro abogado susodicho de Dublín.

La señora O’Brien paga a la semana siguiente.

—Llegó temblando, con lágrimas en los ojos, y me prometió que no volvería a retrasarse en ningún pago.

Los viernes por la noche, la señora Finucane me manda a la taberna por una botella de jerez.

—Tú eres demasiado joven para el jerez, muchacho. Puedes hacerte una buena taza de té, pero tendrás que volver a usar las hojas del té de esta mañana. No, no puedes tomarte un trozo de pan, con lo caro que está. ¿Conque pan, eh? Sólo te falta pedir un huevo.

Se mece junto al fuego, bebiéndose el jerez a traguitos, contando el dinero que hay en el monedero que tiene en su regazo, apuntando los pagos en su libro de cuentas antes de guardarlo todo bajo llave en el baúl que tiene bajo la cama en el piso de arriba. Después de tomarse varias copas de jerez me explica lo bonito que es tener un poco de dinero para poder dejárselo a la Iglesia para que te digan misas por el reposo de tu alma. Le da mucha felicidad pensar que los curas dirán misas por su alma cuando lleve muchos años muerta y enterrada.

Algunas veces se queda dormida y se le cae al suelo el monedero. Yo cojo algunos chelines más por las horas extraordinarias y por haber usado tantas palabras nuevas e imponentes. Habrá menos dinero para los curas y para sus misas, pero ¿cuántas misas necesita un alma?, y ¿no tengo derecho a quedarme algunas libras después de que la Iglesia me diera con la puerta en las narices? No me dejaron que fuese monaguillo, estudiante de secundaria, misionero con los Padres Blancos. No me importa. Yo tengo una cuenta postal de ahorros, y si sigo escribiendo cartas amenazadoras que consiguen su objetivo, si sigo quedándome algún que otro chelín del monedero de ella y guardándome el dinero, de los sellos, tendré el dinero que necesito para huir a América. Yo no tocaría ese dinero que guardo en Correos aunque toda mi familia se estuviera cayendo de hambre.

Con frecuencia tengo que escribir cartas amenazadoras dirigidas a vecinas y amigas de mi madre, y tengo miedo de que me descubran. Se quejan delante de mamá:

—Ésa vieja perra, la Finucane, que vive ahí abajo en el barrio de Irishtown, me ha enviado una carta amenazadora. Tiene que ser un demonio del infierno para atormentar a su propia gente con un tipo de carta que tampoco tiene pies ni cabeza, llena de palabras que no había oído decir en la vida. La persona capaz de escribir una carta así es peor que Judas o que cualquier delator a sueldo de los ingleses.

Mi madre dice que cualquiera que escriba cartas así debería ser hervido en aceite y deberían arrancarle las uñas los ciegos.

Yo lo siento por ellos, pero no tengo otra manera de ahorrar el dinero para ir a América. Sé que algún día seré un yanqui rico y que enviaré a mi casa centenares de dólares, y mi familia no tendrá que volver a preocuparse por las cartas amenazadoras.

Algunos chicos de telégrafos temporales van a examinarse en agosto para ser fijos. La señora O’Connell dice:

—Deberías examinarte, Frank McCourt. Tienes algo de cerebro y aprobarías sin problemas. Llegarías a cartero enseguida, y serías una gran ayuda para tu pobre madre.

También mamá dice que debo examinarme, llegar a cartero, ahorrar, ir a América y ser cartero allí; dice que sería una vida estupenda.

Entrego un telegrama en la taberna de South un sábado y allí está sentado el tío Pa Keating, todo negro como de costumbre.

—Tómate una gaseosa, Frankie —me dice—, ¿o prefieres una pinta, ahora que vas a cumplir dieciséis años?

—Una gaseosa, tío Pa, gracias.

—Querrás tomarte tu primera pinta el día que cumplas los dieciséis, ¿no?

—Sí, pero no estará aquí mi padre para dármela.

—No te preocupes por eso. Ya sé que no es lo mismo sin el padre de uno, pero yo te daré tu primera pinta. Es lo que haría si tuviera un hijo. Ven aquí la noche antes de que cumplas los dieciséis años.

—Vendré, tío Pa.

—He oído decir que te vas a examinar para Correos.

—Así es.

—¿Por qué vas a hacer una cosa así?

—Es un buen trabajo, y llegaría a cartero enseguida, con derecho a pensión.

—Ah, pensión, y una mierda. Con dieciséis años y ya estás hablando de pensiones. ¿Es que me estás tomando el pelo? ¿Me has oído, Frankie? Pensión, y una mierda. Si apruebas el examen te quedarás en Correos a gusto y con seguridad el resto de tu vida. Te casarás con una Brígida y tendrás cinco catoliquitos y cultivarás rositas en tu jardín. Tendrás la cabeza muerta antes de cumplir los treinta años y se te secarán los huevos el año anterior. Toma tus propias decisiones de una puñetera vez y que se vayan a la porra las seguridades y los resentidos. ¿Me oyes, Frankie McCourt?

—Sí, tío Pa. Eso es lo que decía el señor O’Halloran.

—¿Qué decía?

—Que tomásemos nuestras propias decisiones.

—Tenía razón el señor O’Halloran. Ésta es tu vida, toma tus propias decisiones y a la porra los resentidos. En todo caso, y al fin y al cabo, te irás a América, ¿no es así?

—Sí, tío Pa.

El día del examen me dispensan de ir a trabajar. En la cristalera de una oficina de la calle O’Connell hay un letrero: SE NECESITA CHICO LISTO, CON BUENA LETRA, QUE VALGA PARA LAS CUENTAS, RAZÓN AQUÍ, PRESENTARSE AL DIRECTOR, SEÑOR MCCAFFREY, EASONS S.L.

Me quedo de pie ante el edificio donde se va a celebrar el examen, la sede de la Asociación de Jóvenes Protestantes de Limerick. Llegan chicos de todo Limerick a examinarse, suben por los escalones y un hombre que está en la puerta les va dando hojas de papel y lápices y les dice a voces que se den prisa, que se den prisa. Miro al hombre de la puerta, pienso en el tío Pa Keating y en lo que me dijo, pienso en el letrero que estaba en la oficina de Easons, SE NECESITA CHICO LISTO. No quiero entrar por esa puerta y aprobar ese examen, pues si lo hago seré un chico de telégrafos fijo, con uniforme, después seré cartero, después empleado y venderé sellos el resto de mi vida. Me quedaré en Limerick para siempre, cultivando rosas con la cabeza muerta y con los huevos secos.

El hombre de la puerta me dice:

—Tú, ¿vas a entrar o te vas a quedar ahí pasmado?

Me dan ganas de decir al hombre que me bese el culo, pero todavía me quedan algunas semanas de trabajo en la oficina de correos y podría dar parte. Sacudo la cabeza y subo por la calle en la que necesitan a un chico listo.

El director, el señor McCaffrey, me dice:

—Me gustaría ver una muestra de tu letra, ver, en suma, si tienes un puño aceptable. Siéntate en esa mesa. Escribe tu nombre y tu dirección y escríbeme un párrafo en el que expliques por qué has venido a solicitar este trabajo y cómo piensas ascender en el escalafón de Easons e Hijo, S.L. gracias a tu perseverancia y a tu ahínco, pues en esta empresa hay grandes oportunidades para un muchacho que no pierda de vista la bandera al frente y que proteja sus flancos del canto de sirena del pecado.

Yo escribo:

Frank McCourt

Calle Little Barrington, 4

Limerick

Condado de Limerick

Irlanda

Solicito este puesto para poder ascender a lo más alto del escalafón de Easons S.L. gracias a mi perseverancia y ahínco, sabiendo que si mantengo la vista al frente y me protejo los flancos estaré libre de tentaciones y daré prestigio a Easons y a toda Irlanda.

—¿Qué es esto? —me pregunta el señor McCaffrey—. ¿Es que quieres falsear la verdad?

—No lo sé, señor McCaffrey.

—«Calle Little Barrington». Eso es un callejón. ¿Por qué lo llamas calle? Vives en un callejón, no en una calle.

—La llaman calle, señor McCaffrey.

—No te quieras dar importancia, muchacho.

—Oh, no pretendo hacerlo, señor McCaffrey.

—Vives en un callejón, y eso significa que no puedes más que subir en la vida. ¿Entiendes esto, McCourt?

—Sí, señor.

—Tienes que salir del callejón a fuerza de trabajo, McCourt.

—Sí, señor McCaffrey.

—Tienes el aire y la pinta de un chico de callejón, McCourt.

—Sí, señor McCaffrey.

—Tienes el aire del callejón, de arriba abajo. Desde la coronilla hasta la punta de los pies. No intentes engañar al populacho, McCourt. Muy vivo tendrías que andar para engañar a alguien como yo.

—Oh, no lo intentaría, señor McCaffrey.

—Y los ojos. Tienes los ojos muy irritados. ¿Ves bien?

—Sí, señor McCaffrey.

—Sabes leer y escribir, pero ¿sabes sumar y restar?

—Sí, señor McCaffrey.

—Bueno, no sé cuál es la política de la empresa en lo que respecta a los ojos irritados. Tendré que hablar por teléfono con Dublín y enterarme de cuál es la política en lo que respecta a los ojos irritados. Pero tienes letra clara, McCourt. Buen puño. Te contrataremos dejando pendiente la decisión sobre los ojos irritados. El lunes por la mañana. En la estación de ferrocarril, a las seis y media.

—¿De la mañana?

—De la mañana. ¿Es que acaso repartimos los malditos periódicos por la noche?

—No, señor McCaffrey.

—Otra cosa. Distribuimos el Irish Times, un periódico protestante, publicado por los masones de Dublín. Lo recogemos en la estación de ferrocarril. Contamos los periódicos. Se los llevamos a los vendedores de prensa. Pero no los leemos. No quiero verte leyéndolos. Podrías perder la fe, y tal como tienes los ojos, podrías perder también la vista. ¿Me has oído, McCourt?

—Sí, señor McCaffrey.

—Nada de leer el Irish Times, y cuando entres a trabajar la semana que viene te diré toda la basura inglesa que no has de leer en esta oficina. ¿Me has oído?

—Sí, señor McCaffrey.

La señora O’Connell tiene la boca fruncida y no quiere mirarme. Dice a la señorita Barry:

—He oído decir que cierto advenedizo de los callejones no quiso examinarse para Correos. No era digno de él, supongo.

—Así es —dice la señorita Barry.

—No somos dignos de él, supongo.

—Así es.

—¿Cree que nos dirá por qué no quiso examinarse?

—Oh, puede que nos lo diga si se lo pedimos de rodillas —dice la señorita Barry.

—Quiero ir a América, señora O’Connell —le digo.

—¿Ha oído eso, señorita Barry?

—Sí que lo he oído, señora O’Connell.

—Ha hablado.

—Ha hablado, en efecto.

—Se va a enterar de lo que vale un peine, señorita Barry.

—Sí que se va a enterar, señora O’Connell.

La señora O’Connell habla por encima de mí a los chicos que esperan recoger sus telegramas sentados en el banco.

—Éste es Frankie McCourt, que se cree que Correos no es digno de él.

—Yo no creo eso, señora O’Connell.

—¿Y quién le ha pedido a usted que abra el pico, Excelencia Eminentísima? Es demasiado importante para nosotros, ¿verdad, muchachos?

—Lo es, señora O’Connell.

—Y después de todo lo que hemos hecho por él, de que le diésemos los telegramas que valían buenas propinas, de que lo enviásemos al campo los días buenos, de que lo volviésemos a admitir después de su conducta vergonzosa con el señor Harrington, el inglés, de que no respetase el cuerpo de la pobre señora Harrington, de que se atiborrase de emparedados de jamón, de que se emborrachase como una cuba con el jerez, de que saltase por la ventana y destrozase todos los rosales de los alrededores, de que se presentase aquí haciendo eses, ¿y quién sabe qué más cosas hizo en los dos años que pasó repartiendo telegramas? ¿Quién sabe, verdaderamente? Aunque nosotras algo sabemos, ¿verdad, señorita Barry?

—Sí que lo sabemos, señora O’Connell, aunque son cosas de las que no se puede hablar.

Habla en voz baja con la señorita Barry, y me miran y sacuden la cabeza.

—Es una deshonra para Irlanda y para su pobre madre. Espero que ella no se entere nunca. Pero ¿qué se podría esperar de uno que nació en América, con padre del Norte? Y nosotras que le toleramos todo eso y que volvimos a admitirlo.

Sigue hablando a los chicos del banco por encima de mí:

—Va a trabajar en Easons, va a trabajar para esa banda de masones y de protestantes de Dublín. Correos no es digno de él, pero está preparado y dispuesto a repartir revistas inglesas sucias de todo tipo por todo Limerick. Toda revista que toque será un pecado mortal. Pero ya nos deja, vaya si nos deja, y es un mal día para su pobre madre, que rezó por tener un hijo con derecho a pensión que la cuidase en su vejez. De modo que, toma, aquí tienes tu sueldo y quítate de nuestra vista.

—Es un chico malo, ¿verdad, chicos? —dice la señorita Barry.

—Sí, señorita Barry.

Yo no sé qué decir. No sé qué he hecho de malo. ¿Debo disculparme? ¿Debo despedirme?

Dejo mi cinturón y mi cartera en el escritorio de la señorita O’Connell. Ella me mira fijamente.

—Vete. Vete a tu trabajo en Easons. Vete de entre nosotros. El siguiente, que venga a recoger telegramas.

Se ponen a trabajar de nuevo y yo bajo las escaleras para iniciar la etapa siguiente de mi vida.