15

Es difícil quedarse dormido cuando sabes que al día siguiente tendrás catorce años y empezarás en tu primer trabajo de hombre. El Abad se despierta al alba gimiendo. Me dice si tendría la bondad de hacerle algo de té, y si se lo hago yo puedo tomarme una buena rebanada de pan de la media hogaza que tiene en el bolsillo, la guarda allí para que no la encuentre alguna rata, y dice que si busco en el gramófono de la abuela, donde ella guardaba los discos, encontraré un tarro de mermelada.

No sabe leer, no sabe escribir, pero sabe esconder la mermelada.

Llevo al Abad su té y su pan y me preparo algo de té para mí. Me pongo la ropa húmeda y me meto en la cama con la esperanza de que si me quedo allí un rato las ropas se secarán con mi propio calor antes de que vaya a trabajar. Mamá dice siempre que es la ropa húmeda lo que te da la tisis y lo que te manda a la tumba joven. El Abad está sentado en la cama y me dice que tiene un dolor de cabeza terrible por un sueño que ha tenido, en el que salía yo con el vestido negro de su pobre madre y ella volaba de un lado a otro gritando «pecado, pecado, es pecado». Apura su té y se queda dormido y roncando, y yo espero a que su reloj marque las ocho y media, la hora de levantarse e ir a la oficina de correos a las nueve, aunque todavía lleve la ropa húmeda sobre la piel.

Cuando salgo me pregunto por qué baja la tía Aggie por el callejón. Vendrá a ver si el Abad está muerto o si necesita a un médico.

—¿A qué hora tienes que estar en ese trabajo? —me pregunta.

—A las nueve.

—Está bien.

Se vuelve y viene andando conmigo hasta la oficina de correos de la calle Henry. No dice una palabra, y me pregunto si viene conmigo a la oficina de correos para denunciarme por haber dormido en la cama de mi abuela y haberme puesto su vestido negro.

—Sube y diles que te está esperando aquí abajo tu tía —me dice—, y que entrarás con una hora de retraso. Si quieren discutir, subiré a discutir.

—¿Por qué tengo que entrar con una hora de retraso?

—Haz lo que te mandan de una maldita vez.

Hay chicos de telégrafos sentados en un banco pegado a la pared. Hay dos mujeres sentadas ante un escritorio, una gorda y una delgada. La delgada dice:

—¿Sí?

—Me llamo Frank McCourt, señorita, y he venido para empezar a trabajar.

—¿Y qué trabajo es el tuyo?

—Chico de telégrafos, señorita.

La delgada dice en son de burla:

—Ay, Dios, yo creía que habías venido a limpiar los retretes.

—No, señorita. Mi madre trajo una nota del cura, el doctor Cowpar, y debe de haber un puesto para mí.

—Debe de haberlo, ¿eh? ¿Y sabes qué día es hoy?

—Sí, señorita. Es mi cumpleaños. Tengo catorce años.

—Qué estupendo —dice la mujer gorda.

—Hoy es jueves —dice la mujer delgada—. Empiezas a trabajar el lunes. Vete y lávate, y vuelve ese día.

Los chicos de telégrafos que están sentados a lo largo de la pared se ríen. No sé por qué, pero siento que se me acalora la cara. Doy las gracias a las mujeres, y cuando salgo oigo decir a la delgada:

—Jesús bendito, Maureen, ¿quién ha traído a ese ejemplar?

Y se ríen con los chicos de telégrafos.

—¿Y bien? —dice la tía Aggie, y yo le digo que no empiezo a trabajar hasta el lunes. Ella dice que mis ropas son una vergüenza y me pregunta con qué las he lavado.

—Con jabón desinfectante.

—Huelen a palomas muertas, y estás haciendo que la familia entera sea el hazmerreír de todos.

Me lleva a los almacenes Roche y me compra una camisa, un jersey, un par de pantalones cortos, dos pares de calcetines y un par de zapatos de verano que estaban rebajados. Me da dos chelines para que me tome el té y un bollo por mi cumpleaños. Coge el autobús para volver a subir la calle O’Connell, pues está demasiado gorda y es demasiado perezosa para ir andando. Está gorda y perezosa, no soy hijo suyo, pero me ha comprado la ropa para mi nuevo trabajo.

Me dirijo hacia el muelle Arthur con el paquete de ropa nueva bajo el brazo y tengo que acercarme hasta la orilla del río Shannon para que no vea todo el mundo las lágrimas de un hombre el día que cumple catorce años.

El lunes por la mañana me levanto temprano para lavarme la cara y para alisarme el pelo con agua y saliva. El Abad me ve con la ropa nueva.

—Jesús, ¿es que te vas a casar? —dice, y se vuelve a dormir.

La señora O’Connell, la mujer gorda, dice:

—Vaya, vaya, si vamos a la última moda.

Y la delgada, la señorita Barry, dice:

—¿Has robado un banco en el fin de semana?

Y se oye una gran risotada de los chicos de telégrafos que están sentados en el banco a lo largo de la pared.

Me dicen que me siente al final del banco y que espere a que me llegue el turno de salir con telegramas. Algunos chicos de telégrafos son los fijos, los que aprobaron el examen. Pueden quedarse en Correos para siempre si quieren, pueden presentarse al examen siguiente, para ser carteros, y después al examen para ser empleados, lo que les permite trabajar en la oficina despachando sellos y giros en el mostrador del piso de abajo. La oficina de correos da a los chicos fijos grandes capas impermeables para el mal tiempo, y tienen dos semanas de vacaciones al año. Todos dicen que estos trabajos son buenos, fijos, respetables y con derecho a pensión y que si consigues un trabajo como éste ya no tienes que volver a preocuparte en toda tu vida, y por lo tanto no te preocupas.

Los chicos de telégrafos temporales deben dejar el trabajo cuando cumplen los dieciséis años. No llevan uniforme, no tienen vacaciones, el sueldo es menor, y si no se presentan a trabajar un día por estar enfermos les pueden despedir. No hay excusas que valgan. No les dan capas impermeables. Te traes tu propio impermeable o esquivas las gotas de lluvia.

La señora O’Connell me hace ir a su escritorio y me da un cinturón de cuero negro y una cartera. Dice que faltan bicicletas, de modo que tendré que salir andando con mi primera partida de telegramas. Debo ir primero a la dirección más lejana y seguir repartiendo mientras vuelvo hacia aquí, y me dice que no tarde todo el día. Dice que lleva en Correos el tiempo suficiente para saber cuánto se tarda en repartir seis telegramas, incluso a pie. No debo detenerme en las tabernas ni en los corredores de apuestas, ni siquiera en mi casa para tomarme una taza de té, y si lo hago se enterarán. No debo detenerme en las capillas para rezar. Si tengo que rezar, lo haré mientras ando o en la bicicleta. Si llueve, no debe importarme. Debo repartir los telegramas y no ser un mariquita.

Uno de los telegramas va dirigido a la señora Clohessy, del muelle Arthur, que no puede ser otra que la madre de Paddy.

—¿Eres tú, Frankie McCourt? —me dice—. Dios mío, no se te conoce de grande que estás. Entra, haz el favor.

Lleva una bata de colores vivos llena de flores, y zapatos nuevos y relucientes. En el suelo hay dos niños que juegan con un tren de juguete. En la mesa hay una tetera, tazas con platillos, una botella de leche, una hogaza de pan, mantequilla, mermelada. Junto a la ventana hay dos camas donde no había ninguna. La cama grande de la esquina está vacía, y ella debe de adivinar lo que pienso.

—Ya no está —dice—, pero no se ha muerto. Se ha marchado a Inglaterra con Paddy. Tómate una taza de té y un poco de pan. Lo necesitas, Dios nos asista. Pareces un superviviente de la mismísima Gran Hambruna. Cómete ese pan con mermelada y cobra fuerzas. Paddy siempre hablaba de ti, y Dennis, mi pobre marido que estaba en cama, no olvidó nunca el día que vino tu madre y cantó aquella canción de los bailes de Kerry. Ahora está en Inglaterra preparando emparedados en una cantina y me envía algunos chelines cada semana. Hay que ver en qué estarán pensando los ingleses cuando cogen a un hombre que tiene la tisis y lo ponen a trabajar preparando emparedados. Paddy tiene un buen trabajo en una taberna de Cricklewood, que está en Inglaterra. Dennis seguiría aquí si no fuera porque Paddy saltó el muro por la lengua.

—¿La lengua?

—Dennis tenía antojo, eso es lo que tenía, de una buena cabeza de cordero con un poco de repollo y una patata, así que yo fui donde Barry, el carnicero, con los pocos chelines que me quedaban. Cocí la cabeza y Dennis, enfermo como estaba, no veía el momento de que estuviera preparada. Pedía la cabeza desde la cama como un demonio, y cuando se la di en el plato estaba encantado, sorbiendo la médula de cada pulgada de aquella cabeza. Después, cuando se la acaba, me dice:

»“Mary, ¿dónde está la lengua?”

»“¿Qué lengua?”, le digo yo.

»“La lengua de este cordero. Todos los corderos nacen con una lengua que les permite hacer be, be, be, y en esta cabeza se aprecia una notable falta de lengua. Súbete donde Barry, el carnicero, y exígesela”.

»De modo que yo voy donde Barry, el carnicero, y él me dice:

»“Ése condenado cordero llegó aquí balando y quejándose tanto que le cortamos la lengua y se la echamos al perro, que se la zampó, y desde entonces bala como un cordero, y si no para le cortaré la lengua y se la echaré al gato”.

»Yo me vuelvo con Dennis y él se pone frenético en la cama.

»“Quiero esa lengua”, dice. “Todo el alimento está en la lengua”.

»¿Y qué crees que pasó entonces? Que mi Paddy, que era amigo tuyo, va donde Barry, el carnicero, cuando se ha hecho de noche, salta el muro, corta la lengua de una cabeza de cordero que está colgada de un gancho en la pared y se la trae a su pobre padre que está en cama. Naturalmente, yo tengo que cocer esa lengua con sal en cantidad y Dennis, bendito de Dios, se la come, se echa en la cama un rato, se quita de encima la manta y se pone de pie y anuncia a todo el mundo que, con tisis o sin ella, él no se va a morir en aquella cama, que si se va a morir de todos modos bien puede matarlo una bomba alemana mientras él gana unas libras para su familia en vez de lloriquear en aquella cama.

Me enseña una carta de Paddy. Trabaja doce horas al día en la taberna de su tío Anthony, gana veinticinco chelines a la semana y una sopa y un emparedado cada día. Le encanta cuando vienen los alemanes a tirar bombas, pues así puede dormir mientras está cerrada la taberna. Por la noche duerme en el suelo del pasillo de arriba. Enviará a su madre dos libras cada mes, y está ahorrando el resto para llevársela con el resto de la familia a Inglaterra, donde estarán mucho mejor en una habitación en Cricklewood que en diez habitaciones en el muelle Arthur. Ella podrá encontrar trabajo sin problemas. Muy malo tienes que ser para no encontrar trabajo en un país que está en guerra, sobre todo ahora que están llegando los yanquis, que se gastan el dinero a diestro y siniestro. El propio Paddy piensa encontrar trabajo en el centro de Londres, donde los yanquis dejan unas propinas que bastan para dar de comer a una familia irlandesa de seis personas durante una semana.

—Por fin tenemos dinero suficiente para comprar comida y zapatos, gracias a Dios y a su Santa Madre —dice la señora Clohessy—. ¿A que no sabes con quién se encontró Paddy allá en Inglaterra, con catorce años y trabajando como un hombre? Con Brendan Kiely, al que llamabais El Preguntas. Está trabajando, y ahorra para ir a alistarse en la Policía Montada y cabalgar por todo el Canadá como Nelson Eddy, que cantaba «Te llamaré, uh, uh, uh, uh, uh, uh». Si no fuera por Hitler, estaríamos todos muertos, y vaya si es terrible tener que decir una cosa así. ¿Y cómo está tu pobre madre, Frankie?

—Está muy bien, señora Clohessy.

—No, no lo está. La he visto en el dispensario y tiene un aspecto peor que el que tenía mi pobre Dennis en la cama. Tienes que cuidar de tu pobre madre. Tú también tienes un aspecto desesperado, Frankie, con esos dos ojos rojos que tienes en la cara. Toma una propinilla para ti. Tres peniques. Cómprate un dulce.

—Eso haré, señora Clohessy.

—Hazlo.

Al terminar la semana la señora O’Connell me entrega el primer sueldo de mi vida, una libra, mi primera libra. Bajo corriendo las escaleras y subo a la calle O’Connell, la calle principal, donde están encendidas las luces y hay gente que vuelve a casa de su trabajo, gente que lleva el sueldo en el bolsillo como yo. Quiero que se enteren de que soy como ellos, de que soy un hombre, de que tengo una libra. Subo por un lado de la calle O’Connell y bajo por el otro con la esperanza de que se fijen en mí. No se fijan. Quiero exhibir mi billete de una libra ante todo el mundo para que digan:

—Ése es Frankie McCourt, el trabajador, que lleva una libra en el bolsillo.

Es la noche del viernes y puedo hacer lo que me dé la gana. Puedo comer pescado frito con patatas fritas e ir al cine Lyric. No, se acabó el Lyric. Ya no tengo que sentarme en el gallinero rodeado de gente que jalea cuando los indios matan al General Custer y cuando los africanos persiguen a Tarzán por toda la selva. Ya puedo ir al cine Savoy, pagar seis peniques por una butaca de patio donde va una gente de mejor clase, que come cajas de bombones y se tapa la boca con la mano cuando se ríe. Después de la película puedo tomar té y bollos en el restaurante del piso de arriba.

Michael está en la acera de enfrente y me llama. Tiene hambre y me pregunta si podría ir a casa del Abad a comer un poco de pan y pasar allí la noche en vez de tener que andar hasta la casa de Laman Griffin, que está muy lejos. Le digo que no tiene que preocuparse por un poco de pan. Iremos al café del Coliseum y comeremos pescado frito y patatas fritas, todo lo que quiera, gaseosa a discreción, y después iremos a ver Yanqui Dandy, de James Cagney, y nos comeremos dos grandes tabletas de chocolate. Después de la película tomamos té y bollos y volvemos cantando y bailando como Cagney todo el camino hasta la casa del Abad. Michael dice que debe de ser estupendo estar en América, donde la gente no tiene nada más que hacer que cantar y bailar. Está medio dormido, pero dice que algún día irá allá a cantar y a bailar, y me pregunta si yo le ayudaría a ir, y cuando se queda dormido me pongo a pensar en América y en que tengo que ahorrar el dinero para mi pasaje en vez de derrocharlo en pescado frito con patatas fritas y en té con bollos. Tendré que ahorrar algunos chelines de mi libra, pues de lo contrario me quedaré en Limerick para siempre. Ahora tengo catorce años, y si ahorro algo cada semana seguro que podré irme a América para cuando tenga veinte años.

Hay telegramas para las oficinas, las tiendas, las fábricas, donde no hay esperanza de recibir propina. Los empleados recogen los telegramas sin mirarte ni darte las gracias. Hay telegramas para la gente respetable que tiene doncella y que vive en la carretera de Ennis y en la carretera de circunvalación del Norte, donde no hay esperanza de recibir propina. Las doncellas son como los empleados, ni te miran ni te dan las gracias. Hay telegramas para las residencias de los sacerdotes y de las monjas, y ellos también tienen doncellas, aunque dicen que la pobreza es noble. Si te quedases esperando a que los curas o las monjas te dieran propina te morirías en su portal. Hay telegramas para gente que vive a varias millas de la ciudad, granjeros que tienen el patio embarrado y perros que te quieren comer la pierna. Hay telegramas para la gente rica que vive en casas grandes, con la vivienda del guardia a la puerta y millas de tierras rodeadas por muros. El guarda de la puerta te deja pasar con un gesto y hasta que llegas a la casa grande tienes que recorrer millas enteras en bicicleta por caminos a cuyos lados hay prados, macizos de flores, fuentes. Cuando hace buen tiempo hay gente que juega al croquet, el juego de los protestantes, o que se pasea, charlando y riendo, ataviada con vestidos floridos y con chaquetas cruzadas con escudos y botones dorados, y nadie diría al verlos que hay guerra. Hay Bentleys y Rolls Royces aparcados ante la gran puerta principal, donde una doncella te dice que des la vuelta y entres por la puerta de servicio, «¿es que no lo sabes?».

La gente de las casas grandes tiene acento inglés y no da propina a los chicos de telégrafos.

Quienes dan las mejores propinas son las viudas, las mujeres de los pastores protestantes y los pobres en general. Las viudas saben cuándo les va a llegar el giro telegráfico del gobierno inglés y te esperan asomadas a la ventana. Si te invitan a pasar a tomarte una taza de té tienes que ir con cuidado, porque uno de los chicos temporales, Scrawby Luby, dijo que una viuda mayor, de treinta y cinco años, lo invitó a pasar a tomar té e intentó bajarle los pantalones, y él tuvo que salir corriendo de la casa, aunque sintió verdaderas tentaciones y tuvo que ir a confesarse el sábado siguiente. Dijo que era muy incómodo saltar a la bici con la cosa dura, pero que si pedaleas muy deprisa y piensas en los sufrimientos de la Virgen María se te ablanda en seguida.

Las mujeres de los pastores protestantes no se comportarían nunca como la viuda mayor de Scrawby Luby, a no ser que también ellas estuvieran viudas. Christy Wallace, que es chico de telégrafos fijo y que va a ser cartero en cualquier momento, dice que a las protestantes no les importa lo que hacen, aunque sean mujeres de pastores. Están condenadas de cualquier modo, de manera que qué les importa darse un revolcón con un chico de telégrafos. A todos los chicos de telégrafos nos caen bien las mujeres de los pastores protestantes. Aunque tengan doncella salen ellas a abrir la puerta en persona, y te dicen «espera un momento, por favor» y te dan seis peniques. A mí me gustaría hablar con ellas y preguntarles qué se siente cuando uno está condenado, pero podrían ofenderse y quitarme los seis peniques.

Los irlandeses que trabajan en Inglaterra envían sus giros telegráficos los viernes por la noche y durante todo el sábado, y entonces es cuando nos llevamos las buenas propinas. En cuanto hemos repartido una partida de telegramas, salimos con otra.

Los callejones peores son los del barrio de Irishtown, los que salen de la calle Mayor o de la calle Mungret, son peores que el callejón Roden o que el callejón O’Keefe o que cualquier otro callejón donde haya vivido yo. Hay callejones por cuyo centro corre un arroyo. Las madres salen a la puerta y gritan «agua va» cuando tiran los cubos de agua sucia. Los niños hacen barquitos de papel o con cajas de cerillas a las que ponen velas pequeñas y los hacen flotar en el agua grasienta.

Cuando entras en bicicleta por un callejón los niños gritan: «Que viene el chico de telégrafos, que viene el chico de telégrafos». Salen corriendo a tu encuentro y las mujeres esperan en la puerta. Si das a un niño pequeño un telegrama para su madre lo conviertes en el héroe de la familia. Las niñas saben que deben esperarse para dar una oportunidad a los niños, aunque se les puede dar el telegrama si no tienen hermanos. Las mujeres te dicen desde la puerta que ahora no tienen dinero, pero que si pasas por ese callejón al día siguiente llames a la puerta y te darán tu propina, y que Dios te bendiga a ti y a todos los tuyos.

La señora O’Connell y la señorita Barry, de la oficina de correos, nos dicen todos los días que nuestro trabajo consiste en repartir los telegramas y nada más. No debemos hacer favores a la gente, ni ir a la tienda a comprar alimentos ni ningún otro tipo de recado. No les importa que la gente esté en la cama muriéndose. No les importa que la gente no tenga piernas, que esté loca o que se esté arrastrando por el suelo. Nosotros tenemos que entregar el telegrama, eso es todo. La señora O’Connell dice:

—Yo me entero de todo lo que hacéis, de todo, pues la gente de Limerick os vigila y me pasa informes que yo tengo aquí guardados, en mis cajones.

—Por mí, como si te los guardas en los calzones —dice Toby Mackey entre dientes.

Pero la señora O’Connell y la señorita Barry no saben lo que se siente cuando se llega al callejón, se llama a una puerta y alguien te dice que pases, tú entras y no hay luz y hay un montón de harapos en una cama en el rincón y el montón de harapos te pregunta «quién es» y tú dices «un telegrama», y el montón de harapos te dice:

—¿Tendrías la bondad de ir por mí a la tienda? Estoy que me caigo de hambre y daría los ojos por una taza de té.

¿Y qué vas a hacer? No vas a decirle «estoy ocupado» y marcharte en la bicicleta y dejar allí al montón de harapos con un giro telegráfico que no le sirve para nada en absoluto porque el montón de harapos no es capaz de levantarse de la cama para ir a la oficina de correos para cobrar el maldito giro telegráfico.

¿Qué vas a hacer?

Te dicen que no vayas nunca a la oficina de correos a cobrar un giro telegráfico para nadie, que si lo haces perderás el trabajo para siempre. Pero ¿qué vas a hacer cuando un viejo que luchó en la guerra de los boers hace cientos de años te dice que ya no lo sostienen las piernas y que te agradecería eternamente que fueras a hablar con Paddy Considine, de la oficina de correos, y le expusieras la situación, y que Paddy me abonará sin duda el giro y que yo podré quedarme dos chelines porque soy un gran muchacho? Paddy Considine te dice: «No hay problema, pero no se lo cuentes a nadie o me echarán a la calle con el culo al aire, y a ti también, hijo». El viejo que luchó en la guerra de los boers dice que sabe que ahora tienes que repartir los telegramas, pero que si tendrías la bondad de volver esta noche y si podrías ir a la tienda por él, pues no tiene nada en casa y encima se está helando de frío. Está sentado en un sillón viejo en el rincón, cubierto con trozos de mantas, y detrás del sillón hay un cubo que echa una peste como para hacerte vomitar, y cuando ves a aquel viejo en el rincón oscuro te dan ganas de traer una manguera de agua caliente y desnudarlo y lavarlo y darle una buena comida de panceta, huevos y puré de patatas con mucha mantequilla, sal y cebolla.

Me gustaría llevarme al hombre que luchó en la guerra de los boers y al montón de harapos del rincón y dejarlos en una casa grande y soleada en el campo, donde canten los pájaros ante la ventana y cerca de un arroyo que borbotea.

La señora Spillane, del callejón Pump, que sale de la carretera de Carey, tiene dos hijos gemelos tullidos con las cabezas grandes y rubias, con los cuerpos pequeños y con trocitos de piernas que les cuelgan del borde de las sillas. Se pasan el día mirando al fuego y preguntan:

—¿Dónde está papá?

Saben hablar en inglés, como todo el mundo, pero entre ellos parlotean en un idioma que se han inventado.

—Hamb cen té té cen hamb.

La señora Spillane dice que eso significa:

—¿Cuándo cenamos?

Me dice que tiene suerte cuando su marido le envía cuatro libras al mes, y que ya no soporta el modo en que la insultan en el dispensario porque su marido está en Inglaterra. Los niños sólo tienen cuatro años y son muy listos, aunque no son capaces de andar ni de cuidarse solos. Si pudieran andar, si fueran más o menos normales, ella haría el equipaje y se marcharía a Inglaterra, se iría de este país dejado de la mano de Dios que luchó tanto tiempo por la libertad.

—Y mira cómo estamos, De Valera en su mansión de Dublín, el muy hijo de puta, y todos los demás políticos, que se vayan al infierno, Dios me perdone. Que se vayan al infierno los curas también, y no pediré a Dios que me perdone por decir una cosa así. Allí están los curas y las monjas, nos dicen que Jesús era pobre y que la pobreza no es bajeza, y llegan a sus casas camiones llenos de cajas y de barriles de whiskey y de vino, de huevos a discreción y de perniles enteros, y ellos nos dicen que debemos practicar el ayuno y la abstinencia en Cuaresma. Cuaresma, y una mierda. ¿Cómo vamos a practicar el ayuno y la abstinencia si para nosotros la Cuaresma dura todo el año?

Me gustaría llevarme a la señora Spillane y a sus dos hijos rubios y tullidos a esa misma casa de campo, con el montón de harapos y con el hombre de la guerra de los boers, y lavarlos a todos y dejarles sentarse al sol mientras cantan los pájaros y borbotean los arroyos.

No puedo dejar al montón de harapos con un giro telegráfico inútil porque el montón de trapos es una mujer anciana, la señora Gertrude Daly, con el cuerpo retorcido por todas las enfermedades que se pueden contraer en un callejón de Limerick, la artritis, el reumatismo, la alopecia, una ventana de la nariz casi desaparecida de tanto meterse en ella el dedo, y uno se pregunta qué tipo de mundo es éste cuando esta anciana se incorpora entre sus harapos y te sonríe con unos dientes blancos que relucen en la oscuridad, dientes naturales y perfectos.

—Eso es —dice ella—, son mis dientes naturales, y cuando me esté pudriendo en la tumba encontrarán mis dientes dentro de cien años, blancos y relucientes, y me harán santa.

El giro telegráfico, de tres libras, es de su hijo. Lleva un mensaje: «Feliz cumpleaños, mamá. Tu hijo querido, Teddy».

—Es un milagro que se lo pueda permitir ese mierdecilla que siempre está paseándose con todas las zorras de Picadilly —dice ella.

Me pregunta si tendría la bondad de hacerle un favor, de ir a cobrar el giro telegráfico y traerle un poco de whiskey Baby Powers de la taberna, una hogaza de pan, una libra de manteca, siete patatas, una para cada día de la semana. ¿Tendría la bondad de hervirle una patata, de hacerla puré con un poco de manteca, de cortarle una rebanada de pan, de traerle un trago de agua para acompañar al whiskey? ¿Tendría la bondad de ir a la farmacia de O’Connor a traerle un ungüento para las llagas y, ya que estoy en ello, de traerle algo de jabón para que ella pueda lavarse bien el cuerpo? Me lo agradecerá eternamente y rezará por mí, y me da un par de chelines por la molestia.

—Ay, no, gracias, señora.

—Coge el dinero. Una propinilla. Me has hecho grandes favores.

—No puedo, señora, tal como está usted.

—Coge el dinero o diré en la oficina de correos que manden a otro para que me traiga los telegramas.

—Ay, está bien, señora. Muchas gracias.

—Buenas noches, hijo. Pórtate bien con tu madre.

—Buenas noches, señora Daly.

Las clases empiezan en septiembre, y algunos días Michael se pasa por casa del Abad antes de volver andando a casa de Laman Griffin. Los días de lluvia dice:

—¿Puedo quedarme a dormir aquí esta noche?

Y al cabo de poco tiempo ya no quiere volver más con Laman Griffin. Está cansado y tiene hambre de tanto andar dos millas de ida y dos de vuelta.

Cuando mamá viene a buscarnos no sé qué decirle. No sé cómo mirarla y aparto la vista.

—¿Cómo te va en el trabajo? —dice, como si no hubiera pasado nada en casa de Laman Griffin.

—Muy bien —le respondo yo, como si no hubiera pasado nada en casa de Laman Griffin.

Cuando llueve demasiado para que ella se vuelva a su casa, se queda con Alphie en la habitación pequeña del piso de arriba. Al día siguiente vuelve a casa de Laman, pero Michael se queda, y al poco tiempo ella se va mudando de casa poco a poco hasta que deja de ir por completo a casa de Laman.

El Abad paga el alquiler cada semana. Mamá recibe la beneficencia y los vales de comida, hasta que alguien la delata y le retiran la ayuda del dispensario. Le dicen que si su hijo está ganando una libra a la semana eso es más de lo que reciben algunas familias de subsidio de desempleo, y que debe dar gracias de que su hijo esté trabajando. Ahora tengo que entregarle mi sueldo.

—¿Una libra? —dice mamá—. ¿Es lo único que te dan por ir en bicicleta de un lado a otro, con buen tiempo o con malo? Eso serían cuatro dólares en América. Cuatro dólares. Con cuatro dólares no bastaría en Nueva York para dar de comer a un gato. Si estuvieras repartiendo telegramas para la Western Union en Nueva York ganarías veinticinco dólares a la semana y vivirías a todo lujo.

Ella siempre traduce el dinero irlandés a dinero americano para que no se le olvide, e intenta convencer a todos de que las cosas nos iban mejor allí. Algunas semanas me deja quedarme dos chelines, pero si voy a ver una película o me compro un libro de segunda mano ya no me queda nada, no podré ahorrar para pagarme el pasaje y me quedaré atascado en Limerick hasta que sea un viejo de veinticinco años.

Malachy escribe desde Dublín y dice que está harto y que no quiere pasarse el resto de su vida soplando una trompeta en la banda del ejército. Al cabo de una semana vuelve a casa y se queja de tener que compartir la cama grande con Michael, con Alphie y conmigo. Allí en Dublín tenía un catre del ejército para él solo, con sábanas, mantas y una almohada. Ahora vuelve a los abrigos y a una almohada que suelta una nube de plumas cuando la tocas.

—Lo siento por ti —dice mamá—. Te acompaño en el sentimiento.

El Abad tiene cama propia y mi madre ocupa la habitación pequeña. Estamos todos juntos otra vez sin que Laman nos atormente. Preparamos té y pan frito y nos sentamos en el suelo de la cocina. El Abad dice que no hay que sentarse en el suelo de las cocinas, que para qué están las mesas y las sillas. Dice a mamá que Frankie no está bien de la cabeza, y mamá nos dice que la humedad del suelo nos va a matar. Nosotros nos quedamos sentados en el suelo y cantamos, y mamá y el Abad se sientan en sillas. Ella canta, y el Abad canta El camino de Rasheen, y nosotros seguimos sin enterarnos de qué trata su canción. Nos quedamos sentados en el suelo y nos contamos cuentos que hablan de cosas que han pasado, de cosas que no han pasado nunca y de las cosas que pasarán cuando nos vayamos todos a América.

En la oficina de correos hay días de poco trabajo en los que nos quedamos sentados en el banco y hablamos. Podemos hablar, pero no debemos reírnos. La señorita Barry dice que deberíamos dar gracias de que nos paguen por estar allí sentados, que somos un montón de vagos y de pilletes y que nada de risas. Que a uno le paguen por quedarse sentado y charlar no es cosa de risa, y a la primera risita por parte de cualquiera de nosotros nos iremos a la calle hasta que recuperemos el sentido común, y si siguen las risitas nos denunciará a las autoridades pertinentes.

Los chicos hablan de ella entre dientes. Toby Mackey dice:

—Lo que le hace falta a esa vieja perra es unas buenas friegas con la reliquia, un buen repaso con el cepillo. Su madre era una buscona azotacalles y su padre se escapó de un manicomio con callos en los huevos y con verrugas en la polla.

Hay risas a lo largo del banco y la señorita Barry nos dice en voz alta:

—Os advertí que no os rieseis. Mackey, ¿qué estás mascullando?

—Decía que en este día tan maravilloso estaríamos mejor al aire libre repartiendo telegramas, señorita Barry.

—Seguro que has dicho eso, Mackey. Tu boca es una cloaca. ¿Me has oído?

—Sí, señorita Barry.

—Te han oído hablar por la escalera, Mackey.

—Sí, señorita Barry.

—Cállate, Mackey.

—Así lo haré, señorita Barry.

—Ni una palabra más, Mackey.

—No, señorita Barry.

—He dicho que te calles, Mackey.

—Está bien, señorita Barry.

—Se acabó, Mackey. No pongas a prueba mi paciencia.

—No lo haré, señorita Barry.

—Madre de Dios, dame paciencia.

—Sí, señorita Barry.

—Di la última palabra, Mackey. Dila, dila, dila.

—Así lo haré, señorita Barry.

Toby Mackey es chico de telégrafos temporal, como yo. Vio una película titulada Primera plana y ahora quiere irse a América algún día y ser un periodista duro con sombrero y cigarrillo. Lleva en el bolsillo una libreta, porque un buen periodista tiene que escribir lo que pasa. Hechos. Tiene que escribir hechos, y no un montón de malditas poesías, que es lo único que se oye en Limerick, donde los parroquianos de las tabernas están siempre con el cuento de lo mucho que sufrimos bajo el dominio inglés. «Hechos, Frankie». Anota el número de telegramas que reparte y la distancia que recorre. Sentados en el banco, procurando no reírnos, me dice que si repartimos cuarenta telegramas cada día son doscientos por semana, que son diez mil al año y veinte mil en los dos años que nos dura el trabajo. Si recorremos en bicicleta ciento veinticinco millas por semana, son trece mil millas en dos años, que es media vuelta al mundo, Frankie, y no es de extrañar que no tengamos ni una fibra de carne en el culo.

Toby dice que nadie conoce Limerick como el chico de telégrafos. Conocemos cada uno de sus caminos, avenidas, calles, paseos, glorietas, pasajes, travesías, callejones.

—Jesús —dice Toby—, no hay una puerta de Limerick que no conozcamos. Llamamos a puertas de todo tipo, de hierro, de roble, de contrachapado. A veinte mil puertas, Frankie.

Llamamos con los nudillos, a patadas, empujamos la puerta. Llamamos con campanillas y con timbres eléctricos. Silbamos y gritamos: «El chico de telégrafos, el chico de telégrafos». Dejamos los telegramas en los buzones, los metemos por debajo de la puerta, los tiramos por los montantes de las puertas. Entramos por la ventana en casas cuyos ocupantes están impedidos en cama. Nos quitamos de encima a todos los perros que quieren hacer de nosotros su cena. No sabes nunca qué va a pasar cuando entregas a la gente los telegramas. Ríen, cantan, bailan, lloran, gritan, se desmayan y tú te preguntas si van a volver en sí para darte la propina. No se parece en nada al reparto de telegramas en América. Mickey Rooney se dedica a eso en una película que se titula La comedia humana, y allí la gente es agradable y se desvive por darte propina, por invitarte a pasar, por darte una taza de té y un bollo.

Toby Mackey dice que tiene datos en abundancia en su libreta y que todo le importa menos que un pedo de violinista, y así quiero ser yo mismo.

La señora O’Connell sabe que a mí me gusta repartir los telegramas del campo, y cuando hace un día soleado me entrega una partida de diez telegramas que me tendrán ocupado toda la mañana y no tengo que regresar hasta después de la hora de comer, al mediodía. Hay días buenos de otoño en los que el Shannon brilla y los campos están verdes y relucen con el rocío plateado de la mañana. Se percibe el olor dulzón de los fuegos de turba, cuyo humo llena los campos. Las vacas y las ovejas pastan en los prados y yo me pregunto si son éstos los animales de los que hablaba el cura. No me sorprendería, porque veo constantemente a los toros montar a las vacas, a los carneros a las ovejas, a los caballos sementales a las yeguas, y todos tienen la cosa tan grande que me hacen sudar cuando los miro y me dan lástima todas las criaturas hembras del mundo que tienen que sufrir así, aunque a mí no me importaría ser toro, porque los toros pueden hacer lo que quieran y los animales no pecan nunca. A mí no me importaría tocarme aquí mismo, pero nunca se sabe cuándo puede aparecer un granjero por el camino con un rebaño de vacas o de ovejas a los que lleva a la feria o a otro prado, que te saluda con el bastón y que te dice:

—A los buenos días, joven, buena mañana tenemos, gracias a Dios y a Su Santa Madre.

Un granjero tan religioso podría ofenderse si te viera quebrantar el Sexto Mandamiento fornicando en su prado. A los caballos les gusta asomar la cabeza por encima de las cercas y de los setos para enterarse de quién pasa, y yo me detengo a hablar con ellos porque tienen ojos grandes y morros largos que demuestran lo inteligentes que son. Algunas veces hay dos pájaros que se cantan el uno al otro de un extremo al otro de un prado y yo tengo que detenerme a escucharlos, y si espero el tiempo suficiente se unen al canto más pájaros hasta que todos los árboles y todos los arbustos están llenos del canto de los pájaros. Si pasa un arroyo que borbotea bajo un puente de la carretera, mientras los pájaros cantan, las vacas mugen y los corderos balan, es mejor que cualquier orquesta de película. El olor de la panceta y del repollo de la comida que me llega a bocanadas de la vivienda de una granja me deja tan débil de hambre que entro en un prado y me paso media hora comiendo moras. Meto la cara en el arroyo y bebo agua helada, que es mejor que la gaseosa de cualquier freiduría de pescado frito y patatas fritas.

Cuando termino de entregar los telegramas tengo tiempo suficiente para visitar el antiguo cementerio del monasterio donde están enterrados los parientes de mi madre, los Guilfoyle y los Sheehan, donde quiere mi madre que la entierren a ella. Desde allí puedo ver las altas ruinas del castillo de Carrigogunnell y tengo tiempo de sobra para subir hasta allí en bicicleta, para sentarme en la muralla más alta, para contemplar el Shannon que corre hasta el Atlántico, que llega hasta América, y para soñar con el día en que yo mismo me haré a la mar.

Los chicos de la oficina de correos me dicen que tengo suerte de entregar el telegrama de la familia Carmody, que da un chelín de propina, una de las propinas mayores que puedes recibir en Limerick. Entonces, ¿por qué me lo dejan entregar a mí? Soy el chico más novato. Bueno, es que algunas veces es Theresa Carmody quien abre la puerta. Está tísica, y tienen miedo de que les pegue la tisis. Tiene diecisiete años, pasa temporadas ingresada en el sanatorio y no cumplirá los dieciocho. Los chicos de la oficina de correos dicen que los que están enfermos como Theresa saben que les queda poco tiempo y que por eso están locos por amar, por tener aventuras románticas y de todo. De todo. La tisis tiene ese efecto, según los chicos de la oficina de correos.

Voy en bicicleta por las calles mojadas de noviembre pensando en esa propina de un chelín, y cuando giro para enfilar la calle donde viven los Carmody la bicicleta patina y yo resbalo por el suelo y me raspo la cara y me despellejo el dorso de la mano. Theresa Carmody abre la puerta. Es pelirroja. Tiene los ojos verdes como los prados de las afueras de Limerick. Tiene las mejillas de un color rosado brillante y la piel de un blanco rabioso.

—Ay, estás empapado, y estás sangrando —me dice.

—He resbalado en la bici.

—Entra, y te pondré algo en los cortes.

«¿Debo entrar?», me pregunto. Podría contagiarme la tisis, que acabaría conmigo. Quiero estar vivo cuando cumpla los quince años, y quiero también el chelín de propina.

—Entra. Te vas a morir si te quedas aquí de pie.

Ella pone la tetera al fuego para preparar té. Después me pone yodo en los cortes y yo procuro ser hombre y no quejarme.

—Oh, eres todo un hombre —dice ella—. Pasa al salón y sécate delante del fuego. Mira, ¿por qué no te quitas los pantalones y te los secas en la pantalla de la chimenea?

—Ay, no.

—Ay, hazlo.

—Bueno.

Extiendo mis pantalones sobre la pantalla. Me siento, veo subir el vapor y veo que lo mío sube también, y me inquieta que pueda entrar ella y verme con la excitación.

Entonces aparece ella con un plato de pan y mermelada y dos tazas de té.

—Señor… —dice—, eres un chico esmirriado, pero tienes ahí un buen nabo.

Deja el plato y las tazas en una mesa que está junto a la chimenea y se quedan allí. Coge entre el pulgar y el índice la punta de mi excitación y me conduce por la habitación hasta un sofá verde que está pegado a la pared y a mí me dan constantemente vueltas en la cabeza el pecado, el yodo, el miedo a la tisis y el chelín de propina y sus ojos verdes, y ella está tendida en el sofá, «no pares o me muero», y ella está llorando y yo estoy llorando porque no sé qué me pasa, si me estoy matando contagiándome la tisis de su boca, si estoy volando al cielo, si me estoy cayendo por un barranco, y si esto es pecado me importa menos que un pedo de violinista.

Descansamos un rato en el sofá hasta que ella dice:

—¿No tienes que repartir más telegramas?

Y cuando nos incorporamos ella da un gritito:

—Ay, estoy sangrando.

—¿Qué te pasa?

—Creo que es porque es la primera vez.

—Espera un momento —le digo. Traigo de la cocina el frasco de yodo y se lo echo encima de la parte que sangra. Ella salta del sofá, da botes por el salón como una loca furiosa y entra corriendo en la cocina a lavarse con agua. Después de secarse dice:

—Dios mío, qué inocente eres. No debes echar yodo a las chicas de esta manera.

—Creí que tenías un corte.

Desde ese día le entrego el telegrama durante varias semanas. A veces hacemos la excitación en el sofá, pero hay otros días en que ella tiene tos y se nota que está débil. Nunca me dice que está débil. Nunca me dice que está tísica. Los chicos de la oficina de correos me dicen que lo debo estar pasando en grande con el chelín de propina y con Theresa Carmody. Yo no les digo nunca que dejé de cobrar el chelín de propina. No les hablo nunca del sofá verde ni de la excitación. No les cuento el dolor que siento cuando abre la puerta y veo que está débil y lo único que quiero es prepararle un té y sentarme en el sofá verde y abrazarla.

Un sábado me dicen que entregue el telegrama a la madre de Theresa, que se lo lleve a su trabajo, en los almacenes Woolworth. Procuro aparentar indiferencia.

—Señora Carmody, siempre entrego el telegrama a una muchacha que creo que se llama Theresa. Es su hija, ¿no?

—Sí, está ingresada en el hospital.

—¿Está en el sanatorio?

—He dicho que está en el hospital.

La tuberculosis le parece una deshonra, como a todo el mundo en Limerick, y no me da un chelín ni ninguna propina. Voy en bicicleta al sanatorio a ver a Theresa. Me dicen que hay que ser pariente suyo y que hay que ser persona mayor. Yo les digo que soy primo suyo y que voy a cumplir quince años en agosto. Me dicen que me largue. Voy en bicicleta a la iglesia de los franciscanos a rezar por Theresa.

—San Francisco, ¿tendrías la bondad de hablar con Dios? Dile que no fue culpa de Theresa. Yo podría haberme negado a entregar ese telegrama cada sábado. Dile a Dios que Theresa no era responsable de que hiciéramos la excitación en el sofá porque son los efectos de la tisis. Tampoco importa, San Francisco, porque yo quiero a Theresa. La quiero tanto como tú quieres a cualquier pájaro, a cualquier animal del campo o a cualquier pez, y ten la bondad de decir a Dios que le quite la tisis y yo prometo que no volveré a acercarme a ella.

El sábado siguiente me dan el telegrama de los Carmody. Cuando me falta media calle para llegar veo que están bajadas las persianas. Veo los crespones negros en la puerta. Veo la tarjeta de duelo blanca con bordes morados. Veo la puerta y las paredes del salón donde Theresa y yo nos revolcábamos desnudos y desenfrenados en el sofá verde, y ahora sé que ella está en el infierno y que es por culpa mía.

Meto el telegrama por debajo de la puerta y vuelvo en bicicleta a la iglesia de los franciscanos para rezar por el descanso del alma de Theresa. Rezo a todas las imágenes, a las vidrieras, a las estaciones del Vía Crucis. Juro que llevaré una vida llena de fe, esperanza y caridad, de pobreza, castidad y obediencia.

Al día siguiente, domingo, oigo cuatro misas. Rezo el Vía Crucis tres veces. Rezo el Rosario todo el día. No como ni bebo, y siempre que encuentro un sitio tranquilo lloro y pido a Dios y a la Virgen María que tengan misericordia con el alma de Theresa Carmody.

El lunes sigo en mi bicicleta de Correos al cortejo fúnebre hasta el cementerio. Me escondo detrás de un árbol a cierta distancia de la tumba. La señora Carmody llora y gime. El señor Carmody resuella con aire de incomprensión. El cura recita las oraciones en latín y asperja con agua bendita el ataúd.

Quiero ir a hablar con el cura, con el señor y la señora Carmody. Quiero decirles que soy yo el que ha mandado al infierno a Theresa. Pueden hacerme lo que quieran. Que me insulten. Que me injurien. Que me tiren tierra de la tumba. Pero me quedo escondido detrás del árbol hasta que los miembros del cortejo fúnebre se marchan y los enterradores cubren la tumba.

La escarcha empieza a blanquear la tierra fresca de la tumba y yo pienso en Theresa, que estará fría en el ataúd, con su pelo rojo, con sus ojos verdes. No entiendo los sentimientos que me invaden, pero sé que con todas las personas que se han muerto en mi familia y con todas las que se han muerto en los callejones de mi barrio y con todas las personas que han faltado no había sentido nunca un dolor como éste que tengo en el corazón, y espero no volver a tenerlo.

Está oscureciendo. Salgo del cementerio a pie empujando la bicicleta. Tengo que repartir telegramas.