14

A la mañana siguiente, el Abad me da dinero para que vaya a la tienda de Kathleen O’Connell a comprar pan, margarina, té, leche. Hierve agua en la cocina de gas y me dice que me puedo tomar un tazón de té.

—No abuses del azúcar, no soy millonario. Te puedes tomar una rebanada de pan, pero no la cortes muy gruesa.

Estamos en julio y la escuela ha terminado para siempre. Dentro de pocas semanas estaré repartiendo telegramas en la oficina de correos, trabajando como un hombre. En las semanas que voy a pasar desocupado puedo hacer lo que quiera, levantarme por la mañana, quedarme en la cama, darme largos paseos por el campo como mi padre, vagar por Limerick. Si tuviera dinero, iría al cine Lyric, comería dulces, vería a Errol Flynn derrotar a todos los que se le ponen por delante. Puedo leer los periódicos ingleses e irlandeses que trae a casa el Abad o puedo utilizar los carnets de la biblioteca de Laman Griffin y de mi madre hasta que me pillen.

Mamá envía a Michael con una botella de leche llena de té caliente, unas rebanadas de pan con pringue, una nota en la que dice que Laman Griffin ya no está enfadado y que puedo volver.

—¿Vas a volver a casa, Frankie? —me pregunta Michael.

—No.

—Ay, ven, Frankie. Vamos.

—Ahora vivo aquí. No voy a volver nunca.

—Pero Malachy se ha ido al ejército y tú estás aquí, y no tengo ningún hermano mayor. Todos los chicos tienen hermanos mayores y yo sólo tengo a Alphie. Ni siquiera tiene cuatro años, y no sabe hablar bien.

—No puedo volver. No voy a volver nunca. Tú puedes venir aquí siempre que quieras.

Los ojos le brillan por las lágrimas y a mí se me parte el corazón de tal modo que quiero decirle: «Está bien. Volveré con vosotros». Pero lo digo por decir. Sé que nunca seré capaz de enfrentarme otra vez con Laman Griffin y no sé si podré mirar a mi madre a la cara. Veo a Michael subir por el callejón con la suela del zapato rota que resuena por la acera. Cuando empiece a trabajar en la oficina de correos le compraré unos zapatos, vaya si lo haré. Le daré un huevo y lo llevaré al cine Lyric a ver la película y a comer dulces y después iremos a la freiduría de Naughton y comeremos pescado frito con patatas fritas hasta que tengamos una tripa de un kilómetro. Algún día reuniré dinero para tener una casa o un piso con luz eléctrica y retrete y camas con sábanas, mantas, almohadas, como todo el mundo. Tomaremos el desayuno en una cocina luminosa mientras las flores se mecen en el jardín contiguo, con tazas y platos delicados, hueveras, huevos con la yema blanda y dispuesta para mezclarla con mantequilla espesa de primera calidad, una tetera con funda de lana, tostadas con mantequilla y mermelada en abundancia. No tendremos prisa y escucharemos música en la BBC o en la emisora de las Fuerzas Armadas Americanas. Yo compraré ropas como Dios manda para toda la familia para que no vayamos enseñando el culo con los pantalones rotos y no nos dé vergüenza. Cuando pienso en la vergüenza se me parte el corazón y empiezo a sollozar. El Abad me dice:

—¿Qué te pasa? ¿No te has comido el pan? ¿No te has tomado el té? ¿Qué más quieres? Sólo te falta pedir un huevo.

Es inútil hablar con una persona a la que dejaron caer de cabeza cuando era pequeño y que se gana la vida vendiendo periódicos.

Se queja de que no puede darme de comer toda la vida y dice que tendré que comprarme mi propio té y mi pan. No quiere llegar a casa y encontrarme leyendo con la bombilla eléctrica encendida y gastando. Él sabe leer cifras, vaya si sabe, y cuando salga a vender los periódicos mirará el contador para ver cuánto he gastado, y si no dejo de encender esa luz cogerá los fusibles y se los llevará en el bolsillo, y si yo pongo otros fusibles hará quitar la electricidad definitivamente y volverá a usar el gas, que le bastaba a su pobre madre difunta y que bien le podrá bastar a él, pues lo único que hace es sentarse en la cama a comerse el pescado y las patatas fritas y a contar su dinero antes de dormirse.

Yo me levanto temprano como hacía papá y salgo a dar largos paseos por el campo. Paseo por el cementerio de la antigua abadía de Mungret donde están enterrados los parientes de mi madre y subo la ladera hasta llegar al castillo normando de Carrigogunnell, al que me llevó papá dos veces. Subo hasta lo alto e Irlanda se extiende ante mí, el Shannon es una línea reluciente que llega hasta el Atlántico. Papá me dijo que este castillo se construyó hace centenares de años y que si esperas a que las alondras dejen de cantar por encima de ti puedes oír a los normandos abajo que dan martillazos, hablan y se preparan para la batalla. Una vez me trajo aquí cuando estaba oscuro para que pudiésemos oír las voces normandas e irlandesas que llegaban de siglos pasados y yo las oí. Las oí.

A veces estoy allí arriba yo solo, en las alturas de Carrigogunnell, y oigo voces de muchachas normandas de tiempos pasados, que se ríen y cantan en francés, y cuando las veo en mi mente tengo tentaciones y me subo a lo más alto del castillo, donde había antes una torre, y allí, a la vista de toda Irlanda, me toco y me corro encima de todo Carrigogunnell y de los campos colindantes.

Es un pecado que nunca podré contar a un cura. Subir a una altura grande y tocarte ante toda Irlanda es sin duda peor que hacerlo en un lugar privado a solas, o con otra persona, o con algún tipo de animal. Allí abajo, en alguna parte de las riberas del Shannon, un niño o una lechera pueden haber levantado la vista y pueden haberme visto cometer mi pecado, y si lo han hecho estoy condenado, porque los curas dicen siempre que al que escandaliza a un niño le atarán al cuello una piedra de molino y lo tirarán al mar.

Pero la idea de que alguien me esté mirando me produce la excitación otra vez. No me gustaría que me estuviera mirando un niño pequeño. No, no, así me ganaría seguramente la piedra de molino, pero si hubiera alguna lechera curioseando lo que pasaba arriba seguramente le daría a ella también la excitación y se tocaría, aunque no sé si las chicas se pueden tocar, dado que no tienen nada que tocar. No están equipadas, como solía decir Mikey Molloy.

Ojalá volviera aquel viejo cura dominico sordo para que yo pudiera contarle mis problemas con la excitación, pero ya ha muerto y tendré que entendérmelas con un cura que me contará lo de la piedra de molino y la condenación.

La condenación. Es la palabra favorita de todos los curas de Limerick.

Vuelvo caminando por la avenida O’Connell y por Ballinacurra, donde a la gente le dejan el pan y la leche temprano en la puerta de la calle, y seguramente no hago daño a nadie si tomo prestada una hogaza o una botella, con intención firme de devolverlas cuando tenga trabajo en la oficina de correos. No estoy robando, estoy tomando algo prestado, y eso no es pecado mortal. Por otra parte, esta mañana me he subido a un castillo y he cometido un pecado mucho mayor que robar pan y leche, y si cometes un pecado bien puedes cometer algunos más, porque la condena al infierno es la misma. Por un pecado, la eternidad. Por una docena de pecados, la eternidad.

Preso por mil, preso por mil y quinientos, como diría mi madre. Me bebo alguna que otra pinta de leche y dejo la botella para que no acusen al lechero de no haberla entregado. Los lecheros me caen bien porque uno me dio una vez dos huevos rotos, que yo me sorbí enteros, con trozos de cáscara y todo. Me dijo que me haría fuerte si no tomaba más que dos huevos disueltos en una pinta de cerveza negra cada día. Todo lo que necesitas está en el huevo, y todo lo que te apetece está en la pinta.

Algunas casas reciben mejor pan que otras. Es más caro, y es el que cojo. Lo siento por los ricos que cuando se levanten por la mañana y salgan a la puerta descubrirán que les falta el pan, pero yo no puedo dejarme morir de hambre. Si paso hambre no tendré fuerzas para hacer mi trabajo de chico de telégrafos en la oficina de correos, lo que significa que no tendré dinero para devolver todo ese pan y esa leche y no podré ahorrar para ir a América, y si no puedo ir a América más vale que me tire al río Shannon. Sólo faltan unas semanas para que yo cobre mi primer sueldo en la oficina de correos, y seguramente estos ricos no se van a desmayar de hambre en ese tiempo. Siempre pueden mandar a la doncella a que compre más. En esto se diferencian los pobres de los ricos. Los pobres no pueden mandar a comprar más porque no tienen dinero para mandar a comprar más, y si lo tuvieran no tendrían doncella para mandarla. De quien me tengo que preocupar es de las doncellas. Tengo que andarme con cuidado cuando tomo prestada la leche y el pan y ellas están en la puerta principal sacando brillo a los pomos, a las aldabas y a los buzones. Si me ven irán corriendo a la mujer de la casa:

—Ay, señora, señora, hay un pillete acullá que se está llevando toda la leche y el pan.

«Acullá». Las doncellas hablan así porque son todas del campo, «vaquillas de Mullingar, carne de pies a cabeza», como dice el tío de Paddy Clohessy, y no te darían ni el vapor que echan al mear.

Llevo el pan a casa, y aunque el Abad se sorprende no me pregunta «¿De dónde lo has sacado?», porque lo dejaron caer de cabeza y así se le quita a uno de encima la curiosidad de golpe. Se limita a mirarme con sus grandes ojos que son azules en el centro y amarillos por los bordes y se bebe el té a grandes tragos en el gran tazón rajado que dejó su madre.

—Éste es mi tazón —me dice—, no quiero que te lo vea zacar para tomarte el té.

«Zacar». Es la manera de hablar de los barrios bajos de Limerick que molestaba siempre a papá. Siempre decía:

—No quiero que mis hijos se críen en un callejón de Limerick diciendo «zacar». Es una manera de hablar vulgar y baja. Decid «sacar», como es debido.

Y mamá decía:

—Espero que a ti te vaya bien, pero no haces gran cosa por zacarnos de aquí.

Más allá de Ballinacurra salto los muros de los huertos para coger manzanas. Cuando hay un perro me marcho, porque no tengo la habilidad de Paddy Clohessy para hablar con ellos. Los granjeros me persiguen, pero siempre van despacio con sus botas de goma, y aunque se suban a una bicicleta yo salto los muros, por donde no pueden pasar con la bici.

El Abad sabe de dónde saco las manzanas. Cuando uno se cría en los callejones de Limerick, tarde o temprano acaba robando en algún que otro pomar. Aunque no te gusten nada las manzanas, tienes que robar en los pomares para que tus amigos no te llamen mariquita.

Siempre ofrezco una manzana al Abad, pero él no quiere comérsela porque tiene pocos dientes en la boca. Le quedan cinco, y no se quiere arriesgar a dejárselos en una manzana. Si corto la manzana en rodajas, él sigue sin querer comérsela porque ésa no es la manera correcta de comerse una manzana. Eso es lo que dice él, y si yo le digo: «¿Acaso no cortas el pan en rebanadas antes de comértelo?», él me contesta:

—Las manzanas son las manzanas y el pan es el pan.

Así es como habla uno cuando lo han dejado caer de cabeza cuando era pequeño.

Michael vuelve a visitarme con té caliente en una botella de leche y dos rebanadas de pan frito. Yo le digo que ya no lo necesito.

—Dile a mamá que me estoy cuidando solo y que no necesito su té ni su pan frito, muchas gracias.

Michael se queda encantado cuando le doy una manzana y le digo que vuelva a verme cada dos días y le daré más. Con eso deja de pedirme que vuelva a la casa de Laman Griffin, y yo me alegro de haber puesto fin así a sus lágrimas.

En el barrio de Irishtown hay un mercado al que acuden los granjeros los sábados con verduras, gallinas, huevos, mantequilla. Si llego temprano me dan algunos peniques por ayudarles a descargar los carros o los automóviles. A última hora del día me dan las verduras que no pueden vender, cualquier cosa que esté aplastada, golpeada o podrida en parte. La mujer de un granjero me da siempre huevos rotos y me dice:

—Fríete estos huevos mañana cuando vuelvas de misa en gracia de Dios, pues si te comes estos huevos con un pecado en el alma se te atascarán en el gaznate, vaya que sí.

Es la mujer de un granjero, y así es como hablan.

Ahora soy poco menos que un mendigo yo mismo, espero en la puerta de las freidurías de pescado frito y patatas fritas cuando están cerrando con la esperanza de que les queden patatas quemadas o trozos de pescado flotando en la grasa. Cuando los propietarios tienen prisa me dan las patatas fritas y una hoja de papel de periódico para envolverlas.

El periódico que más me gusta es el News of the World. Está prohibido en Irlanda, pero la gente lo trae a escondidas de Inglaterra por las fotos escandalosas de chicas con unos trajes de baño que casi no se ven. También trae artículos que hablan de personas que cometen pecados de todo tipo que no se encuentran en Limerick, que se divorcian, que cometen adulterio.

Adulterio. Todavía tengo que enterarme de qué significa esa palabra, tendré que mirarlo en la biblioteca. Estoy seguro de que es algo peor que lo que nos enseñaron los maestros, pensamientos malos, palabras malas, obras malas.

Me llevo las patatas fritas a casa y me meto en la cama como el Abad. Si se ha tomado algunas pintas se queda sentado en la cama comiéndose sus patatas fritas envueltas en el Limerick Leader y cantando El camino de Rasheen. Yo me como mis patatas fritas. Lamo el News of the World. Lamo los artículos que hablan de personas que hacen cosas escandalosas. Lamo a las chicas con sus trajes de baño, y cuando no queda nada que lamer miro a las chicas hasta que el Abad apaga la luz y yo cometo un pecado mortal bajo la manta.

Puedo ir a la biblioteca siempre que quiera con el carnet de mamá o con el de Laman Griffin. No me pillarán nunca, porque Laman es demasiado perezoso para levantarse de la cama un sábado, y mamá no se acercará nunca a la biblioteca con la vergüenza de sus ropas.

La señorita O’Riordan me sonríe.

Las Vidas de los santos te esperan, Frank. Volúmenes y volúmenes. Butler, O’Hanlon, Baring-Gould. He hablado de ti a la bibliotecaria jefe, y está tan contenta que está dispuesta a darte tu propio carnet de adulto. ¿Verdad que es maravilloso?

—Gracias, señorita O’Riordan.

Leo la historia de Santa Brígida, virgen, uno de febrero. Era tan hermosa que los hombres de toda Irlanda suspiraban por casarse con ella, y su padre quería que se casase con algún personaje importante. Ella no quería casarse con nadie, de modo que rezó a Dios pidiéndole ayuda y Él hizo que se le disolviera un ojo en la cara y que le cayera goteando por la mejilla, y le dejó una llaga tan grande que los hombres de toda Irlanda perdieron interés.

También está Santa Wilgefortis, virgen y mártir, veinte de julio. Su madre tuvo nueve hijos, de dos en dos, cuatro parejas de mellizos y Wilgefortis de non, y todos acabaron siendo mártires de la fe. Wilgefortis era hermosa, y su padre quería casarla con el rey de Sicilia. Wilgefortis estaba desesperada, y Dios la ayudó haciendo que le saliera bigote y barba en el rostro, con lo que el rey de Sicilia se lo pensó mejor, pero el padre de ella se enfadó tanto que la mandó crucificar con barba y todo.

A Santa Wilgefortis la invocan las mujeres inglesas que tienen un marido problemático.

Los curas no nos hablan nunca de las vírgenes y mártires como Santa Águeda, cinco de febrero. Febrero es un gran mes para las vírgenes y mártires. Los paganos de Sicilia mandaron a Águeda que renunciase a su fe en Jesús, y ella dijo que no, como todas las vírgenes y mártires. La torturaron, la estiraron en el potro, le rasgaron los costados con ganchos de hierro, la quemaron con teas encendidas, y ella decía: «No, no negaré a Nuestro Señor». Le aplastaron los pechos y se los cortaron, pero cuando la tiraron sobre carbones encendidos ya no pudo soportarlo más y expiró alabando a Dios.

Las vírgenes y mártires morían siempre cantando himnos y alabando a Dios, y no les importaba en absoluto que los leones les arrancaran grandes trozos de carne de sus costados y se los zamparan allí mismo.

¿Por qué no nos hablaron nunca los curas de Santa Úrsula y las once mil vírgenes y mártires, veintiuno de octubre? Su padre quería casarla con un rey pagano, pero ella dijo:

—Me marcharé una temporada, tres años, y lo pensaré.

De manera que se marchó con sus mil doncellas y con las compañeras de éstas, que eran diez mil. Navegaron de un lado a otro durante una temporada y se pasearon por diversos países hasta que pasaron por Colonia, donde el jefe de los hunos pidió a Úrsula que se casase con él. Ella dijo que no, y los hunos la mataron y mataron también a las doncellas que la acompañaban. ¿Por qué no pudo decir que sí y salvar la vida a once mil vírgenes? ¿Por qué tenían que ser tan tercas las vírgenes y mártires?

Me cae bien San Moling, un obispo irlandés. Él no vivía en un palacio como el obispo de Limerick. Vivía en un árbol, y cuando lo visitaban otros santos para comer con él se sentaban en las ramas como los pájaros y lo pasaban muy bien con su agua y su pan duro. Un día iba caminando solo y un leproso le dijo:

—Oye, San Moling, ¿adónde vas?

—Voy a misa —le dice San Moling.

—Bueno, yo también quiero ir a misa, conque, ¿por qué no me subes a tu espalda y me llevas?

San Moling así lo hizo, pero en cuanto se echó a la espalda al leproso éste empezó a quejarse.

—Tu cilicio me irrita las llagas —dijo—, quítatelo.

San Moling se quitó el cilicio y se pusieron en marcha de nuevo. Después, el leproso dijo:

—Tengo que sonarme la nariz.

—No tengo ningún tipo de pañuelo —dijo San Moling—, suénate con la mano.

—No puedo agarrarme a ti y sonarme con la mano a la vez —dijo el leproso.

—Está bien —dijo San Moling—, puedes sonarte en mi mano.

—No puede ser —dijo el leproso—. Casi no tengo mano por la lepra y no puedo agarrarme y sonarme en tu mano a la vez. Si fueras un santo como es debido, volverías la cabeza y me sorberías lo que tengo en la nariz con tu boca.

San Moling no quería sorberle los mocos al leproso, pero lo hizo y se lo ofreció a Dios y le agradeció haber tenido aquel privilegio.

Cuando mi padre sorbió las cosas malas que tenía Michael en la cabeza cuando era pequeño y estaba en una situación desesperada yo lo entendí, pero no entiendo por qué quería Dios que San Moling fuera sorbiendo los mocos de las narices de los leprosos. No entiendo a Dios en absoluto, y aunque me gustaría ser santo y que todos me adorasen yo no sorbería nunca los mocos a un leproso. Me gustaría ser santo, pero si es eso lo que hay que hacer, creo que me quedaré como estoy.

Aun así estoy dispuesto a pasarme la vida en esta biblioteca leyendo las vidas de las vírgenes y de las vírgenes y mártires, hasta que me meto en un lío con la señorita O’Riordan por un libro que alguien se dejó en la mesa. Su autor se llama Lin Yütang. Está claro que es un nombre chino, y tengo curiosidad por saber de qué hablan los chinos. Es un libro de ensayos sobre el amor y sobre el cuerpo, y una de sus palabras me hace consultar el diccionario. «Turgente». El autor dice: «El órgano copulatorio masculino se pone turgente y se inserta en el orificio receptivo femenino».

«Turgente». El diccionario dice que significa «hinchado», y así es como estoy allí de pie consultando el diccionario, porque ahora sé de qué estaba hablando Mikey Molloy todo este tiempo, sé que no somos distintos de los perros que se juntan en la calle, y es impresionante pensar que todos los padres y las madres hacen una cosa así.

Mi padre me mintió durante años cuando me contaba lo del Ángel del Séptimo Peldaño.

La señora O’Riordan me pregunta qué palabra estoy buscando. Siempre se inquieta cuando consulto el diccionario, y yo le digo que estoy buscando «canonizar», o «beatífico», o cualquier otra palabra religiosa.

—Y ¿qué es esto? —dice—. Esto no es Las vidas de los santos.

Coge el libro de Lin Yütang y se pone a leer la página por la que yo había dejado abierto el libro boca abajo sobre la mesa.

—Madre de Dios. ¿Es esto lo que estabas leyendo? Te lo he visto en la mano.

—Bueno…, yo…, yo sólo quería ver si los chinos…, si los chinos, esto, tenían santos.

—Ah, ¿no me digas? Esto es una vergüenza. Una porquería. No me extraña que los chinos sean como son. Pero ¿qué cabría esperar de ellos, con esos ojos rasgados y esa piel amarilla? Y ahora que te miro bien, tú también tienes los ojos algo rasgados. Sal de esta biblioteca ahora mismo.

—Pero si estoy leyendo Las vidas de los santos.

—Fuera, o llamo a la bibliotecaria jefe y ella avisará a los guardias. Fuera. Debes ir corriendo a confesar tus pecados al cura. Fuera, y antes de marcharte dame los carnets de la biblioteca de tu pobre madre y del señor Griffin. Me dan ganas de escribir a tu pobre madre, y lo haría si no fuera porque el disgusto la destrozaría del todo. Conque Lin Yütang… Fuera.

Es inútil intentar hablar con las bibliotecarias cuando están tan indignadas. Uno podría pasarse allí una hora entera contándoles todo lo que ha leído de Brígida, de Wilgefortis, de Águeda, de Úrsula y de las once mil vírgenes y mártires, pero lo único que les importa es una palabra en una página de Lin Yütang.

El Parque del Pueblo está detrás de la biblioteca. Hace sol, el césped está seco y yo estoy cansado de pedir patatas fritas y de soportar a las bibliotecarias que se ponen fuera de sí por la palabra «turgente», y me pongo a mirar las nubes que flotan por encima del monumento y yo mismo floto y me pongo turgente, hasta que sueño con las vírgenes y mártires en trajes de baño en el News of the World que tiran vejigas de oveja a unos escritores chinos, y me despierto en un estado de excitación mientras me sale algo caliente y pegajoso, ay, Dios, mi órgano copulatorio masculino mide un kilómetro y la gente que pasea por el parque me mira de un modo raro y las madres dicen a sus hijos: «Ven aquí, cariño, apártate de ese tipo, alguien debería llamar a los guardias».

El día antes de cumplir los catorce años me miro en el espejo del aparador de la abuela. Con este aspecto no podré empezar a trabajar en la oficina de correos, de ninguna manera. Todo está roto, la camisa, el jersey, los pantalones cortos, los calcetines, y los zapatos se me van a caer de los pies por completo. Reliquias de la vieja respetabilidad, como los llamaría mi madre. Si mis ropas están mal, yo estoy peor. Por mucho que me moje el pelo bajo el grifo, se me pone de punta en todas direcciones. Lo mejor para el pelo de punta es la saliva, pero es difícil escupirse en la propia cabeza. Hay que soltar un buen escupitajo al aire y agacharse para atraparlo con la cabeza. Tengo los ojos rojos y me mana de ellos líquido amarillo, tengo granos rojos y amarillos a juego por toda la cara, y mis dientes están tan negros de caries que no podré sonreír en toda la vida.

No tengo hombros, y sé que todo el mundo admira los hombros. Cuando muere un hombre en Limerick, las mujeres dicen siempre:

—Era un hombre espléndido, tenía unos hombros tan anchos que no cabía por la puerta, tenía que entrar de lado.

Cuando yo me muera, dirán:

—Pobrecito, se murió sin rastro de hombros.

A mí me gustaría tener algún rastro de hombros para que la gente supiera que yo tenía al menos catorce años. Todos los chicos de la Escuela Leamy tenían hombros salvo Fintan Slattery, y no quiero ser como él, sin hombros y con las rodillas desgastadas de tanto rezar. Si me quedara algún dinero pondría una vela a San Francisco y le preguntaría si le sería posible convencer a Dios de que hiciera un milagro con mis hombros. O si tuviera un sello de correos podría escribir a Joe Louis y decirle: «Querido Joe, ¿podrías decirme cómo conseguiste tener unos hombros tan fuertes, a pesar de que eras pobre?».

Tengo que tener buen aspecto para el trabajo, de modo que me quito toda la ropa y me quedo desnudo en el patio lavándola bajo el grifo con una pastilla de jabón desinfectante. La tiendo en el tendedero de la abuela, la camisa, el jersey, los pantalones, los calcetines, y pido a Dios que no llueva, le pido que estén secas para mañana, que es el comienzo de mi vida.

No puedo ir a ninguna parte en cueros, así que me quedo en la cama leyendo periódicos viejos, excitándome con las chicas del News of the World y dando gracias a Dios por el sol que seca la ropa. El Abad llega a casa a las cinco y prepara té en el piso de abajo, y aunque yo tengo hambre sé que gruñirá si le pido algo. Sabe que lo único que temo es que él vaya a quejarse a la tía Aggie de que estoy viviendo en casa de la abuela y de que duermo en la cama de ella, y si la tía Aggie se entera vendrá aquí y me echará a la calle.

Esconde el pan cuando termina, y yo no lo encuentro nunca. Cabría pensar que uno al que no han dejado caer nunca de cabeza sería capaz de encontrar el pan que ha escondido otro al que dejaron caer de cabeza. Entonces me doy cuenta de que si el pan no está en la casa él debe de llevárselo en el bolsillo del abrigo que se pone en invierno y en verano. En cuanto lo oigo salir dando pisotones de la cocina al retrete del patio trasero corro al piso de abajo, le saco la hogaza del bolsillo, le corto una rebanada gruesa, la vuelvo a meter en el bolsillo, subo las escaleras y me meto en la cama. No podrá decir ni una palabra, no podrá acusarme nunca. Habría que ser un ladrón de la peor especie para robar una rebanada de pan, y nadie lo creería, ni siquiera la tía Aggie. Además, ella le diría a voces:

—De todos modos, ¿qué haces tú con una hogaza en el bolsillo? No es lugar para llevar una hogaza de pan.

Yo mastico el pan despacio. Si le doy un bocado cada cuarto de hora, me durará, y si lo bajo con agua, el pan se me hinchará en el estómago y me hará sentirme lleno.

Miro por la ventana trasera para asegurarme de que el sol del atardecer me está secando la ropa. En otros patios hay tendederos con ropas alegres y llenas de color que ondean al viento. Las mías cuelgan del tendedero como perros muertos.

Brilla el sol, pero dentro de la casa hace frío y hay humedad y me gustaría tener algo que ponerme en la cama. No tengo otras ropas, y si toco algo del Abad es seguro que él irá corriendo a quejarse a la tía Aggie. Lo único que encuentro en el armario es el viejo vestido de lana negra de la abuela. Uno no debe ponerse el vestido viejo de su abuela cuando ésta ha muerto y cuando uno es un chico, pero ¿qué importa, si te da calor y estás en la cama bajo las mantas donde nadie se enterará nunca? El vestido huele a vieja abuela muerta, y a mí me preocupa que pueda levantarse de la tumba y maldecirme delante de toda la familia y de todos los presentes. Rezo a San Francisco, le pido que no la deje salir de la tumba, que es su sitio, le prometo que le encenderé una vela cuando empiece a trabajar, le recuerdo que la túnica que llevaba él no era muy diferente de un vestido de mujer y que nadie lo atormentó nunca por llevarla, y me quedo dormido con la imagen del rostro de San Francisco en mi sueño.

No hay cosa peor en el mundo que estar durmiendo en la cama de tu abuela llevando puesto su vestido negro cuando tu tío el Abad se cae de culo delante de la taberna de South después de una noche de beber pintas y la gente que no es capaz de dejar de meterse donde no la llaman va corriendo a casa de la tía Aggie para avisarla y ella logra que el tío Pa Keating le ayude a llevar al Abad a casa y a subirlo al piso de arriba, donde tú estás durmiendo, y ella te dice a voces:

—¿Qué haces en esta casa, en esa cama? Levántate y pon a hervir la tetera para hacer un té para tu pobre tío Pat que se ha caído.

Y cuando tú no te mueves, ella retira las mantas y se cae de espaldas como si hubiera visto a un fantasma y chilla:

—Madre de Dios, ¿qué haces con el vestido de mi difunta madre?

Eso es lo peor de todo, porque es difícil explicar que te estás preparando para el gran trabajo de tu vida, que te has lavado la ropa, que se está secando fuera en el tendedero y que hacía tanto frío que tuviste que ponerte lo único que pudiste encontrar en la casa, y es más difícil todavía hablar con la tía Aggie cuando el Abad está quejándose en la cama, «tengo los pies como un fuego, echadme agua en los pies», y el tío Pa Keating se está tapando la mano con la boca y se está cayendo de risa contra la pared y te dice que estás precioso y que el negro te sienta bien y si tienes la bondad de estirarte el borde del vestido. No sabes qué hacer cuando la tía Aggie te dice:

—Sal de esa cama y pon la tetera al fuego abajo para hacer un té para tu pobre tío.

¿Debes quitarte el vestido y ponerte una manta, o debes ir como estás? Hace un momento te estaba gritando: «¿Qué haces con el vestido de mi pobre madre?», y ahora te dice que pongas al fuego la maldita tetera. Le digo que me he lavado la ropa para el gran trabajo.

—¿Qué gran trabajo?

—Chico de telégrafos en la oficina de correos.

Ella dice que si en Correos están contratando a elementos como yo deben de estar desesperados del todo por encontrar personal, y me dice que baje a poner esa tetera al fuego.

La segunda cosa peor de todas es estar fuera, en el patio trasero, llenando la tetera en el grifo mientras la luna brilla alegremente y encontrarte con Kathleen Purcell, de la casa de al lado, que está subida al muro buscando a su gato.

—Dios, Frankie McCourt, ¿qué haces con el vestido de tu abuela?

Y tú tienes que quedarte allí con el vestido puesto y con la tetera en la mano y explicarle que te has lavado la ropa, que está colgada allí en el tendedero a la vista de todos, y que tenías tanto frío en la cama que te pusiste el vestido de tu abuela, y que tu tío Pat, el Abad, se cayó y lo trajeron a casa la tía Aggie y su marido, Pa Keating, y que ella te hizo salir al patio para llenar aquella tetera, y que te quitarás ese vestido en cuanto tengas seca la ropa, porque no has tenido nunca la menor intención de ir por la vida con el vestido de tu difunta abuela.

Entonces Kathleen Purcell suelta un grito, se cae de la pared, se olvida del gato y la oyes hablar entre risitas con su madre ciega:

—Mamá, mamá, verás cuando te cuente lo de Frankie McCourt, que estaba fuera en el patio con el vestido de su difunta abuela.

Sabes que en cuanto Kathleen Purcell se entera del menor escándalo lo sabrá al día siguiente todo el callejón, y para el caso es lo mismo que te asomes a la ventana y hagas una declaración pública sobre tu caso y el problema del vestido.

Cuando hierve la tetera, el Abad está dormido por lo que ha bebido y la tía Aggie dice que el tío Pa y ella se tomarán también un trago de té y que no le importa que yo me tome un trago. El tío Pa dice que, pensándolo bien, el vestido negro podría ser el hábito de un fraile dominico, y se pone de rodillas y dice:

—Ave María Purísima. Padre, me acuso…

—Levántate, viejo idiota —dice la tía Aggie—, y deja de burlarte de la religión.

Después, dice:

—¿Y qué haces tú en esta casa?

No puedo contarle lo de mamá y Laman Griffin y la excitación en el altillo. Le digo que había pensado en alojarme allí una temporada porque la casa de Laman Griffin estaba muy lejos de la oficina de correos y que en cuanto levante cabeza encontraremos, sin duda, una casa adecuada y nos mudaremos allí todos, mi madre, mis hermanos, todos.

—Bueno —dice ella—, es más de lo que haría tu padre.