Los chicos de mi clase de la Escuela Leamy van a hacer una excursión de fin de semana en bicicleta a Killaloe. Me dicen que debo pedir prestada una bicicleta e ir. Lo único que necesito es una manta, unas cucharadas de té y de azúcar y unas rebanadas de pan para ir tirando. Aprenderé a montar en la bicicleta de Laman Griffin todas las noches después de que él se acueste, y sin duda me la prestará para llevármela dos días a Killaloe.
El mejor momento para pedirle cualquier cosa es la noche del viernes, cuando está de buen humor después de pasar la tarde bebiendo y de haber cenado. Se trae a casa la cena en los bolsillos del abrigo, un gran bistec chorreando sangre, cuatro patatas, una cebolla, una botella de cerveza negra. Mamá hierve las patatas y fríe el bistec con rodajas de cebolla. Él no se quita el abrigo, se sienta a la mesa y se come el bistec con las manos. La grasa y la sangre le corren por la barbilla y le caen al abrigo, en el que se limpia las manos. Se bebe la cerveza negra y dice riéndose que no hay nada como un buen bistec lleno de sangre los viernes por la noche, y que si no comete ningún pecado mayor que ése subirá flotando al cielo en cuerpo y alma, ja, ja, ja.
—Claro que puedes usar mi bici —dice—. Los chicos deben poder salir y ver el campo. Claro. Pero te lo tienes que ganar. No se puede conseguir nada de balde, ¿verdad?
—Sí.
—Y yo tengo un trabajo para ti. No te importa trabajar un poco, ¿verdad?
—No.
—¿Y te gustaría ayudar a tu madre?
—Sí.
—Pues bien, ese orinal está lleno desde esta mañana. Quiero que subas, que lo recojas y que lo lleves al retrete y lo enjuagues bajo el grifo de fuera y que vuelvas a subirlo.
Yo no quiero vaciarle el orinal, pero sueño con recorrer millas en bicicleta rumbo a Killaloe, campos y cielos lejos de esta casa, bañarme en el Shannon, dormir una noche en un granero. Arrastro la mesa y la silla hasta la pared. Me subo, y allí está, debajo de la cama, el orinal blanco, listado de marrón y de amarillo, a rebosar de orina y de mierda. Lo deposito suavemente en el borde del altillo para que no se derrame, me descuelgo hasta la silla, cojo el orinal, lo bajo, aparto la vista, lo sujeto mientras bajo a la mesa, lo coloco en la silla, me bajo al suelo, llevo el orinal al retrete, lo vacío y vomito detrás del retrete hasta que me acostumbro a hacer este trabajo.
Laman dice que soy un buen chico y que la bici es mía siempre que quiera, a condición de que el orinal esté vacío y de que yo esté dispuesto a acercarme de una carrera a la tienda para comprarle cigarrillos, a ir a la biblioteca a traerle libros y a hacer cualquier otro recado que él quiera.
—Tienes mucha mano con el orinal —me dice. Se ríe, y mamá mira fijamente las cenizas apagadas de la chimenea.
Un día llueve tanto que la señorita O’Riordan, la bibliotecaria, me dice:
—No salgas con lo que cae, o estropearás los libros que te llevas. Siéntate allí y pórtate bien. Mientras esperas puedes leer las vidas de los santos.
Hay cuatro tomos grandes, Las vidas de los santos, de Butler. Yo no quiero pasarme la vida leyendo las vidas de los santos, pero cuando empiezo deseo que no se acabe nunca la lluvia. En todas las imágenes de los santos y de las santas éstos están mirando siempre al cielo, donde hay nubes llenas de angelitos gordos que llevan flores o arpas y cantan alabanzas. El tío Pa Keating dice que no se le ocurre el nombre de ningún santo del cielo con el que le gustaría sentarse a tomar una pinta. Los santos de estos libros son diferentes. Hay relatos sobre vírgenes, mártires, vírgenes y mártires, y son peores que cualquier película de terror que pongan en el cine Lyric.
Tengo que consultar el diccionario para enterarme de qué es una virgen. Sé que la Madre de Dios es la Virgen María, y que la llaman así porque no tuvo un marido en toda regla, sólo al pobre viejo San José. En las Vidas de los santos las vírgenes siempre se están metiendo en líos, y yo no sé por qué. El diccionario dice: «Virgen. Mujer (generalmente joven) que está y se mantiene en estado de castidad inviolada».
Ahora tengo que mirar «castidad» e «inviolada», y lo único que saco en limpio es que «inviolada» significa «no violada» y que «castidad» significa «virtud del casto» y que «casto» significa «libre de trato carnal ilícito». Ahora tengo que mirar «trato carnal», que me remite a «miembro viril», que me remite a «pene», el órgano de copulación de cualquier animal macho. «Copulación» me remite a «cópula», que es «la unión de los sexos en el acto de la generación», y yo no sé qué significa eso y estoy muy cansado de ir de una palabra a otra en este grueso diccionario que me obliga a una búsqueda inútil de tal palabra a tal otra, y todo porque los que han escrito este diccionario no querían que la gente como yo se enterase de nada.
Lo único que quiero saber es de dónde he salido, pero si se lo preguntas a alguien te dicen que se lo preguntes a otro o te envían de palabra en palabra.
A todas estas vírgenes y mártires les dicen los jueces romanos que renuncien a su fe y que acepten a los dioses romanos, pero ellas dicen que no, y los jueces mandan que las torturen y las maten. Mi favorita es Santa Cristina la Maravillosa, que tarda muchísimo tiempo en morirse. El juez manda: «Que le corten un pecho», y cuando se lo cortan, ella se lo tira y él se queda sordo, mudo y ciego. Traen a otro juez para que se ocupe del caso y él manda: «Que le corten el otro pecho», y pasa lo mismo. Intentan matarla a flechazos, pero las flechas rebotan en ella y matan a los soldados que las disparan. Intentan meterla en aceite hirviendo, pero ella se mece en la olla y se echa una siesta. Después, los jueces se hartan y mandan que le corten la cabeza, y así resuelven la cuestión. La fiesta de Santa Cristina la Maravillosa es el veinticuatro de julio, y creo que la celebraré por mi cuenta junto con la de San Francisco de Asís, el cuatro de octubre.
—Ya puedes marcharte a tu casa, ha dejado de llover —me dice la bibliotecaria, y cuando salgo por la puerta me hace volver. Quiere escribir una nota a mi madre y no le importa en absoluto que la lea yo también. La nota dice:
Estimada señora McCourt: justo cuando parece que Irlanda va a la ruina total se encuentra una con un niño que se sienta en la biblioteca y lee Las vidas de los santos tan absorto que no se da cuenta de que ha dejado de llover y hay que quitarle a la fuerza las susodichas Vidas. Creo, señora McCourt, que puede tener entre sus manos a un futuro sacerdote y pondré una vela con la esperanza de que se haga realidad. Suya afectísima, Catherine O’Riordan, Bibliotecaria Adjunta.
Saltitos O’Halloran es el único maestro de la Escuela Nacional Leamy que se sienta. Será porque es el director o porque tiene que descansar de los pasos retorcidos que tiene que dar a causa de su pierna corta. Los otros maestros andan de un lado a otro del frente del aula o van y vienen por los pasillos, y nunca sabes cuándo te vas a llevar un azote con una vara o un latigazo con una correa por dar una respuesta equivocada o por escribir algo mal. Cuando «Saltitos» quiere hacerte algo te hace salir al frente del aula para castigarte delante de tres clases.
Hay días buenos en los que se sienta en su escritorio y habla de América.
—Muchachos —dice—, desde los desiertos helados de Dakota del Norte hasta los fragantes naranjales de Florida, los americanos disfrutan de todos los climas.
Nos habla de la historia americana. Si el granjero americano, con su fusil de chispa y su mosquete, pudo arrancar un continente de manos de los ingleses, sin duda nosotros, que siempre hemos sido guerreros, podremos recuperar nuestra isla.
Cuando no queremos que nos atormente con el álgebra o con la gramática irlandesa, lo único que tenemos que hacer es formularle alguna pregunta sobre América, y con eso se emociona tanto que es capaz de seguir hablando todo el día.
Se sienta en su escritorio y recita los nombres de las tribus y de los jefes indios que tanto le gustan. Los arapajoe, los cheyene, los chipewa, los siux, los apaches, los iroqueses. «Poesía pura, muchachos, poesía pura. Y escuchad los nombres de los jefes: Oso que Cocea, Lluvia en la Cara, Toro Sentado, Caballo Loco, y el genio, Jerónimo».
En el séptimo curso reparte un libro pequeño, un poema que tiene muchas páginas, El pueblo desierto, de Oliver Goldsmith. Dice que aparentemente se trata de un poema sobre Inglaterra, pero que en realidad es un lamento por la tierra natal del poeta, nuestra propia tierra natal, Irlanda. Debemos aprendernos este poema de memoria, veinte versos cada noche, para recitarlo cada mañana. Cada mañana deben salir al frente de la clase seis chicos a recitar, y si se te olvida un verso te llevas dos palmetazos en cada mano. Nos hace guardar los libros bajo los pupitres y toda la clase recita el pasaje que habla del maestro del pueblo.
Junto a esa cerca irregular que bordea el camino,
con aulagas en flor que dan alegría y no provecho,
allí, en su ruidosa mansión, con sabia mano,
el maestro del pueblo enseñaba en su pequeña escuela.
Era hombre de aspecto severo y firme;
yo lo conocí bien, y todos los novilleros lo conocían.
Bien aprendían los temblores a interpretar
lo que les esperaba aquel día en su rostro de la mañana.
Bien aprendían a reír con falsa alegría
todos sus chistes, pues muchos chistes tenía.
Bien corría de uno a otro en un susurro
el mal presagio cuando fruncía el ceño.
Siempre cierra los ojos y sonríe cuando llegamos a las últimas líneas de este pasaje:
Pero era amable, y si en algo era severo
la culpa era de su amor a la ciencia.
Todo el pueblo se hacía lenguas de cuánto sabía.
Mucho entendía de letras, y también de cifras.
Sabía medir las tierras, anunciaba los tiempos y las mareas,
y aun decían algunos que sabía medir volúmenes.
También en las disputas el párroco lo respetaba,
pues, aunque vencido, seguía disputando,
mientras las palabras sabias, largas y resonantes,
asombraban a los rústicos atónitos que lo rodeaban.
Y lo miraban boquiabierto y crecía su admiración
de que le cupiese en una pequeña cabeza tanto como sabía.
Sabemos que le gustan estos versos porque hablan de un maestro, de él, y tiene razón, porque no entendemos cómo puede caberle en una pequeña cabeza tanto como sabe y lo recordaremos en estos versos.
—Ah, muchachos, muchachos —dice—. Llegad a vuestras propias conclusiones, pero antes amueblaos la mente. ¿Me oís? Amueblaos la mente y podréis resplandecer por todo el mundo. Clark, defíneme «resplandeciente».
—Creo que significa «brillante», señor.
—Conciso, Clarke, pero adecuado. McCourt, di una frase en la que figure la palabra «conciso».
—Clarke es conciso, pero adecuado, señor.
—Hábil, McCourt. Tienes madera para el sacerdocio, muchacho, o para la política. Piénsatelo.
—Sí, señor.
—Di a tu madre que venga a verme.
—Sí, señor.
Mamá me dice:
—No, no puedo acercarme de ningún modo al señor O’Halloran. No tengo ningún vestido presentable ni un abrigo como Dios manda. ¿Para qué quiere verme?
—No lo sé.
—Pues pregúntaselo.
—No puedo. Me mataría. Cuando te dice que traigas a tu madre tienes que traer a tu madre, o saca la vara.
Ella viene a verlo y él habla con ella en el pasillo. Le dice que su hijo Frank tiene que seguir estudiando.
—No debe caer en la trampa del recadero. Eso no conduce a ninguna parte. Llévelo a los Hermanos Cristianos, dígales que va de mi parte, dígales que es un chico listo y que debería ir a la escuela secundaria y después a la universidad.
Le dice que no ha llegado a director de la Escuela Nacional Leamy para dirigir una academia de recaderos.
—Gracias, señor O’Halloran —dice mamá.
Me gustaría que el señor O’Halloran no se metiera en lo que no le importa. Yo no quiero ir a la escuela de los Hermanos Cristianos. Quiero dejar la escuela para siempre y encontrar un trabajo, cobrar mi sueldo todos los viernes, ir al cine los sábados por la noche como todo el mundo.
Algunos días más tarde mamá me dice que me lave bien la cara y las manos, que vamos a ver a los Hermanos Cristianos. Yo le digo que no quiero ir, que quiero trabajar, que quiero ser un hombre. Ella me dice que me deje de lloriquear, que voy a ir a la escuela secundaria y que nos las arreglaremos de algún modo. Yo voy a ir a la escuela aunque ella tenga que ponerse a fregar suelos, y practicará fregándome la cara.
Llama a la puerta de la escuela de los Hermanos Cristianos y dice que quiere hablar con el superior, el hermano Murray. Éste acude a la puerta, nos echa una mirada a mi madre y a mí y dice:
—¿Qué?
—Éste es mi hijo Frank —dice mamá—. El señor O’Halloran, de la Escuela Leamy, dice que es listo y que si habría alguna posibilidad de meterlo en la escuela secundaria.
—No tenemos sitio para él —dice el hermano Murray, y nos cierra la puerta en las narices.
Mamá se aparta de la puerta y volvemos a casa dándonos un largo paseo en silencio. Se quita el abrigo, prepara té y se sienta junto al fuego.
—Escúchame —dice—. ¿Me estás escuchando?
—Sí.
—Es la segunda vez que la Iglesia te cierra la puerta en las narices.
—¿Sí? No me acuerdo.
—Stephen Carey os dijo a tu padre y a ti que no podías ser monaguillo y os cerró la puerta en las narices. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Y ahora el hermano Murray te cierra la puerta en las narices.
—No me importa. Quiero encontrar trabajo.
A ella se le pone tenso el rostro y se enfada.
—Nunca más debes permitir que nadie te cierre la puerta en las narices. ¿Me oyes?
Se echa a llorar junto al fuego.
—Dios mío, no os he traído al mundo para que seáis una familia de recaderos.
Yo no sé qué hacer ni qué decir, pues estoy muy aliviado por no tener que pasarme cinco o seis años más en la escuela.
Soy libre.
Tengo trece años para cumplir catorce y estamos en junio, el último mes de escuela para siempre. Mamá me lleva a ver al cura, el doctor Cowpar, para que me ayude a conseguir un empleo de chico de telégrafos. La señora O’Connell, que es la supervisora de la oficina de correos, me pregunta:
—¿Sabes montar en bicicleta?
Yo le digo que sí, aunque es mentira. Ella me dice que no puedo empezar hasta que haya cumplido catorce años y que vuelva en agosto.
El señor O’Halloran dice a la clase que es una vergüenza que chicos como McCourt, Clarke, Kennedy, tengan que cortar leña y acarrear agua. Le da asco esta Irlanda libre e independiente que mantiene un sistema de clases que nos impusieron los ingleses, que estemos tirando al estercolero a nuestros hijos con más talento.
—Debéis marcharos de este país, muchachos. Vete a América, McCourt. ¿Me oyes?
—Sí, señor.
Vienen curas a la escuela para reclutarnos para las misiones en el extranjero, unos redentoristas, unos franciscanos, unos Padres del Espíritu Santo, que se dedican todos ellos a convertir a los paganos de tierras lejanas. Yo no les hago caso. Sé que voy a ir a América, hasta que un cura me llama la atención. Dice que pertenece a la orden de los Padres Blancos, misioneros entre las tribus beduinas nómadas y capellanes de la Legión Extranjera francesa.
Yo pido el formulario de solicitud.
Necesitaré una carta del párroco y un certificado de mi médico de cabecera. El párroco escribe la carta al instante. Dice que se alegraría de que me hubiera marchado el año anterior. El médico me pregunta:
—¿Qué es esto?
—Es una solicitud para ingresar en la orden de los Padres Blancos, misioneros entre las tribus beduinas nómadas del Sáhara y capellanes de la Legión Extranjera francesa.
—¿Ah, sí? Conque la Legión Extranjera francesa, ¿eh? ¿Sabes cuál es el medio de transporte más común en el desierto del Sáhara?
—¿El tren?
—No. El camello. ¿Sabes qué es un camello?
—Tiene una joroba.
—Tiene algo más que una joroba. Tiene muy mal genio y muy mala intención, y tiene los dientes verdes de gangrena, y muerde. ¿Sabes dónde muerde?
—¿En el Sáhara?
—No, omadhaun. Te muerde el hombro, te lo arranca de cuajo. Te deja allí descabalado en pleno Sáhara. Eso no te gustaría, ¿verdad? Y ¿qué impresión darías andando deforme por las calles de Limerick? ¿Qué chica en su sano juicio se dignaría mirar a un ex-Padre Blanco que sólo tiene un hombro escuálido? Y hay que ver cómo tienes los ojos. Bastante mal los tienes aquí, en Limerick. En el Sáhara te supurarán, se te pudrirán y se te caerán de la cara. ¿Cuántos años tienes?
—Trece.
—Vuélvete a tu casa con tu madre.
No es nuestra casa, y no nos sentimos libres como nos sentíamos en el callejón Roden, arriba en Italia o abajo en Irlanda. Cuando Laman llega a casa quiere leer en la cama o dormir y nosotros tenemos que guardar silencio. Nos quedamos en la calle hasta que se hace de noche, y cuando entramos en la casa no podemos hacer nada más que acostarnos y leer un libro si tenemos una vela o queroseno para la lámpara.
Mamá nos dice que nos acostemos, que ella se acostará enseguida, en cuanto suba al altillo a llevar a Laman su último tazón de té. Muchas veces nos quedamos dormidos antes de que ella suba, pero algunas noches los oímos hablar, jadear, suspirar. Algunas noches ella no baja y Michael y Alphie tienen la cama grande para ellos solos. Malachy dice que ella se queda allí arriba porque le resulta demasiado difícil bajar a oscuras.
Sólo tiene doce años, y no entiende.
Yo tengo trece años y creo que allí arriba se están dedicando a la excitación.
Ya sé lo que es la excitación y sé que es pecado, pero ¿cómo puede ser pecado si me viene en un sueño en el que salen chicas americanas en bañador en la pantalla del cine Lyric y me despierto empujando y bombeando? Es pecado cuando estás despierto del todo y te tocas como decían los chicos en el patio de la Escuela Leamy después de que el señor O’Dea nos rugiera el Sexto Mandamiento, No Cometerás Adulterio, lo que significa pensamientos impuros, palabras impuras, obras impuras, y eso es lo que significa adulterio, las Cochinadas en General.
Un cura redentorista nos abronca siempre hablando del Sexto Mandamiento. Dice que la impureza es un pecado tan grave que la Virgen María aparta el rostro y llora.
—Y ¿por qué llora, niños? Llora por vosotros y por lo que hacéis a su Hijo Amado. Llora cuando observa la larga perspectiva del tiempo y contempla con horror el espectáculo de los niños de Limerick que se manchan, que se contaminan, que se tocan, que abusan de sus cuerpos, que ensucian sus cuerpos jóvenes, que son templos del Espíritu Santo. Nuestra Señora llora por estas abominaciones, pues sabe que cada vez que os tocáis claváis en la cruz a su Hijo Amado, que volvéis a clavar en Su cabeza amada la corona de espinas, que volvéis a abrir esas heridas terribles. Está colgado en la cruz, la sed Lo atormenta, y ¿qué Le ofrecen esos pérfidos romanos? Una esponja de baño empapada de vinagre y de hiel que le meten en la pobre boca, en una boca que rara vez abre si no es para rezar, para rezar también por vosotros, niños, también por vosotros que Lo habéis clavado en esa cruz. Pensad en los sufrimientos de Nuestro Señor. Pensad en la corona de espinas. Pensad que os clavan un alfiler pequeño en el cráneo, en el suplicio del pinchazo. Pensad qué sería entonces que os clavasen en la cabeza veinte espinas. Reflexionad, meditad sobre los clavos que le rasgan las manos, los pies. ¿Seríais capaces de soportar una pequeña parte de ese suplicio? Volved a pensar en ese alfiler, en ese simple alfiler. Claváoslo en el costado. Multiplicad esa sensación por cien y sabréis lo que es sentir que os penetra esa lanza terrible. Ay, niños, el demonio quiere quedarse con vuestras almas. Quiere que vayáis con él al infierno, y sabed una cosa, que cada vez que os tocáis, que sucumbís al vil pecado de la masturbación, no sólo claváis a Cristo a la cruz sino que dais un paso más hacia el infierno. Apartaos del abismo, niños. Resistíos al demonio y tened las manos quietas.
Yo no puedo dejar de tocarme. Rezo a la Virgen María y le digo que siento haber clavado otra vez a su Hijo en la cruz y que no lo haré más, pero no puedo contenerme y juro que me confesaré y que después de confesarme no lo haré nunca más, con toda seguridad. No quiero ir al infierno, donde los demonios me perseguirán por toda la eternidad clavándome tridentes al rojo vivo.
Los curas de Limerick no tienen paciencia con los que son como yo. Me confieso, y ellos me susurran en tono cortante que no tengo verdadero propósito de enmienda, que si lo tuviera renunciaría a ese pecado odioso. Voy de iglesia en iglesia buscando a un cura tolerante, hasta que Paddy Clohessy me dice que en la iglesia de los dominicos hay uno que tiene noventa años y que está sordo como una tapia. El cura viejo me confiesa cada pocas semanas y murmura que rece por él. A veces se queda dormido y yo no me atrevo a despertarlo, de modo que al día siguiente comulgo sin haber recibido penitencia ni absolución. No es culpa mía que se me queden dormidos los curas, y sin duda estoy en gracia de Dios por el mero hecho de haber acudido al confesonario. Pero un día, cuando se retira la tablilla del confesonario, no aparece el de costumbre sino un cura joven con la oreja tan grande como una caracola. No cabe duda de que lo oirá todo.
—Ave María Purísima. Padre, hace quince días de mi última confesión.
—Y ¿qué has hecho desde entonces, hijo mío?
—He pegado a mi hermano. He hecho novillos. He mentido a mi madre.
—Sí, hijo mío, y ¿qué más?
—Yo…, yo… he hecho cochinadas, Padre.
—Ah, hijo mío, ¿has hecho eso a solas, con otra persona, o con algún animal?
Con algún animal. Yo no había oído hablar de un pecado así. Éste cura debe de ser del campo, y si lo es me está desvelando un mundo nuevo.
La noche anterior a la excursión a Killaloe, Laman Griffin llega a casa borracho y se come en la mesa una gran bolsa de pescado frito con patatas fritas. Dice a mamá que hierva agua para hacer té, y cuando ella le dice que no tiene carbón ni turba él le grita y le dice que es una cargante que está viviendo de balde bajo su techo con su hatajo de mocosos. Me tira dinero para que vaya a la tienda por unos pedazos de turba y astillas para encender. Yo no quiero ir. Quiero pegarle por tratar así a mi madre, pero si le digo algo no me dejará la bicicleta mañana, después de haberme pasado tres semanas esperando.
Cuando mamá enciende el fuego y hierve el agua yo le recuerdo que me había prometido prestarme la bici.
—¿Me has vaciado el orinal hoy?
—Ah, se me ha olvidado. Lo haré ahora mismo.
—No me has vaciado el maldito orinal —me grita—. Te prometo la bici. Te doy dos peniques cada semana para que me hagas recados y para que me vacíes el orinal, y tú te quedas ahí con la bocaza abierta y me dices que no lo has hecho.
—Lo siento. Se me ha olvidado. Lo haré ahora mismo.
—Que lo harás, ¿eh? Y ¿cómo piensas subir al altillo? ¿Vas a quitarme la mesa de delante ahora que me estoy comiendo el pescado y las patatas fritas?
—La verdad es que se ha pasado todo el día en la escuela —dice mamá—, y ha tenido que ir al médico por lo de los ojos.
—Bueno, pues te puedes olvidar de la bicicleta de una puñetera vez. No has cumplido el trato.
—Pero no ha podido hacerlo —dice mamá.
Él le dice que se calle y que no se meta donde no la llaman, y ella se queda callada junto al fuego. Él sigue comiéndose su pescado y sus patatas fritas, pero yo le digo otra vez:
—Me lo prometiste. Me he pasado tres semanas vaciando ese orinal y haciéndote los recados.
—Cállate y vete a la cama.
—Tú no puedes mandarme a la cama. Tú no eres mi padre, y me lo prometiste.
—Te digo que, como hay Dios, si me tengo que levantar de esta mesa tendrás que invocar a tu santo patrono.
—Me lo prometiste.
Aparta la silla de la mesa. Viene hacia mí con pasos vacilantes y me apoya el dedo entre los ojos.
—Te digo que cierres el pico, legañoso.
—No quiero. Me lo prometiste.
Me da puñetazos en los hombros, y cuando ve que no me callo pasa a dármelos en la cabeza. Mi madre salta, gritando, e intenta apartarlo. Él me lleva al dormitorio a puñetazos y a patadas, pero yo no dejo de decir:
—Me lo prometiste.
Me derriba en la cama de mi madre y me da de puñetazos hasta que me cubro la cara y la cabeza con los brazos.
—Te voy a matar, mierdecilla.
Mamá está dando gritos y tirando de él hasta que lo derriba de espaldas en la cocina.
—Vamos, oh, vamos —le dice—. Cómete el pescado y las patatas fritas. No es más que un niño. Lo superará.
Le oigo volver a su silla y acercarla a la mesa. Le oigo resollar y relamerse mientras come y bebe.
—Alcánzame las cerillas —dice—. Por Cristo Jesús, necesito un pitillo después de esto.
Se oyen las chupadas que da cuando se fuma el cigarrillo, y el llanto callado de mi madre.
—Me voy a la cama —dice, y con lo que ha bebido le cuesta bastante rato subirse a la silla, de la silla a la mesa, subir la silla, izarse hasta el altillo. La cama cruje con su peso y él gruñe mientras se quita las botas y las deja caer al suelo.
Oigo llorar a mamá mientras sopla en el globo de la lámpara de queroseno para apagarla, y todo se queda a oscuras. Después de lo que ha pasado, ella querrá sin duda acostarse en su propia cama y yo estoy dispuesto a meterme en la pequeña que está contra la pared. Pero se le oye subirse a la silla, a la mesa, a la silla, llorar en el altillo y decir a Laman Griffin:
—No es más que un niño, sufre mucho de los ojos.
Y cuando Laman dice: «Es un mierdecilla y quiero que se vaya de esta casa», ella llora y le suplica, hasta que se oyen susurros y jadeos y suspiros y silencio.
Al cabo de un rato los del altillo están roncando y mis hermanos duermen a mi alrededor. No puedo quedarme en esta casa, pues si Laman Griffin me vuelve a atacar le clavaré un cuchillo en el cuello. No sé qué hacer ni dónde ir.
Salgo de la casa y voy por las calles, desde el cuartel de Sarsfield hasta el café del Monumento. Sueño que algún día me desquitaré de Laman. Iré a América y visitaré a Joe Louis. Le contaré mis penas y él me entenderá, porque procede de una familia pobre. Me enseñará a desarrollar los músculos, el modo de poner las manos y de mover los pies. Me enseñará a meter la barbilla en el hombro como hace él y a soltar un gancho de derecha que hará volar a Laman. Llevaré a rastras a Laman hasta el cementerio de Mungret, donde está enterrada su familia y la de mamá, y lo enterraré hasta el cuello para que no pueda moverse, y él me suplicará que le perdone la vida y yo le diré: «Fin de trayecto, Laman, reza lo que sepas», y él me suplicará y me suplicará mientras le echo poco a poco tierra en la cara hasta que la tenga enterrada del todo, y él se atragantará y pedirá perdón a Dios por no haberme dejado la bici y por haberme dado de puñetazos por toda la casa y por haber hecho la excitación con mi madre, y yo me moriré de risa porque no estará en gracia de Dios después de hacer la excitación, e irá al infierno como hay Dios, como decía él.
Las calles están oscuras y tengo que estar atento por si me toca la suerte que tuvo Malachy hace mucho tiempo y me encuentro una bolsa de pescado con patatas fritas que hayan dejado caer los soldados borrachos. En el suelo no hay nada. Si encuentro a mí tío Ab Sheehan podría darme parte de su pescado y sus patatas fritas de la noche del viernes, pero en el café me dicen que ya estuvo allí y se marchó. Ya tengo trece años, de modo que ya no lo llamo tío Pat. Lo llamo Ab, o el Abad, como todo el mundo. Sin duda, si voy a casa de mi abuela él me dará un trozo de pan o alguna otra cosa, y quizás me deje pasar allí la noche. Puedo decirle que dentro de pocas semanas trabajaré en la oficina de correos de repartidor de telegramas y me darán buenas propinas y podré pagar mis propios gastos.
Está sentado en la cama terminándose el pescado frito y las patatas fritas, dejando caer al suelo las páginas del Limerick Leader en que venían envueltos, limpiándose la boca y las manos con la manta. Me mira.
—Tienes la cara hinchada. ¿Te has caído de cara?
Le digo que sí, porque no sirve de nada decirle otra cosa. No lo entendería.
—Puedes pasar la noche en la cama de mi madre —dice—. No puedes ir por la calle con esa cara y con los ojos tan rojos.
Dice que en la casa no hay comida, ni un trozo de pan, y cuando se queda dormido yo cojo del suelo el periódico grasiento. Lamo la primera página, que está llena de anuncios de películas y de bailes en la ciudad. Lamo los titulares. Lamo los grandes ataques de Patton y de Montgomery en Francia y en Alemania. Lamo la guerra del Pacífico. Lamo las esquelas y las poesías tristes en recuerdo de los difuntos, las páginas de deportes, los precios de mercado de los huevos, de la mantequilla y del tocino. Chupo el papel hasta que no queda ni rastro de grasa.
No sé qué haré al día siguiente.