Hay carta de papá. Dice que llegará a casa dos días antes de Navidad. Dice que todo será diferente, que es un hombre nuevo, que espera que seamos buenos, que obedezcamos a nuestra madre, que cumplamos nuestros deberes religiosos, y dice que nos trae regalos de Navidad a todos.
Mamá me lleva a la estación de ferrocarril para recibirlo. La estación siempre es un lugar emocionante con todas las idas y venidas, con la gente que se asoma a las ventanillas, llorando, sonriendo, despidiéndose con la mano, y suena el silbato del tren para llamar a los viajeros y después se aleja el tren con su traqueteo entre nubes de vapor, la gente solloza en el andén, las vías de brillo plateado que se pierden a lo lejos, que llegan hasta Dublín y hasta el mundo que está más allá.
Ahora es casi medianoche y hace frío en el andén vacío. Un hombre con gorra de ferroviario nos pregunta si nos gustaría esperar en un sitio caliente.
—Muchas gracias —dice mamá, y se ríe cuando el hombre nos conduce al final del andén, donde tenemos que subir por una escalera de mano hasta la torre de señales.
Ella tarda algún tiempo en subir, pues está pesada, y no deja de repetir:
—Ay, Dios, ay, Dios.
Estamos por encima del mundo y la torre de señales está oscura a excepción de las luces rojas, verdes y amarillas que parpadean cuando el hombre se inclina sobre el tablero.
—Estoy cenando algo —dice—, ¿ustedes gustan?
—Ay, no, gracias —dice mamá—, no podríamos privarlo de su cena.
—Mi mujer siempre me prepara demasiada comida —dice él—, y no me la podría comer aunque me pasase una semana subido a esta torre. Desde luego, mirar luces y tirar de una palanca de vez en cuando no es un trabajo muy duro.
Destapa un termo y vierte chocolate en un tazón.
—Toma —me dice—, métete este chocolate entre pecho y espalda.
Entrega a mamá la mitad de un emparedado.
—Ay, no —dice ella—, seguro que usted puede llevárselo a su casa para sus hijos.
—Tengo dos hijos, señora, y están fuera combatiendo en el ejército de Su Majestad el Rey de Inglaterra. Uno de ellos hizo su parte con Montgomery en África y el otro está en Birmania o en algún otro sitio de mierda, con perdón. Conseguimos liberarnos de Inglaterra y después vamos a luchar en sus guerras. Conque tenga, señora, tómese el trozo de emparedado.
Unas luces parpadean en el tablero y el hombre dice:
—Ya llega su tren, señora.
—Muchas gracias, y feliz Navidad.
—Le deseo Feliz Navidad, señora, y un próspero Año Nuevo también. Ten cuidado en esa escalera, jovencito. Ayuda a tu madre.
—Muchas gracias, señor.
Volvemos a esperar en el andén mientras el tren entra en la estación con un ruido sordo. Se abren las puertas de los vagones y algunos hombres con maletas bajan al andén y se dirigen aprisa a la salida. Se oye el ruido metálico de las cántaras de leche que caen al andén. Un hombre y dos muchachos descargan periódicos y revistas.
No hay ni rastro de mi padre. Mamá dice que quizás esté dormido en un vagón, pero sabemos que apenas duerme, ni siquiera en su propia cama. Dice que es posible que el barco de Holyhead se haya retrasado y él haya perdido el tren. El Mar de Irlanda está tremendo en esta época del año.
—No va a venir, mamá. No le importamos. Estará borracho allá en Inglaterra.
—No hables así de tu padre.
Yo no le digo más. No le digo que me gustaría tener un padre como el hombre de la torre de señales, que da a la gente emparedados y chocolate.
Al día siguiente entra por la puerta papá. Le falta la dentadura postiza de arriba y tiene una magulladura bajo el ojo izquierdo. Dice que el Mar de Irlanda estaba agitado y que cuando se asomó por la borda se le cayó la dentadura.
—¿No sería por la bebida, verdad? —dice mamá—. ¿No sería una pelea?
—Och, no, Ángela.
—Dijiste que nos traerías algo, papá —dice Michael.
—Ah, os lo he traído.
Saca de su maleta una caja de bombones y se la entrega a mamá. Ella abre la caja y nos enseña su interior, donde faltan la mitad de los bombones.
—¿No has podido respetarlos? —le pregunta ella—. Menudo sacrificio el tuyo, ¿no?
Cierra la caja y la deja en la repisa de la chimenea. Al día siguiente, después de la comida de Navidad, comeremos bombones.
Mamá le pregunta si ha traído algún dinero. Él le dice que corren malos tiempos, que hay poco trabajo, y ella le dice:
—¿Es que me estás tomando el pelo? Hay guerra, y en Inglaterra hay trabajo por todas partes. Te has bebido el dinero, ¿verdad?
—Te has bebido el dinero, papá.
—Te has bebido el dinero, papá.
—Te has bebido el dinero, papá.
Gritamos con tanta fuerza que Alphie se echa a llorar. Papá dice:
—Och, niños, vamos, niños. Tened respeto a vuestro padre.
Se pone la gorra. Dice que tiene que ir a ver a un hombre.
—Ve a ver a tu hombre —dice mamá—, pero no vuelvas borracho a esta casa esta noche cantando Roddy McCorley ni ninguna otra canción.
Vuelve borracho a casa, pero está callado y se queda dormido en el suelo junto a la cama de mamá.
Al día siguiente hacemos una comida de Navidad gracias al vale de comida que recogió mamá en la Conferencia de San Vicente de Paúl. Tenemos cabeza de cordero, repollo, patatas blancas y harinosas y una botella de sidra, por ser Navidad. Papá dice que no tiene hambre, que tomará té, y pide prestado un cigarrillo a mamá.
—Come algo —le dice ella—. Es Navidad.
Él vuelve a decirle que no tiene hambre, pero dice que si nadie los quiere se comerá los ojos del cordero. Dice que el ojo tiene mucho alimento, y todos hacemos ruidos de asco. Los baja con su té y se termina de fumar el Woodbine. Se pone la gorra y sube al piso de arriba a coger su maleta.
—¿A dónde vas? —le pregunta mamá.
—A Londres.
—¿En este día de Nuestro Señor? ¿El día de Navidad?
—Es el día mejor para viajar. La gente de los automóviles siempre está dispuesta a llevar a Dublín a un trabajador. Piensan en lo mal que lo pasó la Sagrada Familia.
—¿Y cómo tomarás el barco para Holyhead si no llevas ni un penique en el bolsillo?
—Del mismo modo que vine. Siempre hay un momento en que no miran.
Nos da un beso a cada uno en la frente, nos dice que seamos buenos, que obedezcamos a mamá, que recemos nuestras oraciones. Dice a mamá que escribirá, y ella le dice:
—Ah, sí, como has escrito siempre.
Él se queda plantado ante ella con la maleta en la mano. Ella se levanta, coge la caja de bombones y los reparte. Se mete un bombón en la boca y se lo vuelve a sacar porque está demasiado duro y no lo puede masticar. A mí me ha tocado uno blando y se lo ofrezco a cambio del duro, que durará más tiempo. Está cremoso y espeso y tiene una avellana en el centro. Malachy y Michael se quejan de que a ellos no les ha tocado ninguna avellana y preguntan por qué le toca siempre la avellana a Frank.
—¿Qué quieres decir, como siempre? —pregunta mamá—. Es la primera vez que nos comemos una caja de bombones.
—En la escuela le tocó la pasa del bollo —dice Malachy—, y todos los chicos decían que se la había dado a Paddy Clohessy. Entonces, ¿por qué no puede darnos a nosotros la avellana?
—Porque es Navidad —dice mamá—, y tiene los ojos irritados y la avellana es buena para los ojos irritados.
—¿Se le pondrán mejor los ojos con la avellana? —pregunta Michael.
—Sí.
—¿Se le pondrá mejor un ojo, o los dos?
—Creo que los dos.
—Si me tocara otra avellana se la daría para los ojos —dice Malachy.
—Sé que lo harías —dice mamá.
Papá nos mira comer los bombones un momento. Levanta el pestillo, sale por la puerta y la cierra.
—Los días son malos, pero las noches son peores —dice mamá a Bridey Hannon—. ¿Acabará alguna vez esta lluvia?
Ella intenta aliviar los días malos quedándose en la cama y dejando que Malachy y yo encendamos el fuego por la mañana mientras ella está sentada en la cama dando pedazos de pan a Alphie y acercándole el tazón a la boca para que tome el té que lleva dentro. Nosotros tenemos que bajar a Irlanda a lavarnos las caras en el barreño que está bajo el grifo e intentamos secarnos con la camisa vieja y húmeda que está colgada del respaldo de una silla. Nos hace ponemos de pie junto a la cama para ver si nos hemos dejado círculos de mugre en el cuello, y si es así tenemos que volver al grifo y a la camisa húmeda. Cuando hay un agujero en unos pantalones ella se sienta en la cama y lo remienda con cualquier trapo que encuentre. Llevamos pantalones cortos hasta los trece o los catorce años, y nuestros calcetines largos siempre tienen agujeros que hay que zurcir. Si no tiene lana para zurcir y los calcetines son oscuros, podemos teñirnos de negro los tobillos con betún para guardar las apariencias. Es terrible ir por el mundo enseñando la piel por los agujeros de los calcetines. Cuando los llevamos semana tras semana, los agujeros se vuelven tan grandes que tenemos que adelantar el calcetín metiéndolo bajo los dedos de los pies para que el agujero de atrás quede oculto en el zapato. Los días de lluvia los calcetines se mojan y tenemos que dejarlos colgados ante el fuego por la noche con la esperanza de que estén secos a la mañana siguiente. Después están duros por la suciedad apelmazada y no nos atrevemos a ponérnoslos por miedo a que caigan al suelo rotos en pedazos ante nuestros ojos. Quizás tengamos la suerte de poder ponernos los calcetines, pero después tenemos que taponarnos los agujeros de los zapatos y yo me disputo con mi hermano Malachy cualquier trozo de cartón o de papel que haya en la casa. Michael sólo tiene seis años y tiene que esperar a llevarse lo que pueda sobrar, a no ser que mamá nos advierta desde la cama que debemos ayudar a nuestro hermano pequeño.
—Si no arregláis los zapatos a vuestro hermano y tengo que levantarme de esta cama, va a haber más que palabras —dice.
Tendría que darnos lástima Michael, porque es demasiado mayor para jugar con Alphie y es demasiado pequeño para jugar con nosotros, y no puede pelearse con ninguno por el mismo motivo.
Terminar de vestirnos es sencillo, la camisa que llevaba en la cama es la camisa que llevo a la escuela. La llevo día tras día. Es la camisa que llevo para jugar al fútbol, para saltar los muros, para robar en los huertos. Voy a misa y a la Cofradía con esa camisa, y la gente olisquea el aire y se aparta de mí. Cuando mamá recibe en la Conferencia de San Vicente de Paúl un vale para recoger una nueva, la vieja se convierte en toalla y pasa meses enteros húmeda, colgada en la silla, o mamá puede utilizar trozos de ella para remendar otras camisas. Hasta puede acortarla y hacer que Alphie se la ponga una temporada hasta que acaba en el suelo, encajada contra los bajos de la puerta, para que no entre la lluvia desde el callejón.
Vamos a la escuela por callejones y callejuelas para no encontrarnos con los niños respetables que van a la escuela de los Hermanos Cristianos ni con los ricos que van al colegio Crescent, el de los jesuitas. Los niños de las escuelas de los Hermanos Cristianos llevan chaquetas de tweed, jerseys de lana calientes, camisas, corbatas y botas nuevas y relucientes. Sabemos que son los que trabajarán de funcionarios y ayudarán a la gente que dirige el mundo. Los chicos del colegio Crescent llevan chaquetas cruzadas y bufandas con los colores del colegio al cuello y por encima de los hombros para mostrar que son los amos del cotarro. Llevan el pelo largo, les cae por la frente y encima de los ojos, para poder mover el flequillo de un gesto como hacen los ingleses. Sabemos que son los que irán a la universidad, se harán cargo de la empresa familiar, dirigirán el gobierno, dirigirán el mundo. Nosotros seremos los recaderos que iremos en bicicleta a repartirles los comestibles o iremos a Inglaterra a trabajar en las obras. Nuestras hermanas cuidarán a sus hijos y les fregarán los suelos, a no ser que también ellas se vayan a Inglaterra. Nosotros lo sabemos. Nos da vergüenza el aspecto que tenemos, y si los chicos de las escuelas de los ricos hacen comentarios tendremos peleas y acabaremos con la nariz sangrando o con la ropa rota. Nuestros maestros no tienen paciencia con nosotros ni con nuestras peleas porque sus hijos van a las escuelas de los ricos, y nos dicen:
—No tenéis derecho a levantar la mano a la gente que pertenece a una clase mejor que la vuestra, así que no lo hagáis.
Cuando llegas a casa nunca sabes si te vas a encontrar a mamá sentada junto al fuego charlando con una mujer y un niño desconocidos. Siempre son una mujer y un niño. Mamá se los encuentra vagando por las calles, y si le preguntan «¿Podría darnos unos peniques, señora?», a ella se le parte el corazón. Nunca tiene dinero, de modo que los invita a venir a casa a tomar té y un poco de pan frito, y si hace mala noche les deja dormir cerca del fuego, en un rincón, sobre un montón de trapos. El pan que les da nos lo dejamos de comer nosotros, y si nos quejamos dice que siempre hay quien está peor que uno y que seguro que podemos permitirnos dar un poco de lo que tenemos.
Michael es igual. Trae a casa perros callejeros y hombres viejos. Nunca sabes cuándo te vas a encontrar un perro en la cama a su lado. Aparecen perros con llagas, perros sin orejas, sin rabo. Aparece un galgo ciego que se encontró en el parque, al que atormentaban los niños. Michael se peleó con los niños, cogió en brazos al galgo, que era mayor que él, y dijo a mamá que el perro podía comerse su cena.
—¿Qué cena? —dice mamá— cuando hay una rebanada de pan en la casa estamos de suerte.
Michael le dice que el perro se puede comer su pan. Mamá dice que el perro tendrá que marcharse al día siguiente y Michael se pasa llorando toda la noche y llora con más fuerza por la mañana, cuando se encuentra muerto al perro a su lado. No quiere ir a la escuela porque tiene que cavar una tumba ante la casa, donde estaba el establo, y quiere que todos le ayudemos a cavar y que recemos el rosario. Malachy dice que no vale la pena rezar por un perro.
—¿Cómo sabes siquiera que era católico?
—Claro que era un perro católico —dice Michael—. ¿Acaso no lo llevé en brazos?
Llora tanto por el perro que mamá nos deja a todos quedarnos en casa y no ir a la escuela. Estamos tan encantados que no nos importa ayudar a Michael a cavar la tumba y rezamos tres Avemarias. No estamos dispuestos a desperdiciar un buen día sin escuela rezando el rosario por un galgo muerto. Michael sólo tiene seis años, pero cuando trae viejos a casa consigue encender el fuego y darles té. Mamá dice que se está volviendo loca de tanto llegar a casa y encontrarse con esos viejos que beben en su tazón favorito y hablan entre dientes y se rascan junto al fuego. Cuenta a Bridey Hannon que Michael tiene la costumbre de llevar a casa a viejos que están todos un poco tocados de la cabeza y que si no tiene un trozo de pan para dárselo llama a las puertas de los vecinos y no le da vergüenza pedirlo. Al final dice a Michael:
—Se acabaron los viejos. Uno tenía piojos y nos ha dejado la plaga.
Los piojos son repugnantes, peores que las ratas. Los tenemos en la cabeza y en las orejas y se nos refugian en el hueco de las clavículas. Nos punzan la piel. Se meten en las costuras de nuestras ropas y están en todas partes por los abrigos que usamos como mantas. Tenemos que buscarlos por cada centímetro del cuerpo de Alphie, porque él es pequeño y no se puede valer.
Los piojos son peores que las pulgas. Los piojos se agachan y chupan, y vemos nuestra sangre a través de su piel. Las pulgas saltan y pican, y son limpias, y nosotros las preferimos. Los bichos que saltan son más limpios que los bichos que se agachan.
Todos acordamos que se acabaron las mujeres, los niños, los perros y los viejos vagabundos. No queremos tener más enfermedades ni infecciones.
Michael llora.
La señora Purcell, la vecina de la abuela, tiene la única radio del callejón donde vive. El Estado se la dio porque es vieja y ciega. Yo quiero una radio. Mi abuela es vieja, pero no está ciega, ¿y de qué sirve tener una abuela si no se queda ciega para que el Estado le dé una radio?
Los domingos por la noche me siento en la acera bajo la ventana de la señora Purcell y escucho obras de teatro en la BBC y en Radio Eireann, la emisora irlandesa. Ponen obras de teatro de O’Casey, de Shaw, de Ibsen y del propio Shakespeare, que es el mejor de todos, a pesar de ser inglés. Shakespeare es como el puré de patatas, no cansa nunca. Y también ponen obras de teatro raras en las que salen griegos que se arrancan los ojos porque se casaron con sus madres por equivocación.
Una noche estoy sentado bajo la ventana de la señora Purcell escuchando Macbeth. Su hija Kathleen se asoma por la puerta.
—Entra, Frankie. Mi madre dice que vas a coger la tisis sentado en el suelo con este tiempo.
—Ay, no, Kathleen. Estoy bien.
—No. Entra.
Me dan té y una gran rebanada de pan untada de mermelada de moras.
La señora Purcell me pregunta:
—¿Te gusta el Shakespeare, Frankie?
—Me encanta el Shakespeare, señora Purcell.
—Oh, es pura música, Frankie, y tiene los mejores argumentos del mundo. No sé cómo me las arreglaría yo los domingos por la noche si no tuviera a Shakespeare.
Cuando termina la obra me deja manipular el botón de la radio y yo exploro el dial buscando sonidos lejanos en la banda de onda corta, susurros y siseos extraños, el fragor del mar que viene y va y el código Morse, raya raya raya punto. Oigo mandolinas, guitarras, gaitas españolas, los tambores de África, el canto como un quejido de los barqueros del Nilo. Veo a los marinos de guardia que se toman tazones de chocolate. Veo catedrales, rascacielos, casitas de campo. Veo a los beduinos en el Sáhara y a la Legión Extranjera francesa, a los vaqueros de las praderas americanas. Veo las cabras que saltan por las costas rocosas de Grecia, donde los pastores están ciegos porque se casaron con sus madres por equivocación. Veo a la gente que charla en los cafés, que bebe vino a sorbitos, que se pasea por los bulevares y por las avenidas. Veo a las mujeres de vida nocturna en los portales, a los monjes que cantan vísperas, y oigo las sonoras campanadas del Big Ben.
—Aquí el Servicio Exterior de la BBC. Las noticias.
—Deja eso, Frankie, para que nos enteremos de cómo está el mundo —dice la señora Purcell.
Después de las noticias ponemos la emisora de las Fuerzas Armadas Americanas, y es precioso oír las voces americanas, suaves y tranquilas, y ahora llega la música, oh, caramba, la música del mismísimo Duke Ellington que me dice que coja el tren A, que me llevará al sitio donde Billie Holiday me canta, sólo para mí:
No te puedo dar más que amor, cariño.
Es lo único que tengo de sobra, cariño.
Ay, Billie, Billie, quiero estar en América contigo y con toda esa música, donde todos tienen sanos los dientes, donde la gente se deja comida en el plato, donde cada familia tiene su retrete y todos son felices y comen perdices.
Y la señora Purcell dice:
—¿Sabes una cosa, Frankie?
—¿Qué, señora Purcell?
—Ése Shakespeare es tan bueno que seguramente fue irlandés.
El cobrador del alquiler de la casa está perdiendo la paciencia.
—Lleva cuatro semanas de retraso, señora —dice a mamá—. Es una libra y dos chelines. Esto tiene que terminarse, pues ahora yo tengo que volver a la oficina y decir a Sir Vincent Nash que los McCourt llevan un mes de retraso. ¿En qué situación me quedo yo entonces, señora? Me encuentro sin trabajo y con el culo al aire, y con una madre que alimentar, que tiene noventa y dos años, de comunión diaria en la iglesia de los franciscanos. El cobrador de alquileres cobra los alquileres, señora, o pierde el empleo. Volveré la semana que viene, y si no tiene el dinero, una libra, ocho chelines y seis peniques en total, irán a la calle, con sus muebles a la intemperie.
Mamá vuelve a subir a Italia y se sienta junto al fuego preguntando al cielo de dónde va a sacar el dinero para pagar el alquiler de una semana, sin contar con los atrasos. Le encantaría tomarse una taza de té, pero no hay con qué hervir el agua hasta que Malachy saca una tabla que está suelta del tabique que separa las dos habitaciones de arriba.
—Bueno —dice mamá—, ya que ha salido podemos hacerla astillas para el fuego.
Hervimos el agua y usamos el resto de la leña para el té de la mañana, pero ¿qué haremos esta noche y mañana y de mañana en adelante?
—Una tabla más de esa pared —dice mamá—, una más y se acabó.
Se pasa dos semanas diciendo eso, hasta que no quedan más que las vigas. Nos advierte que no toquemos las vigas, pues éstas sujetan el techo y toda la casa.
—Oh, no seríamos capaces de tocar las vigas.
Va a ver a la abuela, y en casa hace tanto frío que doy con el hacha a una de las vigas. Malachy me anima y Michael aplaude emocionado. Tiro de la viga, el techo gruñe y sobre la cama de mamá cae un torrente de yeso, de tejas, de lluvia.
—Ay, Dios, nos vamos a matar todos —dice Malachy, y Michael baila mientras canta:
—Frankie ha roto la casa, Frankie ha roto la casa.
Corremos bajo la lluvia para contárselo a mamá. Pone cara de extrañeza cuando oye cantar a Michael que Frankie ha roto la casa, hasta que yo le explico que hay un agujero en la casa y que se está cayendo.
—Jesús —dice, y corre por las calles, y la abuela intenta seguir su paso.
Mamá ve su cama enterrada bajo el yeso y las tejas y se tira de los pelos.
—¿Qué vamos a hacer ahora, eh? —dice, y me chilla por haber tocado las vigas. La abuela dice:
—Iré a la oficina del casero y le diré que arregle esto antes de que os ahoguéis del todo.
Al poco tiempo está de vuelta con el cobrador del alquiler. Éste dice:
—Dios del cielo, ¿dónde está la otra habitación?
—¿Qué otra habitación? —dice la abuela.
—Yo les alquilé dos habitaciones en el piso de arriba, y una ha desaparecido. ¿Dónde está esa habitación?
—¿Qué otra habitación? —dice mamá.
—Había dos habitaciones aquí arriba, y ahora sólo hay una. Y ¿qué ha pasado con el tabique? Había un tabique. Ahora no hay tabique. Recuerdo claramente que había un tabique porque recuerdo claramente que había una habitación. Ahora, ¿dónde está ese tabique? ¿Dónde está esa habitación?
—No recuerdo ningún tabique —dice la abuela—, y si no recuerdo ningún tabique, ¿cómo voy a recordar una habitación?
—¿No la recuerdan? Pues yo sí que la recuerdo. Cuarenta años de administrador de fincas y no había visto nada parecido. Por Dios, sí que están mal las cosas si en cuanto uno se distrae los inquilinos no pagan el alquiler y encima hacen desaparecer los tabiques y las habitaciones. Quiero enterarme de dónde está ese tabique y de qué han hecho con la habitación, vaya que sí.
Mamá se dirige a nosotros.
—¿Recordáis alguno que hubiera un tabique?
Michael le tira de la mano.
—¿Es el tabique que quemamos en el fuego?
—Dios del cielo —dice el cobrador—, esto es el acabóse, esto es el no va más, esto es el colmo de los colmos. No pagan el alquiler, ¿y qué voy a decir a Sir Vincent abajo, en la oficina? Fuera, señora. La echo. Dentro de una semana llamaré a esta puerta y no quiero encontrarme a nadie en casa, quiero que todos se hayan marchado para no volver nunca. ¿Me ha entendido, señora?
Mamá tiene la cara tensa.
—Es una lástima que usted no viviese en la época en que los ingleses nos desahuciaban y nos dejaban tirados al borde de los caminos.
—No se me insolente, señora, o mando a los hombres para que la echen mañana.
Sale por la puerta y la deja abierta para manifestarnos su desprecio.
—Palabra de Dios que no sé qué voy a hacer —dice mamá.
—Bueno —dice la abuela—, yo no tengo sitio para vosotros, pero tu primo Gerard Griffin vive en la carretera de Rosbrien, en esa casita de su madre, y seguro que podrá alojaros hasta que vengan tiempos mejores. Es tardísimo, pero voy a acercarme a ver qué dice, y Frank puede venirse conmigo.
Me dice que me ponga un abrigo, pero yo no lo tengo, y ella me dice:
—Supongo que será inútil preguntarte si tienes paraguas. Vamos.
Se cubre la cabeza con el chal y yo la sigo. Salimos por la puerta, subimos por el callejón y vamos andando bajo la lluvia hasta la carretera de Rosbrien, que está a casi dos millas. Llama a la puerta de una casita de entre una hilera de casitas.
—¿Estás en casa, Laman? Sé que estás en casa. Abre la puerta.
—Abuela, ¿por qué le llamas Laman? ¿No se llama Gerard?
—¿Yo qué sé? ¿Sé acaso por qué llama todo el mundo Ab a tu tío Pat? A éste lo llaman todos Laman. Abre la puerta. Vamos a entrar. Quizás se haya quedado a hacer horas extraordinarias.
Empuja la puerta. El interior está oscuro y hay un olor dulzón de humedad en la habitación. Ésta habitación parece ser la cocina, y hay otra habitación contigua más pequeña. Encima del dormitorio hay un pequeño altillo con un tragaluz sobre el que golpea la lluvia. Hay cajas por todas partes, periódicos, revistas, restos de comida, tazones, latas vacías. Vemos que hay dos camas que ocupan todo el espacio del dormitorio, una cama grande como un prado y una menor junto a la ventana. La abuela da un empujón a un bulto que hay en la cama grande.
—Laman, ¿eres tú? Levántate, ¿quieres? Levántate.
—¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?, ¿qué?
—Hay problemas. A Ángela la desahucian con los niños y está lloviendo a mares. Necesitan un sitio donde refugiarse hasta que salgan adelante, y yo no tengo sitio para ellos. Tú podrías alojarlos en el altillo si quisieras, pero no puede ser, porque los pequeños no podrían subir y se caerían y se matarían, de modo que instálate tú allí y ellos pueden mudarse aquí.
—Bueno, bueno, bueno, bueno.
Se levanta trabajosamente de la cama y se percibe un olor a whiskey. Va a la cocina y arrastra la mesa hasta la pared para subir al altillo. La abuela dice:
—Ya está resuelto. Podéis mudaros aquí esta noche y no os tendréis que preocupar de que vengan a desahuciaros.
La abuela dice a mamá que ella se vuelve a su casa. Está cansada y empapada y ya no tiene veinticinco años. Dice que no hace falta que nos traigamos camas ni muebles con todas las cosas que hay en casa de Laman Griffin. Metemos a Alphie en el cochecito y amontonamos a su alrededor la olla, la cazuela, la sartén, la tetera, los tarros de mermelada y los tazones de tomar el té, al Papa, dos almohadas y los abrigos de las camas. Nos cubrimos las cabezas con los abrigos y empujamos el cochecito por las calles. Mamá nos dice que guardemos silencio cuando subamos por el callejón o los vecinos se enterarán de que nos han desahuciado y quedaremos deshonrados. El cochecito tiene una rueda combada que lo desvía y lo hace ir en distintas direcciones. Intentamos llevarlo recto y lo estamos pasando en grande, pues deben de haber dado ya las doce de la noche y seguro que mamá no nos hace ir a la escuela mañana. Nos estamos mudando tan lejos de la Escuela Leamy que a lo mejor no tenemos que volver nunca. Cuando nos alejamos del callejón, Alphie golpea la olla con la cuchara y Michael canta una canción que oyó en una película de Al Jolson, «Swanee, cómo te quiero, cómo te quiero, mi querida Swanee». Nos hace reír el modo en que intenta cantar con voz profunda como Al Jolson.
Mamá dice que se alegra de que sea tarde y de que no haya nadie por la calle que sea testigo de nuestra deshonra.
Cuando llegamos a la casa sacamos a Alphie y todo lo demás que hay en el cochecito para que Malachy y yo podamos volver corriendo al callejón de Roden a recoger el baúl. Mamá dice que se moriría si perdiese ese baúl y todo lo que contiene.
Malachy y yo dormimos cada uno en un extremo de la cama pequeña. Mamá ocupa la cama grande con Alphie a su lado y Michael al fondo. Todo está húmedo y mohoso, y Laman Griffin ronca sobre nuestras cabezas. En esta casa no hay escaleras, y eso significa que no ha venido nunca el Ángel del Séptimo Peldaño.
Pero yo tengo doce años para cumplir trece, y quizá sea demasiado mayor para los ángeles.
Todavía es de noche cuando suena el despertador al día siguiente y Laman Griffin da un resoplido, se suena la nariz y carraspea para despejarse el pecho. El suelo cruje bajo sus pies, y cuando se pasa un rato larguísimo meando en el orinal nosotros tenemos que taparnos la boca con los abrigos para no reírnos, y mamá nos susurra que nos callemos. Él gruñe por encima de nosotros hasta que baja a coger su bicicleta, sale y cierra la puerta de un portazo.
—No hay moros en la costa —dice mamá en voz baja—, volved a dormiros. Hoy podéis quedaros en casa.
No podemos dormir. Estamos en una casa nueva, tenemos que mear y queremos explorarlo todo. El retrete está fuera, a unos diez pasos de la puerta trasera, un retrete propio, con una puerta que se puede cerrar y un asiento donde se puede sentar uno y leer los recortes del Limerick Leader que dejó Laman Griffin para limpiarse. Hay un patio trasero largo, un jardín con hierba y hierbajos altos, una bicicleta antigua que debió de pertenecer a un gigante, latas en cantidad, periódicos y revistas viejos que se pudren y vuelven a la tierra, una máquina de coser oxidada, un gato muerto con una cuerda atada al cuello que alguien debió de tirar por encima de la valla.
A Michael se le mete en la cabeza la idea de que estamos en África y no deja de preguntar:
—¿Dónde está Tarzán? ¿Dónde está Tarzán?
Corre de un extremo a otro del patio sin pantalones intentando imitar el grito que lanza Tarzán cuando salta de árbol en árbol. Malachy se asoma por encima de la valla a los patios contiguos y nos dice:
—Tienen huertos. Cultivan cosas. Podemos cultivar cosas. Podemos tener nuestras propias patatas y de todo.
Mamá grita desde la puerta trasera:
—Mirad a ver si hay algo por ahí para encender el fuego aquí dentro.
Hay un cobertizo de madera que se apoya en la parte trasera de la casa. Se está cayendo, y bien podemos usar algo de su madera para el fuego. A mamá le da asco la madera que le llevamos, dice que está podrida y llena de gusanos blancos, pero dice que el que pide no escoge. La madera chisporrotea sobre el papel que arde y vemos que los gusanos blancos intentan escaparse. Michael dice que le dan pena los gusanos blancos, pero nosotros sabemos que todo lo que hay en el mundo le da pena.
Mamá nos dice que esta casa era una tienda, que la madre de Laman Griffin vendía comestibles por la ventana pequeña y que gracias a eso pudo mandar a Laman al colegio Rockwell para que acabase de oficial de la Marina Real. Oh, vaya si lo fue. Oficial de la Marina Real, y aquí hay una foto de él con otros oficiales, cenando todos con Jean Harlow, la famosa actriz de cine americana. Desde que conoció a Jean Harlow no volvió a ser el mismo. Se enamoró locamente de ella, pero ¿de qué le servía? Ella era Jean Harlow y él no era más que un oficial de la Marina Real, y se dio a la bebida y lo expulsaron de la Marina. Ahora hay que verlo, un simple obrero de la Compañía Eléctrica y con una casa que es una vergüenza. Cualquiera que viese esta casa no pensaría que vive en ella un ser humano. Se ve que Laman no ha tocado nada desde que murió su madre, y ahora nosotros tenemos que limpiar la casa para poder vivir aquí.
Hay cajas llenas de botellas de brillantina morada. Mientras mamá sale al retrete nosotros abrimos una botella y nos la untamos en el pelo. Malachy dice que el olor es muy agradable, pero cuando mamá vuelve pregunta:
—¿Qué es esa peste tan horrible?
Y nos pregunta también por qué tenemos de pronto el pelo lleno de grasa. Nos hace meter la cabeza debajo del grifo de fuera y secarnos con una toalla vieja que saca de debajo de un montón de revistas que se llaman The Illustrated London News, tan antiguas que traen fotos de la reina Victoria y el príncipe Eduardo saludando a la multitud. Hay pastillas de jabón Pear y un libro grueso titulado Enciclopedia Pear, que me tiene ocupado día y noche, porque te cuenta todo de todo y eso es todo lo que yo quiero saber.
Hay botellas de linimento Sloan, que mamá dice que serán útiles cuando tengamos calambres y dolores a causa de la humedad. En las botellas dice: «Aquí está el dolor. ¿Dónde está el Sloan?». Hay cajas de imperdibles y bolsas llenas de sombreros de mujer que se deshacen cuando las tocas. Hay bolsas que contienen corsés, ligas, botines de mujer y diversos laxantes que prometen que tendrás las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y el pelo rizado. Hay cartas del general Eoin O’Duffy al señor don Gerard Griffin en las que le dan la bienvenida a las filas del Frente Nacional, de los Camisas Azules Irlandeses, le dicen que es un privilegio saber que se interesa por su movimiento un hombre como Gerard Griffin, con su excelente educación, su formación en la Marina Real, su fama de gran jugador de rugby en el equipo juvenil de Munster que ganó el campeonato nacional, la copa Bateman. El general O’Duffy está formando una brigada irlandesa que pronto marchará a España para luchar al lado del propio Generalísimo Franco, ese gran católico, y el señor Griffin sería una valiosa adquisición para la brigada.
Mamá nos cuenta que la madre de Laman no lo dejó partir. No pasó tantos años trabajando como una esclava en una tiendecilla para enviarlo al colegio para que él se fuera de correrías a España para ayudar a Franco, de modo que él se quedó en su casa y encontró aquel trabajo que consistía en cavar hoyos para clavar los postes de la Compañía Eléctrica a lo largo de los caminos rurales, y su madre se alegraba de tenerlo consigo todas las noches, salvo las de los viernes, cuando él se tomaba su pinta y suspiraba por Jean Harlow.
Mamá está contenta porque tendremos montones de papel para encender el fuego, aunque la madera del cobertizo que se cae que quemamos deja un olor repugnante y a ella le preocupa que los gusanos blancos se escapen y se reproduzcan.
Trabajamos todo el día sacando cajas y bolsas al cobertizo de fuera. Mamá abre todas las ventanas para airear la casa y para que se despeje el olor de la brillantina y de los años que han pasado sin que entre el aire. Dice que es un alivio poder volver a ver el suelo y que ahora podemos sentarnos y tomarnos una buena taza de té tranquilamente, en paz y a gusto, y qué agradable será cuando llegue el buen tiempo y quizás podamos tener un jardín y sentarnos al aire libre con el té como hacen los ingleses.
Laman Griffin llega a casa todas las tardes a las seis, salvo el viernes, se toma el té y se acuesta hasta la mañana siguiente. Los sábados se acuesta a la una de la tarde y se queda en la cama hasta la mañana del lunes. Arrastra la mesa de la cocina hasta colocarla debajo del altillo, se sube en una silla, levanta la silla y la pone sobre la mesa, se vuelve a subir a la silla, se agarra a una pata de la cama y se sube. Los viernes, si está demasiado borracho, me hace subir a mí a bajarle la almohada y las mantas y duerme en el suelo de la cocina, junto al fuego, o cae en la cama con mis hermanos y conmigo y se pasa toda la noche roncando y tirándose pedos.
Cuando nos mudamos se quejaba de que tenía que renunciar a su habitación del piso de abajo y trasladarse al altillo y de que está cansado de subir y bajar para ir al retrete del patio trasero. Nos llama a voces:
—Traed la mesa, la silla, que bajo.
Y nosotros tenemos que despejar la mesa y arrastrarla hasta la pared. Dice que está harto, que se acabó tanto escalar, y que va a utilizar el precioso orinal de su madre. Se pasa todo el día en la cama leyendo libros de la biblioteca, fumando cigarrillos Gold Flake y tirando a mamá algunos chelines para que alguno de nosotros vaya a la tienda para que él pueda tomar bollos con el té o un buen trozo de jamón con rodajas de tomate. Después dice en voz alta a mamá:
—Ángela, este orinal está lleno.
Y ella arrastra la silla y la mesa para subir a recoger el orinal, vaciarlo en el retrete de fuera, enjuagarlo y volver a subir al altillo. Se le contrae la cara y dice:
—¿Desea su señoría alguna cosa más hoy?
Y él se ríe y dice:
—Labores de mujeres, Ángela, labores de mujeres y sin pagar alquiler.
Laman tira desde el altillo su carnet de la biblioteca y me encarga que le traiga dos libros, uno sobre la pesca con caña y el otro sobre jardinería. Escribe a la bibliotecaria una nota para decirle que las piernas le están matando de tanto cavar hoyos para la Compañía Eléctrica y que desde ahora Frank McCourt le recogerá los libros. Sabe que el chico sólo tiene trece años para cumplir catorce y sabe que el reglamento prohíbe tajantemente que los niños entren en la parte de la biblioteca destinada a los adultos, pero el chico se lavará las manos y se comportará y hará lo que le manden, muchas gracias.
La bibliotecaria lee la nota y dice que es una lástima terrible lo del señor Griffin, que es un verdadero caballero y un hombre de gran cultura, que es increíble la cantidad de libros que lee, a veces hasta cuatro en una semana, que una vez se llevó un libro en francés, en francés, hay que ver, que trataba de la historia del timón, del timón, hay que ver, que ella daría cualquier cosa por ver lo que tiene dentro de la cabeza, que la debe de tener repleta de todo tipo de conocimientos, repleta, hay que ver.
Elige un libro precioso con ilustraciones a colores sobre los jardines ingleses.
—Ya sé lo que le gusta en cuestión de pesca —dice, y elige un libro titulado En busca del salmón irlandés, del general de brigada Hugh Colton.
—Oh —dice la bibliotecaria—, lee centenares de libros que tratan de oficiales ingleses que vienen a Irlanda a pescar. Yo he leído algunos por pura curiosidad y se entiende por qué esos oficiales se alegran de estar en Irlanda después de lo que han aguantado en la India y en África y en otros sitios insoportables. Al menos, los de aquí somos amables. Tenemos fama por eso, por lo amables que somos, en vez de ir tirando lanzas a la gente.
Laman se queda acostado en la cama, lee sus libros, habla desde el altillo del día en que se le curarán las piernas y saldrá al patio trasero y plantará un jardín cuya fama llegará lejos por su colorido y su belleza, y cuando no esté practicando la jardinería recorrerá los ríos de Limerick y traerá a casa unos salmones que os harán la boca agua. Su madre dejó una receta para guisar el salmón que es un secreto familiar, y si él tuviera tiempo y no lo estuvieran matando las piernas la encontraría en alguna parte de esta casa. Dice que ahora que soy de confianza puedo coger un libro para mí cada semana, pero que no traiga a casa porquerías. Yo le pregunto qué son las porquerías, pero él no me lo dice, de modo que tendré que enterarme por mi cuenta.
Mamá dice que ella también quiere hacerse socia de la biblioteca, pero está muy lejos de la casa de Laman, a dos millas, y me pregunta si me importaría traerle un libro cada semana, una novela de amor de Charlotte M. Brame o de cualquier otro escritor agradable. No quiere ningún libro que trate de los oficiales ingleses que buscan salmones ni ningún libro que hable de gente que se mata a tiros. Ya hay bastantes problemas en el mundo como para que la gente moleste a los peces o se moleste entre sí.
La abuela cogió un resfriado la noche en que tuvimos aquel problema en la casa de Roden Lane y el resfriado se convirtió en una pulmonía. La llevaron al Hospital del Asilo Municipal y se ha muerto.
Su hijo mayor, mi tío Tom, pensó en ir a Inglaterra a trabajar como hacen otros hombres de los callejones de Limerick, pero se le empeoró la tisis y volvió a Limerick y se ha muerto.
Su mujer, Jane la de Galway, lo siguió a la tumba, y cuatro de sus seis hijos tuvieron que ir a diversos orfanatos. El chico mayor, Gerry, se escapó de casa y se alistó en el ejército irlandés, desertó y se pasó al ejército inglés. La muchacha mayor, Peggy, se fue con la tía Aggie y tiene una vida desgraciada.
El ejército irlandés busca chicos que tengan oído musical y que quieran estudiar en la Escuela de Música del Ejército. Aceptan a mi hermano Malachy, y éste se marcha a Dublín para ser soldado y tocar la trompeta.
Ahora sólo me quedan dos hermanos en casa y mamá dice que su familia está desapareciendo delante de sus propios ojos.