11

—No toquéis con vuestras zarpas ese baúl, porque allí no hay nada que tenga el más mínimo interés ni que os importe —nos advierte mamá.

Lo único que guarda en el baúl es un montón de papeles, partidas de nacimiento y fes de bautismo, el pasaporte irlandés de ella, el pasaporte inglés de papá, extendido en Belfast, nuestros pasaportes estadounidenses y su vestido rojo de la moda de los años 20, con lentejuelas y con volantes negros que se trajo de América. Quiere guardar ese vestido para siempre para que le recuerde que fue joven y que bailaba.

Lo que guarda en el baúl no me importa hasta que formo un equipo de fútbol con Billy Campbell y con Malachy. No tenemos dinero para comprar uniformes ni botas, y Billy dice:

—¿Cómo va a saber el mundo quiénes somos? Ni siquiera tenemos nombre.

Yo me acuerdo del vestido rojo y se me ocurre un nombre, los Corazones Rojos de Limerick. Mamá no abre nunca el baúl, ¿y qué importancia tiene que le corte un trozo del vestido para hacer siete corazones rojos que podamos llevar en el pecho? Ella misma lo dice siempre: ojos que no ven, corazón que no siente.

El vestido está enterrado bajo los papeles. Yo miro la foto del pasaporte que me hicieron cuando era pequeño y me doy cuenta de por qué me llaman japonés. Hay un papel que dice Certificado de Matrimonio, que Malachy McCourt y Ángela Sheehan se unieron en Santo Matrimonio el veintiocho de marzo de 1930. ¿Cómo puede ser? Yo nací el diecinueve de agosto, y Billy Campbell me dijo que el padre y la madre tienen que llevar casados nueve meses para que pueda aparecer un niño. He aquí que yo vine al mundo en la mitad de tiempo. Eso significa que debo de ser milagroso y que puedo llegar a santo y la gente celebrará la fiesta de San Francis de Limerick.

Tendré que preguntárselo a Mikey Molloy, que sigue siendo el experto en los Cuerpos de las chicas y en las Cochinadas en general.

Billy dice que si queremos llegar a ser unos grandes futbolistas tenemos que practicar, y nos debemos reunir en el parque. Los chicos se quejan cuando yo les reparto los corazones, y yo les digo que si no les gustan pueden irse a sus casas a recortar los vestidos y las blusas de sus propias madres.

No tenemos dinero para comprar una pelota como Dios manda, de modo que uno de los chicos trae una vejiga de oveja llena de trapos. Damos patadas a la vejiga por el prado hasta que le salen agujeros y empiezan a salirse los trapos y nos hartamos de dar patadas a una vejiga que apenas existe ya. Billy dice que al día siguiente, que es sábado, nos reuniremos y saldremos a Ballinacurra para ver si podemos desafiar a los chicos ricos del colegio Crescent a un verdadero partido, siete contra siete. Dice que debemos prendernos en la camisa con alfileres los corazones rojos, aunque no sean más que unos trapos rojos.

Malachy vuelve a casa para tomar el té, pero yo no puedo porque tengo que hablar con Mikey Molloy para enterarme de por qué nací en la mitad del tiempo normal. Mikey sale de su casa con su padre, Peter. Mikey cumple hoy dieciséis años y su padre se lo lleva a la taberna de Bowles para que se tome la primera pinta. Nora Molloy chilla desde dentro de casa a Peter que si se van no vuelvan, que se acabó lo de hacer pan, que ya no vuelve más al manicomio, que si trae a casa borracho a ese niño ella se irá a Escocia y desaparecerá de la faz de la tierra.

—No le prestes atención, Cíclope —dice Peter a Mikey—. Las madres irlandesas siempre son enemigas de la primera pinta. Mi propia madre quiso matar a mi padre con una sartén cuando él me llevó a que me tomase la primera pinta.

Mikey pide a Peter que vaya yo con ellos a tomarme una gaseosa.

Peter dice a todos los presentes en la taberna que Mikey ha venido a tomarse su primera pinta, y cuando todos los hombres quieren invitar a Mikey a una pinta Peter dice:

—Ah, no, sería terrible que bebiese demasiado y lo aborreciera del todo.

Tiran las pintas y nos sentamos junto a la pared, los Molloy con sus pintas y yo con mi gaseosa. Los hombres desean a Mikey mucha suerte en la vida y dicen que fue una bendición de Dios que se cayera de aquel canalón hace años y que no le volviera a dar nunca el ataque desde entonces, y que qué pena que a ese mariconcete de Cuasimodo Dooley se lo llevara la tisis después de tanto como se había esforzado por hablar como un inglés para poder trabajar en la BBC, que tampoco es buen sitio para un irlandés, al fin y al cabo.

Peter está hablando con los hombres y Mikey, que se bebe a sorbitos su primera pinta, me dice en voz baja:

—Me parece que no me gusta, pero no se lo digas a mi padre.

Después me dice que él también practica en secreto el acento inglés para poder llegar a locutor de la BBC, que era el sueño de Cuasimodo. Me dice que puedo quedarme con Cuchulain, que no le sirve a uno de nada para leer las noticias en la BBC. Ahora que tiene dieciséis años quiere ir a Inglaterra, y si me compro algún día una radio lo oiré hablar en el Servicio Nacional de la BBC.

Yo le cuento lo del certificado de matrimonio, que Billy Campbell dijo que tenían que pasar nueve meses pero que yo nací en la mitad de tiempo, y le pregunto si sabría decirme si yo soy milagroso de algún modo.

—No —dice—, no. Eres un bastardo. Estás condenado.

—No hace falta que me insultes, Mikey.

—No te estoy insultando. Así se llaman los que nacen antes de los nueve meses del matrimonio, los que han sido concebidos de tapadillo.

—¿Qué es eso?

—¿Qué es qué?

—Concebidos.

—Eso es cuando el espermatozoide se junta con el óvulo y crece y tú apareces nueve meses más tarde.

—No sé de qué estás hablando.

—Lo que tienes entre las piernas es la excitación —me dice en voz baja—. No me gustan los otros nombres que le dan, la picha, la polla, el carajo, el cipote. De modo que tu padre mete su excitación dentro de tu madre y sale un chorrito y esos pequeños microbios suben por tu madre hasta un sitio donde hay un huevo y el huevo crece y eres tú.

—Yo no soy un huevo.

—Eres un huevo. Todos hemos sido un huevo.

—¿Por qué estoy condenado? No es culpa mía ser un bastardo.

—Todos los bastardos están condenados. Son como los niños pequeños que murieron sin que los bautizaran. Van al limbo para toda la eternidad, y no tienen manera de salir, y no es culpa suya. Le hace dudar a uno de Dios, sentado allí arriba en Su trono sin tener piedad con los niños pequeños que murieron sin que los bautizaran. Por eso yo ya no me paso nunca por la capilla. En todo caso, estás condenado. Tu padre y tu madre tuvieron la excitación sin estar casados, por eso tú no estás en gracia de Dios.

—¿Qué puedo hacer?

—Nada. Estás condenado.

—¿No puedo poner una vela o algo así?

—Podías probar con la Virgen María. Ella se encarga de los condenados.

—Pero no tengo un penique para la vela.

—Está bien, está bien, toma un penique. Podrás devolvérmelo cuando tengas trabajo dentro de un millón de años. Me está costando una fortuna ser el experto en los Cuerpos de las Chicas y en las Cochinadas en General.

El tabernero está haciendo un crucigrama y dice a Peter:

—¿Qué es lo contrario de avance?

—Retirada —dice Peter.

—Eso es —dice el tabernero—. Todo tiene su contrario.

—Madre de Dios —dice Peter.

—¿Qué te pasa, Peter? —dice el tabernero.

—¿Qué es lo que acabas de decir, Tommy?

—Que todo tiene su contrario.

—Madre de Dios.

—¿Estás bien, Peter? ¿Está mala la pinta?

—La pinta está estupenda, Tommy, y yo soy el campeón de beber pintas, ¿verdad?

—Sí que lo eres, por Dios. Nadie te lo puede negar.

—Eso significa que podría ser el campeón de lo contrario.

—¿De qué estás hablando, Peter?

—Podría ser el campeón de no beber ninguna pinta.

—Ah, vamos, Peter, creo que vas demasiado lejos. ¿Está bien tu mujer en casa?

—Tommy…, llévate esta pinta… Soy el campeón de no beber ninguna pinta.

Peter se vuelve y retira el vaso de Mikey.

—Vamos a casa con tu madre, Mikey.

—No me has llamado Cíclope, papá.

—Eres Mikey. Eres Michael. Nos vamos a Inglaterra. Se acabaron las pintas para mí, se acabaron las pintas para ti, se acabó hacer pan para tu madre. Vamos.

Salimos de la taberna mientras Tommy, el tabernero, nos dice en voz alta:

—Ya sé lo que te pasa, Peter. Son todos esos malditos libros que lees. Te han destrozado la cabeza.

Peter y Mikey doblan la esquina para ir a su casa. Yo tengo que ir a la iglesia de San José para poner la vela que me salvará de condenarme, pero miro el escaparate de la tienda de Counihan y allí, en el centro, hay una gran barra de toffee Cleeves y un letrero que dice: «DOS TROZOS, UN PENIQUE». Sé que estoy condenado, pero se me cae la baba por los lados de la lengua, y cuando dejo el penique en el mostrador de la señora Counihan prometo a la Virgen María que el próximo penique que consiga será para poner una vela, y le pido que haga el favor de hablar con su Hijo para que no me condene de momento.

Un penique de toffee Cleeves no dura toda la vida, y cuando se acaba tengo que pensar en volver a casa con una madre que dejó a mi padre que le metiera dentro la excitación para que yo pudiera nacer en la mitad de tiempo y me convirtiese en un bastardo. Si alguna vez me dice una palabra del vestido rojo o de cualquier otra cosa le diré que sé lo de la excitación y ella se quedará escandalizada.

El sábado por la mañana me reúno con los Corazones Rojos de Limerick y salimos sin rumbo por la carretera buscando un desafío de fútbol. Los chicos siguen refunfuñando que esos trozos de vestido rojo no parecen corazones, hasta que Billy les dice que si no quieren jugar al fútbol pueden volverse a sus casas a jugar con las muñecas de sus hermanas.

Hay unos chicos jugando al fútbol en un campo en Ballinacurra y Billy los desafía. Ellos tienen ocho jugadores y nosotros sólo somos siete, pero no nos importa porque uno de ellos es tuerto y Billy nos dice que le entremos por el lado ciego.

—Además —dice—, Frankie McCourt está casi ciego con los dos ojos malos que tiene, y eso es peor.

Los otros llevan todos camisetas azules y blancas y calzones blancos y buenas botas de fútbol. Uno de ellos dice que parece que venimos de un naufragio y nosotros tenemos que sujetar a Malachy para que no se pegue con ellos. Acordamos jugar media hora porque los chicos de Ballinacurra dicen que tienen que ir a almorzar. A almorzar. Todo el mundo come a medio día, pero ellos almuerzan. Si nadie marca gol en media hora quedaremos empatados. Jugamos atacando y defendiéndonos hasta que Billy se hace con la pelota y sube corriendo y driblando por la banda, tan aprisa que nadie es capaz de atraparlo y la pelota entra en la portería. La media hora casi ha terminado, pero los chicos de Ballinacurra quieren jugar otra media hora y consiguen marcar cuando ya está muy avanzada la segunda media hora. Después, la pelota sale por la línea de banda. Sacamos nosotros. Billy se pone en la línea de banda con la pelota sobre la cabeza. Finge mirar a Malachy pero me tira la pelota a mí. Me viene como si fuera lo único que existiera en el mundo. Viene directa a mi pie, y lo único que tengo que hacer es girar a la izquierda y enviar la pelota directamente a la portería. Veo una luz blanca dentro de mi cabeza y me siento como un chico que hubiera subido al cielo. Floto por todo el campo hasta que los Corazones Rojos de Limerick me dan palmadas en la espalda y me dicen:

—Ha sido un gran gol, Frankie. Tú también has estado bien, Billy.

Volvemos caminando por la avenida O’Connell y yo no dejo de pensar en el modo en que me vino al pie la pelota, y seguro que la envió Dios o la Virgen María, que nunca enviarían una bendición así a alguien que estuviera condenado por haber nacido en la mitad de tiempo, y sé que no se me olvidará mientras viva esa pelota de Billy Campbell, ese gol.

Mamá se encuentra con Bridey Hannon y con la madre de ésta que suben por el callejón, y le hablan de las pobres piernas del señor Hannon.

—Pobre John, es una prueba para él volver a casa en bicicleta todas las noches después de repartir carbón y turba todo el día en la carreta grande trabajando para los almacenistas de carbón de la carretera del Muelle.

Le pagan por trabajar de las ocho de la mañana a las cinco y media de la tarde, aunque él tiene que preparar al caballo mucho antes de las ocho y tiene que dejarlo listo para pasar la noche mucho después de las cinco y media. Se pasa el día subiendo y bajando con esa carreta, llevando sacos de carbón y de turba, intentando desesperadamente que no se le muevan las vendas de las piernas para que no le entre el polvo en las llagas abiertas. Las vendas se le están pegando siempre y tiene que arrancárselas, y cuando llega a casa ella le lava las llagas con agua tibia y jabón, se las unta de ungüento y se las vuelve a vendar con vendas limpias. No pueden permitirse unas vendas nuevas cada día, de modo que ella lava las viejas una y otra vez hasta que están grises.

Mamá dice que el señor Hannon debería ir al médico.

—Claro —dice la señora Hannon—, ha ido al médico una docena de veces, y el médico le dice que tiene que descansar las piernas. Eso es todo. Que descanse las piernas. ¿Y cómo va a descansar las piernas? Tiene que trabajar. ¿De qué viviríamos si no trabajase?

Mamá dice que Bridey podría buscarse algún trabajo, pero Bridey se ofende.

—¿No sabes que tengo el pecho débil, Ángela? ¿No sabes que tuve fiebres reumáticas y que podría morirme en cualquier momento? Tengo que cuidarme.

Mamá suele hablar de Bridey y de sus fiebres reumáticas y de su pecho débil.

—Ésa es capaz de quedarse sentada horas enteras quejándose de sus males —dice—, pero no por eso deja de fumarse sus Woodbines.

Mamá dice a Bridey que siente mucho lo de su pecho débil y que es terrible cómo sufre su padre. La señora Hannon dice a mi madre que John está peor cada día.

—¿Y qué le parecería, señora McCourt, que su chico Frankie fuera con él en la carreta algunas horas cada semana y le ayudase con los sacos? Mal podemos permitírnoslo, pero Frankie podría ganarse un chelín o dos y John podría descansar sus pobres piernas.

—No lo sé —dice mamá—, sólo tiene once años y ha tenido el tifus, y el polvo del carbón no le vendría bien para los ojos.

—Estará al aire libre —dice Bridey—, y nada como el aire fresco para uno que tiene mal los ojos o que está recuperándose del tifus, ¿no es así, Frankie?

—Sí, Bridey.

Yo me muero de ganas de ir con el señor Hannon en la carreta grande como un trabajador de verdad. Si lo hago bien podrían consentirme que dejase de ir a la escuela para siempre, pero mamá dice:

—Puede hacerlo siempre que no sea un obstáculo para sus estudios, y puede empezar un sábado por la mañana.

Como ya soy un hombre, enciendo el fuego temprano el sábado por la mañana y me preparo mi propio té y mi pan frito. Espero ante la casa de al lado a que salga el señor Hannon con su bicicleta, y me llega por la ventana un olor delicioso a panceta y huevos. Mamá dice que el señor Hannon come de lo mejor porque la señora Hannon está tan loca por él como el día en que se casaron. Se comportan como dos amantes de una película americana. Aparece empujando la bicicleta y fumando con la pipa en la boca. Me dice que me suba a la barra de su bicicleta y nos ponemos en marcha, a mi primer trabajo de hombre. Mientras vamos en bicicleta tiene la cabeza sobre la mía, y el olor de la pipa es delicioso. Sus ropas tienen un olor a carbón que me hace estornudar.

Hay hombres que marchan a pie o en bicicleta hacia los almacenes de carbón, la Fábrica de Harina de Rank y la Compañía de Vapores de Limerick, que están en la carretera del Muelle. El señor Hannon se quita la pipa de la boca y me dice que ésta es la mejor mañana de todas, la del sábado, cuando sólo se trabaja medio día. Empezaremos a las ocho y terminaremos para cuando toquen al ángelus a las doce.

Empezamos por preparar al caballo, lo cepillamos un poco, llenamos de avena el pesebre de madera y de agua el cubo. El señor Hannon me enseña a poner los arreos y me deja empujar al caballo para hacerlo retroceder y ponerlo entre las varas de la carreta.

—Jesús, Frankie, tienes maña para esto —dice.

Eso me pone tan contento que quiero dar saltos y guiar una carreta durante lo que me resta de vida.

Hay dos hombres que están llenando de carbón y de turba los sacos y pesándolos en la gran balanza de hierro; meten un quintal en cada saco. Es tarea suya cargar los sacos en la carreta mientras el señor Hannon va a la oficina a recoger los albaranes de entrega. Los hombres de los sacos trabajan aprisa y ya estamos preparados para nuestra ruta. El señor Hannon se sienta en la parte izquierda de la carreta y hace restallar el látigo para enseñarme dónde debo sentarme, en la parte derecha. La carreta está tan alta y tan cargada de sacos que es difícil subirse, y yo lo intento apoyándome en la rueda. El señor Hannon dice que nunca debo volver a hacer una cosa así.

—No pongas nunca la pierna ni la mano cerca de una rueda cuando el caballo esté enjaezado entre las varas. Al caballo se le puede ocurrir darse un paseo por su cuenta y tú te encuentras con que la rueda te ha atrapado la pierna o el brazo, que te la ha arrancado y que te has quedado mirándola. Tira por ahí —dice al caballo, y éste sacude la cabeza y hace sonar los arreos.

El señor Hannon se ríe.

—Éste caballo es tan tonto que le gusta trabajar —dice—. No hará sonar los arreos dentro de unas horas.

Cuando empieza a llover nos cubrimos con sacos viejos de carbón y el señor Hannon se pone la pipa boca abajo en la boca para que no se moje el tabaco. Dice que la lluvia lo pone todo más pesado pero que no sirve de nada quejarse. Sería como quejarse de que en África hace sol.

Atravesamos el puente de Sarsfield para hacer el reparto de la carretera de Ennis y de la carretera de circunvalación del Norte.

—Gente rica —dice el señor Hannon—, y que tarda mucho en llevarse la mano al bolsillo a la hora de dar propina.

Tenemos que repartir dieciséis sacos. El señor Hannon dice que hoy tenemos suerte porque en algunas casas reciben más de un saco y así él no tiene que subirse y bajarse tanto de esa carreta destrozándose las piernas. Cuando nos detenemos se baja y yo arrastro el saco hasta el borde y se lo pongo en los hombros. Algunas casas tienen patios delanteros en los que hay una trampilla que se abre y se vuelca por ella el contenido del saco hasta que éste se vacía, y eso es fácil. Hay otras casas con largos patios traseros, y se nota que al señor Hannon le hacen sufrir las piernas cuando tiene que llevar a cuestas los sacos desde la carreta hasta los cobertizos que están cerca de las puertas traseras.

—Ay, Jesús, Frankie, ay, Jesús.

Ésta es su única queja, y me pide que le eche una mano para volver a subirse a la carreta. Dice que si tuviera una carretilla podría llevar en ella los sacos desde la carreta hasta la casa y que eso sería una bendición, pero una carretilla le costaría el sueldo de dos semanas, ¿y quién puede permitirse tal cosa?

Los sacos están entregados y ha salido el sol, la carreta está vacía y el caballo sabe que ha terminado su jornada de trabajo. Es muy bonito ir sentado en la carreta mirando al caballo a lo largo, desde la cola hasta la cabeza, traquetear por la carretera de Ennis, atravesar el Shannon y subir la carretera del Muelle. El señor Hannon dice que un hombre que ha repartido dieciséis quintales de carbón y de turba se ha ganado una pinta, y que el chico que le ha ayudado se ha ganado una gaseosa. Me dice que debo ir a la escuela para no acabar como él, que tiene que trabajar mientras se le pudren las dos piernas.

—Ve a la escuela, Frankie, y sal de Limerick y de la propia Irlanda. Ésta guerra acabará algún día y podrás ir a América, o a Australia o a cualquier país grande con espacios abiertos donde puedas levantar los ojos y ver un terreno sin fin. El mundo es grande y tú puedes vivir grandes aventuras. Si yo no tuviera así las piernas estaría en Inglaterra ganando una fortuna en las fábricas como los demás irlandeses, como tu padre. No, como tu padre no. He oído decir que os ha dejado en la estacada, ¿eh?

No sé cómo un hombre en su sano juicio puede marcharse y dejar que su mujer y su familia pasen hambre y tiemblen de frío en un invierno como los de Limerick. A la escuela, Frankie, a la escuela. Los libros, los libros, los libros. Sal de Limerick antes de que se te pudran las piernas y de que se te derrumbe la mente del todo.

El caballo marcha al paso y cuando llegamos al almacén de carbón le echamos el pienso y agua y lo cepillamos. El señor Hannon le habla todo el tiempo y lo llama «mi viejo amigo», y el caballo resopla y apoya el hocico en el pecho del señor Hannon. A mí me encantaría llevarme este caballo a casa y dejar que se alojase en el piso de abajo cuando nosotros estuviésemos arriba, en Italia, pero aunque pudiera hacerlo entrar por la puerta mi madre me gritaría que lo que menos nos hace falta en esta casa es un caballo.

Las calles que suben de la carretera del Muelle son demasiado empinadas para que el señor Hannon pueda subirlas en bicicleta llevándome a mí, de modo que vamos caminando. Tiene las piernas doloridas por el día de trabajo y tardamos mucho tiempo en subir hasta la calle Henry. Se apoya en la bicicleta o se sienta en los escalones de las entradas de las casas, apretando con los dientes la pipa que lleva en la boca.

Yo me pregunto cuándo me dará el dinero del día de trabajo, porque mamá podría dejarme ir al cine Lyric si llego a tiempo a casa con mi chelín o con lo que me dé el señor Hannon. Llegamos a la puerta de la taberna de South.

—Entra —me dice—, ¿no te había prometido una gaseosa?

El tío Pa Keating está sentado en la taberna. Está todo negro, como siempre, y está sentado al lado de Bill Galvin, que está todo blanco, como siempre, resollando y tomándose grandes tragos de su pinta de cerveza negra.

—¿Cómo están? —dice el señor Hannon, y se sienta al otro lado de Bill Galvin, y todos los presentes en la taberna se ríen.

—Jesús —dice el tabernero—, miren eso, dos trozos de carbón y una bola de nieve.

Los hombres que están en otras partes de la taberna se acercan a ver a los dos hombres negros como el carbón con el hombre blanco como la cal en medio, y quieren avisar al Limerick Leader para que venga alguien con una cámara de fotos.

—¿Cómo estás todo negro tú también, Frankie? —dice el tío Pa—. ¿Te has caído a una mina de carbón?

—He estado ayudando al señor Hannon en la carreta.

—Tus ojos tienen un aspecto atroz, Frankie. Parecen huellas de meadas en la nieve.

—Es del polvo del carbón, tío Pa.

—Lávatelos cuando llegues a tu casa.

—Sí, tío Pa.

El señor Hannon me invita a una gaseosa, me da el chelín por el trabajo de la mañana y me dice que ya puedo volver a mi casa, que soy un gran trabajador y que puedo ayudarle la semana siguiente a la salida de la escuela.

Camino de casa me veo reflejado en el cristal de un escaparate, todo negro del carbón, y siento que soy un hombre, un hombre que lleva un chelín en el bolsillo, un hombre que se ha tomado una gaseosa en una taberna con dos carboneros y un calero. Ya no soy un niño, y bien podría dejar de ir a la Escuela Leamy para siempre. Podría trabajar todos los días con el señor Hannon, y cuando éste tuviera demasiado mal las piernas podría hacerme cargo de la carreta y repartir el carbón a los ricos durante el resto de mi vida, y mi madre no tendría que ir a pedir limosna a la residencia de los Redentoristas.

La gente que va por la calle me dirige miradas de curiosidad. Los niños y las niñas se ríen y me dicen a gritos:

—Allí va el deshollinador. ¿Cuánto quieres por limpiarnos la chimenea? ¿Te has caído a una carbonera? ¿Te ha quemado la oscuridad?

Son unos ignorantes. No saben que me he pasado el día repartiendo quintales de carbón y de turba. No saben que soy un hombre.

Mamá está dormida arriba, en Italia, con Alphie, y hay un abrigo colocado sobre la ventana para que la habitación esté a oscuras. Le digo que me he ganado un chelín y ella me dice que puedo irme al Lyric, que me lo merezco. Me dice que me quede dos peniques y que deje el resto del chelín en la repisa de la chimenea del piso de abajo para que ella pueda mandar a comprar una hogaza de pan para el té. De pronto se cae el abrigo de la ventana y la habitación se llena de luz. Mamá me mira.

—Dios del cielo, hay que ver cómo tienes los ojos. Ve abajo y yo bajaré dentro de un momento para lavártelos.

Calienta agua en la tetera y me lava los ojos con polvos de ácido bórico y me dice que no puedo ir al cine Lyric, ni hoy ni nunca, hasta que se me curen los ojos, aunque sabe Dios cuándo se me curarán.

—No puedes repartir carbón tal como tienes los ojos —dice—. El polvo te los destrozará, seguro.

—Yo quiero hacer ese trabajo. Quiero traer a casa el chelín. Quiero ser un hombre.

—Puedes ser un hombre sin traer a casa un chelín. Ve arriba y acuéstate y descansa los ojos, o serás un hombre, pero ciego.

Yo quiero hacer ese trabajo. Me lavo los ojos tres veces al día con los polvos de ácido bórico. Recuerdo lo que me dijo Seamus en el hospital de cómo se curó su tío los ojos con el ejercicio de parpadear y procuro pasarme sentado parpadeando una hora cada día. Seamus dijo que no había cosa mejor que parpadear para tener los ojos fuertes. Y ahora yo parpadeo sin parar hasta que Malachy va corriendo a mi madre, que está hablando en el callejón con la señora Hannon.

—Mamá, a Frankie le pasa algo, está arriba parpadeando sin parar.

Ella sube corriendo.

—¿Qué te pasa?

—Estoy haciendo el ejercicio para tener los ojos fuertes.

—¿Qué ejercicio?

—Parpadear.

—Parpadear no es ningún ejercicio.

—Seamus, el del hospital, dice que no hay cosa mejor que parpadear para tener los ojos fuertes. Su tío tenía los ojos muy sanos porque parpadeaba.

Ella dice que me estoy volviendo raro y vuelve al callejón y a su charla con la señora Hannon y yo parpadeo y me baño los ojos con los polvos de ácido bórico disueltos en agua tibia. Oigo por la ventana a la señora Hannon:

—Tu pequeño Frankie viene a John como caído del cielo, pues lo que le estaba estropeando del todo las piernas era tanto subirse y bajarse de la carreta.

Mamá no dice nada, y eso significa que le da tanta lástima el señor Hannon que me dejará que le vuelva a ayudar el día del reparto fuerte, que es el jueves. Me lavo los ojos tres veces al día y parpadeo hasta que me duelen las cejas. Parpadeo en la escuela cuando el maestro no mira y todos los chicos de mi clase me llaman «Guiños» y añaden este mote a la lista:

Guiños McCourt,

hijo de la mendiga,

legañoso,

llorica,

bailarín,

japonés.

A mí ya no me importa lo que me llamen mientras se me vayan curando los ojos y mientras tenga un trabajo fijo que consiste en levantar quintales de carbón en una carreta. Ojalá me hubieran visto el jueves, después de clase, cuando salgo con la carreta y el señor Hannon me entrega las riendas para poder fumarse a gusto su pipa.

—Toma, Frankie, con suavidad y con delicadeza, que éste es un buen caballo y no hace falta darle tirones.

Me entrega también el látigo, pero con este caballo no hace falta usar nunca el látigo. Se lleva sólo para guardar las apariencias, y yo me limito a hacerlo restallar en el aire como hace el señor Hannon o a veces quito una mosca de la gran grupa dorada del caballo que se balancea entre las varas.

Sin duda, todo el mundo me mira y admira el modo en que sigo el traqueteo de la carreta, la tranquilidad con que manejo las riendas y el látigo. Ojalá tuviera una pipa, como el señor Hannon, y una gorra de tweed. Ojalá pudiera ser un carbonero de verdad, con la piel negra como el señor Hannon y como el tío Pa Keating, para que la gente dijera:

—Ése que va por allí es Frankie McCourt, el que reparte todo el carbón de Limerick y se bebe su pinta en la taberna de South.

No me lavaría nunca la cara. Estaría negro todos los días del año, hasta el día de Navidad, cuando todos esperan que te laves bien para celebrar la venida del Niño Jesús. Sé que a Él no le importaría, porque he visto a los tres Reyes Magos en el Nacimiento de la iglesia de los redentoristas y uno de ellos era más negro que el tío Pa Keating, que es el hombre más negro de Limerick, y si un Rey Mago es negro eso significa que en cualquier sitio del mundo donde vayas te encontrarás con alguien que reparte carbón.

El caballo levanta la cola y le caen del trasero grandes montones de mierda amarilla y humeante. Yo me dispongo a tirarle de las riendas para que pueda pararse y aliviarse a gusto, pero el señor Hannon me dice:

—No, Frankie, déjalo que siga trotando. Siempre cagan al trote. Es una de las ventajas que tienen los caballos, cagan al trote, y tampoco son sucios ni apestan como la raza humana, en absoluto, Frankie. No hay nada peor en el mundo que entrar en un retrete después de un hombre que ha comido manitas de cerdo y se ha pasado la noche bebiendo pintas. La peste que echa eso podría retorcer la nariz a un hombre fuerte. Los caballos son diferentes. No comen más que avena y heno, y lo que echan es limpio y natural.

Trabajo con el señor Hannon después de clase los martes y los jueves y la media jornada de la mañana del sábado y así me gano tres chelines para mi madre, aunque ella está siempre preocupada por mis ojos. En cuanto llego a casa me los lava y me hace descansarlos durante media hora.

El señor Hannon me dice que los jueves me esperará cerca de la Escuela Leamy después de hacer el reparto en la calle Barrington. Ahora me verán los chicos. Ahora sabrán que soy un trabajador y que soy algo más que un legañoso llorica bailarín y japonés.

—Arriba —dice el señor Hannon—, y yo me subo a la carreta como cualquier trabajador. Miro a los chicos que me contemplan boquiabiertos. Boquiabiertos. Digo al señor Hannon que si quiere fumarse la pipa a gusto yo tomaré las riendas, y cuando me las pasa estoy seguro de que los oigo resoplar de asombro. Digo al caballo «tira por ahí», como le dice el señor Hannon. Nos alejamos al trote y sé que hay docenas de chicos de la Escuela Leamy que están cometiendo el pecado capital de la envidia. Vuelvo a decir al caballo «tira por ahí», para asegurarme de que todos lo han oído, para asegurarme de que se enteren de que soy yo el que conduce esta carreta y nadie más, para asegurarme de que no se les olvide que fue a mí a quien vieron en esa carreta con las riendas y con el látigo. Es el día mejor de mi vida, mejor que el día de mi Primera Comunión que echó a perder la abuela, mejor que el día de mi Confirmación cuando me dio el tifus.

Ya no me ponen motes. Ya no se ríen de mis ojos legañosos. Me preguntan cómo he encontrado un trabajo tan bueno a los once años, y cuánto me pagan, y si voy a tener ese trabajo para siempre. Me preguntan si hay otros trabajos buenos en los almacenes de carbón y si podría darles una recomendación.

También hay chicos mayores, de trece años, que se encaran conmigo y me dicen que son ellos los que deberían tener ese trabajo, porque son más grandes y yo no soy más que un enano esmirriado y no tengo hombros. Que digan lo que quieran. El trabajo lo tengo yo, y el señor Hannon me dice que soy fantástico.

Algunos días tiene tan mal las piernas que apenas puede andar y se advierte que la señora Hannon está preocupada. Me da un tazón de té y yo la observo mientras le remanga las perneras del pantalón y le despega las vendas sucias. Las llagas están rojas y amarillas y enlodadas con polvo de carbón. Se las lava con agua jabonosa y se las unta con un ungüento amarillo. Le pone las piernas en alto apoyándolas en una silla y él se queda así toda la noche, leyendo el periódico o un libro de la estantería que tiene sobre la cabeza.

Las piernas se le están poniendo tan mal que tiene que levantarse una hora antes por la mañana para desentumecérselas, para ponerse otro vendaje. Una mañana de sábado, cuando todavía es de noche, la señora Hannon llama a nuestra puerta y me pregunta si puedo ir a casa de un vecino y pedirle prestada la carretilla para llevarla en la carreta, pues ese día el señor Hannon no será capaz de llevar a cuestas los sacos, y quizás pudiera yo llevárselos en la carretilla. Tampoco podrá llevarme en la bicicleta, así que yo puedo esperarlo en el almacén con la carretilla.

—Lo que sea si es para el señor Hannon, que Dios lo bendiga —dice el vecino.

Lo espero en la puerta del almacén de carbón y lo veo venir hacia mí en bicicleta, más despacio que nunca. Está tan rígido que apenas es capaz de bajarse de la bicicleta, y me dice:

—Eres un gran hombre, Frankie.

Me deja que prepare el caballo, aunque todavía me cuesta trabajo ponerle los arreos. Me deja guiar la carreta hasta la salida del almacén y por las calles heladas, y a mí me gustaría seguir guiándola para siempre y no volver nunca a casa. El señor Hannon me enseña a arrastrar los sacos al borde de la carreta y a dejarlos caer al suelo para poder arrastrarlos a la carretilla y llevarlos a las casas. Me enseña a levantar los sacos y a empujarlos sin hacer esfuerzo, y a mediodía ya hemos repartido los dieciséis sacos.

Me gustaría que me vieran ahora los chicos de la Escuela Leamy, cómo guío al caballo y muevo los sacos, cómo lo hago todo mientras el señor Hannon descansa las piernas. Me gustaría que me vieran empujar la carretilla hasta la taberna de South y tomarme la gaseosa, donde el señor Hannon, el tío Pa y yo mismo estamos todos negros y Bill Galvin está todo blanco. Me gustaría enseñar a todo el mundo las propinas que me deja quedarme el señor Hannon, cuatro chelines, y el chelín que me da por el trabajo de la mañana, cinco chelines en total.

Mamá está sentada junto al fuego, y cuando le entrego el dinero me mira, lo deja caer en su regazo y llora. Yo estoy confuso, porque lo normal es que el dinero alegre a la gente.

—Mírate los ojos —dice—. Acércate a ese espejo y mírate los ojos.

Tengo la cara negra, y los ojos están peor que nunca. El blanco del ojo y los párpados están rojos, y el líquido amarillo mana por las comisuras y sale por encima de los párpados inferiores. Cuando el líquido deja de manar un rato, forma una costra que hay que retirar con la mano o lavándola.

Mamá dice que es la última vez. Se acabó el señor Hannon. Yo intento explicarle que el señor Hannon me necesita. Ya casi no puede andar. Ésta mañana he tenido que hacerlo todo, guiar la carreta, llevar la carretilla con los sacos, sentarme en la taberna, tomarme la gaseosa, escuchar a los parroquianos que discutían quién era mejor, Rommel o Montgomery.

Dice que lamenta los problemas del señor Hannon, pero que nosotros tenemos nuestros propios problemas y que lo que menos necesita ella en estos momentos es tener un hijo ciego que vaya a tientas por las calles de Limerick.

—Ya fue bastante malo que estuvieras a punto de morirte del tifus. ¿Quieres quedarte ciego encima?

Y yo ya no puedo dejar de llorar, porque ésta era mi única oportunidad de ser hombre y de traer a casa el dinero que no trajo nunca el chico de telégrafos de parte de mi padre. No puedo dejar de llorar porque no sé qué va a hacer el señor Hannon el lunes por la mañana cuando no tenga a nadie que le ayude a arrastrar los sacos hasta el borde de la carreta, a llevar los sacos a las casas. No puedo dejar de llorar cuando pienso en cómo trata a ese caballo al que llama «Cariño», cuando pienso en lo bondadoso que es él y en qué va a hacer el caballo si no está el señor Hannon para sacarlo, si no estoy yo para sacarlo. ¿Se caerá de hambre ese caballo por falta de avena y de heno y de alguna manzana de vez en cuando?

Mamá dice que no debo llorar, que es malo para los ojos.

—Ya veremos —dice—. No puedo decirte otra cosa ahora mismo. Ya veremos.

Me lava los ojos y me da seis peniques para que vaya con Malachy al Lyric a ver El hombre al que no pudieron ahorcar, de Boris Karloff, y nos tomemos dos trozos de toffee Cleeves. Me cuesta trabajo ver la pantalla con el líquido amarillo que me mana de los ojos, y Malachy tiene que contarme lo que pasa. Los espectadores que están a nuestro alrededor le dicen que se calle, que quieren oír lo que dice Boris Karloff, y cuando Malachy les responde y les dice que lo único que hace es ayudar a su hermano ciego, avisan al acomodador, Frank Goggin, y éste dice que como oiga decir una sola palabra más a Malachy nos echa a los dos.

A mí me da igual. Encuentro el modo de apretarme un ojo para extraer el líquido y despejar el ojo y veo la pantalla mientras se llena el otro ojo y voy cambiando de ojo, aprieto, miro, aprieto, miro, y lo veo todo amarillo.

El lunes por la mañana la señora Hannon vuelve a llamar a nuestra puerta. Pregunta a mamá si Frank tendría la bondad de bajar al almacén de carbón y decir al hombre de la oficina que el señor Hannon no puede ir hoy, que tiene que ir al médico por las piernas, que irá mañana con toda seguridad y que lo que no pueda repartir hoy lo repartirá mañana. La señora Hannon ya me llama siempre Frank. A una persona que reparte quintales de carbón no se le llama Frankie.

El hombre de la oficina dice:

—Hum, creo que tenemos mucha paciencia con Han non. Tú, ¿cómo te llamas?

—McCourt, señor.

—Di a Hannon que tendrá que traernos una nota del médico. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.

El médico dice al señor Hannon que tiene que ingresar en el hospital o tendrá gangrena y el médico no se hará responsable. La ambulancia se lleva al señor Hannon y yo pierdo mi gran trabajo. Ahora estaré blanco como todos los de la Escuela Leamy, sin carreta, sin caballo, sin chelines que llevar a casa para dárselos a mi madre.

Al cabo de unos días llama a nuestra puerta Bridey Hannon. Dice que a su madre le gustaría que yo fuera a visitarla, a tomarme una taza de té con ella. La señora Hannon está sentada junto al fuego con una mano en el asiento de la silla del señor Hannon.

—Siéntate, Frank —me dice, y cuando pretendo sentarme en una de las sillas corrientes de la cocina, dice—: No, siéntate aquí. Siéntate en su propia silla. ¿Sabes cuántos años tiene, Frank?

—Oh, debe de ser muy mayor, señora Hannon. Debe de tener treinta y cinco años.

Ella sonríe. Tiene unos dientes preciosos.

—Tiene cuarenta y nueve años, Frank, y un hombre de esa edad no debería tener así las piernas.

—No debería, señora Hannon.

—¿Sabes que le dabas mucha alegría al acompañarlo en esa carreta?

—No lo sabía, señora Hannon.

—Sí se la dabas. Hemos tenido dos hijas, Bridey, a la que conoces, y Kathleen, que es enfermera allí arriba, en Dublín. Pero no hemos tenido ningún hijo varón, y él decía que le dabas la sensación de tener un hijo.

Siento que me arden los ojos y no quiero que me vea llorar, sobre todo cuando no sé por qué lloro. Últimamente no hago otra cosa. ¿Es por el trabajo? ¿Es por el señor Hannon? Mi madre me suele decir: «Vaya, tienes la vejiga cerca de los ojos».

Creo que lloro por el modo de hablar en voz baja de la señora Hannon, y habla así por el señor Hannon.

—Como un hijo —dice—, y me alegra que le dieras esa sensación. Ya no podrá volver a trabajar, ¿sabes? Desde ahora tendrá que quedarse en casa. Quizás se pueda curar, y en tal caso bien podría encontrar un puesto de vigilante, para no tener que levantar y cargar pesos.

—Yo no volveré a tener trabajo, señora Hannon.

—Tienes un trabajo, Frank. La escuela. Ése es tu trabajo.

—Eso no es un trabajo, señora Hannon.

—Nunca tendrás un trabajo igual, Frank. Al señor Hannon se le parte el corazón de imaginarte arrastrando sacos de carbón de una carreta, y a tu madre también se le parte el corazón, y te destrozarías los ojos. Siento mucho haberte metido en esto, pues puse a tu pobre madre en un compromiso, entre tus ojos y las piernas del señor Hannon.

—¿Podré ir al hospital a ver al señor Hannon?

—Quizás no te dejen entrar, pero claro que puedes venir a verlo aquí. Bien sabe Dios que no hará gran cosa más que leer y mirar por la ventana.

Mamá me dice en casa:

—No debes llorar, aunque, por otra parte, las lágrimas son saladas y te lavarán el líquido malo de los ojos.