10

Abajo, en Irlanda, hace frío y hay humedad, pero nosotros estamos arriba, en Italia. Mamá dice que deberíamos subir al pobre Papa para colgarlo en la pared ante la ventana. Al fin y al cabo, es un amigo del obrero y es italiano, y los italianos son gente de clima cálido. Mamá se sienta junto al fuego, tiritando, y cuando vemos que no le apetece fumarse un cigarrillo sabemos que le pasa algo. Dice que le parece que tiene un principio de resfriado y que le encantaría tomarse una bebida un poco ácida, una gaseosa de limón. Pero en la casa no hay dinero, ni siquiera para comprar pan a la mañana siguiente. Se toma un té y se acuesta.

Ella se mueve y da vueltas en la cama, que cruje toda la noche, y no nos deja dormir pidiendo agua a suspiros. A la mañana siguiente se queda en la cama, tiritando todavía, y nosotros nos quedamos callados. Si se queda dormida el tiempo suficiente, Malachy y yo nos levantaremos demasiado tarde para ir a la escuela. Pasan las horas y sigue sin moverse, y cuando sé que ha pasado de sobra la hora de ir a la escuela enciendo el fuego para poner la tetera. Ella se mueve y pide una gaseosa, pero yo le doy un tarro de mermelada lleno de agua. Le pregunto si le apetece un té y ella se comporta como si estuviera sorda. Tiene la cara encendida, y es raro que ni siquiera hable de los cigarrillos.

Nos quedamos sentados junto al fuego en silencio Malachy, Michael, Alphie y yo. Nos tomamos el té mientras Alphie mastica el último trozo de pan untado con azúcar. Nos hace reír el modo en que se embadurna de azúcar toda la cara y nos sonríe con sus mofletes pringosos. Pero no podemos reírnos demasiado, o mamá saltará de la cama y nos mandará a Malachy y a mí a la escuela, donde nos harán polvo por llegar tarde. No nos reímos mucho tiempo, ya no queda pan y los cuatro tenemos hambre. Ya no podemos pedir nada fiado en la tienda de O’Connell. Tampoco podemos acercarnos a la abuela. Siempre nos chilla porque papá es del Norte y nunca envía a su casa dinero desde Inglaterra, donde trabaja en una fábrica de municiones. La abuela dice que por lo que a ella respecta podemos morirnos todos de hambre. Así aprenderá mamá a lo que conduce casarse con un hombre del Norte con la tez amarillenta, un aire raro y aspecto de presbiteriano.

Con todo, tendré que probar suerte una vez más en casa de Kathleen O’Connell. Le diré que mi madre está enferma en cama, en el piso de arriba, que mis hermanos tenemos hambre y que todos nos vamos a morir por falta de pan.

Me pongo los zapatos y voy corriendo aprisa por las calles de Limerick para calentarme en el aire helado de febrero. Se puede asomar uno por las ventanas de la gente y ver lo acogedoras que son sus cocinas con los fuegos encendidos o los fogones negros y calientes todo reluciente a la luz eléctrica tazas y platillos en las mesas con platos de rebanadas de pan libras enteras de mantequilla tarros de mermelada el olor de los huevos fritos y de la panceta que sale por las ventanas es suficiente para que a uno se le haga la boca agua y las familias allí sentadas atacando la comida todos sonrientes la madre lozana y limpia con su delantal todos lavados y el Sagrado Corazón de Jesús contemplándolos desde la pared sufriendo y triste pero aun así feliz por toda esa comida y esa luz y con los buenos católicos que toman el desayuno.

Yo intento encontrar música dentro de mi cabeza, pero no encuentro más que a mi madre, que suspira por una gaseosa.

Gaseosa. Una furgoneta se aleja de la taberna de South, ante la cual ha dejado unas cajas de cervezas y de gaseosas, y en la calle no hay un alma. En un segundo me meto dos botellas de gaseosa bajo el jersey y me alejo con paso tranquilo y procurando poner cara de inocente.

Hay una furgoneta de reparto de pan detenida ante la tienda de Kathleen O’Connell. La portezuela trasera está abierta y deja ver los estantes llenos de pan humeante, recién hecho. El conductor de la furgoneta está dentro de la tienda tomándose un té y un bollo con Kathleen, y a mí no me resulta difícil hacerme con una hogaza. No está bien que robe a Kathleen con lo buena que es siempre con nosotros, pero si entro a pedirle pan se molestará y me dirá que le estoy fastidiando la taza de té de la mañana y que preferiría tomársela tranquilamente, en paz y a gusto, si no me importa. Es más fácil meterme el pan bajo el jersey con la gaseosa y prometerme contarlo todo cuando me confiese.

Mis hermanos han vuelto a meterse en la cama y están jugando bajo los abrigos, pero se levantan de un salto cuando ven el pan. Nos comemos la hogaza haciéndola pedazos con las manos, porque tenemos demasiada hambre para cortarla en rebanadas, y hacemos té con las hojas usadas de la mañana. Cuando mi madre se despierta, Malachy le lleva a los labios la botella de gaseosa y ella se la bebe entera sin respirar. Si le gusta tanto, tendré que buscar más gaseosa.

Echamos al fuego los últimos trozos de carbón que nos quedan y nos sentamos a su alrededor contándonos cuentos que nos inventamos como hacía papá. Cuento a mis hermanos mis aventuras con la gaseosa y con el pan y me invento aventuras, les cuento que me persiguieron los dueños de las tabernas y los tenderos y que yo me refugié en la iglesia de San José, donde nadie puede entrar a perseguirte si eres un delincuente, aunque hayas matado a tu madre. Malachy y Michael ponen cara de susto cuando les cuento cómo he conseguido el pan y la gaseosa, pero después Malachy dice que no era más que lo que habría hecho Robin Hood, robar a los ricos para dárselo a los pobres. Michael dice que soy un forajido y que si me atrapan me ahorcarán del árbol más alto del Parque del Pueblo, como ahorcan a los forajidos en las películas del cine Lyric. Malachy dice que debo procurar estar en gracia de Dios, porque a lo mejor es difícil encontrar a un cura cuando me vayan a ahorcar. Yo le digo que tendría que venir obligatoriamente un cura cuando me fueran a ahorcar. Para eso están los curas. Roddy McCorley tuvo a un cura, y Kevin Barry lo mismo. Malachy dice que cuando ahorcaron a Roddy McCorley y a Kevin Barry no había curas, porque las canciones no dicen nada de eso, y se pone a cantar las canciones para demostrarlo, hasta que mi madre se queja en la cama y dice que nos callemos.

Alphie, el pequeño, está dormido en el suelo junto al fuego. Lo metemos en la cama con mamá para que tenga calor, aunque no queremos que se contagie de la enfermedad de ella y se muera. Si ella se despierta y se lo encuentra muerto en la cama a su lado sus lamentos serán interminables, y encima me echará la culpa a mí.

Los tres volvemos a meternos en nuestra cama, nos acurrucamos bajo los abrigos y procuramos no caernos al hoyo que tiene el colchón. Allí estamos a gusto hasta que Michael empieza a preocuparse porque Alphie puede contagiarse de la enfermedad de mamá y a mí me pueden ahorcar por forajido. Dice que eso no es justo porque así se quedaría con sólo un hermano mientras que todo el mundo tiene un montón de hermanos. La preocupación lo deja dormido, y al poco rato Malachy se adormece también y yo sigo acostado despierto pensando en la mermelada. Sería estupendo tener otra hogaza de pan y un tarro de mermelada de fresa o de cualquier clase. Yo no recuerdo haber visto nunca una furgoneta de reparto de mermelada, y no me gustaría hacer como Jesse James, entrar a tiros en una tienda exigiendo que me diesen la mermelada. Así es seguro que me ahorcarían.

Entra un sol frío por la ventana y yo estoy seguro de que fuera hará más calor, y qué sorpresa se llevarían mis hermanos si cuando se despertasen me encontrasen con más pan y mermelada. Se lo zamparían todo y después volverían a hablar de mis pecados y de que me iban a ahorcar.

Mamá sigue dormida, aunque tiene la cara roja, y cuando ronca hace un ruido como si se ahogara.

Tengo que ir por la calle con cuidado porque es día de escuela y si me ve el guardia Dennehy me llevará a rastras a la escuela y el señor O’Halloran me correrá a golpes por toda el aula. Ése guardia se ocupa de la asistencia a la escuela, y le encanta perseguirte en bicicleta y llevarte a rastras de la oreja a la escuela.

Hay una caja ante la puerta de una de las casas grandes de la calle Barrington. Finjo llamar a la puerta para ver lo que hay en la caja: una botella de leche, una hogaza de pan, queso, tomates y, Dios, un tarro de mermelada. No puedo meterme todo eso debajo del jersey. Dios. ¿Debo llevarme toda la caja? La gente que pasa no me presta atención. Bien puedo llevarme toda la caja. Mi madre diría que preso por mil, preso por mil y quinientos. Levanto la caja y procuro parecer un recadero que lleva una entrega, y nadie me dice ni una palabra.

Malachy y Michael no caben en sí de gozo cuando ven lo que hay en la caja, y pronto están zampándose gruesas rebanadas de pan untadas de mermelada dorada. Alphie tiene la cara y el pelo cubiertos de mermelada, y también tiene bastante en las piernas y en la tripa. Bajamos la comida con té frío, porque no tenemos fuego para calentarlo.

Mamá vuelve a pedir gaseosa entre dientes y yo le doy la mitad de la segunda botella para hacerla callar. Pide más, y yo la mezclo con agua para estirarla porque no puedo pasarme la vida corriendo de aquí para allá robando gaseosa de las tabernas. Lo estamos pasando bien, hasta que mamá empieza a desvariar en la cama hablando de su hijita preciosa que le quitaron y de sus dos gemelos que perdió antes de que cumplieran tres años, y dice que por qué no se puede llevar Dios a los ricos para variar y pregunta si hay gaseosa en casa. Michael pregunta si se va a morir mamá, y Malachy le dice que uno no se puede morir hasta que llegue un cura. Después Michael se pregunta si volveremos a tener alguna vez fuego y té caliente, porque se está helando en la cama, a pesar de los abrigos que quedaron de tiempos antiguos. Malachy dice que deberíamos salir a pedir turba, carbón y leña de casa en casa y que podríamos llevar la carga en el cochecito de Alphie. Deberíamos llevarnos a Alphie porque es pequeño y sonríe, y la gente lo verá y tendrán lástima de él y de nosotros. Intentamos lavarle toda la suciedad, la pelusa, las plumas y la mermelada pringosa, pero cuando lo tocamos con agua suelta un aullido. Michael dice que volverá a mancharse igual en el cochecito, y que para qué lavarlo. Michael es pequeño, pero siempre está diciendo cosas que llaman la atención como ésta.

Llevamos el cochecito por las avenidas y por los paseos de los ricos, pero cuando llamamos a las puertas las doncellas nos dicen que nos marchemos o llamarán a las autoridades pertinentes y que es una vergüenza que estemos llevando de un lado a otro a un niño pequeño en un cochecito destrozado que echa una peste que clama al cielo, en un cacharro asqueroso que no serviría ni para llevar a un cerdo al matadero, y que éste es un país católico donde hay que cuidar bien a los niños pequeños para que vivan y transmitan la fe de generación en generación. Malachy dice a una doncella que le bese el culo y ella le da un coscorrón tan grande que a él se le saltan las lágrimas y dice que no volverá a pedir en su vida nada a los ricos. Dice que es inútil seguir pidiendo, que lo que tenemos que hacer es ir por la parte trasera de las casas, saltar los muros y coger lo que queramos. Michael puede llamar a las puertas principales para distraer a las doncellas mientras Malachy y yo tiramos trozos de carbón y de turba por encima de los muros y rellenamos el cochecito alrededor de Alphie.

Así lo hacemos en tres casas, hasta que Malachy golpea a Alphie con un trozo de carbón que tira por encima del muro y Alphie se pone a chillar y nosotros tenemos que huir corriendo y nos olvidamos de Michael, que sigue llamando a las puertas y recibiendo los insultos de las criadas. Malachy dice que deberíamos llevar el cochecito a casa primero y volver después a recoger a Michael. Ya no podemos pararnos, pues Alphie está berreando y la gente nos pone mala cara y nos dice que somos una deshonra para nuestra madre y para Irlanda en general.

Cuando volvemos a casa tardamos algún tiempo en extraer a Alphie de entre la carga de carbón y de turba, y no deja de gritar hasta que le doy pan y mermelada. Temo que mamá salte de la cama, pero se limita a hablar entre dientes de papá, del alcohol y de los niños muertos.

Malachy vuelve con Michael, que nos cuenta las aventuras que ha tenido llamando a las puertas. Una mujer rica le abrió la puerta en persona, lo invitó a pasar a la cocina y le dio un bollo, leche, pan y mermelada. Le preguntó por su familia y él le dijo que su padre tenía un trabajo importante en Inglaterra pero que su madre está en cama con una enfermedad gravísima y que pedía gaseosa mañana, tarde y noche. La mujer rica le preguntó quién cuidaba de nosotros y Michael se jactó de que nos cuidábamos solos y de que no nos faltaba el pan ni la mermelada. La mujer rica anotó el nombre y la dirección de Michael y le dijo que fuera bueno y que volviese a casa con sus hermanos y con su madre que estaba en cama.

Malachy riñe a voces a Michael por haber sido tan tonto de decir nada a una mujer rica. Ahora irá a denunciarnos y cuando menos nos lo esperemos llamarán a la puerta todos los curas del mundo para molestarnos.

Ya llaman a la puerta. Pero no es un cura, es el guardia Dennehy. Llama en voz alta:

—Oiga, oiga…, ¿hay alguien en casa? ¿Está usted en casa, señora McCourt?

Michael golpea el cristal de la ventana y saluda al guardia con la mano. Yo le doy una buena patada por tonto y Malachy le da un golpe en la cabeza, y él chilla:

—Se lo contaré al guardia. Se lo contaré al guardia. Me están matando, guardia. Me están dando golpes y patadas.

No quiere callarse, y el guardia Dennehy nos grita que abramos la puerta. Yo me asomo a la ventana y le digo que no puedo abrir la puerta porque mi madre está en cama con una enfermedad terrible.

—¿Dónde está vuestro padre?

—Está en Inglaterra.

—Bueno, pues voy a entrar a hablar con vuestra madre.

—No puede entrar, señor guardia. No puede entrar. Tiene una enfermedad. Todos tenemos la enfermedad. Puede ser el tifus. Puede ser la tisis galopante. Ya nos están saliendo manchas. El pequeño tiene un bulto. Puede ser mortal.

Abre la puerta de un empujón y sube por la escalera a Italia en el momento en que Alphie sale gateando de debajo de la cama, lleno de mermelada y de suciedad. Él lo mira, mira a mi madre y nos mira a nosotros, se quita la gorra y se rasca la cabeza.

—Jesús, María y José —dice—, es una situación desesperada. ¿Cómo ha enfermado así vuestra madre?

Yo le digo que no debe acercarse a ella, y cuando Malachy dice que a lo mejor no podemos volver a la escuela en muchísimo tiempo, el guardia dice que iremos a la escuela pase lo que pase, que nuestra misión en la tierra es ir a la escuela, del mismo modo que su misión en la tierra es hacer que vayamos a la escuela. Nos pregunta si tenemos algún pariente y me manda a decir a la abuela y a la tía Aggie que vengan a nuestra casa.

Cuando llego me gritan y me dicen que estoy sucísimo. Intento explicarles que mamá tiene una enfermedad y que estoy agotado de intentar salir adelante, de buscar con qué encender el fuego en casa, de buscar gaseosa para mamá y pan para mis hermanos. Sería inútil hablarles de la mermelada, porque me gritarían otra vez. Sería inútil hablarles de lo antipáticos que son los ricos y sus doncellas.

Me sacan a empujones al callejón, riñéndome a voces e insultándome por las calles de Limerick. El guardia Dennehy sigue rascándose el coco.

—Hay que ver —dice—, qué vergüenza. Eso no se vería en Bombay, ni siquiera en el mismísimo Bowery de Nueva York.

La abuela dice a mi madre con voz quejumbrosa:

—Madre de Dios, Ángela, ¿por qué estás en cama? ¿Qué te han hecho?

Mi madre se pasa la lengua por los labios resecos y pide jadeando más gaseosa.

—Quiere gaseosa —dice Michael— y nosotros se la hemos traído, y pan, y mermelada, y ahora somos todos forajidos. Frankie fue el primero que se hizo forajido, y después salimos todos a robar carbón por todo Limerick.

Al guardia Dennehy le interesa esto y se lleva a Michael de la mano al piso de abajo, y a los pocos minutos lo oímos reírse. La tía Aggie dice que es una vergüenza comportarse así estando enferma en cama mi madre. El guardia vuelve a subir y dice a la tía Aggie que vaya a avisar a un médico. Siempre que nos mira a mis hermanos o a mí se cubre la cara con la gorra.

—Bandoleros —dice—, bandoleros.

Llega el médico en su automóvil con la tía Aggie y tiene que llevarse a toda prisa a mi madre al hospital con su pulmonía. A todos nos gustaría ir en el coche del médico, pero la tía Aggie dice:

—No, os venís todos a mi casa hasta que vuestra madre vuelva del hospital.

Yo le digo que no se moleste. Tengo once años y no me cuesta nada ocuparme de mis hermanos. Me quedaré en casa con mucho gusto, sin ir a la escuela, y me encargaré de que todos coman y se laven. Pero la abuela grita que no haré tal cosa y la tía Aggie me da un coscorrón para que aprenda. El guardia Dennehy dice que todavía soy joven para ser forajido y padre de familia, pero que doy grandes muestras de aptitud para ambos oficios.

—Coged vuestra ropa —dice la tía Aggie—, os venís a mi casa hasta que vuestra madre salga del hospital. Jesús bendito, ese crío está que da vergüenza.

Busca un trapo y se lo ata al trasero a Alphie para que no cague todo el cochecito. Después nos mira a nosotros y nos dice que qué hacemos ahí pasmados cuando nos ha mandado que cojamos nuestra ropa. Tengo miedo de que me pegue o me grite cuando le digo que ya está, que ya tenemos toda nuestra ropa, que la llevamos puesta. Ella me mira fijamente y sacude la cabeza.

—Vamos —dice—, llena de agua con azúcar el biberón del niño.

Me dice que tendré que llevar yo a Alphie por la calle, pues ella no es capaz de guiar el cochecito con esa rueda combada que lo hace tambalearse de un lado a otro, y, por otra parte, es un trasto indigno en el que a ella le daría vergüenza meter a un perro sarnoso. Coge los tres abrigos viejos de nuestra cama y los amontona en el cochecito hasta que casi no se ve a Alphie.

La abuela viene con nosotros y me riñe a voces durante todo el camino, desde el callejón Roden hasta el piso de la tía Aggie en la calle Windmill.

—¿No puedes llevar ese cochecito como Dios manda? Jesús, vas a matar a ese niño. Deja de moverte de un lado a otro o te doy un buen sopapo en la jeta.

No quiere entrar en el piso de la tía Aggie. Ya no nos aguanta ni un minuto más. Está harta de todo el clan McCourt desde los tiempos en que tuvo que enviar el importe de seis pasajes para que volviésemos todos de América, está harta de darnos más dinero para los entierros de los niños muertos, de darnos comida cada vez que nuestro padre se bebe el paro o el sueldo, de ayudar a Ángela a salir adelante mientras ese desgraciado del Norte se bebe el sueldo por toda Inglaterra. Ah, está harta, vaya si lo está, y se marcha cruzando la calle Henry con su chal negro ceñido a la cabeza de pelo blanco, cojeando con sus altos botines negros.

Cuando tienes once años y tus hermanos tienen diez años, cinco y uno, no sabes qué hacer cuando estás en casa de otra persona, aunque sea la hermana de tu madre. Te dicen que dejes el cochecito en el vestíbulo y que lleves al niño a la cocina, pero si no es tu casa no sabes qué tienes que hacer cuando llegas a la cocina, por miedo a que la tía te grite o te pegue en la cabeza. Ella se quita el abrigo y lo lleva al dormitorio y tú te quedas con el niño en brazos esperando a que te digan qué tienes que hacer. Si das un paso hacia delante o un paso a un lado, podría salir y preguntarte «¿adónde vas?» y no sabes qué contestar porque ni tú mismo lo sabes. Si dices algo a tus hermanos, ella podría decirte que quién eres tú para hablar en su cocina. Tenemos que quedarnos de pie y callados, y eso es difícil cuando se oye un tintineo en el dormitorio y nosotros sabemos que está meando en el orinal. No quiero mirar a Malachy.

Si lo miro me sonreiré, y él se sonreirá, y Michael se sonreirá, y correremos el peligro de echarnos a reír, y en tal caso no podremos parar en días enteros cuando nos imaginemos el gran culo blanco de la tía Aggie posado en un orinalito decorado con flores. Soy capaz de contenerme. No me reiré. Ni Malachy ni Michael se reirán, y se ve claramente que estamos orgullosos de no habernos reído ni haber hecho enfadar a la tía Aggie, hasta que Alphie, al que tengo en brazos, sonríe y dice «gu, gu», y eso nos hace estallar. Los tres nos echamos a reír y Alphie sonríe con su cara sucia y vuelve a decir «gu, gu» hasta que nos desternillamos, y la tía Aggie sale furiosa de la habitación y bajándose el vestido y me da en la cabeza un golpe que me manda contra la pared con niño y todo. Pega también a Malachy e intenta pegar a Michael, pero éste va corriendo hasta el otro lado de la mesa redonda de la tía y ella no puede alcanzarlo.

—Ven aquí, que te voy a quitar esa sonrisa de la cara —le dice, pero Michael sigue corriendo alrededor de la mesa y ella está demasiado gorda para alcanzarlo—. Ya te pillaré luego y te calentaré el culo; y tú, don Mugre —me dice a mí—, deja a ese niño allí en el suelo, junto al fogón.

Pone en el suelo los abrigos viejos del cochecito y Alphie se queda allí tendido con su agua azucarada, dice «gu, gu» y sonríe. Nos dice que nos quitemos hasta el último trapo de encima, que salgamos al grifo del patio trasero y que nos freguemos hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo. No debemos volver a entrar en esta casa mientras no estemos inmaculados. Me dan ganas de decirle que estamos en pleno febrero, que fuera está helando, que nos podemos morir todos, pero sé que si abro la boca puedo acabar muerto aquí, en el suelo de la cocina.

Salimos desnudos al patio y nos echamos agua fría del grifo. Ella abre la ventana de la cocina y nos tira un cepillo de raíces y una pastilla grande de jabón pardo como el que usaban para lavar al Caballo Finn. Nos manda que nos frotemos la espalda el uno al otro y que sigamos hasta que ella nos lo diga. Michael dice que se le caen de frío las manos y los pies, pero a ella no le importa. Nos sigue diciendo que seguimos sucios y que si tiene que salir a frotarnos ella nos vamos a enterar de lo que vale un peine. Otro peine. Me froto con más fuerza. Todos nos frotamos hasta que estamos de color rosa y nos castañetean los dientes. A la tía Aggie no le parece suficiente. Sale con un cubo y nos echa agua fría por encima.

—Ahora entrad a secaros —nos dice.

Entramos al pequeño cobertizo que está junto a su cocina y allí, de pie, nos secamos con una sola toalla. Esperamos de pie, temblando, porque no podemos entrar tranquilamente a su cocina mientras no nos lo mande. La oímos moverse dentro, enciende el fuego, rasca la reja del fogón con el atizador y después nos grita:

—¿Es que os vais a quedar ahí de pie todo el día? Entrad aquí y poneos la ropa.

Nos da tazones de té y rebanadas de pan frito y nos sentamos a la mesa a comer en silencio, porque no debemos decir ni una palabra si ella no nos lo manda. Michael le pide una segunda rebanada de pan frito y los demás esperamos que lo derribe de la silla por descarado, pero ella se limita a gruñir:

—A vosotros no os han criado con dos rebanadas de pan frito, ni mucho menos.

Y nos da otra rebanada a cada uno. Intenta dar a Alphie pan empapado en té, pero él no se lo come hasta que ella lo espolvorea con azúcar, y cuando ha terminado se sonríe y se mea en su regazo y nosotros estamos encantados. Ella sale corriendo al cobertizo para limpiarse con una toalla y nosotros podemos sonreírnos entre nosotros, sentados a la mesa, y decimos a Alphie que es el crío más grande del mundo. El tío Pa Keating entra por la puerta todo negro, pues viene de su trabajo en la Fábrica de Gas.

—Oh, caramba —dice—, ¿qué es esto?

—Mi madre está en el hospital, tío Pa —dice Michael.

—¿Ah, sí? ¿Qué le pasa?

—Tiene una pulmonía —dice Malachy.

—Bueno, vaya, peor sería que tuviese una corazonmonía.

Se ríe sin que sepamos de qué; entra la tía Aggie que vuelve del cobertizo y le dice que mamá está en el hospital y que nosotros debemos quedarnos con ellos hasta que salga.

—Estupendo, estupendo —dice él, y va al cobertizo a lavarse, aunque cuando vuelve no parece que haya tocado el agua de negro que está.

Se sienta a la mesa y la tía Aggie le da la cena, que es pan frito, jamón y tomates cortados en rodajas. Nos dice que nos apartemos de la mesa y que dejemos de contemplar al tío mientras se toma el té, y a él le dice que deje de darnos trozos de jamón y de tomate.

Arrah, por Dios, Aggie, estos niños tienen hambre —dice él.

—No es asunto tuyo —dice ella—. No son tuyos.

Nos manda a jugar fuera y que volvamos a casa a acostarnos a las ocho y media. Sabemos que fuera está helando y nos gustaría quedarnos junto al fogón caliente, pero es más fácil jugar en la calle que quedarse en casa con la regañona de la tía Aggie.

Me hace entrar más tarde y me manda al piso de arriba a pedir prestada una sábana impermeable a una mujer que tenía un niño que se murió. La mujer me dice:

—Dile a tu tía que me gustaría que me devolviese esta sábana impermeable para el próximo niño que tenga.

La tía Aggie dice:

—Hace doce años que se murió ese niño y ella guarda todavía la sábana impermeable. Ya tiene cuarenta y cinco años, y si tiene otro hijo habrá que ver si ha salido en el cielo la estrella de Oriente.

—¿Qué es eso? —pregunta Malachy, y ella le dice que no se meta en lo que no le importa, que es muy pequeño para entenderlo.

La tía Aggie pone en su cama la sábana impermeable y acuesta a Alphie encima, en la cama, entre ella y el tío Pat. Ella duerme en la parte interior, contra la pared, y el tío Pat por fuera, porque tiene que levantarse temprano para ir a trabajar. Nosotros debemos dormir en el suelo, junto a la pared de enfrente, con un abrigo debajo y dos encima. Dice que si nos oye decir una sola palabra por la noche nos calentará el culo, y que tenemos que madrugar porque es Miércoles de Ceniza y no nos vendría mal ir a misa y rezar por nuestra pobre madre y su pulmonía.

El despertador nos arranca del sueño con un susto. La tía Aggie dice desde la cama:

—Los tres tenéis que levantaros e ir a misa. ¿Me habéis oído? Arriba. Lavaos las caras e id a los Jesuitas.

Su patio trasero es todo escarcha y hielo y nos escuecen las manos con el agua helada. Nos echamos un poco de agua en las caras y nos secamos con la toalla, que sigue húmeda desde ayer. Malachy susurra que nos hemos lavado sólo por encima, como los gatos, como diría mamá.

Las calles también están llenas de escarcha y de hielo, pero la iglesia de los jesuitas está caldeada. Debe de ser estupendo ser jesuita, dormir en una cama con sábanas, mantas, almohadas, tener la casa caldeada al levantarse e ir a una iglesia caldeada donde no hay que hacer nada más que decir misa, confesar y reñir a la gente a gritos por sus pecados, que te suban la comida y leer los oficios en latín antes de acostarte. A mí me gustaría ser jesuita algún día, pero no hay esperanzas de serlo cuando uno se ha criado en un callejón. Los jesuitas son muy exigentes. No les gustan los pobres. Les gusta la gente que tiene automóvil, que estira el meñique al levantar la taza de té.

La iglesia está abarrotada de gente que asiste a la misa de siete y que recibe la ceniza en la frente. Malachy susurra que Michael no debe recibir la ceniza porque no va a hacer la Primera Comunión hasta el mes de mayo y sería pecado. Michael se echa a llorar:

—Quiero la ceniza, quiero la ceniza.

Una mujer vieja que está detrás de nosotros nos dice:

—¿Qué estáis haciendo a ese niño precioso?

Malachy le explica que el niño precioso no ha hecho la Primera Comunión y que no está en gracia de Dios. Malachy se está preparando para la Confirmación y siempre está alardeando de lo bien que se sabe el catecismo, siempre está hablando de la gracia de Dios. No quiere reconocer que yo ya sabía todo lo de la gracia de Dios hace un año, hace tanto tiempo que ya empiezo a olvidarlo. La vieja dice que no es necesario estar en gracia de Dios para que te pongan unas cenizas en la frente y dice a Malachy que deje de atormentar a su pobre hermanito. Da a Michael una palmadita en la frente y le dice que es un niño muy rico y que vaya a que le impongan las cenizas. Él se acerca corriendo al altar y, cuando vuelve, la mujer le da un penique como regalo por haber recibido las cenizas.

La tía Aggie sigue en la cama con Alphie. Dice a Malachy que llene de leche el biberón de Alphie y que se lo lleve. A mí me dice que encienda el fuego en el fogón, que hay papeles y leña en una caja y carbón en el cubo del carbón.

—Si no se enciende el fuego, échale un poco de queroseno.

El fuego tarda en encenderse y humea, y yo vierto por encima el queroseno y sale una llamarada, fus, que casi me quema las cejas. Hay humo por todas partes y la tía Aggie entra corriendo en la cocina. Me aparta del fogón de un empujón.

—Jesús bendito, ¿es que todo lo tienes que hacer mal? Tienes que abrir el tiro, idiota.

Yo no entiendo nada de tiros. En nuestra casa tenemos una chimenea abajo, en Irlanda, y otra chimenea en Italia, arriba, y no hay tiros por ninguna parte. Y vas a casa de tu tía y tienes que entender de tiros. Es inútil que le digas que es la primera vez que enciendes el fuego en un fogón. Te volvería a dar un golpe en la cabeza que te haría volar. Es difícil saber por qué se enfadan tanto los mayores por cosas pequeñas como son los tiros. Cuando yo sea hombre no voy a dar golpes en la cabeza a los niños pequeños por los tiros ni por ninguna otra cosa. Ahora me grita:

—Mira a don Mugre ahí parado. ¿Se te ocurriría abrir la ventana para que se marche el humo? Claro que no. Tienes una cara como la de tu padre del Norte. Y ahora, ¿crees que podrás hervir el agua para el té sin quemar la casa?

Corta tres rebanadas de una hogaza, nos las unta de margarina y se vuelve a acostar. Nos tomamos el té y el pan y esa mañana nos alegramos de ir a la escuela, donde hace calor y no hay tías que griten.

A la vuelta de la escuela me hace sentarme a la mesa y escribir una carta a mi padre contándole que mamá está en el hospital y que todos estamos en casa de la tía Aggie hasta que mamá vuelva a casa. Tengo que decirle que todos estamos felices y con buena salud, que envíe dinero, que la comida está muy cara, que los niños comen mucho cuando están creciendo, ja, ja, que el pequeño, Alphie, necesita ropa y pañales.

No sé por qué está enfadada siempre. Su piso es cálido y seco. Tiene luz eléctrica en la casa y un retrete propio en el patio trasero. El tío Pa tiene trabajo fijo y trae a casa su sueldo todos los viernes. Se toma sus pintas en la taberna de South, pero nunca llega a casa cantando canciones sobre la larga y triste historia de Irlanda. Dice «malditas sean todas sus casas», y dice que lo más gracioso del mundo es que todos tenemos culos que tienen que limpiarse y que nadie se libra de eso. En cuanto un político o un Papa empieza a decir disparates, el tío Pa se lo imagina limpiándose el culo. Hitler, Roosevelt y Churchill se limpian todos el culo. De Valera también. Dice que los únicos de los que se puede fiar uno en ese sentido es de los mahometanos, porque comen con una mano y se limpian con la otra. La mano humana es un bicho traicionero y nunca se sabe dónde ha estado metida.

Pasamos buenos ratos con el tío Pa cuando la tía Aggie va al Instituto de Mecánicos a jugar a las cartas, a las cuarenta y cinco. El tío dice:

—¡A la porra los resentidos!

Se trae dos botellas de cerveza negra de la taberna de South, seis bollos y media libra de jamón de la tienda de la esquina. Prepara té y nos sentamos junto a la estufa bebiéndolo, comiéndonos nuestros emparedados de jamón y nuestros bollos y nos reímos con el tío Pa y las cosas que dice del mundo. Dice:

—Respiré los gases, me bebo la pinta, me importa un pedo de violinista el mundo y sus aledaños.

Si el pequeño Alphie se cansa, se pone de mal humor y llora, el tío Pa se abre la camisa y le dice:

—Toma, teta de mami.

Cuando Alphie ve ese pecho tan plano con la tetilla se impresiona y vuelve a portarse bien.

Antes de que vuelva a casa la tía Aggie tenemos que lavar los tazones y limpiarlo todo para que no se entere de que nos hemos estado atiborrando de bollos y de emparedados de jamón. Si se enterase se pasaría un mes riñendo al tío Pa, y eso es lo que yo no entiendo. ¿Por qué le deja que le riña así? Fue a la Gran Guerra, respiró gases, es mayor, tiene trabajo, hace reír a todo el mundo. Es un misterio. Es lo que te dicen los curas y los maestros, que todo es un misterio y que tienes que creerte lo que te dicen.

De buena gana tendría por padre al tío Pa. Pasaríamos ratos estupendos sentados junto al fuego del fogón, tomando té y riéndonos cuando él se tira un pedo y dice:

—Enciende una cerilla. Es un regalo de los alemanes.

La tía Aggie me atormenta constantemente. Me llama «legañoso». Dice que soy el vivo retrato de mi padre. Tengo un aire raro, tengo un aspecto solapado como los presbiterianos del Norte, de mayor seguramente levantaré un altar al propio Oliver Cromwell, me escaparé de casa y me casaré con una zorra inglesa y llenaré la casa de retratos de la familia real.

Quiero alejarme de ella y sólo se me ocurre un modo de conseguirlo: ponerme enfermo y que me lleven al hospital. Me levanto en plena noche y salgo a su patio trasero. Puedo fingir que voy al retrete. Me quedo de pie al aire libre, con un tiempo helado, esperando coger una pulmonía o la tisis galopante para poder ir al hospital, donde hay buenas sábanas limpias y te llevan la comida a la cama y la muchacha del vestido azul te trae libros. A lo mejor conozco a otra Patricia Madigan y me aprendo una poesía larga. Paso un rato larguísimo en el patio trasero, en camisa y descalzo, mirando a la luna, que es un galeón espectral azotado por mares turbulentos, y vuelvo a la cama tiritando y con la esperanza de despertarme a la mañana siguiente con una tos terrible y con las mejillas enrojecidas. Pero no es así. Me siento fresco y animado, y estaría en muy buena forma si pudiera estar en casa con mi madre y con mis hermanos.

Algunos días la tía Aggie nos dice que no nos aguanta un minuto más.

—Largaos de aquí. Tú, legañoso, llévate a Alphie en el cochecito, llévate a tus hermanos, marchaos al parque a jugar, haced lo que queráis y no volváis hasta la hora del té, cuando toquen al ángelus, ni un minuto más tarde, ¿me oís?, ni un minuto más tarde.

Hace frío, pero a nosotros no nos importa. Subimos el cochecito por la avenida O’Connell hasta Ballinacurra o por la carretera de Rosbrien. Dejamos a Alphie gatear por los campos para que vea las vacas y las ovejas, y nos reímos cuando las vacas lo tocan con el morro. Yo me meto debajo de las vacas y echo chorros de leche a la boca de Alphie hasta que éste está lleno y la vomita. Los granjeros nos persiguen hasta que se dan cuenta de lo pequeños que son Michael y Alphie. Malachy se ríe de los granjeros. Les dice:

—Pégueme, ahora que llevo al niño en brazos.

Después tiene una gran idea. ¿Por qué no podemos ir a nuestra propia casa y jugar un rato? Recogemos palos y trozos de leña en los campos y vamos corriendo al callejón Roden. En la chimenea de Italia hay cerillas, y encendemos un buen fuego en un momento. Alphie se queda dormido y los demás tardamos poco rato en adormecernos hasta que se escucha el toque del ángelus en la iglesia de los redentoristas y sabemos que tendremos problemas con la tía Aggie por llegar tarde.

Nos da igual. Podrá gritarnos todo lo que quiera, pero hemos pasado un rato estupendo en el campo con las vacas y con las ovejas, y después con el buen fuego allí arriba, en Italia.

Bien se ve que ella nunca pasa ratos estupendos como éstos. Tendrá luz eléctrica y retrete, pero no pasa ratos estupendos.

La abuela viene a buscarla los jueves y los domingos y cogen el autobús para visitar a mamá en el hospital. Nosotros no podemos ir porque no dejan entrar a los niños, y si les preguntamos «¿cómo está mamá?» ponen cara de mal humor y nos dicen que está bien, que saldrá de ésta. Nos gustaría saber cuándo va a salir del hospital para que todos podamos volver a casa, pero nos da miedo abrir la boca.

Malachy dice un día a la tía Aggie que tiene hambre y le pregunta si puede comerse un trozo de pan. Ella le pega con un Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón enrollado y a él se le llenan de lágrimas las pestañas. Al día siguiente no vuelve a casa a la salida de la escuela y no ha aparecido todavía a la hora de acostarnos. La tía Aggie dice:

—Bueno, supongo que se ha escapado. Me alegro de perderlo de vista. Si tuviera hambre, volvería. Que esté cómodo en una zanja.

Al día siguiente, Michael entra corriendo de la calle, gritando:

—Ha llegado papá, ha llegado papá.

Y vuelve a salir y allí está papá sentado en el suelo del vestíbulo abrazando a Michael, diciendo con voz llorosa «vuestra pobre madre, vuestra pobre madre», y le huele el aliento a alcohol.

—Ah, has llegado —dice la tía Aggie, sonriendo, y prepara té, huevos y salchichas. A mí me manda a comprar una botella de cerveza negra para papá, y yo me pregunto por qué está tan agradable y generosa de repente.

—¿Vamos a volver a nuestra casa, papá? —dice Michael.

—Sí, hijo.

Alphie vuelve al cochecito con los tres abrigos viejos y con carbón y leña para el fuego. La tía Aggie sale a despedirnos a la puerta y nos dice que seamos buenos, que volvamos a tomar el té cuando queramos, y a mí me vienen a la cabeza unas palabras malas dirigidas a ella, vieja perra. Las tengo en la cabeza y no puedo evitarlo, y tendré que decírselo al cura cuando me confiese.

Malachy no está en una zanja, está allí, en nuestra propia casa, comiendo pescado frito con patatas fritas que dejó caer un soldado borracho en la puerta del cuartel de Sarsfield.

Mamá vuelve a casa a los dos días. Está débil y pálida y camina despacio.

—El médico me ha dicho que esté al calor, que descanse mucho y que coma cosas nutritivas, carne y huevos tres veces por semana —dice—. Dios nos asista, esos pobres médicos no tienen idea de lo que es no tener.

Papá prepara el té y tuesta pan para ella en el fuego. Fríe pan para el resto de nosotros y pasamos una noche agradable allí arriba, en Italia, donde hace calor. Dice que no puede quedarse para siempre, que tiene que volver a trabajar a Coventry. Mamá le pregunta cómo va a volver a Coventry sin un penique en el bolsillo. Él se levanta temprano el Sábado Santo y yo tomo té con él junto al fuego. Fríe cuatro rebanadas de pan, las envuelve con páginas del Limerick Chronicle y se mete dos rebanadas en cada bolsillo del abrigo. Mamá sigue en la cama y él le dice en voz alta desde abajo, por las escaleras:

—Ya me voy.

—Está bien —dice ella—. Escribe cuando desembarques.

Mi padre se va a Inglaterra y ella ni siquiera se levanta de la cama. Yo pregunto si puedo acompañarlo hasta la estación de ferrocarril.

—No, no va allí. Va a la carretera de Dublín a ver si alguien lo lleva.

Papá me da unas palmaditas en la cabeza, me dice que cuide de mi madre y de mis hermanos y sale por la puerta. Lo veo subir por el callejón hasta que dobla la esquina. Subo corriendo el callejón para verlo bajar la colina del Cuartel y la calle Saint Joseph. Bajo la colina corriendo y lo sigo todo lo que puedo. Debe de darse cuenta de que lo estoy siguiendo, porque se vuelve y me grita:

—Vuelve a casa, Francis. Vuelve a casa con tu madre.

Al cabo de una semana llega una carta en la que dice que llegó bien, que tenemos que ser buenos, cumplir nuestros deberes religiosos y, sobre todo, obedecer a nuestra madre. Al cabo de otra semana llega un giro telegráfico de tres libras y estamos en la gloria. Seremos ricos, comeremos pescado frito con patatas fritas, gelatina con natillas, veremos películas todos los sábados en el Lyric, en el Coliseum, en el Carlton, en el Atheneum, en el Central y en el más elegante de todos, en el Savoy. Quizás acabemos tomando té y bollos en el café Savoy con la gente fina y distinguida de Limerick. No olvidaremos estirar los meñiques cuando levantemos las tazas.

Al sábado siguiente no llega ningún telegrama, ni al otro sábado, ni ningún otro sábado. Mamá vuelve a pedir limosna en la Conferencia de San Vicente de Paúl y sonríe en el dispensario cuando el señor Coffey y el señor Kane hacen sus bromitas diciendo que papá tendrá una zorra en Picadilly. Michael pregunta qué es una zorra y ella le dice que es la hembra del zorro. Mamá pasa casi todo el día sentada junto al fuego con Bridey Hannon, fumándose sus Woodbines, tomando té flojo. Cuando volvemos a casa de la escuela, las migas de pan de la mañana siguen en la mesa. Nunca lava los tarros de mermelada ni los tazones y hay moscas en el azúcar y en todo lo que está dulce.

Dice que Malachy y yo tenemos que turnarnos para cuidar de Alphie, que tenemos que sacarlo en el cochecito para que tome un poco el aire. El niño no puede pasarse metido en Italia desde octubre hasta abril. Si le decimos que queremos jugar con nuestros amigos puede soltarnos un revés a la cabeza que nos haga escocer las orejas.

Jugamos con Alphie y con el cochecito. Yo me pongo en lo alto de la colina del Cuartel y Malachy se queda abajo. Doy al cochecito un empujón para que baje la cuesta y Malachy debe detenerlo, pero él está distraído mirando a un amigo que lleva patines de ruedas y pasa a toda velocidad por su lado, cruza la calle y entra por las puertas de la taberna de Leniston, donde los parroquianos se están tomando una pinta tranquilamente y no se esperan que irrumpa un cochecito con un niño con la cara sucia que dice «gu, gu, gu, gu». El tabernero grita que esto es una vergüenza, que debería estar prohibido este tipo de comportamiento, que entre por la puerta un niño en un cochecito combado, dice que va a denunciarnos a los guardias, y Alphie lo saluda con la mano y sonríe y él dice:

—Está bien, está bien, que se tome el niño un caramelo y una gaseosa, y sus hermanos también pueden tomar gaseosa, esa pareja de desharrapados. Dios del cielo, qué mundo tan cruel, cuando te crees que las cosas empiezan a salir adelante te entra por la puerta un cochecito y tú te pones a repartir caramelos y gaseosas a diestro y siniestro. Vosotros dos, coged a ese niño y volved a casa con vuestro hermano.

Malachy tiene otra gran idea: se le ocurre que podríamos recorrer Limerick como los gitanos, con Alphie en su cochecito, y entrar en las tabernas para que nos den caramelos y gaseosas, pero yo no quiero que se entere mamá y me dé un revés. Malachy dice que soy un rajado y se aleja de mí corriendo. Yo llevo el cochecito hasta la calle Henry y me acerco a la iglesia de los redentoristas. Hace un día gris, la iglesia es gris y el pequeño grupo de gente que espera ante la residencia de los sacerdotes es gris. Esperan para que les den de limosna las sobras de la comida de los sacerdotes.

Allí, entre la gente, está mi madre con su abrigo gris sucio.

Es mi propia madre, pidiendo limosna. Esto es peor que el subsidio de paro, que la Conferencia de San Vicente de Paúl, que el dispensario. Es la vergüenza mayor, es casi como pedir limosna por las calles como los gitanos que exhiben a sus niños llenos de costras: «un penique para el pobre niño, señor, el pobre niño tiene hambre, señora».

Mi madre es ahora una mendiga, y si alguien del callejón o de mi escuela la ve, la familia quedará deshonrada por completo. Mis amigos se inventarán nuevos motes para mí y me atormentarán en el patio de la escuela, y ya sé lo que me llamarán.

Frankie McCourt,

hijo de la mendiga,

legañoso,

bailarín,

llorica,

japonés.

Se abre la puerta de la residencia de los sacerdotes y la gente se amontona extendiendo las manos. Los oigo:

—Hermano, hermano, aquí, hermano, ay, por amor de Dios, hermano. Tengo cinco hijos en casa, hermano.

Veo que empujan a mi propia madre. Veo que tiene la boca fruncida cuando coge al vuelo una bolsa y se aleja de la puerta, y yo subo por la calle con el cochecito antes de que pueda verme.

Ya no quiero volver a casa. Bajo con el cochecito hasta la carretera del Muelle, hasta Corkanree, donde se tira y se quema toda la basura y los desperdicios de Limerick. Me quedo allí un rato y veo a unos chicos que persiguen a las ratas. No sé por qué tienen que atormentar a unas ratas que no están en sus casas. Seguiría andando por el campo para siempre, si no fuera porque llevo a Alphie que berrea de hambre, que sacude las piernas regordetas, que enseña el biberón vacío.

Mamá ha encendido el fuego y ha puesto algo a cocer en una olla. Malachy sonríe, y ella dice que ha traído carne en conserva y algunas patatas de la tienda de Kathleen O’Connell. Malachy no estaría tan contento si supiera que era hijo de una mendiga. Nos llama a voces por el callejón para que entremos en casa, y cuando nos sentamos a la mesa me resulta difícil mirar a mi madre, la mendiga. Ella pone la olla en la mesa, saca las patatas con una cuchara y reparte una a cada uno y extrae la carne en conserva con un tenedor.

No es carne en conserva. Es un bloque grande de grasa gris y temblorosa, y el único rastro de carne en conserva es un pequeño pezón de carne roja que está encima. Nos quedamos mirando ese trozo de carne y nos preguntamos quién se la va a comer. Mamá dice:

—Eso es para Alphie. Es pequeño, tiene que crecer mucho, le hace falta.

Lo pone en un plato ante él. Él lo aparta con el dedo y vuelve a cogerlo. Se lo lleva a la boca, recorre la cocina con la mirada, ve al perro Lucky y se lo tira.

Es inútil decir nada. La carne ha desaparecido. Nos comemos las patatas con mucha sal y yo me como mi grasa y me imagino que es ese pezón de carne roja.