—Con Alphie ya basta —dice mamá—. Estoy agotada. Se acabó. No hay más niños.
—La buena esposa católica debe cumplir sus deberes conyugales y someterse a su esposo. Si no, puede condenarse eternamente —dice papá.
—Me parece bastante apetecible condenarme eternamente siempre que no tenga más niños —dice mamá.
¿Qué va a hacer papá? Hay guerra. Hay agentes ingleses que reclutan a los irlandeses para que trabajen en sus fábricas de municiones; el sueldo es bueno, en Irlanda no hay trabajo y si la mujer te da la espalda no faltan mujeres en Inglaterra, donde los hombres sanos se han ido a luchar contra Hitler y Mussolini y uno puede hacer lo que quiera mientras no se olvide de que es irlandés y de clase baja y no intente moverse por encima de su nivel social.
Las familias de todo el callejón están recibiendo giros telegráficos de sus padres que están en Inglaterra. Corren a la oficina de correos para cobrar los giros postales y poder salir de compras y mostrar al mundo su buena suerte el sábado por la noche y el domingo por la mañana. Los niños se cortan el pelo los sábados, las mujeres se rizan el pelo con tenacillas que calientan a la lumbre. Ahora son muy espléndidos, pagan seis peniques o hasta un chelín de entrada para ir al cine Savoy, donde va gente de mejor clase que el público de clase baja que llena las localidades de dos peniques del gallinero del cine Lyric y que no se cansan nunca de gritar a la pantalla; gente que es capaz, nada menos, de aplaudir a los africanos cuando tiran lanzas a Tarzán o a los indios cuando cortan la cabellera a la caballería de los Estados Unidos. Los nuevos ricos vuelven a sus casas muy ufanos a la salida de la misa del domingo y se hinchan de carne con patatas, de dulces y bollos a discreción, y no dudan en tomarse el té en tacitas delicadas puestas en platillos para recoger el té que rebosa, y cuando levantan las tacitas estiran el dedo meñique para mostrar lo refinados que son. Algunos dejan de frecuentar del todo las freidurías de pescado y patatas, porque en esos sitios no se ven más que soldados borrachos y mujeres de mala vida y hombres que se han bebido el paro y sus esposas que les chillan para que vuelvan a casa. Se ve a los felices nuevos ricos en el restaurante Savoy o en el Stella tomando el té, comiendo bollitos, dándose golpecitos en los labios con servilletas, nada menos, volviendo a sus casas en autobús y quejándose de que el servicio ya no es lo que era. Ahora tienen electricidad en sus casas y pueden ver cosas que no vieron hasta ahora, y cuando se hace de noche encienden sus radios nuevas para enterarse de cómo marcha la guerra. Dan gracias a Dios de que exista Hitler, porque si no hubiera invadido toda Europa los hombres de Irlanda seguirían en sus casas rascándose el culo en la cola de la oficina de empleo.
Algunas familias cantan:
Yip ei aidi ei ay ei oh,
yip ei aidi ei ay,
no nos importan Inglaterra ni Francia,
sólo queremos que Alemania avance.
Si hace frío encienden la estufa eléctrica para estar a gusto y se sientan en sus cocinas escuchando las noticias y diciendo que sienten mucho que mueran las mujeres y los niños ingleses bajo las bombas alemanas, pero que hay que ver cómo nos trató Inglaterra durante ochocientos años.
Las familias que tienen al padre en Inglaterra pueden darse humos ante las familias que no lo tienen. A la hora de la comida y a la hora del té las madres nuevas ricas salen a las puertas de sus casas y llaman a sus hijos:
—Mikey, Kathleen, Paddy…, venid a comer. Venid a comeros la rica pierna de cordero, los hermosos guisantes verdes y las patatas blancas y harinosas.
—Sean, Josie, Peggy, venid a tomar el té, venid en seguida a comeros el pan tierno con mantequilla y el hermoso huevo azul de pato que nadie más del callejón se va a comer.
—Brendan, Annie, Patsy, venid a comeros la morcilla frita, las salchichas calentitas y el rico bizcocho borracho hecho con el mejor jerez español.
En estas ocasiones mamá nos hace quedarnos en casa. Nosotros no tenemos más que pan y té, y ella no quiere que los vecinos despiadados nos vean con la lengua colgando y sufriendo por los olores deliciosos que flotan por el callejón. Dice que al ver cómo presumen de todo se advierte claramente que no están acostumbrados a no tener nada. Sólo una persona de mentalidad de franca clase baja se asomaría a la puerta a decir a todo el mundo lo que van a cenar. Dice que así es como nos hacen rabiar porque papá es un extranjero del Norte y no quiere tener nada que ver con ninguno. Papá dice que toda esa comida viene del dinero inglés y que los que lo han aceptado acabarán mal, pero qué iba a esperar uno de Limerick al fin y al cabo, de gente que se aprovecha de la guerra de Hitler, de gente capaz de trabajar para los ingleses y de luchar por ellos. Dice que él no irá allí jamás a ayudar a Inglaterra a ganar una guerra.
—No —dice mamá—, tú te quedarás aquí, donde no hay trabajo y apenas tenemos un trozo de carbón para hervir el agua del té. No, tú te quedarás aquí y te beberás el paro cuando te da la vena. Eres capaz de ver a tus hijos con los zapatos rotos y con los pantalones que les dejan el culo al aire. Todas las casas del callejón tienen electricidad y nosotros podemos dar gracias cuando tenemos una vela. Dios del cielo, si tuviera dinero para el pasaje me iría yo misma a Inglaterra, pues estoy segura de que necesitan mujeres en las fábricas.
Papá dice que una fábrica no es lugar para una mujer.
—Quedarse sentado al fuego no es lugar para un hombre —dice mamá.
—¿Por qué no puedes ir a Inglaterra, papá —le pregunto yo—, para que podamos tener electricidad y radio y para que mamá pueda salir a la puerta a decir a todo el mundo lo que vamos a cenar?
—¿Es que no quieres tener a tu padre aquí en casa a tu lado? —me pregunta.
—Sí, pero puedes volver cuando acabe la guerra y todos podremos ir a América.
—Och, sí, och, sí —suspira. Dice que está bien, que irá a Inglaterra después de Navidad porque ahora América ha intervenido en la guerra y la causa debe de ser justa. Jamás iría si no hubieran intervenido los americanos. Me dice que yo tendré que ser el hombre de la casa y firma el contrato con un agente para trabajar en una fábrica de Coventry, que, según cuenta todo el mundo, es la ciudad más bombardeada de Inglaterra.
—Hay mucho trabajo para los hombres que tengan ganas de trabajar —dice el agente—. Puedes hacer horas extraordinarias hasta que caigas redondo, y si lo ahorras, serás un Rockefeller cuando acabe la guerra.
Nos levantamos temprano para despedir a papá en la estación de ferrocarril. Kathleen O’Connell, la de la tienda, sabe que papá se va a Inglaterra y que nos enviará dinero, de modo que da fiados con mucho gusto a mamá té, leche, azúcar, pan, mantequilla y un huevo.
Un huevo.
—Éste huevo es para vuestro padre —dice mamá—. Necesita alimentarse para el largo viaje que tiene por delante.
Es un huevo duro y papá le quita la cáscara. Corta el huevo en cinco rodajas y nos da una a cada uno para que nos la comamos con el pan.
—No seas tonto —dice mamá.
—¿Qué va hacer un hombre con todo un huevo para él solo? —dice papá.
Mamá tiene lágrimas en las pestañas. Acerca su silla al fuego. Todos nos comemos el pan y el huevo y la vemos llorar, hasta que ella dice: «¿Qué miráis?», y se vuelve para mirar las cenizas. Su pan y su huevo siguen en la mesa, y yo me pregunto si piensa hacer algo con ellos. Tienen un aspecto delicioso y yo sigo teniendo hambre, pero papá se levanta y se los da a ella con el té. Ella sacude la cabeza, pero él insiste y ella come y bebe, sorbiendo y llorando. Él se sienta ante ella durante un rato, en silencio, hasta que ella levanta la vista al reloj y dice:
—Es hora de salir.
Él se pone la gorra y coge su bolsa. Mamá envuelve a Alphie en una manta vieja y nos ponemos en marcha por las calles de Limerick.
En la calle hay otras familias. Los padres que se van caminan por delante, las madres llevan niños en brazos o en cochecitos. Las madres que llevan cochecito dicen a otras madres:
—Dios del cielo, señora, debe de estar agotada de llevar a cuestas a ese niño. ¿Por qué no lo pone en este cochecito y descansa los pobres brazos?
Los cochecitos llegan a estar abarrotados, con cuatro o cinco niños que berrean porque los cochecitos son viejos y tienen las ruedas combadas y los niños sufren sacudidas hasta que se marean y vomitan la papilla.
Los hombres se hablan en voz alta:
—Hace un buen día, Mick.
—Es un día precioso para el viaje, Joe.
—Sí que lo es, Mick.
—Arrah, bien podemos tomarnos una pinta antes de salir, Joe.
—Bien podemos, Mick.
—Para ir como vamos, bien podemos ir borrachos, Joe.
Se ríen, y las mujeres que los siguen tienen los ojos llenos de lágrimas y la nariz roja.
Las tabernas próximas a la estación de ferrocarril están abarrotadas de hombres que se están bebiendo el dinero que les dieron los agentes para que comieran por el camino. Se están tomando la última pinta, la última gota de whiskey en tierra irlandesa.
—Pues bien sabe Dios que a lo mejor es lo último que bebemos, Mick, tal como están bombardeando Inglaterra los alemanes hasta hacerla trizas, y ya era hora después de lo que nos hicieron, y vaya si es una gran desgracia que nosotros tengamos que ir allí y salvar el culo al enemigo secular.
Las mujeres se quedan hablando ante las tabernas. Mamá dice a la señora Meehan:
—Cuando reciba el primer giro iré a la tienda a comprar un buen desayuno para que todos podamos comernos un huevo cada uno el domingo por la mañana.
Yo miro a mi hermano Malachy. ¿Lo has oído? Un huevo cada uno el domingo por la mañana. Dios, yo ya pensaba cómo me iba a comer el mío. Le daría golpecitos por arriba, le rompería suavemente la cáscara, lo abriría con una cuchara, echaría un poco de mantequilla a la yema, sal, sin prisas, metería la cuchara, sacaría más, más sal, más mantequilla, a la boca, oh, Dios bendito, si el cielo tiene sabor debe de ser el de un huevo con sal y mantequilla. Y, después del huevo, ¿hay algo más rico en el mundo que el pan tierno y caliente y un tazón de té dulce y dorado?
Algunos hombres ya están tan borrachos que no pueden andar, y los agentes ingleses están pagando a los hombres serenos para que los saquen a rastras de las tabernas y los arrojen a una gran carreta de caballos en la que los llevarán a la estación y los descargarán en el tren. Los agentes están desesperados por sacar a todos de las tabernas.
—Vamos, hombres. Si os perdéis este tren, os perderéis un buen trabajo. Vamos, hombres, también tenemos cerveza Guinness en Inglaterra. También tenemos whiskey Jameson. Vamos, hombres, por favor, hombres. Os estáis bebiendo el dinero de la comida y no recibiréis más.
Los hombres dicen a los agentes que les besen sus culos irlandeses, que los agentes tienen suerte de estar vivos, que tienen suerte de que no los ahorquen después de lo que hicieron a Irlanda. Y los hombres cantan:
En Mountjoy, un lunes por la mañana,
muy alto, en el árbol de la horca,
Kevin Barry entregó su vida joven
por la causa de la libertad.
El tren aúlla en la estación y los agentes suplican a las mujeres que saquen a sus hombres de las tabernas, y los hombres salen dando tropezones, cantando, llorando y abrazando a sus mujeres y a sus hijos y prometiéndoles que les enviarán tanto dinero que Limerick será otra Nueva York. Los hombres suben los escalones de la estación y las mujeres y los niños les gritan:
—Kevin, cariño, ten cuidado y no lleves la camisa húmeda.
—Sécate los calcetines, Michael, o los callos te harán polvo del todo.
—Paddy, no abuses de la bebida. ¿Me oyes, Paddy?
—Papa, papá, no te vayas, papá.
—Tommy, no te olvides de mandar el dinero. Los niños están en los huesos.
—Peter, no te olvides de tomarte la medicina para tu pecho débil, que Dios nos asista.
—Larry, ten cuidado con esas condenadas bombas.
—Christy, no hables con las inglesas. Están llenas de enfermedades.
—Jackie, vuelve. Ya nos las arreglaremos de alguna manera. No te vayas, Jacki-i-e, Jacki-i-e, ay, Jesús, no te vayas.
Papá nos da palmaditas en la cabeza. Nos dice que recordemos nuestros deberes religiosos, pero que, sobre todo, obedezcamos a nuestra madre. Está de pie ante ella. Ella lleva en brazos a Alphie, el niño pequeño.
—Cuídate —dice ella. Él suelta la bolsa y la rodea con los brazos. Se quedan así un momento hasta que el niño que está entre los dos da un berrido. Él inclina la cabeza, recoge su bolsa, sube los escalones de la estación, se vuelve para despedirse con la mano y desaparece.
De vuelta en casa, mamá dice:
—No me importa que parezca un derroche, pero voy a encender el fuego y a preparar más té, pues vuestro padre no se va a Inglaterra todos los días.
Nos sentamos alrededor del fuego y nos tomamos el té y lloramos porque no tenemos padre, hasta que mamá dice:
—No lloréis, no lloréis. Ahora que vuestro padre se ha marchado a Inglaterra, seguro que se han acabado nuestros males.
Seguro.
Mamá y Bridey Hannon están sentadas junto al fuego del piso de arriba, en Italia, fumándose Woodbines, tomando té, y yo me puedo sentar en las escaleras a escucharlas. Tenemos al padre en Inglaterra, de modo que podemos tomar todo lo que queramos de la tienda de Kathleen O’Connell y pagarle cuando él empiece a enviar el dinero dentro de quince días. Mamá dice a Bridey que no ve el día de marcharse de este condenado callejón e ir a vivir a un sitio donde haya un retrete decente que no tengamos que compartir con medio mundo. Todos tendremos botas nuevas y abrigos para resguardarnos de la lluvia, para que no tengamos que volver a casa de la escuela famélicos. Comeremos huevos y panceta el domingo para desayunar y jamón con repollo y patatas para comer. Tendremos luz eléctrica, ¿por qué no? ¿Acaso no nacieron Frank y Malachy en América, donde todos la tienen?
Lo único que tenemos que hacer ahora es esperar dos semanas hasta que el chico repartidor de telégrafos llame a la puerta. Papá tendrá que asentarse en su trabajo en Inglaterra, tendrá que comprarse ropas de trabajo y alquilar un alojamiento, de modo que el primer giro no será grande, de tres libras o tres libras y media, pero pronto estaremos como las demás familias del callejón, recibiendo cinco libras cada semana, saldando nuestras deudas, comprándonos ropa nueva, ahorrando algo para cuando hagamos el equipaje y nos mudemos todos a Inglaterra y allí ahorremos para ir a América. También mamá podría encontrar trabajo en una fábrica inglesa, haciendo bombas o algo así, y bien sabe Dios que no habría quien nos conociese con toda esa lluvia de dinero. A ella no le gustaría que nos criásemos con acento inglés, pero más vale hablar con acento inglés que tener la tripa vacía.
Bridey dice que no importa el acento que pueda tener un irlandés, pues nunca olvidará lo que nos hicieron los ingleses durante ochocientos largos años.
Sabemos cómo son los sábados en el callejón. Sabemos que algunas familias, como los Downes, que viven enfrente, reciben pronto el telegrama porque el señor Downes es un hombre formal que sabe tomarse una pinta o dos los viernes e irse a acostar después. Sabemos que los hombres como él van corriendo a la oficina de correos en cuanto cobran para que sus familias no pasen ni un minuto de espera ni de angustia. Los hombres como el señor Downes envían a sus hijos insignias de la RAF en forma de alas para que las lleven en el abrigo. Eso es lo que queremos nosotros y se lo encargamos a papá antes de que se marchara: «No te olvides de las insignias de la RAF, papá».
Vemos a los chicos de telégrafos que entran por el callejón en sus bicicletas. Son unos chicos de telégrafos contentos, porque las propinas que les dan en los callejones son mucho mayores que las que les puedan dar en las calles y en las avenidas elegantes, donde la gente rica te escatima el vapor que echa cuando mea.
Las familias que reciben los telegramas a primera hora tienen un aire satisfecho. Tienen todo el sábado por delante para disfrutar del dinero. Irán de compras, comerán, tendrán todo el día para pensar en lo que harán por la noche, y eso es casi igual de bueno que hacerlo, porque la noche del sábado, cuando se tienen unos chelines en el bolsillo, es la noche más deliciosa de la semana.
Hay familias que no reciben el telegrama cada semana, y se conocen por su aspecto angustiado. La señora Meagher lleva dos meses esperando en la puerta de su casa cada sábado. Mi madre dice que se moriría de vergüenza de esperar así en la puerta. Todos los niños juegan en el callejón y están atentos al chico de telégrafos.
—Oye, chico de telégrafos, ¿tienes algo para Meagher?
Y cuando él les dice que no, ellos dicen:
—¿Estás seguro?
Y él les responde:
—Claro que estoy seguro; yo sé lo que llevo en la jodida cartera.
Todos saben que los chicos de telégrafos dejan de llegar cuando tocan al Ángelus a las seis, y la caída de la tarde llena de desesperación a las mujeres y a los niños.
—Chico de telégrafos, ¿quieres mirar otra vez en tu cartera? Por favor. Ay, Dios.
—Ya he mirado. No hay nada para ustedes.
—Ay, Dios, míralo, por favor. Nos llamamos Meagher. ¿Quieres mirar?
—Sé de sobra que se llaman Meagher, y lo he mirado.
Los niños intentan arañarlo y él, subido en su bicicleta, les tira patadas.
—Jesús, ¿queréis dejarme en paz?
Cuando tocan al Ángelus a las seis de la tarde termina la jornada. Los que han recibido los telegramas están cenando con la luz eléctrica encendida, y los que no han recibido los telegramas tienen que encender velas e ir a ver si Kathleen O’Connell les puede fiar té y pan hasta la semana siguiente, cuando sin duda, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre, llegará el telegrama.
El señor Meehan, de la casa de lo alto del callejón, se fue a Inglaterra con papá, y cuando el chico de telégrafos se pasa por casa de los Meehan sabemos que después nos tocará a nosotros. Mamá tiene preparado el abrigo para ir a la oficina de correos, pero no está dispuesta a moverse de la silla junto al fuego en Italia hasta que tenga en la mano el telegrama. El chico de telégrafos baja en bicicleta por el callejón y para ante la casa de los Downes. Les entrega su telegrama, recibe su propina y da la vuelta a la bicicleta para volver a subir hasta lo alto del callejón. Malachy lo llama:
—Chico de telégrafos, ¿tienes algo para McCourt? El nuestro llega hoy.
El chico de telégrafos niega con la cabeza y se aleja en su bicicleta.
Mamá da caladas a su Woodbine.
—Bueno, tenemos todo el día por delante, pero me gustaría hacer algunas compras pronto antes de que se acaben los mejores jamones en la carnicería de Barry.
Ella no puede apartarse del fuego y nosotros no podemos apartarnos del callejón por miedo a que viniera el chico de telégrafos y no encontrase a nadie en casa. Entonces tendríamos que esperar al lunes para cobrar el giro, y eso nos estropearía del todo el fin de semana. Tendríamos que ver a los Meehan y a todos los demás pasearse con su ropa nueva y volver a sus casas cargados de huevos, de patatas y de salchichas para el domingo y marcharse alegremente al cine el sábado por la noche. No, no podemos movernos ni un centímetro hasta que llegue ese chico de telégrafos. Mamá dice que no hay que preocuparse demasiado entre el mediodía y las dos de la tarde, porque muchos chicos de telégrafos van a comer y seguramente habrá mucho movimiento entre las dos y el Ángelus. No tenemos nada de qué preocuparnos hasta las seis. Detenemos a todos los chicos de telégrafos. Les decimos que nos llamamos McCourt, que estamos esperando nuestro primer telegrama, que debe de ser de tres libras o más, que quizás se hayan olvidado de poner el nombre o la dirección. «¿Estás seguro? ¿Estás seguro?». Uno de los chicos nos dice que preguntará en la oficina de correos. Dice que sabe lo que es esperar el telegrama, porque su propio padre es un mierda borracho que se fue a Inglaterra y no les ha mandado nunca ni un penique. Mamá lo oye desde dentro de casa y nos dice que no debemos hablar así nunca de nuestro padre. El mismo chico de telégrafos vuelve poco antes del Ángelus de las seis y nos dice que preguntó a la señora O’Connell en la oficina de correos si tenían algo para McCourt en todo el día y no lo tenían. Mamá se vuelve a las cenizas muertas del fuego y aspira el último resto de la colilla del Woodbine que sujeta entre el pulgar marrón y el dedo medio, quemado. Michael, que sólo tiene cinco años y no entenderá nada hasta que tenga once años como yo, pregunta si vamos a comer esta noche pescado frito con patatas fritas, porque tiene hambre.
—La semana que viene, cariño —dice mamá, y él vuelve a salir a jugar al callejón.
Uno no sabe qué hacer cuando no llega el primer telegrama. No te puedes pasar toda la noche jugando en el callejón con tus hermanos porque todo el mundo ha vuelto a su casa y te daría vergüenza quedarte en el callejón para sufrir el tormento del olor de las salchichas y de la panceta y del pan frito. No quieres ver la luz eléctrica que sale de las ventanas cuando es de noche y no quieres oír las noticias de la BBC o de Radio Eireann en la radio de los demás. La señora Meagher y sus hijos han vuelto a su casa y sólo se ve la luz tenue de una vela en su cocina. También ellos están avergonzados. Se quedan en casa los sábados por la noche y ni siquiera van a misa los domingos por la mañana. Bridey Hannon contó a mamá que la señora Meagher está avergonzada constantemente por los harapos que llevan, y que está tan desesperada que baja al dispensario a recibir la beneficencia pública. Mamá dice que eso es lo peor que le puede pasar a una familia. Eso es peor que cobrar el paro, eso es peor que ir a la Conferencia de San Vicente de Paúl, eso es peor que pedir limosna por las calles con los gitanos y con los traperos. Es lo último que haría uno para no ir al asilo y para que los niños no vayan al orfanato.
Tengo una llaga encima de la nariz, entre las cejas, gris y roja, y me pica. La abuela me dice:
—No te toques esa llaga y no le pongas agua para que no se te extienda.
Si te rompes un brazo, la abuela te diría que no te pongas agua para que no se te extienda. La llaga se me extiende a los ojos, a pesar de todo, y ahora están enrojecidos y amarillentos por la sustancia que supura y hace que se me peguen por la mañana. Se me pegan tanto que tengo que abrirme los párpados a la fuerza con los dedos, y mamá tiene que limpiarme esa sustancia amarilla con un trapo húmedo y ácido bórico. Se me caen las pestañas, y los días de viento se me meten en los ojos todas las motas de polvo de Limerick. La abuela me dice que tengo los ojos desnudos y dice que es culpa mía, que todos esos males de los ojos vienen de quedarme sentado en lo alto del callejón bajo la farola, haga bueno o haga malo, con la nariz metida en los libros, y dice que lo mismo le pasará a Malachy si no deja de leer tanto. Ya se ve que el pequeño Michael va por el mismo camino, metiendo la nariz en los libros, cuando debería salir a jugar como un niño sano.
—Los libros, los libros, los libros… —dice la abuela—. Os vais a estropear los ojos del todo.
Está tomando té con mamá y la oigo decir en voz baja:
—Lo que tienes que hacer es ponerle la saliva de San Antonio.
—¿Qué es eso? —pregunta mamá.
—Es tu saliva de por la mañana, estando en ayunas. Acércate a él por la mañana, antes de que se despierte, y échale saliva en los ojos, pues la saliva de una madre en ayunas tiene mucha fuerza para curar.
Pero yo siempre me despierto antes que mamá. Me abro los ojos a la fuerza mucho antes de que ella se mueva. La oigo venir de la otra habitación y cuando se pone a mi lado para echarme la saliva yo abro los ojos.
—Dios mío —dice ella—, tienes los ojos abiertos.
—Creo que los tengo mejor.
—Eso está bien —dice, y vuelve a acostarse.
Los ojos no se me curan y ella me lleva al dispensario, donde los pobres consultan al médico y reciben sus medicinas. Allí es donde se solicita la asistencia pública cuando el padre de familia ha muerto o ha desaparecido y no entra en casa ni el subsidio de paro ni un sueldo.
Hay bancos pegados a la pared junto a las consultas de los médicos. Los bancos siempre están llenos de gente que habla de sus enfermedades. Los viejos y las viejas esperan sentados y gruñen, los niños de pecho gritan y sus madres les dicen: «Chis, cariño, chis». En el centro del dispensario hay una tarima alta rodeada de un mostrador que llega hasta el pecho. Cuando uno necesita algo, se pone en una cola que llega al mostrador para hablar con el señor Coffey o con el señor Kane. Las mujeres que esperan en esa cola son como las mujeres de la Conferencia de San Vicente Paúl. Llevan chales y hablan con respeto al señor Coffey y al señor Kane, porque de lo contrario podrían decirles que se marchen y que vuelvan la semana que viene, a pesar de que es ahora mismo cuando necesitan la asistencia pública o el volante para la consulta del médico. Al señor Coffey y al señor Kane les gusta reírse a costa de las mujeres. Son ellos los que deciden si tu caso es lo bastante desesperado para recibir asistencia pública o si estás lo bastante enfermo para consultar a un médico. Tienes que decirles delante de todos lo que te pasa, y muchas veces se ríen a costa de lo que les dices.
—¿Y qué desea, señora O’Shea? ¿Un volante para el médico, verdad? ¿Y qué le pasa, señora O’Shea? ¿Le duele algo? Serán quizás los gases. O quizás haya comido demasiado repollo. Sí, con el repollo basta para estar así.
Se ríen, y la señora O’Shea se ríe, y todas las mujeres se ríen y dicen que el señor Coffey y el señor Kane tienen mucha gracia, que el Gordo y el Flaco a su lado no valen nada.
—Y usted, mujer, ¿cómo se llama? —dice el señor Coffey.
—Ángela McCourt, señor.
—¿Y qué le pasa?
—Mi hijo, señor. Tiene los dos ojos malos.
—Ah, por Dios, vaya si los tiene, señora. Ésos ojos tienen un aspecto desesperado. Son como dos soles nacientes. Los japoneses podrían usarlo de bandera, ja, ja, ja. ¿Es que se ha echado ácido en la cara?
—Es una infección de alguna clase, señor. El año pasado tuvo el tifus y ahora le ha dado esto.
—Está bien, está bien, no hace falta que nos cuente su vida. Tenga, el volante para el doctor Troy.
Hay dos bancos largos llenos de pacientes para la consulta del doctor Troy. Mamá se sienta junto a una señora que tiene en la nariz una llaga grande que no se le quita.
—Lo he probado todo, señora, todos los remedios conocidos de este mundo de Dios. Tengo ochenta y tres años y me gustaría irme sana a la tumba. ¿Es mucho pedir que quiera tener la nariz sana cuando me reciba mi Redentor? ¿Y qué le pasa a usted, señora?
—Mi hijo. Los ojos.
—Ay, Dios nos asista y nos proteja, hay que ver cómo tiene los ojos. Son los ojos más irritados que he visto en mi vida. Nunca había visto ojos así de rojos.
—Es una infección, señora.
—Eso tiene un remedio seguro. Necesita amnios.
—¿Y qué es eso?
—Es una cosa que llevan en la cabeza algunos niños cuando nacen, una especie de capucha rara y mágica. Consígase amnios y póngaselos en la cabeza cualquier día que lleve el número tres, hágale contener la respiración durante tres minutos aunque tenga que taparle la cara con la mano, aspérjalo con agua bendita tres veces, de la cabeza a los dedos de los pies, y cuando salga el sol al día siguiente tendrá los ojos brillantes.
—Y ¿dónde voy a conseguir amnios?
—Como si no tuvieran amnios todas las comadronas, señora. ¿Qué es una comadrona sin amnios? Curan toda clase de enfermedades y protegen de otras.
Mamá dice que hablará con la enfermera O’Halloran para ver si tiene algunos amnios de sobra.
El doctor Troy me examina los ojos.
—Hay que llevar a este chico al hospital en seguida. Llévelo al departamento de oftalmología del Asilo Municipal. Aquí tiene el volante para que lo admitan.
—¿Qué tiene, doctor?
—Es la conjuntivitis más fuerte que he visto en mi vida, y tiene algo más que no entiendo. Tiene que verlo el oftalmólogo.
—¿Cuánto tiempo pasará ingresado, doctor?
—Sólo Dios lo sabe. Debería haber visto a este niño hace varias semanas.
En la sala del hospital hay veinte camas y hay hombres y niños que llevan vendajes que les cubren la cabeza, parches negros en los ojos, gafas con gruesos cristales. Algunos andan con bastones, dando golpes a las camas. Hay un hombre que exclama constantemente que no volverá a ver, que es muy joven, que sus hijos son niños de pecho, que no volverá a verlos.
—Jesucristo, ay, Jesucristo —dice, y las monjas se escandalizan de oírlo tomar el nombre de Dios en vano.
—Cállate, Maurice, deja de blasfemar. Tienes tu salud. Estás vivo. Todos tenemos nuestros problemas. Ofréceselo a Dios y piensa en los sufrimientos de Nuestro Señor en la cruz, en la corona de espinas, en los clavos que le atravesaron las manos y los pies, en la herida de Su costado.
—Ay, Jesús —dice Maurice—, mírame y ten piedad de mí.
La hermana Bernadette le advierte que si no se modera en sus expresiones lo llevarán a otra sala donde esté solo, y él dice «Dios del Cielo», que no es tan malo como decir «Jesucristo», así que la hermana Bernadette se queda satisfecha.
A la mañana siguiente tengo que ir al piso de abajo a que me pongan unas gotas. La enfermera me dice:
—Siéntate en este taburete y toma un caramelo muy rico.
El médico tiene una botella llena de un líquido pardo. Me dice que eche la cabeza hacia atrás.
—Así; ahora abre, abre los ojos.
Y me vierte el líquido en el ojo derecho, y es como si una llama me atravesase el cráneo.
—Abre el otro ojo —dice la enfermera—, vamos, sé bueno.
Y tiene que abrirme los párpados a la fuerza para que el médico pueda prenderme fuego al otro lado del cráneo. La enfermera me seca las mejillas y me dice que me vuelva al piso de arriba, pero yo apenas veo y tengo ganas de meter la cara en un arroyo helado.
—Vamos —dice el médico—, pórtate como un hombre, sé un buen soldado.
El mundo entero se ha vuelto pardo y borroso cuando subo por las escaleras. Los demás pacientes están sentados junto a sus camas con sus comidas en bandejas y la mía también está allí, pero con el dolor furioso que tengo dentro de la cabeza no me apetece. Me siento junto a mi cama y un chico de las camas de enfrente me dice:
—Oye, ¿no quieres tu comida? Entonces, me la comeré yo.
Y viene a recogerla.
Intento acostarme en la cama, pero una enfermera me dice:
—Vamos, vamos, nada de acostarse en la cama en pleno día. Tú no estás tan grave.
Tengo que quedarme sentado con los ojos cerrados mientras todo se pone pardo y negro, negro y pardo, y estoy seguro de que debo de estar soñando porque oigo decir:
—Dios del cielo, si es el muchachito del tifus, el pequeño Frankie; «la luna era un galeón espectral azotado por mares turbulentos», ¿eres tú, Frankie? A mí me han ascendido y me han sacado del Hospital de Infecciosos, gracias a Dios, porque allí hay enfermedades de todas clases y no sabes nunca qué microbios estás llevando a casa y a tu mujer con la ropa; ¿y qué te pasa a ti, Frankie, que se te han vuelto pardos los ojos?
—Tengo una infección, Seamus.
—Yerra, lo habrás superado antes de casarte, Frankie. Los ojos necesitan ejercicio. Parpadear es muy bueno para los ojos. Un tío mío tenía malos los ojos y los salvó a base de parpadear. Todos los días se pasaba una hora entera sentado parpadeando, y al final le sirvió. Acabó con unos ojos muy sanos, vaya que sí.
Yo quiero preguntarle más cosas sobre lo de parpadear y los ojos fuertes, pero él me dice:
—¿Te acuerdas de la poesía, Frankie, de aquella poesía tan bonita de Patricia?
De pie en el pasillo entre las dos camas con el cubo y la fregona recita la poesía del bandolero, y todos los pacientes dejan de quejarse y las monjas y las enfermeras se quedan quietas y lo escuchan, y Seamus sigue y sigue recitando hasta que llega al final y todos lo aplauden como locos y lo vitorean, y él dice a todo el mundo que le encanta esa poesía, que la llevará siempre en la cabeza vaya donde vaya y que si no hubiera sido por Frankie McCourt, aquí presente, con su tifus, y por la pobre difunta Patricia Madigan, que Dios tenga en su gloria, con su difteria, él no se habría aprendido la poesía, y yo me hago famoso en la sala de oftalmología del Hospital del Asilo Municipal, y todo gracias a Seamus.
Mamá no puede venir a visitarme todos los días, está muy lejos, no siempre tiene dinero para el autobús y la caminata es dura para sus callos. Le parece que mis ojos tienen mejor aspecto, aunque es difícil saberlo con ese líquido pardo que parece yodo y que huele a yodo, y que si tiene algo que ver con el yodo debe de escocer. Pero dicen que cuanto más amarga es la medicina antes cura. Pide permiso para llevarme de paseo por los jardines del hospital cuando haga buen tiempo, y allí me encuentro con un espectáculo extraño, con el señor Timoney, que está de pie, apoyado en la pared en la parte de los viejos, con los ojos levantados al cielo. Quiero hablar con él, y tengo que pedir permiso a mamá, porque en un hospital nunca se sabe lo que se puede hacer y lo que no.
—Señor Timoney.
—¿Quién es? ¿A quién tenemos aquí?
—Soy Frank McCourt, señor.
—Francis, ay, Francis.
—Yo soy su madre, señor Timoney —dice mamá.
—Vaya, benditos sean los dos. Yo no tengo amigos ni parientes, ni a mi perra Macushla. ¿Y qué haces aquí, Francis?
—Tengo una infección en los ojos.
—Ay, Jesús, Francis, los ojos no, los ojos no. Madre de Dios, eres muy joven para eso.
—¿Quiere que le lea algo, señor Timoney?
—¿Teniendo así los ojos, Francis? No, hijo. Cuídate los ojos. Yo ya no estoy para lecturas. Todo lo que necesito lo tengo en la cabeza. De joven tuve la prudencia de meterme cosas en la cabeza, y ahora llevo dentro una biblioteca. Los ingleses mataron a mi mujer a tiros. Los irlandeses sacrificaron a mi pobre e inocente Macushla. ¿No es verdad que este mundo es una broma?
—Es un mundo terrible —dice mamá—, pero Dios es bueno.
—En efecto, señora. Dios hizo el mundo, el mundo es terrible, pero Dios es bueno. Adiós, Francis. Descansa los ojos y después lee hasta que se te caigan de la cara. Pasamos buenos ratos con el amigo Jonathan Swift, ¿verdad, Francis?
—Sí, señor Timoney.
Mamá vuelve a llevarme a la sala de oftalmología.
—No vayas a llorar por el señor Timoney —me dice—, ni siquiera es tu padre. Además, te estropearás los ojos.
Seamus viene a la sala tres veces por semana y se trae aprendidas poesías nuevas.
—Pusiste triste a Patricia, Frankie —me dice—, cuando no te gustó la del búho y la gatita.
—Lo siento, Seamus.
—La traigo aprendida, Frankie, y te la recitaré si no dices que es una tontería.
—No lo diré, Seamus.
Recita la poesía y a todos los que están en la sala les encanta. Quieren aprendérsela, y él la recita tres veces más hasta que toda la sala está recitando:
El búho y la gatita se hicieron a la mar
en una bella barquita de color verde guisante.
Se llevaron miel y mucho dinero
envuelto en un billete de cinco libras.
El búho alzó la vista a las estrellas
y cantó con una guitarrilla:
Gatita encantadora, gatita de mi amor,
qué hermosa gatita eres tú,
eres tú,
eres tú.
Qué hermosa gatita eres tú.
La recitan ahora con Seamus y, cuando termina, todos lo vitorean y lo aplauden y Seamus se ríe, satisfecho de sí mismo. Cuando se ha marchado con su cubo y su fregona se les oye repetir a todas horas del día y de la noche:
Gatita encantadora, gatita de mi amor,
qué hermosa gatita eres tú,
eres tú,
eres tú.
Qué hermosa gatita eres tú.
Un día se presenta Seamus sin cubo ni fregona y yo me temo que lo hayan despedido por las poesías, pero él sonríe y me dice que se va a Inglaterra a trabajar en una fábrica para ganar un sueldo razonable para variar. Cuando lleve dos meses trabajando se llevará consigo a su mujer, y tal vez Dios se sirva mandarles hijos, pues algo tiene que hacer él con todas las poesías que tiene en la cabeza, y qué mejor que recitárselas a los pequeños en recuerdo de la dulce Patricia Madigan, que murió de difteria.
—Adiós, Francis. Si tuviera buena letra, te escribiría yo mismo, pero le encargaré a mi mujer que te escriba cuando ella esté allá. A lo mejor aprendo yo también a leer y a escribir para que el niño que llegue no tenga un padre tan bruto.
A mí me dan ganas de llorar, pero en la sala de oftalmología no se puede llorar cuando se tiene líquido pardo en los ojos y las enfermeras dicen «qué es eso, qué es eso, pórtate como un hombre», y las monjas repiten «ofréceselo a Dios, piensa en los sufrimientos de Nuestro Señor en la cruz, la corona de espinas, la lanzada en el costado, las manos y los pies destrozados por los clavos».
Paso un mes en el hospital y los médicos dicen que puedo volver a casa aunque todavía tengo algo de infección, pero que si me limpio bien los ojos con jabón y toallas limpias y me fortalezco con comida nutritiva, mucha carne y huevos, tendré en poco tiempo un par de ojos relucientes. Ja, ja.
El señor Downes, el de la casa de enfrente, vuelve de Inglaterra para asistir al entierro de su madre. Cuenta a la señora Downes lo que hace mi padre. Ésta se lo cuenta a Bridey Hannon, y Bridey se lo cuenta a mi madre. El señor Downes dice que Malachy McCourt está completamente enloquecido por la bebida, que derrocha su sueldo por todas las tabernas de Coventry, que canta canciones independentistas irlandesas, cosa que a los ingleses no les importa porque están acostumbrados a que los irlandeses estén siempre con el tema de sus cientos de años de sufrimientos, pero lo que no toleran es que un hombre se plante en medio de una taberna e insulte al rey y a la reina de Inglaterra, a sus dos hijas encantadoras y a la propia reina madre. Insultar a la reina madre es el colmo de los colmos. ¿Qué mal ha hecho a nadie esa pobre señora mayor? Malachy se bebe una y otra vez el dinero del alojamiento y acaba durmiendo en los parques cuando el casero lo echa a la calle. Es una verdadera vergüenza, eso es lo que es, y el señor Downes se alegra de que McCourt no sea de Limerick y no manche el nombre de esta antigua ciudad. Los alguaciles de Coventry están perdiendo la paciencia, y si Malachy McCourt no deja de hacer el gilipollas, lo expulsarán del país a patadas.
Mamá dice a Bridey que no sabe qué hacer cuando le cuentan esas cosas de Inglaterra y que no ha estado tan desesperada en toda su vida. Comprende que Kathleen O’Connell no quiera fiarle más en la tienda, y su propia madre le contesta de mala manera cuando ella le pide prestado un chelín, y los de la Conferencia de San Vicente de Paúl le preguntan cuándo dejará de pedir ayuda benéfica, sobre todo ahora que tiene al marido en Inglaterra. Se avergüenza del aspecto que tenemos, con las camisas viejas, sucias y rasgadas, con los jerseys hechos trizas, con los zapatos rotos, con agujeros en los calcetines. Pasa las noches en vela pensando que lo más piadoso sería dejar a los cuatro niños en un orfanato para poderse ir ella misma a Inglaterra y buscar allí algún trabajo, y al cabo de un año podernos llevar a todos para tener una vida mejor. Puede que haya bombas, pero prefiere sin dudarlo las bombas a la vergüenza de estar pidiendo limosna aquí y allá.
No, pase lo que pase no soporta la idea de dejarnos en el orfanato. Eso podría pasar si aquí tuviésemos algo parecido a la Ciudad de los Muchachos que hay en América, con un sacerdote agradable como Spencer Tracy, pero una no se puede fiar de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Glin, que para hacer ejercicio se entretienen pegando a los niños y los matan de hambre.
Mamá dice que no le queda más que el dispensario y la asistencia pública, la beneficencia, y se muere de vergüenza de ir a solicitarlo. Eso significa que estás en las últimas, y quizás a un paso de los gitanos, de los traperos y de los mendigos callejeros en general. Significa que te tienes que arrastrar ante el señor Coffey y el señor Kane, y gracias a Dios que el dispensario está en la otra punta de Limerick y así la gente de nuestro callejón no se enterará de que estamos viviendo de la beneficencia.
Sabe por otras mujeres que es aconsejable llegar allí a primera hora de la mañana, cuando el señor Coffey y el señor Kane pueden estar de buen humor. Si llegas a última hora de la mañana, es probable que estén irritables después de haber visto a centenares de mujeres y de niños enfermos y que piden ayuda. Nos llevará consigo para demostrar que tiene cuatro niños que alimentar. Se levanta temprano y nos dice, por una vez en la vida, que no nos lavemos la cara, que no nos peinemos, que nos pongamos cualquier trapo. Me dice que me frote a fondo los ojos irritados y los deje tan rojos como pueda, pues cuanto peor aspecto tengas en el dispensario más lástima causas, y más fácil es que te den la asistencia pública. Se queja de que Malachy, Michael y Alphie tienen un aspecto demasiado sano, y dice que ya es mala suerte que en este día, precisamente, no tengan las habituales costras en las rodillas o algún que otro corte, cardenal o un ojo morado. Dice que si nos encontramos con alguien por las calles de Limerick no debemos decir adónde vamos. Ya sufre bastante vergüenza como para tener que contárselo además a todo el mundo, y habrá que oír a su madre cuando se entere.
Ya se ha formado una cola ante el dispensario. Hay mujeres como mamá que llevan a niños en brazos, niños de pecho como Alphie, y hay niños que juegan en la acera. Las mujeres protegen del frío a los niños y gritan a los que juegan para que no bajen a la calzada y los atropelle un automóvil o una bicicleta. Hay viejos y mujeres acurrucados contra la pared, que hablan solos o no hablan en absoluto. Mamá nos advierte que no nos separemos de ella y pasamos media hora esperando a que se abra la puerta grande. Un hombre nos dice que entremos en orden y que formemos cola ante la tarima, que el señor Coffey y el señor Kane llegarán dentro de un momento cuando terminen de tomarse el té en la habitación contigua. Una mujer se queja de que sus hijos se están helando de frío y dice que Coffey y Kane podían terminarse el té de una puñetera vez. El hombre le dice que es una agitadora, que por esta vez no le tomará el nombre en consideración al frío que hace esa mañana, pero que si vuelve a abrir la boca lo lamentará.
El señor Coffey y el señor Kane suben a la tarima y no prestan atención a la gente. El señor Kane se pone las gafas, se las quita, las limpia, se las pone, mira al techo. El señor Coffey lee papeles, escribe algo, pasa papeles al señor Kane. Hablan en voz baja entre sí. No se dan prisa. No nos miran.
Por fin, el señor Kane llama a la tarima al primer viejo.
—¿Cómo se llama?
—Timothy Creagh, señor.
—Creagh, ¿eh? Tiene un bonito apellido antiguo de Limerick.
—Sí señor. Es verdad.
—¿Y qué quiere, Creagh?
—Ay, mire, es que vuelvo a tener dolores de estómago y quisiera que me viese el doctor Feeley.
—Vaya, Creagh, ¿no será que le sientan mal para el estómago las pintas de cerveza oscura?
—Ay, no, desde luego que no, señor. La verdad es que ya no me tomo casi ninguna pinta por los dolores. Mi mujer está en casa en cama y también tengo que ocuparme de ella.
—Hay mucha pereza en el mundo, Creagh.
Y el señor Kane dice a la gente de la cola:
—¿Lo han oído, señoras? Hay mucha pereza, ¿no es verdad?
Y las mujeres responden:
—Sí, es verdad, desde luego, señor Kane, mucha pereza.
El señor Creagh recibe su volante para la consulta del médico, la cola avanza y el señor Kane atiende a mamá.
—¿La asistencia pública, es eso lo que quiere, señora, la beneficencia?
—Eso es, señor Kane.
—¿Y dónde está su marido?
—Ah, está en Inglaterra, pero…
—¿En Inglaterra, eh? Y ¿qué hay del telegrama semanal, de las cinco librazas?
—No nos ha enviado ni un penique en varios meses, señor Kane.
—¿Ah, sí? Bueno, ya sabemos por qué, ¿no es verdad? Sabemos a qué se dedican en Inglaterra los hombres de Irlanda. Sabemos que a algún que otro hombre de Limerick se le ha visto paseándose con una zorra de Picadilly, ¿no es verdad?
Mira a los que esperan en la cola y éstos saben que deben decir «Sí, señor Kane», y saben que deben sonreír y reírse o les irá mal cuando lleguen a la plataforma. Saben que puede pasárselos al señor Coffey, que tiene fama de negarlo todo.
Mamá dice al señor Kane que papá está en Coventry y que está bien lejos de Picadilly, y el señor Kane se quita las gafas y la mira fijamente.
—¿Qué es esto? ¿Es que me quiere llevar la contraria?
—Oh, no, señor Kane. No, por Dios.
—Entérese, mujer, de que aquí seguimos la política de no conceder beneficencia a las mujeres que tienen a sus maridos en Inglaterra. Entérese de que está quitando el pan de la boca a personas que lo merecen más, que se han quedado en este país para hacer su parte.
—Sí, señor Kane.
—¿Y cómo se llama?
—McCourt, señor.
—Ése apellido no es de Limerick. ¿De dónde ha sacado ese apellido?
—De mi marido, señor. Es del Norte.
—Es del Norte y la deja aquí para que reciba la beneficencia del Estado Irlandés Libre. ¿Para eso hemos luchado? ¿Para eso?
—No lo sé, señor.
—¿Por qué no se va a Belfast, a ver si le ayudan los hombres de Orange?, ¿eh?
—No lo sé, señor.
—No lo sabe. Claro que no lo sabe. Hay mucha ignorancia en el mundo.
Mira a la gente.
—He dicho que hay mucha ignorancia en el mundo —repite, y la gente asiente con la cabeza y afirma que hay mucha ignorancia en el mundo.
Habla en voz baja con el señor Coffey y miran a mamá y después nos miran a nosotros. Por fin, dice a mamá que le darán la asistencia pública pero que si recibe un solo penique de su marido deberá cancelar su solicitud y tendrá que devolver todo el dinero al dispensario. Ella lo promete así, y nos marchamos.
La seguimos hasta la tienda de Kathleen O’Connell, donde compramos té, pan y unos trozos de turba para el fuego. Subimos las escaleras hasta Italia y encendemos el fuego, y cuando nos tomamos el té hay un ambiente acogedor. Todos estamos muy callados, hasta Alphie, que es un niño de pecho, porque sabemos lo que ha hecho el señor Kane a nuestra madre.