8

Ya tengo diez años y voy a ir a la iglesia de San José para recibir la Confirmación. Nos prepara en la escuela el maestro, el señor O’Dea. Tenemos que saber bien lo que es la Gracia Santificante, una perla de alto precio que Jesús compró para nosotros con Su muerte. Al señor O’Dea se le ponen los ojos en blanco cuando nos dice que con la Confirmación pasaremos a formar parte de la Divinidad. Tendremos los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, buen consejo, fortaleza, conocimiento, piedad, temor de Dios. Los curas y los maestros nos dicen que con la Confirmación ya eres un verdadero soldado de la Iglesia, y que eso te da derecho a morir y a ser mártir si nos invaden los protestantes, los mahometanos u otros paganos cualesquiera. Otra vez me hablan de morir: me dan ganas de decirles que yo no podré morir por la Fe porque ya estoy comprometido para morir por Irlanda.

Mikey Molloy me dice:

—¿Es que estás de broma? Eso de morir por la Fe es un camelo. No es más que un cuento que se han inventado para meterte miedo. Lo de Irlanda también. Ya no muere nadie por nada. Ya han muerto todos los que tenían que morir. Yo no pienso morir por Irlanda ni por la Fe. Quizás estuviese dispuesto a morir por mi madre, pero nada más.

Mikey lo sabe todo. Va a cumplir catorce años. Le dan ataques. Ve visiones.

Los mayores nos dicen que morir por la Fe es una cosa gloriosa, pero nosotros no estamos preparados todavía para ello, porque el día de la Confirmación es como el día de la Primera Comunión, uno recorre los callejones y las callejas y le dan bollos y dulces y dinero, la Colecta.

Y aquí interviene el pobre Peter Dooley. Nosotros lo llamamos Cuasimodo, porque tiene una joroba como el jorobado de Notre Dame, aunque sabemos bien que éste se llamaba en realidad Charles Laughton.

Cuasimodo tiene nueve hermanas, y se dice que su madre no lo quería, pero el ángel se lo trajo y es pecado quejarse de lo que te mandan. Cuasimodo es mayor, tiene quince años. El pelo pelirrojo se le pone de punta en todas direcciones. Tiene los ojos verdes, y uno se le mueve tanto que siempre se está dando golpecitos en las sienes para volverlo a su sitio. Tiene la pierna derecha corta y retorcida, y cuando anda va dando pasitos de baile y se cae cuando uno menos se lo espera. Y entonces es cuando el observador se queda sorprendido. Maldice de su pierna, maldice del mundo, pero maldice con un hermoso acento inglés que aprendió de la radio, de la BBC. Cuando va a salir de su casa asoma siempre la cabeza por la puerta y anuncia a todo el callejón: «Aquí viene mi cabeza, pronto llegará mi culo». Cuando Cuasimodo tenía doce años, llegó a la conclusión de que, en vista de su aspecto y de la forma en que el mundo lo miraba, lo mejor que podía hacer era prepararse para realizar un trabajo donde el público lo oyera pero no lo viera, y ¿qué mejor que sentarse delante de un micrófono en la BBC de Londres a leer las noticias?

Pero para irse a Londres hace falta dinero, y por eso acude cojeando a nosotros aquel viernes, la víspera de la Confirmación. Tiene una propuesta para Billy y para mí. Sabe que al día siguiente nos darán dinero por la Confirmación, y dice que si le prometemos pagarle un chelín cada uno nos dejará subir esa misma noche por el canalón que hay en la parte trasera de su casa para que miremos por la ventana y veamos a sus hermanas desnudas mientras se dan su baño semanal. Yo me apunto inmediatamente. Billy dice:

—Yo tengo mi propia hermana. ¿Por qué voy a pagarte para ver a tus hermanas desnudas?

Cuasimodo dice que mirar el cuerpo desnudo de tu propia hermana es el pecado mayor que existe y que no sabe si habrá en todo el mundo un cura capaz de perdonarte si lo cometes, que quizás tengas que acudir al obispo, que, como todo el mundo sabe, es un coco.

Billy se apunta.

El viernes por la noche saltamos el muro del patio trasero de Cuasimodo. Hace una noche preciosa; la luna de junio está suspendida en lo alto sobre Limerick y se siente una brisa cálida que sube del río Shannon. Cuando Cuasimodo está a punto de dejar a Billy subirse por el canalón, aparece encima del muro el mismísimo Mikey Molloy el Ataques, que susurra a Cuasimodo:

—Toma el chelín, Cuasimodo. Déjame subir por el canalón.

Mikey ya tiene catorce años, es mayor que cualquiera de nosotros y está fuerte por su trabajo de repartidor de carbón. Está negro de carbón como el tío Pa Keating, y sólo se le ve el blanco de los ojos y la espuma blanca que tiene en el labio inferior, que indica que le puede dar el ataque en cualquier momento.

—Espera, Mikey —dice Cuasimodo—. Éstos están primero.

—¿Que espere? Y una mierda —dice Mikey, y se sube por el canalón. Billy protesta, pero Cuasimodo sacude la cabeza.

—No puedo evitarlo —dice—. Viene todas las semanas con el chelín. Yo tengo que dejarle subir por el canalón. Si no, me pegará y se lo contará a mi madre, y a continuación mi madre me meterá en la carbonera todo el día con las ratas.

Mikey el Ataques está en lo alto, agarrado al canalón con una mano. Tiene la otra mano en el bolsillo y la mueve, la mueve, y cuando el canalón empieza a moverse también y a crujir, Cuasimodo susurra:

—Molloy, nada de pajas subido al canalón.

Da saltos por el patio mientras protesta. Ha perdido el acento de la BBC y ahora habla como un natural de Limerick por los cuatro costados:

—Jesús, Molloy, bájate de ese canalón o se lo cuento a mi madre.

La mano de Mikey se mueve más aprisa en el bolsillo, tan aprisa que el canalón da una sacudida y se desploma y Mikey queda tendido en el suelo gritando:

—Estoy muerto, estoy destrozado. Dios mío.

Se le ve la espuma de los labios y la sangre que le sale por haberse mordido la lengua.

La madre de Cuasimodo sale por la puerta gritando: «¡Jesús! ¿Qué es esto?», y el patio se inunda de la luz de la cocina. Las hermanas chillan asomadas a la ventana de arriba. Billy intenta huir y ella lo arranca de la pared. Le dice que vaya corriendo a la farmacia de O’Connor, que está a la vuelta de la esquina, para que llamen por teléfono a una ambulancia o a un médico o a lo que sea para Mikey. Nos manda a voces que entremos en la cocina. Mete a Cuasimodo a patadas en el pasillo. Él está a cuatro patas, y ella lo arrastra hasta la carbonera que hay bajo la escalera y lo encierra dentro con llave.

—Quédate allí hasta que recobres el juicio.

Él llora y la llama a voces, con puro acento de Limerick:

—Ay, mamá, mamá, déjame salir. Aquí hay ratas. Sólo quería ir a la BBC, mamá. Ay, Jesús; mamá, Jesús. No volveré a dejar subir a nadie por el canalón. Te mandaré dinero desde Londres. ¡Mamá! ¡Mamá!

Mikey sigue tendido en el suelo, con convulsiones y retorciéndose por el patio. La ambulancia se lo lleva al hospital con una clavícula rota y con la lengua hecha trizas.

Nuestras madres aparecen al poco rato.

—Estoy deshonrada —dice la señora Dooley—, eso es lo que estoy, deshonrada. Mis hijas no se pueden bañar los viernes por la noche sin que todo el mundo fisgonee por la ventana, y estos chicos están en pecado y deben presentarse al cura antes de que les den la Confirmación mañana.

Pero mamá dice:

—No sé lo que harán los demás, pero yo me he pasado ahorrando un año entero para el traje de Confirmación de Frank y no voy a presentarme al cura a decirle que mi hijo no está preparado para la Confirmación y tener que esperar al año que viene, cuando ya se le haya quedado pequeño este traje, sólo porque se haya subido a un canalón para echar una mirada inocente al culo esmirriado de Mona Dooley.

Me lleva a casa a rastras de la oreja y me hace arrodillarme ante el Papa.

—Júralo —dice—, jura al Papa que no has mirado a Mona Dooley en cueros.

—Lo juro.

—Si mientes, no estarás en gracia de Dios cuando recibas la Confirmación mañana, y ése es el peor de los sacrilegios.

—Lo juro.

—Sólo el obispo podría perdonar un sacrilegio como ése.

—Lo juro.

—Está bien. Vete a la cama, y a partir de hoy no vuelvas a acercarte a ese desgraciado de Cuasimodo Dooley.

Al día siguiente nos confirman a todos. El obispo me hace una pregunta del catecismo: «¿Cuál es el cuarto mandamiento?», y yo le respondo: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Me da una palmadita en la mejilla y con eso me convierte en soldado de la Iglesia Verdadera. Me arrodillo en el banco y pienso en Cuasimodo, encerrado en la carbonera bajo las escaleras, y me pregunto si debería darle a pesar de todo el chelín como ayuda para su carrera profesional en la BBC.

Pero me olvido de Cuasimodo porque me empieza a sangrar la nariz y me encuentro mareado. Los chicos y las chicas que han recibido la Confirmación están en la calle con sus padres, delante de la iglesia de San José, y hay abrazos y besos bajo el sol brillante, y a mí me da igual. Mi padre está trabajando y a mí me da igual. Mi madre me besa y a mí me da igual. Los chicos hablan de la Colecta y a mí me da igual. La nariz no me deja de sangrar y mamá teme que vaya a estropear el traje. Entra corriendo en la iglesia a pedir un trapo a Stephen Carey, el sacristán, y éste le da un pedazo de lienzo que me irrita la nariz.

—¿No quieres hacer la Colecta? —me dice, y yo le digo que me da igual.

—Sí, sí, Frankie —dice Malachy, que está triste porque yo le había prometido que lo llevaría al cine Lyric a ver la película y a atiborrarnos de dulces. Yo tengo ganas de acostarme. Me dan ganas de acostarme allí mismo, en la escalinata de San José y de dormirme para siempre.

—La abuela está preparando un buen desayuno —dice mamá, y con sólo oír hablar de la comida me dan tantas náuseas que corro al borde de la acera y vomito, y todo el mundo me mira y a mí me da igual. Mamá dice que más vale que me lleve a casa y me meta en la cama, y a mis amigos les sorprende que alguien pueda meterse en la cama cuando puede salir a hacer una Colecta.

Me ayuda a quitarme el traje de Confirmación y me mete en la cama. Toma un trapo húmedo y me lo pone en la nuca, y al cabo de un rato dejo de sangrar. Me trae té, pero sólo con verlo me dan náuseas y tengo que vomitar en el cubo. Llega la señora Hannon de la casa de al lado y le oigo decir que este niño está muy enfermo y que debería verlo un médico. Mamá dice que es sábado, que el dispensario está cerrado y que dónde va a encontrar un médico.

Papá vuelve a casa de su trabajo en la Fábrica de Harina de Rank y dice a mamá que estoy pasando una etapa, los dolores del crecimiento. Viene la abuela y dice lo mismo. Dice que cuando los niños pasan de la edad de una cifra, que es el nueve, a la edad de dos cifras, que es el diez, están cambiando y suelen sangrar por la nariz. Dice que, en todo caso, es posible que yo tenga demasiada sangre y que una buena limpieza no me vendrá nada mal.

Pasa el día y duermo a ratos. Malachy y Michael se meten en la cama por la noche y oigo que Malachy dice:

—Frankie está muy caliente.

—Me está sangrando en la pierna —dice Michael.

Mamá me pone el trapo húmedo y una llave en la nuca, pero con eso no dejo de sangrar. El domingo por la mañana tengo sangre en el pecho y a mi alrededor. Mamá dice a papá que estoy sangrando por el trasero y él dice que quizás tenga una descomposición de vientre, que es corriente cuando se tienen los dolores del crecimiento.

Nuestro médico es el doctor Troy, pero está de vacaciones, y al que viene a verme el lunes le huele el aliento a whiskey. Me reconoce y dice a mi madre que tengo un catarro fuerte y que guarde cama. Pasan los días y yo duermo y sangro. Mamá me prepara té y caldo de carne y yo no los quiero tomar. Hasta me trae helado, y sólo con verlo me dan náuseas. Vuelve a venir la señora Hannon y dice que ese médico no sabe lo que se dice y que vayamos a ver si ha regresado el doctor Troy.

Mamá vuelve con el doctor Troy. Éste me toca la frente, me levanta los párpados, me da la vuelta para verme la espalda, me coge en brazos y echa a correr hacia su automóvil. Mamá corre tras él y él le dice que tengo fiebres tifoideas.

—Ay, Dios, ay, Dios —exclama mamá—, ¿es que voy a perder a toda la familia? ¿Acabará esto alguna vez?

Ella se sube al coche, me sujeta en su regazo y pasa gimiendo todo el camino hasta el Hospital de Infecciosos del Asilo Municipal.

La cama tiene las sábanas frescas y blancas. Las enfermeras llevan uniformes limpios y blancos, y la monja, la hermana Rita, va toda de blanco. El doctor Humphrey y el doctor Campbell llevan batas blancas y llevan colgadas del cuello unas cosas que me aplican al pecho y por todo el cuerpo. Yo no hago más que dormir, pero estoy despierto cuando traen unos frascos llenos de un líquido rojo y brillante que cuelgan de unas varas altas sobre mi cama y me meten unos tubos en los tobillos y en el dorso de la mano derecha.

—Estás recibiendo sangre, Francis —dice la hermana Rita—. Sangre de los soldados del cuartel de Sarsfield.

Mamá está sentada junto a la cama y la enfermera le dice:

—Sabe usted, señora, esto es muy poco corriente. A nadie le dejan entrar nunca al Hospital de Infecciosos por miedo al contagio, pero con usted han hecho una excepción, ahora que le viene la crisis. Si la supera, seguro que se recuperará.

Me quedo dormido. Cuando me despierto, mamá se ha marchado, pero hay movimiento en la habitación y es el cura, el padre Gorey, el de la Cofradía, que está diciendo misa en una mesa en el rincón. Vuelvo a adormecerme y ahora me despiertan de nuevo y me apartan las sábanas. El padre Gorey me está tocando con aceite y está rezando en latín. Sé que es la Extremaunción y que eso significa que me voy a morir, y me da igual. Vuelven a despertarme para darme la comunión. Yo no la quiero, tengo miedo de que me den náuseas. Me guardo la hostia en la lengua y me quedo dormido, y cuando me despierto otra vez ha desaparecido.

Se ha hecho de noche y el doctor Campbell está sentado junto a mi cama. Me coge la muñeca y mira su reloj. Tiene el pelo rojo y gafas, y sonríe siempre que me habla. Ahora se sienta y tararea y mira por la ventana. Se le cierran los ojos y ronca un poco. Se inclina de lado en la silla y se tira un pedo y sonríe para sí mismo, y ahora sé que voy a recuperarme, porque un médico no se tiraría nunca un pedo delante de un niño que se estuviera muriendo.

El hábito blanco de la hermana Rita brilla al sol que entra por la ventana. Me coge la muñeca, mira su reloj, sonríe.

—Ah —sonríe—, estamos despiertos, ¿verdad? Bueno, Francis, creo que hemos pasado lo peor. Nuestras oraciones han sido atendidas, y también todas las oraciones de los cientos de niños de la Cofradía. ¿Te lo imaginas? Cientos de niños han rezado el rosario por ti y han ofrecido su comunión por ti.

Tengo punzadas de dolor en los tobillos y en el dorso de la mano por los tubos que me meten la sangre y me da igual que los niños recen por mí. Cuando la hermana Rita sale de la habitación yo oigo el rumor de su hábito y el chasquido de su rosario. Me quedo dormido, y cuando me despierto es de noche y papá está sentado junto a la cama con su mano sobre la mía.

—¿Estás despierto, hijo?

Intento hablar pero estoy seco, no me sale nada, y me señalo la boca. Él me acerca a los labios un vaso de agua, que está dulce y fresca. Me aprieta la mano y dice que soy un buen soldado y que cómo no voy a serlo: ¿acaso no llevo la sangre de los soldados?

Ya no llevo los tubos y los frascos de cristal han desaparecido.

La hermana Rita entra y dice a papá que tiene que marcharse. Yo no quiero que se marche, porque tiene aspecto triste. Se parece a Paddy Clohessy el día en que le di la pasa. Cuando tiene aspecto triste es lo peor del mundo, y yo me echo a llorar.

—¿Qué es eso? —dice la hermana Rita—. ¿Llorando, con toda la sangre de soldado que llevas dentro? Mañana te espera una buena sorpresa, Francis. No lo adivinarás nunca. Pues te lo diré yo: te vamos a traer una galleta muy rica con el té de la mañana. ¿No es maravilloso? Y tu padre volverá mañana o pasado, ¿verdad, señor McCourt?

Papá asiente con la cabeza y vuelve a poner su mano sobre la mía. Me mira, retrocede, vuelve, me besa en la frente por primera vez en mi vida, y yo me siento tan feliz que me gustaría salir flotando de la cama.

Las otras dos camas de mi habitación están desocupadas. La enfermera dice que soy el único paciente con tifus y que es un milagro que haya superado la crisis.

La habitación contigua a la mía está desocupada hasta que una mañana oigo una voz de muchacha que dice:

—Hola, ¿hay alguien ahí?

Yo no estoy seguro de si me habla a mí o a alguien de la habitación del otro lado.

—Hola, chico del tifus, ¿estás despierto?

—Sí.

—¿Estás mejor?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—No lo sé. Sigo en la cama. Me ponen inyecciones y me dan medicinas.

—¿Cómo eres?

¿Qué querrá decir con esa pregunta? No sé qué contestarle.

—Hola, ¿sigues ahí, chico del tifus?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Frank.

—Es un buen nombre. Yo me llamo Patricia Madigan. ¿Cuántos años tienes?

—Diez.

—Ah.

Parece desilusionada.

—Pero voy a cumplir los once en agosto, el mes que viene.

—Bueno, once es mejor que diez. Yo voy a cumplir catorce en septiembre. ¿Quieres saber por qué estoy en el Hospital de Infecciosos?

—Sí.

—Tengo difteria y otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—No lo saben. Creen que tengo una enfermedad del extranjero, porque mi padre ha estado en África. Estuve a punto de morirme. ¿Vas a decirme cómo eres?

—Tengo el pelo negro.

—Como millones de personas.

—Tengo los ojos castaños con rayas verdes, lo que llaman color avellana.

—Como miles de personas.

—Tengo puntos en el dorso de la mano derecha y en los dos pies, por donde me metieron la sangre de los soldados.

—Dios mío, ¿te han hecho eso?

—Sí.

—No podrás parar de desfilar y de saludar.

Se oye el rumor de un hábito y el chasquido de un rosario y, a continuación, la voz de la hermana Rita:

—Vamos…, vamos…, ¿qué es esto? No se puede hablar de habitación a habitación…, y menos cuando son un niño y una niña. ¿Me has oído, Patricia?

—Sí, hermana.

—¿Me has oído, Francis?

—Sí, hermana.

—Podríais dar gracias por haberos recuperado milagrosamente. Podríais rezar el rosario. Podríais leer El Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón que tenéis junto a la cama. Que no vuelva a encontraros hablando.

Entra en mi habitación y me señala con el dedo.

—Sobre todo a ti, Francis, después de que miles de niños rezaran por ti en la Cofradía. Da gracias, Francis, da gracias.

Se marcha y hay un rato de silencio. Después, Patricia susurra:

—Da gracias, Francis, da gracias y reza el rosario, Francis.

Yo me río con tanta fuerza que viene corriendo una enfermera a ver si me pasa algo. Es una enfermera muy severa del condado de Kerry y me asusta.

—¿Qué es esto, Francis? ¿Riéndote? ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? ¿Estáis hablando esa niña, la Madigan, y tú? Daré parte a la hermana Rita. No te puedes reír, pues te puedes provocar daños graves en los órganos internos.

Se marcha pisando pesadamente y Patricia vuelve a susurrar con un fuerte acento de Kerry:

—No te puedes reír, Francis, pues te puedes provocar daños graves en los órganos internos. Reza el rosario, Francis, y reza por tus órganos internos.

Mamá me visita los jueves. Me gustaría ver también a mi padre, pero ya estoy fuera de peligro, se acabó la crisis, y sólo se me permite un visitante. Por otra parte, ella me dice que papá vuelve a trabajar en la Fábrica de Harina de Rank y que pide a Dios que este empleo le dure algún tiempo, ahora que hay guerra y que los ingleses necesitan harina desesperadamente. Me trae una tableta de chocolate, lo que demuestra que papá está trabajando. Jamás podría permitírselo viviendo del paro. Él me envía notas. Me dice que todos mis hermanos rezan por mí, que debo ser bueno, que obedezca a los médicos, a las monjas, a las enfermeras, y que no me olvide de rezar. Está seguro de que fue San Judas Tadeo quien me hizo salir adelante cuando tuve la crisis, porque es el santo patrono de los casos desesperados, y el mío era, sin duda, un caso desesperado.

Patricia dice que tiene dos libros junto a su cama. Uno es un libro de poesías, y es el que le gusta. El otro es una historia resumida de Inglaterra, y me pregunta si lo quiero. Se lo entrega a Seamus, el hombre que friega los suelos todos los días, y él me lo trae a mí y me dice:

—No debería llevar nada de una habitación de dipteria a una habitación de tifus, con todos los microbios que van por el aire y que se esconden entre las páginas, y si te da la dipteria encima del tifus se van a enterar y yo perderé el buen trabajo que tengo y acabaré en la calle cantando canciones patrióticas y pidiendo con un bote de hojalata en la mano, y lo podría hacer muy bien, pues no se ha escrito ninguna canción sobre los padecimientos de Irlanda que yo no me sepa, y también me sé algunas sobre las alegrías del whiskey.

Sí, se sabe la canción de Roddy McCorley. Dice que me la cantará con mucho gusto, pero apenas ha empezado a cantar la primera estrofa cuando entra corriendo la enfermera de Kerry.

—¿Qué es esto, Seamus? ¿Cantando? Deberías saber mejor que nadie que en este hospital está prohibido cantar. Me dan ganas de dar parte a la hermana Rita.

—Ay, por Dios, no haga eso, enfermera.

—Muy bien, Seamus. Lo pasaré por alto por esta vez. Ya sabes que cantar podría provocar a estos pacientes una recaída.

Cuando ella se marcha, él me dice en voz baja que me enseñará algunas canciones, porque cantar es bueno para pasar el tiempo cuando uno está solo en una habitación de tifus. Dice que Patricia es una niña encantadora, que le suele dar dulces del paquete que le envía su madre cada quince días. Deja de fregar el suelo y dice en voz alta a Patricia, que está en la habitación contigua:

—Decía a Frankie que eres una niña encantadora, Patricia.

Y ella le dice:

—Tú también eres un hombre encantador, Seamus.

Él sonríe porque es un viejo de cuarenta años y nunca ha tenido hijos, sólo tiene a los niños con los que puede hablar aquí, en el Hospital de Infecciosos.

—Aquí tienes el libro, Frankie —me dice—. Qué lástima que tengas que leer cosas de Inglaterra después de todo lo que nos hicieron, que no haya una sola historia de Irlanda en este hospital.

El libro me habla del rey Alfredo y de Guillermo el Conquistador y de todos los reyes y reinas hasta Eduardo, que se pasó toda la vida esperando a que se muriera su madre, Victoria, hasta que pudo ser rey. En el libro viene el primer pasaje de Shakespeare que leí en mi vida:

Creo en verdad,

inducida por poderosas circunstancias,

que sois mi enemigo.

El historiador dice que eso se lo dice Catalina, que es una de las esposas de Enrique VIII, al cardenal Wolsey, que quiere que le corten la cabeza. No sé qué significa, y me da igual, porque es de Shakespeare y cuando repito las palabras es como tener joyas en la boca. Si tuviera todo un libro de Shakespeare, no me importaría que me hicieran estar en el hospital un año entero.

Patricia dice que no sabe qué significa «inducida» ni «poderosas circunstancias» y que no le interesa Shakespeare; ella tiene su libro de poesías y me lee desde el otro lado de la pared una poesía que habla de un búho y de una garita que se hicieron a la mar en una barca verde y que llevaban miel y dinero, y no tiene pies ni cabeza, y cuando se lo digo a Patricia ella se enfada y dice que es la última vez que me lee una poesía. Dice que yo estoy siempre recitando los versos de Shakespeare, que tampoco tienen ni pies ni cabeza. Seamus deja de fregar otra vez y nos dice que no tenemos que discutir por las poesías, que ya discutiremos bastante cuando seamos mayores y nos casemos. Patricia se disculpa y yo me disculpo también, y ella me lee parte de otra poesía, que yo tengo que aprenderme para volver a recitársela a ella de madrugada o a última hora de la noche, cuando no hay monjas ni enfermeras.

El viento era un torrente oscuro entre los árboles agitados;

la luna era un galeón espectral azotado por mares turbulentos;

el camino era una franja de luna entre el páramo purpúreo,

y el bandolero llegó galopando,

galopando, galopando,

el bandolero llegó galopando a la puerta de la vieja posada.

Llevaba un tricornio francés en la frente, encajes en el cuello,

casaca de terciopelo rosado y calzas de gamuza parda

ceñidas sin arrugas; las botas hasta los muslos,

y cabalgaba con joyas que brillaban.

Las pistolas le brillaban,

la vaina del sable le brillaba bajo el cielo enjoyado.

Cada día espero con impaciencia a que los médicos y las enfermeras me dejen solo para que Patricia pueda enseñarme una nueva estrofa y poder enterarme de lo que les pasa al bandolero y a la hija del posadero, de rojos labios. Me gusta esta poesía porque es emocionante y es casi tan buena como mis dos versos de Shakespeare. Los casacas rojas acechan al bandolero porque saben que él le dijo a ella: «Vendré por ti a la luz de la luna, aunque todo el infierno me cierre el paso».

A mí me encantaría hacer eso mismo, venir a la luz de la luna a llevarme a Patricia de la habitación de al lado, sin que me importe un pedo de violinista que todo el infierno me cierre el paso. Cuando va a leerme las últimas estrofas entra de pronto la enfermera de Kerry, gritándonos a ella y a mí.

—Os dije que no se podía hablar de habitación a habitación. Los de la difteria tienen prohibido hablar con los del tifus, y viceversa. Os lo advertí.

Y grita a Seamus:

—Seamus, llévate a éste. Llévate al chico. La hermana Rita dijo que si hablaban una palabra más, arriba con él. Os advertimos que os dejaseis de charla, pero no hicisteis caso. Llévate al chico, Seamus, llévatelo.

—Ay, vamos, enfermera, no ha hecho ningún daño. No es más que un poco de poesía.

—Llévate a ese chico, Seamus, llévatelo enseguida.

Él se inclina sobre mí y me susurra:

—Ay, Dios, Frankie, lo siento mucho. Toma tu libro de historia inglesa.

Me desliza el libro bajo el camisón y me levanta de la cama. Me susurra que soy como una pluma. Yo intento ver a Patricia cuando pasamos por su habitación, pero lo único que distingo es una mancha en forma de cabeza morena sobre una almohada.

La hermana Rita nos detiene en el pasillo para decirme que la he decepcionado mucho, que esperaba que yo hubiera sido un niño bueno después de lo que había hecho Dios por mí, después de todo lo que habían rezado por mí cientos de niños en la Cofradía, después de todo lo que me habían cuidado las monjas y las enfermeras del Hospital de Infecciosos, después de que habían dejado entrar a mi madre y a mi padre para que me vieran, cosa que rara vez se permite, y así se lo había pagado yo, echado en la cama recitando poesías tontas con Patricia Madigan, cuando sabía muy bien que estaba prohibido que los del tifus hablasen con los de la difteria. Dice que tendré mucho tiempo a mi disposición para reflexionar sobre mis pecados en la sala grande del piso de arriba, y que debía pedir perdón a Dios por mi acto de desobediencia al recitar una poesía inglesa pagana que hablaba de un ladrón a caballo y de una doncella con labios rojos que comete un pecado terrible, en vez de dedicarme a rezar o a leer la vida de un santo. Ya se había encargado ella de leer la poesía, y más me valía decírselo al cura cuando me confesase.

La enfermera de Kerry nos sigue hasta el piso de arriba, jadeando y asiéndose a la barandilla. Me dice que me quite de la cabeza la idea de que ella vaya a subirse hasta aquí, el fin del mundo, cada vez que a mí me duela o me pique algo.

En la sala hay veinte camas, todas blancas, todas desocupadas. La enfermera dice a Seamus que me acueste al final de la sala, junto a la pared, para asegurarse de que yo no vaya a hablar con cualquiera que pase por la puerta, cosa muy improbable porque no hay un alma en todo este piso. Dice a Seamus que ésta era la sala de infecciosos en la Gran Hambruna, hace mucho tiempo, y que sólo Dios sabe cuántos murieron aquí después de que los trajeran demasiado tarde para hacerles nada más que lavarlos antes de enterrarlos, y que se cuenta que se oyen gritos y quejidos en plena noche.

—Se te partiría el corazón si pensases en lo que nos hicieron los ingleses —dice—. Si no trajeron ellos la peste de la patata, tampoco hicieron gran cosa para aliviarla. Sin piedad. Sin la menor compasión por la gente que moría en esta misma sala, por los niños que sufrían y que morían aquí mientras los ingleses zampaban rosbif y trasegaban el mejor vino en sus casonas, por los niños que tenían la boca verde por haber intentado comer la hierba de los campos de los alrededores. Que Dios nos asista y nos libre de futuras hambrunas.

Seamus dice que fue una cosa terrible, verdaderamente, y que no le gustaría haber tenido que recorrer estos pasillos en la oscuridad viendo aquellas boquitas verdes abiertas. La enfermera me toma la temperatura.

—Ha subido un poco. Duerme, que te sentará bien, ahora que ya no puedes charlar ahí abajo con Patricia Madigan, que no peinará canas.

Hace un gesto con la cabeza a Seamus y éste responde con otro gesto triste.

Las enfermeras y las monjas se creen que uno no entiende nunca lo que dicen. Cuando tienes diez años para cumplir once se creen que eres un inocente, como mi tío Pat Sheehan, al que dejaron caer de cabeza. No puedes hacer preguntas. No puedes dar muestras de que has entendido lo que ha dicho la enfermera de Patricia Madigan, que se va a morir, y no puedes dar muestras de que te dan ganas de llorar por esta niña que te ha enseñado una poesía preciosa que, según la monja, era mala.

La enfermera dice que se tiene que ir y manda a Seamus barrer el polvo bajo mi cama y fregar un poco la sala. Seamus me dice que es una vieja perra por haber ido corriendo a quejarse a la hermana Rita de que nos estábamos recitando la poesía de una habitación a otra. Me dice que con una poesía no se puede contagiar ninguna enfermedad, como no sea el amor, ja, ja, y que eso mal podía pasar cuando se tienen, ¿cuántos años?, ¿diez para cumplir once? No había visto nunca nada igual, que a un chiquillo lo trasladaran al piso de arriba por recitar una poesía, y que le daban ganas de ir a contarlo al Limerick Leader para que lo publicasen, si no fuera porque él tenía ese empleo y lo perdería si la hermana Rita se enteraba.

—De todas formas, Frankie, un buen día tú saldrás de aquí y podrás leer toda la poesía que quieras, aunque no sé qué será de Patricia ahí abajo, no sé qué será de Patricia, que Dios nos asista.

A los dos días se entera de lo que fue de Patricia, porque ésta se levantó de la cama para ir al retrete, aunque debía hacerlo en una cuña, se desmayó y se murió en el retrete. Seamus friega el suelo y tiene lágrimas en los ojos, y dice:

—Es una porquería morirse en el retrete cuando se es tan encantadora. Ella me dijo que sentía haberte hecho recitar esa poesía y que te trasladaran de la habitación. Dijo que todo fue por su culpa.

—No lo fue, Seamus.

—Ya lo sé, y bien que se lo dije.

Patricia ya no está, y yo no me enteraré de lo que pasó al bandolero y a Bess, la hija del posadero. Se lo pregunto a Seamus, pero él no sabe nada de poesías, y menos de poesías inglesas. Antes se sabía una poesía irlandesa, pero era toda de hadas y no salía ningún bandolero. Pero me dice que se lo preguntará a los parroquianos de la taberna que frecuenta él, donde siempre hay alguien recitando algo, y él me lo contará a mí. Mientras tanto, yo tendré en qué ocuparme leyendo mi historia resumida de Inglaterra y enterándome de toda su perfidia. Eso es lo que dice Seamus, perfidia, y yo no sé qué significa y él tampoco lo sabe, pero si es algo que hacen los ingleses debe de ser terrible.

Viene a fregar el suelo tres veces por semana, y la enfermera viene todas las mañanas a tomarme la temperatura y el pulso. El médico me escucha el pecho con la cosa que tiene colgada del cuello. Todos me dicen:

—¿Y cómo está hoy nuestro soldadito?

Una muchacha que lleva un vestido azul me trae las comidas tres veces al día y no me habla nunca. Seamus me dice que no está bien de la cabeza y que no le diga ni una palabra.

Los días de julio son largos y yo tengo miedo a la oscuridad. En la sala sólo hay dos luces, en el techo, y las apagan cuando se llevan la bandeja del té y la enfermera me da las pastillas. La enfermera me dice que me duerma pero yo no puedo, porque veo en las diecinueve camas de la sala a personas moribundas y con la boca verde por haber intentado comer hierba, y pidiendo a gemidos sopa, sopa protestante, la sopa que sea, y yo me cubro la cara con la almohada esperando que no vengan a rodear mi cama, a intentar cogerme y a pedirme a gritos trozos de la tableta de chocolate que me dio mi madre la semana pasada.

La verdad es que no me la dio ella. Tuvo que dejarla en la puerta porque ya no puedo recibir más visitas. La hermana Rita me dice que una visita al Hospital de Infecciosos es un privilegio y que después de mi mala conducta con lo de Patricia Madigan y aquella poesía yo ya no puedo gozar más del privilegio. Dice que volveré a casa dentro de pocas semanas y que lo que tengo que hacer es dedicarme a ponerme bueno y a aprender a andar otra vez después de pasar seis semanas en la cama, y que mañana, después de desayunar, podré salir de la cama. No sé por qué dice que tengo que aprender a andar, yo ando desde que era pequeño, pero cuando la enfermera me pone de pie junto a la cama, me caigo al suelo y la enfermera se ríe:

—¿Lo ves? Has vuelto a ser un niño pequeño.

Practico andando de cama en cama, de un lado a otro, de un lado a otro. No quiero ser un niño pequeño. No quiero estar en esta sala vacía, sin Patricia, sin el bandolero y sin la hija del posadero, de labios rojos. No quiero que los fantasmas de los niños con las bocas verdes me apunten con los dedos esqueléticos y me pidan a gritos trozos de mi tableta de chocolate.

Seamus dice que uno de los parroquianos de su taberna se sabía todas las estrofas de la poesía del bandolero y que tenía un final muy triste. Se brinda a recitármela, pues él no había aprendido a leer y tenía que llevar la poesía en la cabeza. De pie en el centro de la sala, apoyado en su fregona, recita:

¡Trot, trot en el silencio helado! ¡Trot, trot en el eco de la noche!

¡Él estaba cada vez más cerca! ¡El rostro de ella era como una luz!

Abrió mucho los ojos un momento, dio un último suspiro hondo,

y su dedo se movió a la luz de la luna,

su fusil destrozó la luz de la luna,

le destrozó el pecho a la luz de la luna y dio aviso a él, muriendo ella.

Él oye el disparo y huye, pero cuando se entera al alba de cómo murió Bess se pone furioso y vuelve con sed de venganza, pero los casacas rojas lo matan.

Tintas en sangre sus espuelas bajo el sol dorado; roja como el vino

su casaca de terciopelo,

cuando lo mataron en el camino real,

lo abatieron como a un perro en el camino real,

y yació entre su sangre en el camino real, con encajes en el cuello.

Seamus se limpia la cara con la manga y se sorbe los mocos. Dice:

—No hay derecho a que te hayan trasladado aquí arriba, apartándote de Patricia, cuando no sabías siquiera lo que había pasado al bandolero y a Bess. Es un cuento muy triste, y cuando se lo recité a mi mujer ella se pasó llorando toda la noche, hasta que nos acostamos. Dijo que no había derecho a que los casacas rojas matasen a aquel bandolero, que ellos tienen la culpa de los males de medio mundo y que tampoco tuvieron nunca compasión con los irlandeses. Bueno, Frankie, si quieres oír más poesías dímelo; yo las oiré en la taberna y te las traeré en la cabeza.

La muchacha del vestido azul que no está bien de la cabeza me dice de repente un día: «¿Quieres leer un libro?», y me trae La maravillosa búsqueda del señor Ernest Bliss, de E. Phillips Oppenheim, que trata de un inglés que está harto y que no sabe a qué dedicarse todo el día, a pesar de que es tan rico que no es capaz de contar todo el dinero que tiene. Su criado le trae el periódico de la mañana, el té, el huevo, la tostada y la mermelada y él le dice: «Llévate eso, la vida está vacía». No es capaz de leer el periódico, no es capaz de comerse el huevo, y se consume. Su médico le dice que se vaya a vivir entre los pobres, en el este de Londres, y que así aprenderá a amar la vida; él lo hace así y se enamora de una muchacha que es pobre pero honrada y muy inteligente y se casan y se van a vivir a su casa del oeste de Londres, que es la parte de los ricos, porque es más fácil ayudar a los pobres y no estar hartos cuando se vive bien y con comodidades.

A Seamus le gusta que yo le cuente lo que leo. Me dice que ese relato del señor Ernest Bliss es un cuento inventado, porque nadie que estuviera en su sano juicio tendría que ir al médico por tener demasiado dinero y por no comerse un huevo, aunque nunca se sabe. Puede que sea así en Inglaterra. En Irlanda no se vería nunca nada semejante. Si aquí no te comes un huevo, te llevan al manicomio o dan parte al obispo.

No veo la hora de volver a casa y de contarle a Malachy lo de aquel hombre que no se quería comer el huevo. Malachy se caerá por el suelo de risa, porque una cosa así no podría pasar nunca. Dirá que me lo estoy inventando, pero cuando le diga que el personaje de este relato es un inglés, lo entenderá.

No puedo decirle a la muchacha del vestido azul que el relato era una tontería porque le puede dar un ataque.

—Si has terminado ese libro, te traeré otro —me dice—, porque hay una caja entera de libros que dejaron los pacientes antiguos.

Me trae un libro titulado Tom Brown en la escuela, que es difícil de leer, y un montón de libros de P. G. Wodehouse, que me hace reír con Ukridge y Bertie Wooster y Jeeves y todos los Mulliner. Bertie Wooster es rico, pero se come el huevo todas las mañanas por miedo a lo que pueda decir Jeeves. Me gustaría poder hablar de los libros con la muchacha del vestido azul o con quien fuese, pero tengo miedo de que se entere la enfermera de Kerry o la hermana Rita y me trasladen a una sala mayor todavía en el piso de arriba, con cincuenta camas vacías y llena de fantasmas de la Hambruna con la boca verde y que apuntan con dedos esqueléticos. Por la noche, en la cama, pienso en Tom Brown y en sus aventuras en la escuela de Rugby y en todos los personajes de P. G. Wodehouse. Puedo soñar con la hija del posadero, de labios rojos, y con el bandolero, y las monjas y las enfermeras no pueden evitarlo. Es muy bonito saber que la gente no puede entrometerse con lo que tienes dentro de la cabeza.

Llega el mes de agosto y yo cumplo once años. Llevo dos meses en este hospital, y pregunto si me dejarán salir para Navidad. La enfermera de Kerry dice que debía estar de rodillas dando gracias a Dios de estar vivo, en vez de quejarme.

—No me quejo, enfermera. Sólo preguntaba si estaré en casa para Navidad.

No me responde. Me dice que me porte bien o que me mandará a la hermana Rita, y que entonces ya veré si me porto bien.

Mamá viene al hospital el día de mi cumpleaños y me hace entregar un paquete con dos tabletas de chocolate y con una nota con los nombres de las gentes del callejón que me dicen que me ponga bueno y «vuelve a casa» y «eres un buen soldado, Frankie». La enfermera me deja hablar con ella por la ventana, y es difícil, porque las ventanas están altas y yo tengo que ponerme de pie en los hombros de Seamus. Digo a mamá que quiero volver a casa, pero ella dice que todavía estoy algo débil y que seguro que salgo dentro de poco tiempo.

—Es estupendo tener once años —dice Seamus—, porque el día menos pensado serás un hombre, te afeitarás y todo y podrás salir a encontrar trabajo y beberte tu pinta como un hombre más.

Al cabo de catorce semanas la hermana Rita me dice que puedo volver a mi casa y que qué suerte tengo, porque será el día de San Francisco de Asís. Me dice que he sido un paciente muy bueno, salvo aquel problemilla de la poesía y de Patricia Madigan, que Dios tenga en su seno, y que estoy invitado a volver al hospital el día de Navidad a hacer una buena comida. Mamá viene a recogerme al hospital, y con lo débiles que tengo las piernas tardamos mucho tiempo en llegar andando hasta la parada de autobús de Union Cross.

—No corras —me dice—. Después de tres meses y medio, no importa que tardemos una hora más.

Las gentes de la colina del Cuartel y del callejón Roden salen a recibirme a la puerta de sus casas y me dicen que se alegran mucho de verme volver, que soy un buen soldado, que mi padre y mi madre pueden estar orgullosos de mí. Malachy y Michael salen corriendo a mi encuentro en el callejón y me dicen:

—Dios, qué despacio andas. ¿Ya no puedes correr?

Hace un día luminoso y yo estoy contento hasta que veo a papá sentado en la cocina con Alphie en su regazo y siento un vacío en el corazón porque sé que vuelve a estar sin trabajo. Yo había creído todo este tiempo que tenía trabajo, mamá me había dicho que lo tenía, y yo creía que no nos faltaría comida ni zapatos. Me sonríe y dice a Alphie:

Och, aquí está tu hermano mayor que ha vuelto a casa del hospital.

Mamá le dice lo que dijo el médico: que yo debía comer mucha comida nutritiva y descansar. El médico dijo que la carne sería lo mejor para que recobrase fuerzas. Papá asiente con la cabeza. Mamá prepara un caldo de carne con una pastilla de concentrado y Malachy y Mike me miran mientras me lo tomo. Dicen que ellos también quieren, pero mamá les dice:

—Dejadme en paz. Vosotros no habéis tenido el tifus.

Mamá dice que el médico ha mandado que me acueste pronto. Dice que intentó librarse de las pulgas, pero que están peor que nunca con el buen tiempo que hace.

—En todo caso —dice—, poco te pueden sacar, ahora que eres todo huesos y pellejo.

Me acuesto en la cama y pienso en el hospital, donde cambiaban todos los días las sábanas blancas y no había rastro de pulgas. Había un retrete donde se podía sentar uno a leer un libro hasta que llegaba alguien y te preguntaba si estabas muerto. Había una bañera donde se podía meter uno en el agua caliente todo el tiempo que quisiera y recitar:

Creo en verdad,

inducida por poderosas circunstancias,

que sois mi enemigo.

Y recitar esto me ayuda a quedarme dormido.

Cuando Malachy y Michael se levantan a la mañana siguiente para ir a la escuela, mamá me dice que puedo quedarme en la cama. Malachy ya está en el quinto curso, con el señor O’Dea, y le gusta decir a todo el mundo que se está aprendiendo el catecismo rojo grande para la Confirmación, y el señor O’Dea les está hablando de la gracia de Dios, de Euclides y de cómo atormentaron los ingleses a los irlandeses durante ochocientos largos años.

Ya no quiero quedarme en la cama. Los días de octubre son preciosos, y prefiero quedarme sentado en la calle, mirando por el callejón cómo cae el sol por la pared que está enfrente de nuestra casa. Mikey Moloney me trae libros de P. G. Wodehouse que saca su padre de la biblioteca y yo paso días estupendos con Ukridge, con Bertie Wooster y con todos los Mulliner. Papá me deja leer su libro favorito, el Diario de la cárcel de John Mitchel, que trata de un gran rebelde irlandés al que los ingleses mandaron al exilio en la tierra de Van Diemen, en Australia. Los ingleses dicen a John Mitchel que es libre de ir y venir a sus anchas por la tierra de Van Diemen si da su palabra de honor como caballero de que no intentará escaparse. Él da su palabra hasta que llega un barco para ayudarle a escapar, y él se presenta en la oficina del magistrado inglés y le dice «voy a escaparme», se sube de un salto a su caballo y acaba en Nueva York. Papá dice que no le importa que lea libros ingleses tontos de P. G. Wodehouse mientras no me olvide de los hombres que hicieron su parte y que dieron sus vidas por Irlanda.

No puedo quedarme en casa para siempre, y mamá vuelve a llevarme en noviembre a la Escuela Leamy. El señor O’Halloran, el nuevo director, dice que lo siente, que he perdido más de dos meses de escuela y que tengo que volver al quinto curso. Mamá dice que seguro que estoy preparado para el sexto curso.

—Al fin y al cabo, sólo ha perdido unas semanas —dice.

El señor O’Halloran dice que lo siente mucho y que me lleve al aula de al lado, a la clase del señor O’Dea.

Mientras vamos por el pasillo digo a mamá que no quiero estar en el quinto curso. Malachy está en esa clase y yo no quiero estar en clase con mi hermano, que es un año menor que yo. Ya recibí la Confirmación el año pasado. Él no. Yo soy mayor. Ya no soy más grande que él por culpa del tifus, pero soy mayor.

—No te vas a morir por eso —dice mamá.

A ella no le importa, y a mí me vuelven a meter en esa clase con Malachy y sé que todos sus amigos están riéndose de mí porque he perdido curso. El señor O’Dea me hace sentarme en la primera fila y me dice que me quite de la cara esa expresión amarga o sentiré la punta de su palmeta de fresno.

Entonces sucede un milagro, todo gracias a San Francisco de Asís, mi santo favorito, y a Nuestro Señor en persona. Ése primer día de vuelta a la escuela me encuentro un penique en la calle y quiero ir corriendo a la tienda de Kathleen O’Connell para comprarme una tableta grande de toffee Cleeves, pero no puedo correr porque todavía tengo débiles las piernas, y a veces tengo que apoyarme en una pared. Deseo desesperadamente el toffee Cleeves, pero también deseo desesperadamente salir de la clase de quinto curso.

Sé que tendré que acudir a la estatua de San Francisco de Asís. Es el único que me querrá escuchar, pero está en la otra punta de Limerick y tardo una hora en llegar allí, sentándome en los escalones, apoyándome en las paredes. Ponerle una vela cuesta un penique, y yo me pregunto si podría ponerle la vela y guardarme el penique. No, San Francisco se enteraría. Ama a las aves del cielo y a los peces del río, pero no es tonto. Enciendo la vela, me arrodillo ante su estatua y le suplico que me saque de la clase de quinto curso donde me han metido con mi hermano, que seguramente está paseándose ahora por el callejón presumiendo de que su hermano mayor ha perdido curso. San Francisco no dice una sola palabra, pero sé que me está escuchando y sé que me sacará de esa clase. Es lo menos que puede hacer después de todo el trabajo que me ha costado llegar hasta su estatua, sentándome en los escalones, apoyándome en las paredes, cuando podría haber ido a la iglesia de San José y haber puesto una vela a la Florecilla o al propio Sagrado Corazón de Jesús. ¿De qué me sirve llevar su nombre si me va a abandonar en los momentos de necesidad?

Tengo que estar en la clase del señor O’Dea escuchando el catecismo y todo lo demás que enseñó el año pasado. Me gustaría levantar la mano y responder a las preguntas, pero él me dice: «Cállate, deja que responda tu hermano». Les pone problemas de aritmética y me encarga a mí que se los corrija. Les hace dictados en irlandés y me hace a mí corregir lo que han escrito. Después me encarga a mí que escriba redacciones especiales y me las hace leer ante toda la clase para que vean todo lo que aprendí de él el año pasado. Dice a la clase:

—Frank McCourt va a enseñaros lo bien que aprendió a escribir en esta clase el año pasado. Va a escribir una redacción sobre Nuestro Señor, ¿verdad, McCourt? Va a decirnos qué habría pasado si Nuestro Señor se hubiera criado en Limerick, que tiene la Archicofradía de la Sagrada Familia y que es la ciudad más santa de Irlanda. Sabemos que si Nuestro Señor se hubiera criado en Limerick no lo habrían crucificado, porque las gentes de Limerick han sido siempre buenos católicos y nada partidarios de las crucifixiones. De modo que, McCourt, escribe esa redacción en tu casa y tráela mañana.

Papá dice que el señor O’Dea tiene mucha imaginación, pero que Nuestro Señor ya sufrió bastante en la cruz para que encima tuviese que estar en Limerick con toda la humedad del río Shannon. Se pone la gorra y sale a dar un largo paseo, y tengo que pensar yo solo en Nuestro Señor y me pregunto qué voy a escribir en la redacción de mañana.

Al día siguiente, el señor O’Dea dice:

—Muy bien, McCourt, lee tu redacción a la clase.

—El nombre de mi redacción es…

—El título, McCourt, el título.

—El título de mi redacción es: «Jesús y el tiempo».

—¿Qué?

—«Jesús y el tiempo».

—Está bien, léela.

—Ésta es mi redacción:

«No creo que a Jesús, que es Nuestro Señor, le hubiese gustado el tiempo de Limerick, porque siempre está lloviendo y la ciudad está siempre húmeda por el Shannon. Mi padre dice que el Shannon es un río asesino porque mató a mis dos hermanos. En los retratos de Jesús siempre se le ve andando por el antiguo Israel con una sábana. Allí no llueve nunca y no se oye decir que nadie tosa ni que a nadie le dé la tisis ni nada por el estilo, y allí nadie tiene trabajo porque lo único que hacen es estar por ahí, comer maná, sacudir el puño y asistir a las crucifixiones.

»Siempre que Jesús tenía hambre lo único que tenía que hacer era ir andando por el camino hasta que encontraba una higuera o un naranjo y comer hasta hartarse. Si quería tomarse una pinta, movía la mano sobre un vaso grande y aparecía la pinta. O podía visitar a María Magdalena y a la hermana de ésta, Marta, y le daban de comer sin rechistar y le lavaban los pies y se los secaban con el pelo de María Magdalena mientras Marta fregaba los platos, lo que me parece injusto. ¿Por qué tenía que fregar ella los platos mientras su hermana se quedaba sentada charlando con Nuestro Señor? Es una buena cosa que Jesús decidiera nacer judío en esa tierra caliente, porque si hubiera nacido en Limerick habría cogido la tisis y se habría muerto en un mes, y no habría Iglesia Católica, y no habría Comunión ni Confirmación y no tendríamos que aprendernos el catecismo ni escribir redacciones sobre Él. Fin».

El señor O’Dea se queda callado y me dirige una mirada rara, y yo me inquieto, porque cuando se queda callado de ese modo eso significa que alguien va a sufrir.

—¿Quién te ha escrito esa redacción, McCourt? —pregunta.

—Yo, señor.

—¿Te ha escrito tu padre esa redacción?

—No, señor.

—Ven conmigo, McCourt.

Salgo del aula detrás de él y vamos por el pasillo al despacho del director. El señor O’Dea le enseña mi redacción, y el señor O’Halloran me dirige también una mirada rara.

—¿Has escrito tú esta redacción?

—Sí, señor.

Me sacan de la clase de quinto curso y me ponen en la clase de sexto curso del señor O’Halloran, con todos los chicos que conozco: Paddy Clohessy, Fintan Slattery, Quigley el Preguntas; y aquel día, a la salida de clase, sé que tengo que volver a presentarme ante la estatua de San Francisco de Asís para darle gracias, aunque todavía tengo las piernas débiles del tifus y tengo que sentarme en los escalones y apoyarme en las paredes, y me pregunto si ha sido porque he dicho algo bueno en esa redacción o porque he dicho algo malo.

El señor Thomas L. O’Halloran imparte clases a tres cursos en una misma aula, al sexto curso, al séptimo y al octavo. Tiene la cara del presidente Roosevelt y lleva gafas con montura de oro. Lleva trajes azul marino o grises, y lleva una leontina de oro que le cuelga sobre el vientre, de un bolsillo del chaleco a otro. Lo llamamos «Saltarín», porque tiene una pierna más corta que la otra y da saltitos al andar. Él sabe que lo llamamos así y dice:

—Sí, soy «Saltarín», y os saltaré encima.

Lleva un palo largo, un puntero, y si no le prestas atención o si le das una respuesta estúpida te da tres palmetazos en cada mano o te azota en las piernas por detrás. Nos hace aprenderlo todo de memoria, todo, y por eso es el maestro más duro de la escuela. Admira a los Estados Unidos y nos hace aprendernos los nombres de todos los Estados en orden alfabético. Nos prepara en su casa tablas de gramática irlandesa, de historia irlandesa y de álgebra, las coloca en un caballete y nosotros tenemos que recitar juntos los casos, las conjugaciones y las declinaciones del irlandés, los nombres y las batallas célebres, las proporciones, la regla de tres, las ecuaciones. Tenemos que sabernos todas las fechas importantes de la historia irlandesa. Nos dice qué es lo importante y por qué lo es. Ningún maestro nos había explicado antes los porqués. Si preguntabas por qué, te pegaban en la cabeza. «Saltarín» no nos llama idiotas y si se le hace una pregunta no le da un ataque de rabia. Es el único maestro que se detiene a decir:

—¿Entendéis lo que estoy diciendo? ¿Queréis hacer alguna pregunta?

Todos nos quedamos impresionados cuando dice que la batalla de Kinsale, en mil seiscientos uno, fue el momento más triste de la historia irlandesa, una batalla muy reñida en la que ambos bandos cometieron actos de crueldad y atrocidades.

¿Actos de crueldad en ambos bandos? ¿En el bando irlandés? ¿Cómo puede ser? Todos los demás maestros nos habían dicho que los irlandeses siempre lucharon con nobleza, que siempre lucharon de forma limpia. Recita unos versos que nos hace aprender:

Salieron al combate pero siempre cayeron.

Tenían los ojos fijos sobre los hoscos escudos.

Lucharon con nobleza y valor, pero no con maña,

y cayeron con el corazón herido por un hechizo sutil.

Si perdieron sería por culpa de los traidores y de los delatores. Pero yo quiero enterarme de lo de las atrocidades irlandesas.

—Señor, ¿cometieron atrocidades los irlandeses en la batalla de Kinsale?

—Sí, en efecto. Cuentan las crónicas que mataron a algunos prisioneros, pero no fueron peores ni mejores que los ingleses.

El señor O’Halloran no puede mentir. Es el director. Durante todos estos años nos han estado diciendo que los irlandeses eran siempre nobles y que pronunciaban discursos valerosos cuando los ingleses iban a ahorcarlos. Ahora, O’Halloran el Saltarín está diciendo que los irlandeses hicieron cosas malas. Ya sólo falta que diga que los ingleses hicieron cosas buenas. Dice:

—Tenéis que estudiar y que aprender para poder llegar a vuestras propias conclusiones sobre la Historia y sobre todo lo demás, pero no podéis llegar a conclusiones si tenéis la mente vacía. Amueblaos la mente, amueblaos la mente. Es vuestro tesoro, y nadie en el mundo puede entrometerse en ella. Si os tocase la lotería y os compraseis una casa que necesitase muebles, ¿la llenaríais de trastos viejos de la basura? Vuestra mente es vuestra casa, y si la llenáis de basura de los cines se os pudrirá en la cabeza. Podéis ser pobres, podéis tener rotos los zapatos, pero vuestra mente es un palacio.

Nos hace salir uno a uno al frente y nos mira los zapatos. Nos pregunta por qué los tenemos rotos o por qué no tenemos zapatos siquiera. Dice que esto es una vergüenza y que va a organizar una rifa para ganar algo de dinero y para que podamos tener botas fuertes y calientes para el invierno. Nos da tacos de papeletas y nosotros invadimos todo Limerick a vender papeletas para el fondo de botas de la Escuela Leamy, un primer premio de cinco libras y cinco premios de una libra cada uno. Once niños que no tenían botas reciben botas nuevas. Malachy y yo no recibimos botas porque tenemos zapatos, aunque las suelas están desgastadas, y nos preguntamos por qué nos hemos recorrido todo Limerick vendiendo papeletas para que otros niños puedan recibir botas. Fintan Slattery dice que haciendo obras de caridad ganamos indulgencias plenarias, y Paddy Clohessy le dice:

—Fintan, vete a cagar, ¿quieres?

Cuando papá hace la cosa mala yo lo sé. Sé cuándo se bebe el dinero del paro y mamá está desesperada y tiene que ir a pedir limosna a la Conferencia de San Vicente de Paúl y pedir fiado en la tienda de Kathleen O’Connell, pero yo no quiero apartarme de él y correr al lado de mamá. ¿Cómo podría hacerlo cuando estoy despierto con él todas las mañanas mientras todo el mundo duerme? Enciende el fuego, prepara el té y canta solo o me lee el periódico en un susurro para no despertar al resto de la familia. Mikey Molloy me robó a Cuchulain, el Ángel del Séptimo Peldaño se ha marchado a otra parte, pero por la mañana mi padre sigue siendo mío. Compra temprano el Irish Press y me habla de lo que pasa por el mundo, de Hitler, de Mussolini, de Franco. Dice que esta guerra no nos importa porque los ingleses están naciendo de las suyas otra vez. Me habla del gran Roosevelt que está en Washington y del gran De Valera que está en Dublín. Por la mañana tenemos el mundo entero para nosotros solos y nunca me dice que tengo que morir por Irlanda. Me habla de los tiempos antiguos en Irlanda cuando los ingleses no dejaban a los católicos tener escuelas porque querían que la gente siguiera siendo ignorante; me cuenta que los niños católicos se reunían en escuelas clandestinas entre los setos de las partes más remotas del campo y aprendían inglés, irlandés, latín y griego. A la gente le gustaba la cultura. Les gustaban los relatos y las poesías, aunque nada de ello sirviera para encontrar trabajo. Los hombres, las mujeres y los niños se reunían en las zanjas para escuchar a aquellos grandes maestros y todos se asombraban de cuántas cosas podía tener un hombre dentro de la cabeza. Los maestros se jugaban la vida de zanja en zanja y de seto en seto, porque si los ingleses los pillaban enseñando podían deportarlos al extranjero o hacerles algo peor. Me dice que ir a la escuela es fácil en nuestros tiempos, pues no hay que sentarse en una zanja a aprenderse las cuentas o la gloriosa historia de Irlanda. Yo debo ser bueno en la escuela y algún día volveré a América y encontraré un trabajo de oficina y estaré sentado en un escritorio con dos plumas estilográficas en el bolsillo, una roja y otra azul, tomando decisiones. No me mojaré cuando llueva y llevaré traje y zapatos y viviré en una casa caldeada, ¿y qué más puede desear un hombre? Dice que en América se puede hacer cualquier cosa, que es la tierra de las oportunidades. Puedes ser pescador en Maine o granjero en California. América no es como Limerick, que es un sitio gris con un río que mata.

Cuando tienes a tu padre para ti solo junto al fuego por la mañana no necesitas a Cuchulain ni al Ángel del Séptimo Peldaño ni nada más.

Por la noche nos ayuda con los deberes. Mamá dice que en América los llaman las tareas, pero aquí son los deberes, las cuentas, la gramática inglesa, el irlandés, la historia. No nos puede ayudar con el irlandés porque él es del Norte y no habla la lengua del país. Malachy se ofrece a enseñarle todas las palabras irlandesas que sabe, pero papá dice que es demasiado tarde, que él es ya perro viejo para aprender cosas nuevas. Antes de acostarnos nos sentamos alrededor del fuego y si le decimos «Papá, cuéntanos un cuento» él se inventa un cuento que trata de alguien del callejón y el cuento nos lleva por todo el mundo, por los aires, bajo el mar y de vuelta al callejón. Todos los que salen en el cuento son de un color diferente, y todo está patas arriba y al revés. Los automóviles y los aviones van por debajo del agua y los submarinos vuelan por el aire. Los tiburones se posan en los árboles y los salmones gigantes juegan en la luna con los canguros. Los osos polares luchan con los elefantes en Australia y los pingüinos enseñan a los zulúes a tocar la gaita. Después del cuento, nos lleva al piso de arriba y se arrodilla a nuestro lado mientras rezamos. Rezamos el Padrenuestro y tres Avemarias y decimos: «Dios bendiga al Papa, Dios bendiga a mamá, Dios bendiga a nuestra hermana y a hermanos difuntos, Dios bendiga a Irlanda, Dios bendiga a De Valera y Dios bendiga a cualquiera que dé trabajo a papá». Después nos dice:

—A dormir, niños, que Dios os vigila y si no sois buenos Él se entera siempre.

Yo pienso que mi padre es como la Santísima Trinidad, que tiene tres personas diferentes: el de la mañana con el periódico, el de la noche con los cuentos y las oraciones y el que hace la cosa mala y llega a casa oliendo a whiskey y quiere que muramos por Irlanda.

La cosa mala me pone triste, pero yo no puedo apartarme de él, porque el de la mañana es mi padre de verdad, y si estuviésemos en América yo podría decirle «te quiero, papá», como dicen en las películas, pero eso no lo puedes decir en Limerick porque se pueden reír de ti. Puedes decir que quieres a Dios, a los niños pequeños y a los caballos que ganan las carreras, pero cualquier otra cosa es una bobada.

Sufrimos día y noche en esta cocina el tormento de la gente que vacía los cubos. Mamá dice que lo que nos mata no es el río Shannon, sino la peste de ese retrete que tenemos ante nuestra puerta. Ya estamos bastante mal en el invierno, cuando todo rebosa y se filtra por debajo de nuestra puerta, pero estamos peor con el tiempo cálido, cuando hay moscas, tábanos y ratas.

Junto al retrete hay un establo donde guardan al caballo grande del almacén de carbón de Gabbett. Se llama el Caballo Finn, y todos lo queremos, pero el mozo del almacén de carbón no limpia bien el establo y la peste llega hasta nuestra casa. La peste del retrete y del establo atrae a las ratas, y nosotros tenemos que ahuyentarlas con nuestro perro nuevo, Lucky. A éste le gusta arrinconar a las ratas para que nosotros las hagamos pedazos con palos o con piedras o las atravesemos con la horca del establo. Al mismo caballo lo asustan las ratas y nosotros tenemos que andar con cuidado cuando se encabrita. Sabe que nosotros no somos ratas porque le traemos manzanas cuando las robamos en alguna huerta del campo.

Algunas veces las ratas se escapan y entran corriendo en nuestra casa y en la carbonera que hay bajo las escaleras, que está oscura como la boca del lobo, y no se ven. Aunque traigamos una vela no podemos encontrarlas, porque excavan agujeros por todas partes y no sabemos dónde buscarlas. Si tenemos el fuego encendido podemos hervir agua y derramarla despacio con la tetera, y así salen del agujero entre nuestras piernas y se vuelven a marchar por la puerta, a no ser que las esté esperando Lucky para atraparlas con los dientes y sacudirlas hasta matarlas. Esperamos que se coma las ratas, pero él las deja en el callejón con las tripas colgando y vuelve corriendo para que mi padre le dé un trozo de pan mojado en té. La gente del callejón dice que es una manera rara de comportarse un perro, pero que qué se podía esperar de un perro de los McCourt.

En cuanto hay la menor señal de ratas o alguien habla de ellas, mamá sale por la puerta y se va hasta el final del callejón. Preferiría pasearse eternamente por las calles de Limerick a vivir un solo momento en una casa en la que hubiese una rata, y no tiene un momento de descanso porque sabe que con el establo y el retrete siempre hay cerca una rata que tiene que dar de comer a su familia.

Luchamos contra las ratas y luchamos contra la peste del retrete. Cuando hace buen tiempo nos gustaría dejar abierta la puerta, pero eso no se puede hacer cuando la gente viene trotando por el callejón a vaciar los cubos llenos a rebosar. Algunas familias son peores que otras, y papá las odia a todas, aunque mamá le dice que no es culpa de ellos que los constructores de hace cien años hicieran casas sin más retretes que éste que está ante nuestra puerta. Papá dice que la gente debería vaciar los cubos en plena noche, cuando nosotros estuviésemos dormidos, para que no nos molestase el olor.

Las moscas son casi tan molestas como las ratas. Los días cálidos acuden en enjambre al establo, y cuando alguien vacía un cubo acuden a montones al retrete. Cuando mamá cocina algo acuden a montones a la cocina, y papá dice que es asqueroso pensar que la mosca que está posada en el azucarero estaba posada hace un momento en la taza del retrete, o en lo que queda de ella. Si tienes una llaga, la encuentran y te atormentan. De día tienes encima a las moscas, de noche tienes encima a las pulgas. Mamá dice que las pulgas tienen una virtud, que son limpias, pero dice que las moscas son asquerosas, nunca se sabe de dónde vienen y portan enfermedades de todas clases.

Podemos perseguir a las ratas y matarlas. Podemos matar las moscas y las pulgas dándoles palmadas, pero no podemos hacer nada contra los vecinos y sus cubos. Si estamos jugando en el callejón y vemos venir a alguien con un cubo, damos una voz de alarma a nuestra casa: «Que viene un cubo, cerrad la puerta, cerrad la puerta», y el que está dentro de casa corre a la puerta. Cuando hace calor vamos corriendo constantemente a cerrar la puerta porque sabemos qué familias tienen los cubos peores. Hay familias cuyos padres tienen trabajo, y si adoptan la costumbre de cocinar con curry sabemos que sus cubos producirán una peste insoportable que nos pondrá enfermos. Ahora que hay guerra y los hombres envían dinero desde Inglaterra, son cada vez más las familias que cocinan con curry, y nuestra casa está llena de la peste día y noche. Sabemos cuáles son las familias del curry, sabemos cuáles son las del repollo. Mamá está enferma constantemente, papá se da paseos por el campo cada vez más largos y nosotros jugamos en la calle siempre que podemos, lejos del retrete. Papá ya no se queja del río Shannon. Ya sabe que el retrete es peor, y me lleva consigo al ayuntamiento para quejarse. El hombre que está allí le dice:

—Señor mío, lo único que pudo decirle es que se mude.

Papá le dice que no podemos permitirnos mudarnos, y el nombre dice que él no puede hacer nada.

—No estamos en la India —dice papá—. Estamos en un país cristiano. El callejón necesita más retretes.

El hombre dice:

—¿Espera usted que Limerick se ponga a construir retretes en unas casas que, al fin y al cabo, se están cayendo, en unas casas que serán derribadas cuando termine la guerra?

Papá dice que el retrete podría matarnos a todos. El hombre dice que vivimos en unos tiempos peligrosos.

Mamá dice que ya es bastante difícil encender un fuego para guisar la comida de Navidad, pero que si yo voy a asistir a la comida de Navidad en el hospital tendré que lavarme de la cabeza a los pies. Ella no consentiría que la hermana Rita pudiera decir que yo estaba abandonado o en peligro de contraer otra enfermedad. Por la mañana temprano, antes de misa, pone a hervir una olla de agua y casi me arranca el cuero cabelludo con el agua hirviendo. Me restriega las orejas y me frota la piel con tanta fuerza que me escuece. Puede permitirse darme dos peniques para que vaya en autobús al hospital, pero tendré que volver a pie, y eso me sentará bien porque estaré lleno de comida, y ahora ella tiene que volver a avivar el fuego para hervir la cabeza de cerdo, el repollo y las patatas blancas y harinosas que volvió a recibir por la bondad de la Conferencia de San Vicente de Paúl, y está decidida a que éste sea el último año en que celebremos el nacimiento de Nuestro Señor con cabeza de cerdo. El año que viene comeremos ganso o un buen jamón. ¿Por qué no? ¿Acaso no es famoso Limerick en todo el mundo por sus jamones?

—Mirad a nuestro soldadito —dice la hermana Rita—: qué aspecto más sano tiene. Todavía no tiene carne en los huesos, pero aun así. Ahora, dime: ¿has oído misa esta mañana?

—Sí, hermana.

—Y ¿has comulgado?

—Sí, hermana.

Me lleva a una sala desocupada y me dice que me siente allí, en esa silla, que no tardarán en darme mi comida. Se marcha, y yo me pregunto si voy a comer con las monjas y con las enfermeras o si voy a estar en una sala con niños que celebran su comida de Navidad. Al cabo de un rato me trae la comida la muchacha del vestido azul que me traía los libros. Pone la bandeja sobre una cama y yo acerco una silla. Me mira frunciendo el ceño y arruga la cara en un gesto.

—Tú —me dice—, ésa es tu comida, y no voy a traerte ningún libro.

La comida es deliciosa: pavo, puré de patatas, guisantes, gelatina con natillas y una taza de té. El plato de gelatina con natillas parece delicioso y yo no puedo resistirlo, de modo que decido comérmelo primero, ya que no hay nadie delante, pero cuando estoy comiéndomelo entra a traerme pan la muchacha del vestido azul y dice:

—¿Qué estás haciendo?

—Nada.

—Sí que estás haciendo algo. Te estás comiendo el postre antes de la comida —dice, y sale corriendo y gritando—: Hermana Rita, hermana Rita, venga en seguida.

La monja entra corriendo.

—¿Estás bien, Francis?

—Sí, hermana.

—No está bien, hermana. Se está comiendo la gelatina y las natillas antes de la comida. Eso es pecado, hermana.

—Ah, vaya, querida, puedes marcharte, yo hablaré con Francis.

—Sí, hermana, hable con él. Si no, todos los niños del hospital se comerán el postre antes de la comida, ¿y dónde iríamos a parar?

—Es verdad, es verdad, ¿dónde iríamos a parar? Puedes marcharte.

La muchacha se marcha y la hermana Rita me sonríe.

—A esa alma de Dios no se le escapa nada, a pesar de su confusión. Tenemos que tener paciencia con ella, Francis, porque está tocada.

Se marcha y reina el silencio en esa sala de hospital desocupada, y cuando termino de comer no sé qué hacer porque aquí uno no debe hacer nada mientras no se lo digan. En los hospitales y en las escuelas siempre te dicen lo que tienes que hacer. Paso mucho tiempo esperando hasta que entra a llevarse la bandeja la muchacha del vestido azul.

—¿Has terminado? —dice.

—Sí.

—Bueno, pues no hay más, y ya puedes volverte a tu casa.

Pienso que las muchachas que están mal de la cabeza no pueden decirle a uno que se vuelva a su casa, y me pregunto si debo esperar a la hermana Rita. Una enfermera que encuentro en el pasillo me dice que la hermana Rita está comiendo y que no se la puede molestar.

Hay una larga caminata desde Union Cross hasta la colina del Cuartel, y cuando llego a mi casa mi familia está arriba, en Italia, y ya llevan un buen rato comiéndose la cabeza de cerdo, el repollo y las patatas blancas y harinosas. Les cuento mi comida de Navidad. Mamá me pregunta si he comido con las enfermeras y con las monjas, y se enfada un poco cuando le digo que he comido solo en una sala de hospital y dice que ésa no es manera de tratar a un niño. Me hace sentar y comer algo de cabeza de cerdo, y yo me la tengo que meter en la boca a la fuerza, y estoy tan lleno que tengo que echarme en la cama con un kilómetro de tripa.

A primera hora de la mañana hay un automóvil ante nuestra puerta, el primero que hemos visto nunca en el callejón. Hay hombres de traje asomados a la puerta del establo del Caballo Finn, y debe de pasar algo malo, porque en el callejón no se ve nunca a hombres con traje.

Es el Caballo Finn. Está tendido en el suelo del establo mirando al callejón, y tiene alrededor de la boca un líquido blanco como leche. El mozo que cuida al Caballo Finn dice que se lo encontró así esa mañana, y que es raro porque siempre suele estar en pie esperando el pienso. Los hombres sacuden la cabeza. Mi hermano Michael dice a uno de los hombres:

—¿Qué le pasa a Finn, señor?

—El caballo está enfermo, hijo. Vete a casa.

Al mozo que se ocupa de el Caballo Finn le huele el aliento a whiskey. Dice a Michael:

—Ése caballo está moribundo. Hay que pegarle un tiro.

Michael me tira de la mano.

—Frank, que no le peguen un tiro. Díselo tú, que eres mayor.

—Vete a tu casa, chico —dice el mozo—. Vete a tu casa.

Michael lo ataca, le da patadas, le araña el dorso de la mano, y el mozo hace volar a Michael de un empujón.

—Sujeta a tu hermano —me dice—, sujétalo.

Uno de los otros hombres saca de una bolsa una cosa amarilla y marrón, se acerca al Caballo Finn, se la apoya en la cabeza y se oye un chasquido fuerte. El Caballo Finn tiembla. Michael grita al hombre y lo ataca también, pero el hombre dice:

—El caballo estaba enfermo, hijo. Está mejor así.

Los hombres que van vestidos de traje se marchan en el automóvil, y el mozo dice que tiene que esperar al camión que se llevará al Caballo Finn, que no puede dejarlo solo o las ratas se le echarán encima. Nos pregunta si podríamos vigilar al caballo con nuestro perro Lucky mientras él va a la taberna, pues tiene unas ganas locas de tomarse una pinta.

Ninguna rata tiene la menor ocasión de acercarse al Caballo Finn mientras Michael monta guardia con un palo, aunque es pequeño. El hombre vuelve con olor a cerveza negra en el aliento, y después llega el camión grande para llevarse al caballo con tres hombres y dos tablas grandes que bajan desde la parte trasera del camión hasta la cabeza de Finn. Los tres hombres y el mozo atan cuerdas al Caballo Finn y lo hacen subir, tirando, por las tablas, y la gente del callejón grita a los hombres porque las tablas tienen clavos y astillas que se enganchan en el Caballo Finn y le arrancan tiras de piel y dejan manchadas las tablas con sangre de caballo brillante y rosada.

—Estáis destrozando a ese caballo.

—¿No tenéis respeto a los muertos?

—Tened cuidado con ese pobre caballo.

—Por el amor de Dios, ¿a qué vienen tantas quejas? No es más que un caballo muerto —dice el mozo, y Michael vuelve a atacarlo bajando la cabeza y haciendo volar los pequeños puños, hasta que el mozo le da un empujón que lo tira de espaldas, y mamá corre hacia el mozo con tanta rabia que éste huye subiendo por las tablas y se esconde tras el cuerpo del caballo. Vuelve borracho a última hora de la tarde para dormirla, y cuando se marcha sale humo del heno y el establo se quema, las ratas corren por el callejón y todos los niños y todos los perros las persiguen hasta que huyen a las calles de la gente respetable.