Algunos jueves, cuando papá cobra el dinero del paro en la oficina de empleo, algún hombre le dice: «¿Vamos a tomarnos una pinta, Malachy?», y papá dice: «Una, sólo una», y el hombre dice: «Por Dios, claro que sí, sólo una», y antes de que termine la noche ha desaparecido todo el dinero y papá llega a casa cantando y haciéndonos levantar de la cama para que formemos en fila y prometamos morir por Irlanda cuando llegue el momento. Hasta hace levantar a Michael, que sólo tiene tres años pero que se pone a cantar y promete morir por Irlanda a la primera oportunidad. Es lo que dice papá: a la primera oportunidad. Yo tengo nueve años, Malachy tiene ocho, y ya nos sabemos todas las canciones. Cantamos todas las estrofas de la canción de Kevin Barry y de la de Roddy McCorley, y El Oeste duerme, O’Donnell Abu, Los mozos de Wexford. Cantamos y prometemos morir, porque nunca se sabe cuándo le puede quedar a papá un penique o dos después de beber, y si nos lo da podemos ir corriendo al día siguiente a la tienda de Kathleen O’Connell a comprar toffees. Algunas noches dice que Michael es el que canta mejor de todos y le da a él el penique. Malachy y yo nos preguntamos de qué sirve tener ocho y nueve años y saberse todas las canciones y estar dispuestos a morir si es Michael el que se queda el penique para poder ir a la tienda al día siguiente y llenarse la boca de toffee a discreción. Nadie puede pedirle que muera por Irlanda a los tres años, ni siquiera Padraig Pearse, al que fusilaron los ingleses en Dublín en 1916 y que esperaba que todo el mundo muriese con él. Por otra parte, el padre de Mikey Molloy dice que cualquiera que quiera morir por Irlanda es un asno. Han muerto hombres por Irlanda desde los tiempos más remotos, y hay que ver cómo está el país.
Ya es bastante malo que papá pierda los trabajos a la tercera semana, pero ahora se está bebiendo todo el dinero del paro una vez al mes. Mamá se desespera, y a la mañana siguiente tiene la cara agria y no quiere hablar con él. Él se toma el té y se marcha temprano de casa para darse un paseo largo por el campo. Cuando regresa por la tarde ella sigue sin querer hablar con él y no le quiere hacer el té. Si el fuego está apagado por falta de carbón o de turba y no hay manera de hervir el agua para hacer el té, él dice: «Och, sí», y bebe agua en un tarro de mermelada, y chasquea los labios como lo haría con una pinta de cerveza negra. Dice que lo único que necesita un hombre es buen agua y mamá suelta un resoplido. Cuando no se habla con él, hay un ambiente abrumador y frío en la casa, y sabemos que nosotros tampoco debemos hablar con él, so pena de que ella nos dirija una mirada agria. Sabemos que papá ha hecho la cosa mala y sabemos que se puede hacer sufrir a cualquiera a base de no hablarle. Hasta el pequeño Michael sabe que cuando papá hace la cosa mala no se le habla desde el viernes hasta el lunes, y que cuando él intenta sentarte en su regazo hay que correr al lado de mamá.
Tengo nueve años y tengo un amigo, Mickey Spellacy, cuyos parientes están cayendo uno a uno por la tisis galopante. Mickey me da envidia, pues siempre que se muere alguien en su familia le dan una semana de permiso en la escuela y su madre le cose un rombo negro en la manga para que pueda ir de callejón en callejón y de calle en calle y la gente sepa que está de luto y le den palmaditas en la cabeza y dinero y dulces para consolarlo en su dolor.
Pero este verano Mickey está preocupado. Su hermana Brenda se está consumiendo de tisis, y sólo estamos en agosto, y si se muere antes de septiembre no le darán una semana de permiso en la escuela porque a uno no le pueden dar una semana de permiso en la escuela durante las vacaciones. Viene a vernos a Billy Campbell y a mí y nos pide que vayamos a la iglesia de San José, que está a la vuelta de la esquina, a rezar pidiendo que Brenda aguante hasta septiembre.
—¿Qué ganamos nosotros con ir a rezar a la vuelta de la esquina, Mickey?
—Bueno, si Brenda aguanta y a mí me dan la semana de permiso podréis venir al velatorio y habrá jamón, y queso, y bollos, y jerez, y gaseosa, y de todo, y podréis escuchar las canciones y los cuentos toda la noche.
¿Quién podría rechazar eso? Nada como un velatorio para pasar un buen rato. Nos llegamos de una carrera a la iglesia, donde hay imágenes del propio San José y también del Sagrado Corazón de Jesús, de la Virgen María y de Santa Teresita del Niño Jesús, la Florecilla. Yo rezo a la Florecilla, porque también ella murió de tisis y lo entenderá.
Una de nuestras oraciones debió de tener fuerza, porque Brenda sigue viva y no se muere hasta el segundo día de clase. Decimos a Mickey que lo acompañamos en el sentimiento, pero él está encantado con su semana de permiso y le ponen el rombo negro que le hará ganar dinero y dulces.
A mí se me hace la boca agua pensando en el banquete que nos daremos en el velatorio de Brenda. Billy llama a la puerta y sale a abrir la tía de Mickey.
—¿Qué queréis?
—Hemos venido a rezar por Brenda, y Mickey nos ha invitado a venir al velatorio.
—¡Mickey! —grita ella.
—¿Qué?
—Ven aquí. ¿Has invitado tú a esta pandilla al velatorio de tu hermana?
—No.
—Pero, Mickey, nos lo prometiste…
Ella nos cierra la puerta en las narices. Nos quedamos sin saber qué hacer, hasta que Billy Campbell dice:
—Vamos a volver a San José y rezaremos pidiendo que a partir de ahora todos los de la familia de Mickey Spellacy se mueran en pleno verano y a él no le den ni un día de permiso en la escuela durante el resto de su vida.
Una de nuestras oraciones tuvo fuerza, sin duda, porque en el verano siguiente la tisis galopante se lleva al propio Mickey, y no le dan ni un día de permiso en la escuela, y así seguro que aprende.
Protestante desgraciado toca la campana,
la del cielo no, la del infierno.
Los domingos por la mañana en Limerick veo ir a la iglesia a los protestantes y siento lástima por ellos, sobre todo por las chicas, que son preciosas y que tienen los dientes blancos y bonitos. Me dan pena las chicas protestantes bonitas porque están condenadas. Eso nos dicen los curas. Fuera de la Iglesia Católica no hay salvación. Fuera de la Iglesia Católica no hay más que condenación. Y yo quiero salvarlas. Chica protestante, ven conmigo a la Iglesia Verdadera. Te salvarás y no caerás en la condenación. Después de la misa del domingo voy con mi amigo Billy Campbell a verlas jugar al croquet en el prado tan hermoso que está junto a la iglesia de ellos, en la calle Barrington. El croquet es un juego protestante. Dan a la pelota con el mazo, poc y poc, y se ríen. Me pregunto cómo pueden reírse, ¿o es que ni siquiera saben que están condenadas? Me dan lástima.
—Billy, ¿de qué sirve jugar al croquet cuando se está condenado?
—Frankie, ¿de qué sirve no jugar al croquet cuando se está condenado? —me responde él.
—Tu hermano Pat, con su pierna mala, ya vendía periódicos por todo Limerick cuando tenía ocho años —dice la abuela a mamá—, y tu Frank ya es bastante mayor y bastante feo para trabajar.
—Pero si sólo tiene nueve años y todavía va a la escuela.
—La escuela. Es la escuela la que lo ha vuelto tan respondón y la que le ha dejado esa cara tan agria y ese aire tan raro como el de su padre. Ya podría salir a ayudar al pobre Pat los viernes por la noche, que es cuando el Limerick Leader pesa una tonelada. Podría recorrerse de una carrera los caminos largos de los jardines de la gente de categoría y dar un descanso a las pobres piernas de Pat, y ganarse además unos peniques.
—Los viernes por la noche tiene que ir a la Cofradía.
—Olvídate de la Cofradía. El catecismo no dice nada de Cofradías.
Me reúno con el tío Pat en las oficinas del Limerick Leader a las cinco de la tarde del viernes. El hombre que reparte los periódicos dice que tengo los brazos tan delgados que con suerte podría llevar dos sellos de correos, pero el tío Pat me mete ocho periódicos bajo cada brazo.
—Como los dejes caer te mato —me dice, pues afuera está lloviendo, está diluviando a mares. Me dice que vaya pegado a las paredes cuando subimos por la calle O’Connell, para que no se mojen los periódicos. Tengo que entrar corriendo en las casas donde hay que hacer una entrega, subir corriendo los escalones exteriores, entrar por el portal, subir por las escaleras, gritar «El periódico», recoger el dinero que le deben por la semana, bajar las escaleras, darle el dinero y seguir hasta la parada siguiente. Los clientes le dan propinas por su trabajo, y él se las queda.
Recorremos la avenida O’Connell, salimos por Ballinacurra, volvemos por la carretera de circunvalación del Sur, bajamos por la calle Henry y volvemos a las oficinas a recoger más periódicos. El tío Pat lleva una gorra y algo parecido a un poncho de vaquero para que no se le mojen los periódicos, pero se queja de que los pies lo están matando, y hacemos una parada en una taberna para que se tome una pinta para sus pobres pies. Allí está el tío Pa Keating, cubierto todo de negro, tomándose una pinta, y dice al tío Pat:
—Ab, ¿vas a dejar al niño con la lengua fuera por no invitarle a una gaseosa?
—¿Qué? —dice el tío Pat, y el tío Pa Keating se impacienta.
—Cristo, está arrastrando tus jodidos periódicos por todo Limerick y tú no eres capaz…; bueno, no importa. Timmy, ponle una gaseosa al chico. Frankie, ¿no tienes un impermeable en casa?
—No, tío Pa.
—No debes salir con este tiempo. Estás empapado del todo. ¿Quién te ha mandado salir con estos lodos?
—La abuela dijo que tenía que ayudar al tío Pat porque tiene la pierna mala.
—Claro que lo diría, la vieja perra, pero no les cuentes lo que he dicho.
El tío Pat se levanta con dificultad de su asiento y recoge sus periódicos.
—Vámonos, se está haciendo de noche.
Recorre las calles cojeando y gritando: «Ana miente dulces miente», que no se parece en nada a «Limerick Leader», pero no importa, porque todo el mundo sabe que es Ab Sheehan, al que dejaron caer de cabeza.
—Toma, Ab, dame un Leader, ¿cómo tienes la pobre pierna? Quédate el cambio para un pitillo, hace una noche fatal y jodida para ir vendiendo los jodidos periódicos.
—Gracias —dice mi tío Ab—. Gracias, gracias, gracias.
Es difícil seguir su paso por las calles, a pesar de que tiene mal la pierna.
—¿Cuántos Leaders tienes bajo la chaqueta? —me pregunta.
—Uno, tío Pat.
—Lleva ese Leader al señor Timoney. Ya me debe los periódicos de quince días. Trae el dinero y la propina. Da buenas propinas, y no te la guardes en el bolsillo como hacía tu primo Gerry. Se las guardaba en el bolsillo, el muy mariconcete.
Llamo a la puerta con la aldaba y se oye el aullido de un perro, tan fuerte que hace temblar la puerta. Una voz de hombre dice:
—Deja de escandalizar, Macushla, o te doy un buen puntapié en el culo.
El escándalo cesa, se abre la puerta y aparece el hombre, que tiene el pelo blanco y lleva gafas gruesas, un suéter blanco y un bastón en la mano.
—¿Quién es? —dice—. ¿A quién tenemos aquí?
—El periódico, señor Timoney.
—No es Ab Sheehan, ¿verdad?
—Soy su sobrino, señor.
—¿Es Gerry Sheehan a quien tenemos aquí?
—No, señor. Soy Frank McCourt.
—¿Otro sobrino? ¿Es que los fabrica? ¿Tiene una pequeña fábrica de sobrinos en el patio de su casa? Toma el dinero de la quincena y dame el periódico, o quédatelo. ¿De qué me sirve a mí? Ya no puedo leer, y la señora Minihan, que debe leerme, no ha venido. El jerez la ha dejado sin piernas, eso es lo que le pasa. ¿Cómo te llamas?
—Frank, señor.
—¿Sabes leer?
—Sí, señor.
—¿Quieres ganarte seis peniques?
—Sí, señor.
—Ven aquí mañana. Te llamas Francis, ¿no?
—Frank, señor.
—Te llamas Francis. No ha habido ningún San Frank. Ése nombre es para gángsteres y políticos. Ven aquí mañana a las once para leerme.
—Sí, señor.
—¿Seguro que sabes leer?
—Sí, señor.
—Puedes llamarme «señor Timoney».
—Sí, señor Timoney.
El tío Pat está mascullando ante la verja, frotándose la pierna.
—¿Dónde está mi dinero? No debes ponerte a charlar con los clientes mientras yo estoy aquí con la pierna destrozada por la lluvia.
Tiene que hacer una parada en la taberna en Punch’s Cross para tomarse una pinta para la pierna que tiene destrozada. Después de tomarse la pinta dice que no puede andar ni un centímetro más y tomamos un autobús. El cobrador dice:
—Billetes, por favor, billetes.
Pero el tío Pat le dice:
—Déjame en paz y no me fastidies, ¿no ves cómo tengo la pierna?
—Está bien, Ab, está bien.
El autobús se detiene en el monumento a O’Connell, y el tío Pat se dirige al café y freiduría de pescado y patatas del Monumento, de donde salen unos olores tan deliciosos que a mí me palpita de hambre el estómago. Pide un chelín de pescado frito y patatas fritas y a mí se me hace la boca agua, pero cuando llegamos a la puerta de casa de la abuela me da una moneda de tres peniques y me dice que nos veremos el viernes próximo y que ahora me vaya a casa con mi madre.
La perra Macushla está tendida ante la puerta del señor Timoney, y cuando abro la pequeña verja para entrar en el camino del jardín corre hacia mí y me derriba de espaldas en el empedrado, y me habría comido la cara si el señor Timoney no hubiera salido y se hubiera puesto a darle golpes con el bastón gritando:
—Déjalo en paz, puta, perra caníbal gigante. ¿Es que no has desayunado, so puta? ¿Estás bien, Francis? Pasa. Ésa perra es hindú pura, y allí fue donde encontré a su madre, vagando por Bangalore. Si alguna vez te haces con un perro, Francis, procura que sea budista. Los perros budistas tienen buen carácter. No tengas nunca, jamás, un perro mahometano. Te comerán vivo mientras duermes. Ni tampoco un perro católico. Te comerán cualquier día, hasta los viernes. Siéntate y léeme.
—¿El Limerick Leader, señor Timoney?
—No, no me leas el maldito Limerick Leader. El Limerick Leader no me sirve ni para limpiarme el culo. Allí hay un libro en la mesa, Los viajes de Gulliver. No, no es eso lo que quiero que me leas. Busca al final del libro otra cosa, Una humilde propuesta. Léemelo. Empieza así: «Es triste objeto para los que andan…». ¿Lo has encontrado? Yo me lo sé de memoria, pero aun así quiero que me lo leas.
Cuando llevo leídas dos o tres páginas me interrumpe:
—Lees bien. Y ¿qué te parece, Francis, eso de que un niño joven y sano bien criado es un alimento de lo más delicioso, nutritivo y sano, ya sea cocido, asado, al horno o hervido? ¿Eh? A Macushla le encantaría cenarse a un buen niño de pecho irlandés bien gordito, ¿verdad, vieja puta?
Me da seis peniques y me dice que vuelva el sábado siguiente.
Mamá está encantada de que me haya ganado seis peniques leyendo al señor Timoney y me pregunta si quería que le leyese el Limerick Leader o alguna otra cosa. Yo le digo que me hizo leer Una humilde propuesta, del final de Los viajes de Gulliver.
—Eso está bien —me dice ella—, no es más que un libro para niños. Era de esperar que pidiera alguna cosa rara, pues está un poco ido después de los años que pasó al sol en el ejército inglés en la India, y dicen que se casó con una mujer hindú de ésas y que a ella la mató accidentalmente un soldado en unos disturbios o algo por el estilo. Una cosa así llevaría a cualquiera a leer libros para niños.
Mi madre dice que conoce a una tal señora Minihan que vive puerta con puerta con el señor Timoney y que le limpiaba la casa, pero que ya no aguantaba cómo se burlaba de la Iglesia Católica y lo que decía de que lo que para unos era pecado era una juerga para otros. A la señora Minihan no le importaba tomarse un trago de jerez los sábados por la mañana, pero luego él intentó convertirla al budismo, pues él decía que era budista, y decía que a los irlandeses les iría mucho mejor en general si se sentasen bajo un árbol y viesen flotar los diez mandamientos y los siete pecados capitales por el Shannon y perderse a lo lejos en el mar.
El viernes siguiente. Declan Collopy, el de la Cofradía, me ve repartir periódicos por la calle con mi tío Pat Sheehan.
—Oye, Frankie McCourt, ¿qué haces con Pat Sheehan? —Es mi tío.
—Deberías estar en la Cofradía.
—Estoy trabajando, Declan.
—No deberías estar trabajando. Ni siquiera has cumplido los diez años, y estás destrozando la asistencia de nuestra sección, que no tenía ninguna falta. Si no vas el viernes que viene, te daré un buen puñetazo en los morros, ¿entendido?
—Vete, vete —dice el tío Pat—, o te piso.
—Ah, cállese, señor Tonto que se cayó de cabeza.
Empuja al tío Pat en el hombro y lo tira de espaldas contra la pared. Yo dejo caer los periódicos y corro hacia él, pero él se aparta y me pega un puñetazo en la nuca y me doy con la frente en la pared, y me da tanta rabia que ya no lo veo. Lo ataco con brazos y piernas, y si pudiera arrancarle la cara con los dientes lo haría, pero él tiene los brazos largos como un gorila y no hace más que apartarme para que yo no lo pueda tocar.
—Jodido idiota, loco. Te voy a destrozar en la Cofradía —dice, y huye corriendo.
—No deberías pelearte así, y has dejado caer todos mis periódicos y algunos se han mojado, ¿y cómo voy a vender periódicos mojados? —dice el tío Pat, y a mí me dieron ganas de saltar sobre él también y de pegarle por hablar de los periódicos después de que yo lo defendiera de Declan Collopy.
Al final del trabajo de la noche me da tres patatas fritas de su bolsa y seis peniques en lugar de tres. Se queja de que es demasiado dinero y de que todo es por culpa de mi madre, porque fue a quejarse a la abuela de que me pagaba poco.
Mamá está encantada de que esté ganando seis peniques los viernes con el tío Pat y seis peniques los sábados con el señor Timoney. Un chelín a la semana se nota mucho, y ella me da dos peniques para que vaya a ver a la Pandilla en el Lyric cuando termine de leer.
A la mañana siguiente, el señor Timoney dice:
—Ya verás cuando lleguemos al Gulliver, Francis. Verás que Jonathan Swift fue el mejor escritor irlandés de la historia; más aún, fue el hombre más grande que ha tomado jamás la pluma. Un gigante, Francis.
No deja de reírse mientras leo Una humilde propuesta, y quién sabe de qué se ríe, pues el libro habla de guisar a los niños de pecho irlandeses.
—A ti también te hará gracia cuando seas mayor, Francis —dice.
A los mayores no les gustan los niños respondones, pero el señor Timoney es distinto y no le importa que yo le diga:
—Señor Timoney, las personas mayores siempre nos dicen eso: «Te hará gracia cuando seas mayor», «Lo entenderás cuando seas mayor». «Todo llegará cuando seas mayor».
Se ríe con tanta fuerza que temo que vaya a caerse.
—Ay, Madre de Dios, Francis. Eres un tesoro. ¿Qué te pasa? ¿Tienes una abeja en el culo? Dime qué te pasa.
—Nada, señor Timoney.
—Creo que tienes la cara larga, Francis, y me gustaría poder vértela. Acércate al espejo de la pared, Blancanieves, y dime si tienes la cara larga. Déjalo. Sólo dime qué te pasa.
—Declan Collopy se metió conmigo anoche y nos pegamos.
Me hace que le hable de la Cofradía, de Declan y de mi tío Pat Sheehan, que se cayó de cabeza, y después me dice que conoce a mi tío Pa Keating, que respiró gases en la guerra y que trabaja en la Fábrica de Gas.
—Pa Keating es una joya de hombre —dice—. Y te diré lo que voy a hacer, Francis. Voy a hablar con Pa Keating e iremos a hablar con los matones de la Cofradía. Yo soy budista y no soy partidario de las peleas, pero tampoco he perdido el coraje. No se van a meter con mi lectorcito, por Dios que no.
El señor Timoney es viejo, pero habla como un amigo y yo puedo decir delante de él lo que siento. Papá no hablaría nunca conmigo como el señor Timoney. Él diría: «Och, sí» y se iría a dar un largo paseo.
El tío Pat Sheehan dice a la abuela que ya no quiere que yo le ayude con los periódicos, que puede buscarse otro chico mucho más barato y que cree, además, que yo debería darle una parte de los seis peniques del sábado por la mañana, porque si encontré el trabajo de lector fue gracias a él.
Una mujer que vive en la casa contigua a la del señor Timoney me dice que no pierda el tiempo llamando a la puerta, porque Macushla mordió al cartero, al lechero y a una monja que pasaba por la calle en un solo día, y el señor Timoney no pudo dejar de reírse, aunque lloró cuando se llevaron a la perra para sacrificarla. Se puede morder a los carteros y a los lecheros todo lo que se quiera, pero el caso de la monja que pasaba por la calle llega a oídos del obispo y éste toma medidas, sobre todo si el propietario de la perra es un budista declarado y un peligro para los buenos católicos que lo rodean. Dijeron todo esto al señor Timoney y él lloraba y se reía con tanta fuerza que vino el médico y dijo que era irrecuperable, de modo que se lo llevaron al Asilo Municipal, donde meten a los viejos que están desvalidos o dementes.
Así se acabaron mis seis peniques de los sábados, pero yo leeré para el señor Timoney cobrando o sin cobrar. Espero en la calle a que la mujer de la casa de al lado vuelva a entrar, entro por la ventana del señor Timoney, recojo Los viajes de Gulliver y me doy una caminata de varias millas hasta el Asilo Municipal para que él no eche en falta su lectura. El portero me dice:
—¿Cómo? ¿Que quieres leer para un viejo? ¿Es que me estás tomando el pelo? Lárgate de aquí o llamo a un guardia.
—¿Puedo dejar el libro para que alguien se lo lea al señor Timoney?
—Déjalo. Déjalo, por Dios, y no me molestes más. Se lo haré subir.
Y se ríe.
—¿Qué te pasa? —me pregunta mamá—. ¿Por qué estás tan deprimido?
Y yo le cuento que el tío Pat ya no quiere que trabaje con él y que han metido al señor Timoney en el Asilo Municipal sólo por reírse de que Macushla hubiera mordido al cartero, al lechero y a una monja que pasaba por la calle. Ella se ríe también, y yo ya no dudo de que el mundo se ha vuelto loco. Después dice:
—Ay, lo siento, y es una pena que hayas perdido dos trabajos. Más vale que vuelvas a la Cofradía para que no venga la Patrulla y, lo que sería peor, el director, el padre Gorey.
Declan hace que me siente ante él y me dice que si cometo la menor pillería me parte el jodido cuello, pues me va a tener la vista encima mientras él sea prefecto, y un mierdecilla como yo no le va a impedir que pase una vida entera dedicada al linóleo.
Mamá dice que le cuesta trabajo subir las escaleras y traslada su cama a la cocina.
—Volveré a Sorrento cuando las paredes estén húmedas y entre la lluvia por debajo de la puerta —dice riéndose. Tenemos vacaciones en la escuela y ella puede quedarse en cama en la cocina todo el tiempo que quiera, pues no tiene que levantarse para levantarnos a nosotros. Papá enciende el fuego, prepara el té, corta el pan, comprueba que nos lavamos la cara y nos dice que salgamos a jugar. Nos deja quedarnos en la cama si queremos, pero a uno no le apetece nunca quedarse en la cama cuando no hay clase. Estamos dispuestos a salir corriendo y a jugar en el callejón desde el momento en que nos despertamos.
Un día de julio nos dice que no podemos bajar. Tenemos que quedarnos a jugar en el piso de arriba.
—¿Por qué, papá?
—No importa. Juega aquí con Malachy y con Michael y podrás bajar más tarde, cuando yo te lo diga.
Se queda en la puerta por si nos pasa por la cabeza la idea de bajar por las escaleras. Nosotros levantamos la manta con los pies y jugamos a que estamos en una tienda de campaña, Robin Hood y sus alegres hombres. Cazamos pulgas y las aplastamos entre las uñas de los pulgares.
De pronto se oye el llanto de un niño, y Malachy pregunta:
—Papá, ¿ha recibido mamá un niño nuevo?
—Och, sí, hijo mío.
Como yo soy mayor, tengo que explicar a Malachy que la cama está en la cocina para que pueda bajar volando el ángel a dejar al niño en el séptimo peldaño, pero Malachy no lo entiende porque sólo tiene ocho años para cumplir nueve, y yo voy a cumplir los diez el mes que viene.
Mamá está en la cama con el niño nuevo. El niño tiene la cara grande y gorda y está todo rojo. En la cocina hay una mujer con uniforme de enfermera y nosotros sabemos que viene para lavar a los niños nuevos, que siempre llegan sucios del largo viaje con el ángel. Queremos hacer cosquillas al niño, pero la enfermera dice:
—No, no, podéis mirarlo, pero no le pongáis un solo dedo encima.
«No le pongáis un solo dedo encima». Así hablan las enfermeras.
Nos sentamos a la mesa con nuestro té y con nuestro pan mirando a nuestro nuevo hermano, pero él no abre siquiera los ojos para devolvernos la mirada, de modo que salimos a jugar.
Al cabo de pocos días, mamá sale de la cama y se sienta junto al fuego con el niño en su regazo. El niño tiene los ojos abiertos y cuando le hacemos cosquillas hace gorgoritos, se le mueve la tripa y eso nos hace reír. Papá le hace cosquillas y canta una canción escocesa:
Oh, oh, basta de cosquillas, Jock,
basta de cosquillas, Jock.
Basta de cosquillas,
cosqui cosqui quillas.
Basta de cosquillas, Jock.
Papá tiene trabajo, de modo que Bridey Hannon puede visitar a mamá y al niño cuando quiera, y por una vez mamá no nos manda que salgamos a jugar a la calle para que ellas puedan hablar de cosas secretas. Se sientan junto al fuego fumando y hablando de nombres. Mamá dice que le gustan los nombres Kevin y Sean, pero Bridey dice:
—Ay, no, hay demasiados en Limerick. Jesús, Ángela, si te asomaras a la puerta y gritaras «Kevin» o «Sean, ven a tomarte el té», vendría medio Limerick corriendo a tu puerta.
Bridey dice que si tuviera un hijo, que lo tendrá algún día si Dios quiere, lo llamará Ronald, porque está loca por Ronald Colman, que sale en las películas del cine Coliseum. O Errol, que es otro nombre precioso, Errol Flynn.
—Déjate de eso, Bridey —dice mamá—. Yo no sería capaz de asomarme a la puerta y decir: «Errol, Errol, ven a tomarte el té». El pobre niño sería el hazmerreír de todos.
—Ronald —dice Bridey—, Ronald. Es una preciosidad.
—No —dice mamá—, tiene que ser irlandés. ¿Para qué hemos luchado, si no, todos estos años? ¿De qué sirve luchar contra los ingleses durante siglos si vamos a llamar Ronald a nuestros hijos?
—Jesús, Ángela, empiezas a hablar como él, los irlandeses por aquí, los ingleses por allá.
—Con todo, tiene razón, Bridey.
De pronto, Bridey exclama:
—Jesús, Ángela, a ese niño le pasa algo.
Mamá salta de la silla, abraza al niño, solloza:
—Ay, Jesús, Bridey, se está ahogando.
—Voy a buscar corriendo a mi madre —dice Bridey, y vuelve al cabo de un momento con la señora Hannon.
—Aceite de ricino —dice la señora Hannon—. ¿Lo tiene? Cualquier aceite. ¿Aceite de hígado de bacalao? Ése servirá.
Vierte el aceite en la boca del niño, lo pone boca abajo, le presiona la espalda, lo pone boca arriba, le mete una cuchara por la garganta y saca una bola blanca.
—Esto es —dice—. La leche. Se junta y se les queda dura en la pequeña garganta, y hay que ablandarla con aceite de cualquier clase.
—Jesús —dice mamá, llorando—, casi lo he perdido. Me moriría, claro que me moriría.
Está abrazando al niño y llorando e intenta dar las gracias a la señora Hannon.
—Caramba, no tiene importancia, señora. Coja al niño y vuelva a meterse en esa cama, pues los dos se han llevado un susto grande.
Mientras Bridey y la señora Hannon están ayudando a mamá a meterse en la cama yo advierto que hay gotas de sangre en la silla de ella. ¿Se está desangrando mi madre? ¿Se puede decir «mirad, hay sangre en la silla de mamá»? No, no se puede decir nada, porque ellos siempre tienen secretos. Sé que si dices algo los mayores te dicen:
—No importa, siempre estás curioseando…, no es asunto tuyo, vete a jugar.
Tengo que guardármelo dentro o puedo hablar con el ángel. La señora Hannon y Bridey se marchan y yo me siento en el séptimo peldaño. Intento decir al ángel que mamá se está desangrando. Quiero que me diga «nada temas», pero el peldaño está frío y no hay ninguna luz, ninguna voz. Me convenzo de que se ha marchado para siempre, y me pregunto si eso sucede cuando uno pasa de los nueve años a los diez.
Mamá no se desangra. Se levanta de la cama al día siguiente y prepara al niño para bautizarlo. Dice a Bridey que no se habría perdonado jamás a sí misma si el niño hubiera muerto y hubiera ido al limbo, que es el sitio donde van los niños no bautizados, donde puede que se esté a gusto y haga calor, pero, aun así se está siempre a oscuras y no hay esperanza de salir de allí, ni siquiera después del Juicio Final.
La abuela, que ha venido a ayudar, dice:
—Es verdad, el niño que no está bautizado no tiene esperanza de subir al cielo.
Bridey dice que un Dios que hiciera algo así sería muy severo.
—Tiene que ser severo —dice la abuela—; de lo contrario, aparecerían niños de todas clases pidiendo a voces entrar en el cielo, protestantes y de todo, ¿y por qué van a entrar después de lo que nos hicieron durante ochocientos años?
—Los niños no nos hicieron nada —dice Bridey—. Son demasiado pequeños.
—Nos lo harían si pudieran —dice la abuela—. Están enseñados a hacerlo.
Visten al niño con el vestido de encajes de Limerick con el que nos bautizaron a todos. Mamá dice que podemos ir todos a San José y nos ilusionamos porque después tomaremos gaseosa y bollos.
—¿Cómo se llama el niño, mamá? —pregunta Malachy.
—Alphonsus Joseph.
Se me escapan las palabras de la boca:
—Es un nombre tonto. Ni siquiera es irlandés.
La abuela me mira fijamente con sus ojos viejos y enrojecidos.
—A este chico le hace falta un buen cachete en la boca —dice.
Mamá me da una bofetada en la cara que me envía al otro lado de la cocina. El corazón me palpita violentamente y tengo ganas de llorar, pero no puedo porque papá no está y yo soy el hombre de la casa. Mamá dice:
—Puedes subir al piso de arriba con tu bocaza y no te muevas de esa habitación.
Yo me detengo en el séptimo peldaño, pero sigue frío, no está la luz, no está la voz.
La casa se queda en silencio cuando todos se han marchado a la capilla. Yo espero sentado arriba, quitándome las pulgas de los brazos y de las piernas, deseando que estuviera papá, pensando en mi hermanito y en su nombre extranjero, Alphonsus, un nombre que es una lacra.
Al cabo de un rato se oyen voces en el piso de abajo y se habla de tomar té, jerez, gaseosa, bollos, y de que «este niño es la criatura más encantadora del mundo», «el pequeño Alphie», «es un nombre extranjero, pero aun así, aun así», «no ha abierto la boca en todo el rato», «qué buen carácter tiene», «que Dios lo bendiga, seguro que no morirá nunca, con esa dulzura suya», «es un pequeño encanto», «el vivo retrato de su madre, de su padre, de su abuela, de sus hermanitos que están muertos».
Mamá dice en voz alta desde abajo de las escaleras:
—Frankie, baja y tómate una gaseosa y un bollo.
—No los quiero. Quedáoslos.
—He dicho que bajes ahora mismo, porque si tengo que subir estas escaleras te caliento el trasero y te vas a enterar de lo que vale un peine.
—¿Un peine? ¿Cuánto vale un peine?
—No te preocupes de cuánto vale un peine. Baja ahora mismo.
Tiene la voz cortante, y lo del peine parece peligroso. Bajaré.
En la cocina, la abuela dice:
—Mira qué cara más larga tiene. Debería estar contento por su hermanito; claro que un niño que pasa de los nueve a los diez años siempre es totalmente inaguantable, y vaya si lo sé yo, para eso he tenido dos.
La gaseosa y el bollo están deliciosos, y Alphie, el niño nuevo, está gorjeando y disfrutando del día de su bautizo, tan inocente que no sabe que su nombre es una lacra.
El abuelo del Norte envía un giro telegráfico de cinco libras para Alphie, el niño recién nacido. Mamá quiere ir a cobrarlo, pero no puede apartarse mucho de la cama. Papá dice que irá a cobrarlo él a la oficina de correos. Mamá nos dice a Malachy y a mí que vayamos con él. Él lo cobra y nos dice:
—Bueno, chicos, volved a casa y decid a vuestra madre que yo volveré dentro de un rato.
—Papá —dice Malachy—, no debes ir a la taberna.
Mamá dijo que debías traer el dinero a casa. No debes beberte la pinta.
—Vamos, vamos, hijos. Volved a casa con vuestra madre.
—Danos el dinero, papá. Ése dinero es para el niño.
—Vamos, Francis, no seas un niño malo. Haced lo que os dice vuestro padre.
Se aparta de nosotros y entra en la taberna de South.
Mamá está sentada junto a la chimenea con Alphie en brazos. Sacude la cabeza.
—Se ha ido a la taberna, ¿verdad?
—Sí.
—Quiero que volváis a esa taberna y que lo hagáis salir cantándole las verdades. Quiero que os pongáis en medio de la taberna y que digáis a todos los presentes que vuestro padre se está bebiendo el dinero del niño. Vais a decir a todo el mundo que no hay en toda la casa un bocado que comer, ni un trozo de carbón para encender el fuego, ni una gota de leche para el biberón del niño.
Malachy ensaya el discurso en voz alta mientras vamos andando por la calle:
—Papá, papá, esas cinco libras son para el niño nuevo. No son para beber. El niño está arriba, en la cama, pidiendo leche a gritos y a voces, y tú, bebiéndote la pinta.
Se ha marchado de la taberna de South. Malachy quiere ponerse en medio de la taberna y pronunciar el discurso de todos modos, pero yo le digo que tenemos que darnos prisa y buscar en otras tabernas antes de que papá se beba las cinco libras. Tampoco lo encontramos en otras tabernas. Sabe que mamá vendría a buscarlo o que nos enviaría, y en este extremo de Limerick y en las afueras hay tantas tabernas que podríamos pasarnos un mes entero buscándolo. Tenemos que decir a mamá que no hay rastro de él, y ella nos dice que somos unos inútiles totales.
—Ay, Jesús, si yo estuviera fuerte registraría todas las tabernas de Limerick. Le arrancaría la boca de la cara, vaya si lo haría. Volved, volved y buscad en todas las tabernas de la zona de la estación y buscad también en la freiduría de pescado y patatas de Naughton.
Tengo que ir yo solo, porque Malachy tiene diarrea y no puede apartarse demasiado del cubo. Registro todas las tabernas de la calle Parnell y de los alrededores. Busco en los reservados donde beben las mujeres y en todos los retretes para hombres. Tengo hambre, pero me da miedo volver a casa sin haber encontrado a mi padre. No está en la freiduría de Naughton, pero en una mesa del rincón hay un borracho dormido y se le ha caído al suelo su pescado con patatas fritas envuelto en páginas del Limerick Leader, y si no me lo llevo yo se lo llevará el gato, de modo que me lo meto bajo el jersey y salgo por la puerta y subo la calle para sentarme en los escalones de la estación del ferrocarril a comerme el pescado frito con patatas fritas, a ver pasar a los soldados borrachos con las chicas que se ríen, a dar las gracias mentalmente al borracho por haber inundado de vinagre el pescado y las patatas fritas y por haberlos rebozado de sal, y entonces pienso que si me muero esta noche estoy en pecado por haber robado y que podría ir de cabeza al infierno lleno de pescado y patatas fritas, pero hoy es sábado y si los curas siguen en los confesonarios puedo limpiar mi alma después de haber comido.
La iglesia de los dominicos está cerca, subiendo la calle Glentworth.
—Ave María Purísima; padre, hace quince días de mi última confesión.
Le cuento los pecados habituales, y después le digo que he robado pescado frito con patatas fritas a un borracho.
—¿Por qué, hijo mío?
—Tenía hambre, padre.
—¿Y por qué tenías hambre?
—Porque tenía la tripa vacía, padre.
No dice nada, y aunque está a oscuras yo sé que está sacudiendo la cabeza.
—Hijo mío, ¿por qué no pudiste ir a tu casa y pedir a tu madre que te diese algo?
—Porque ella me envió a buscar a mi padre en las tabernas, padre, y yo no lo encontraba, y no tiene ni un bocado en casa, porque él se está bebiendo las cinco libras que envió el abuelo del Norte para el niño nuevo, y ella está rabiando junto al fuego porque yo no encuentro a mi padre.
Me pregunto si este cura está dormido, porque se queda muy callado hasta que dice:
—Hijo mío, yo me siento aquí. Escucho los pecados de los pobres. Les impongo la penitencia. Les doy la absolución. Debería estar de rodillas lavándoles los pies. ¿Me entiendes, hijo mío?
Yo le digo que sí, aunque no lo entiendo.
—Vete a tu casa, hijo. Reza por mí.
—¿No me pone penitencia, padre?
—No, hijo mío.
—Pero he robado el pescado y las patatas fritas. Estoy condenado.
—Estás perdonado. Vete. Reza por mí.
Me echa la bendición en latín, habla solo en inglés y yo me pregunto qué le he hecho.
Deseo encontrar a mi padre para poder decir a mamá: «Aquí está, y le quedan tres libras en el bolsillo». Ya no tengo hambre, y puedo subir por una acera de la calle O’Connell y bajar por la otra y registrar también las tabernas de las bocacalles, y lo encuentro en la taberna de Gleeson; es inconfundible por su manera de cantar:
Es cosa mía si la sorpresa más grande
brillara para mí en los ojos de alguien.
Es asunto mío lo que yo sentiría
cuando los verdes valles de Antrim me dieran la bienvenida.
El corazón me palpita con fuerza en el pecho y no sé qué hacer, porque sé que estoy ardiendo de rabia dentro de mí como mi madre que está sentada junto al fuego, y lo único que se me ocurre es entrar y darle una buena patada en la pierna y volver a salir corriendo, pero no lo hago porque tenemos las mañanas junto al fuego cuando me habla de Cuchulain y de De Valera y de Roosevelt, y si ahora está allí borracho tomándose pintas con el dinero del niño también tiene en los ojos esa mirada que tenía Eugene cuando buscaba a Oliver, y más vale que vuelva a casa y diga a mi madre una mentira, que no lo he visto y no he podido encontrarlo.
Mamá está en la cama con el niño. Malachy y Michael están arriba, en Italia, dormidos. Sé que no tengo que decir nada a mamá, que falta poco para que cierren las tabernas y entonces llegará él a casa cantando y ofreciéndonos un penique por morir por Irlanda, y ahora será diferente, porque beberse el paro o el sueldo ya es malo de por sí, pero el hombre que se bebe el dinero que era para un niño nuevo es el colmo de los colmos, como diría mi madre.