6

El señor O’Neill es el maestro del cuarto curso de la escuela. Lo llamamos Puntito porque es pequeño como un punto. Nos da clase en la única aula donde hay tarima, porque así puede estar más alto que nosotros, amenazarnos con su palmeta de fresno y pelar su manzana a la vista de todos. El primer día del curso, en septiembre, escribe en la pizarra tres palabras que habrán de seguir allí el resto del curso: Euclides, geometría, idiota. Dice que si pilla a algún niño tocando esas palabras, ese niño pasará el resto de su vida con una mano sola. Dice que cualquiera que no entienda los teoremas de Euclides es idiota. «Bien, repetid: Cualquiera que no entienda los teoremas de Euclides, es idiota». Naturalmente, todos sabemos lo que es un idiota, pues los maestros nos dicen constantemente que lo somos.

Brendan Quigley levanta la mano.

—Señor, ¿qué es un teorema y qué es un Euclides?

Esperamos que Puntito fustigue a Brendan como hacen todos los maestros cuando se les hace una pregunta, pero él mira a Brendan con una sonrisita.

—Y bien, he aquí un niño que no tiene una sola pregunta, sino dos. ¿Cómo te llamas, niño?

—Brendan Quigley, señor.

—Éste es un niño que llegará lejos. ¿Dónde llegará, niños?

—Lejos, señor.

—Desde luego que sí. El niño que quiere saber algo de la gracia, de la elegancia y de la belleza de Euclides no puede menos de subir en la vida. ¿Qué hará en la vida este niño sin falta, niños?

—Subir, señor.

—Sin Euclides, niños, las matemáticas serían una cosa mezquina e insegura. Sin Euclides no seríamos capaces de ir de aquí a allí. Sin Euclides, la bicicleta no tendría ruedas. Sin Euclides, San José no podría haber sido carpintero, pues la carpintería es geometría y la geometría es carpintería. Sin Euclides, esta escuela misma no podría haber sido construida.

—Jodido Euclides —murmura detrás de mí Paddy Clohessy.

Puntito le dice con voz cortante:

—Tú, niño: ¿cómo te llamas?

—Clohessy, señor.

—Ah, el niño vuela con un ala. ¿Cuál es tu nombre de pila?

—Paddy.

—Paddy, ¿y qué más?

—Paddy, señor.

—Y ¿qué decías a McCourt, Paddy?

—Le decía que debíamos ponernos de rodillas y dar gracias a Dios de que haya existido Euclides.

—Ya lo creo, Clohessy. Veo la mentira podrida en tus labios. ¿Qué veo, niños?

—La mentira, señor.

—¿Y cómo está la mentira, niños?

—Podrida, señor.

—¿Dónde, niños, dónde?

—En sus labios, señor.

—Euclides era griego, niños. ¿Qué es un griego, Clohessy?

—Una especie de extranjero, señor.

—Clohessy, eres retrasado mental. Y bien, Brendan, sin duda tú debes de saber lo que es un griego, ¿no?

—Sí, señor. Euclides era griego.

Puntito le dirige la sonrisita. Dice a Clohessy que debe imitar el modelo de Quigley, que sabe lo que es un griego. Traza dos líneas, una junto a otra, y nos dice que son líneas paralelas, y que lo mágico y lo misterioso es que no se encuentran nunca, aunque se prolonguen hasta el infinito, aunque se prolonguen hasta los hombros de Dios, y eso, niños, está muy lejos, aunque ahora hay un judío alemán que está poniendo todo el mundo patas arriba con sus ideas sobre las líneas paralelas.

Escuchamos a Puntito y nos preguntamos qué tiene que ver todo esto con el estado del mundo, con que los alemanes lo invadan todo y bombardeen todo lo que se tiene en pie. No podemos preguntárselo nosotros, pero podemos hacer que Brendan Quigley se lo pregunte. Está claro que Brendan es el ojito derecho del maestro, y eso significa que puede hacerle las preguntas que quiera. A la salida de la escuela decimos a Brendan que tiene que hacerle al día siguiente esta pregunta: ¿De qué sirven Euclides y todas esas líneas que siguen hasta el infinito cuando los alemanes lo están bombardeando todo? Brendan dice que no quiere ser el ojito derecho del maestro, que no quiso serlo, y que no quiere hacerle la pregunta. Tiene miedo de que Puntito le pegue si le hace esa pregunta. Nosotros le decimos que si no se la hace seremos nosotros quienes le pegaremos.

Al día siguiente, Brendan levanta la mano. Puntito le dirige la sonrisita.

—Señor, ¿de qué sirven Euclides y todas las líneas cuando los alemanes están bombardeando todo lo que se tiene en pie?

La sonrisita ha desaparecido.

—Ay, Brendan. Ay, Quigley. Ay, niños, ay, niños.

Deja la vara en la mesa y se pone de pie en la tarima con los ojos cerrados.

—¿De qué sirve Euclides…? —dice—. ¿De qué sirve? Sin Euclides, el Messerschmitt jamás se habría podido remontar en el cielo. Sin Euclides, el Spitfire no podría volar de nube en nube. Euclides nos aporta gracia, belleza y elegancia. ¿Qué nos aporta, niños?

—Gracia, señor.

—¿Y…?

—Belleza, señor.

—¿Y…?

—Elegancia, señor.

—Euclides es completo en sí mismo y divino en su aplicación. ¿Lo entendéis, niños?

—Sí, señor.

—Lo dudo, niños, lo dudo. Amar a Euclides significa estar solo en este mundo.

Abre los ojos, da un suspiro, y se nota que tiene los ojos un poco húmedos.

Aquél día, cuando Paddy Clohessy sale de la escuela lo detiene el señor O’Dea, maestro del quinto curso. El señor O’Dea le dice:

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Clohessy, señor.

—¿En qué curso estás?

—En cuarto curso, señor.

—Y dime, Clohessy, ese maestro que tenéis ¿os está hablando de Euclides?

—Sí, señor.

—¿Y qué os dice?

—Dice que es griego.

—Claro que lo es, pedazo de omadhaun. ¿Qué más dice?

—Dice que sin Euclides no habría escuela.

—Ah. ¿Y dibuja algo en la pizarra?

—Dibuja unas líneas, una al lado de otra, que no se encontrarán nunca aunque caigan en los hombros de Dios.

—Madre de Dios.

—No, señor. En los hombros de Dios.

—Ya lo sé, idiota. Vete a casa.

Al día siguiente se oye un ruido fuerte en la puerta de nuestra aula, y es el señor O’Dea, que está gritando:

—¡Sal aquí, O’Neill, farsante, poltrón!

Lo oímos todo porque el cristal del montante de la puerta está roto.

El nuevo director, el señor O’Halloran, dice:

—Vamos, vamos, señor O’Dea. Contrólese. No discutamos delante de nuestros alumnos.

—Entonces, señor O’Halloran, dígale que deje de enseñar geometría. La geometría es para el quinto curso, no para el cuarto. La geometría es mía. Dígale que les enseñe la división de varios guarismos y que me deje a Euclides a mí. La división de varios guarismos ya lo llevará al límite de su capacidad mental, bien lo sabe Dios. No quiero que las mentes de estos niños queden destruidas por ese farsante subido a la tarima, que reparte pieles de manzana y provoca diarreas a diestro y siniestro. Dígale que Euclides es mío, señor O’Halloran, o tendré que pararle yo los pies.

El señor O’Halloran dice al señor O’Dea que vuelva a su aula y pide al señor O’Neill que salga al pasillo.

—Y bien, señor O’Neill —dice el señor O’Halloran—, ya le he pedido antes que dejase en paz a Euclides.

—Me lo ha pedido, señor O’Halloran, pero es como si me pidiese que dejase de comerme mi manzana de todos los días.

—Tengo que insistirle, señor O’Neill. Basta de Euclides.

El señor O’Neill vuelve a la sala y tiene los ojos húmedos de nuevo. Dice que las cosas han cambiado poco desde los tiempos de los griegos, pues los bárbaros están dentro de las puertas y sus nombres son legión. ¿Qué es lo que ha cambiado desde los tiempos de los griegos, niños?

Es un tormento ver al señor O’Neill pelar la manzana todos los días, ver lo larga que es la peladura, roja o verde, y si estás cerca de él captar con la nariz su frescura. Si eres el niño bueno de ese día y respondes a las preguntas te la da y te la deja comer allí mismo, sentado en tu pupitre, para que te la puedas comer en paz sin que nadie te moleste, como te molestarían si te la llevaras al patio. En ese caso te atormentarían: «Dame un trozo, dame un trozo», y tendrías suerte de quedarte con dos dedos de peladura para ti.

Hay días en que las preguntas son demasiado difíciles, y él nos atormenta dejando caer la peladura de la manzana en la papelera. Después, pide a un niño de otra clase que se lleve la papelera al horno, para quemar los papeles y la peladura, o la deja para que la asistenta, Nellie Ahearn, se la lleve en su gran saco de lona. Nos gustaría pedir a Nellie que nos guardase la piel antes de que se la comieran las ratas, pero está cansada de limpiar toda la escuela ella sola y nos contesta con voz cortante:

—Tengo otras cosas que hacer con mi vida que aguantar a un montón de niños llenos de costras que escarban en la basura por una piel de manzana. Largaos.

El señor O’Neill pela la manzana despacio. Recorre la habitación con la vista mientras exhibe su sonrisita. Nos hace sufrir:

—¿Creéis, niños, que debo dar esto a las palomas que están en el alféizar?

—No, señor —decimos nosotros—, las palomas no comen manzanas.

—Les dará diarrea, señor —dice Paddy Clohessy en voz alta—, y nos cagarán en la cabeza en el patio.

—Clohessy, eres un omadhaun. ¿Sabes lo que es un omadhaun?

—No, señor.

—Es irlandés, Clohessy, la lengua de tu patria, Clohessy. Un omadhaun es un necio, Clohessy. Eres un omadhaun. ¿Qué es, niños?

—Un omadhaun, señor.

—Eso fue lo que me llamó el señor O’Dea, señor, pedazo de omadhaun.

Mientras pela la manzana hace pausas para formularnos preguntas sobre todo tipo de cosas, y el que le responde mejor es el que gana.

—Levantad la mano —dice—. ¿Cómo se llama el Presidente de los Estados Unidos de América?

Todas las manos de la clase se levantan y a todos nos fastidia que haya hecho una pregunta que sabría cualquier omadhaun. Respondemos a coro: «Roosevelt». Él dice después:

—Tú, Mulcahy, ¿quién estaba al pie de la cruz cuando fue crucificado Nuestro Señor?

Mulcahy tarda en contestar.

—Los doce apóstoles, señor.

—Mulcahy, ¿cómo se dice necio en irlandés?

Omadhaun, señor.

—¿Y qué eres tú, Mulcahy?

—Un omadhaun, señor.

Fintan Slattery levanta la mano.

—Yo sé quién estaba al pie de la cruz, señor.

Claro que Fintan sabe quién estaba al pie de la cruz. ¿Cómo no va a saberlo? Siempre está yendo a misa con su madre, que es célebre por su santidad. Es tan santa que su marido se marchó al Canadá a cortar árboles, contento de haberse marchado sin que se volvieran a tener noticias suyas. Fintan y ella rezan todas las noches el rosario de rodillas en la cocina y leen revistas religiosas de todo tipo: El Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón, La Linterna, El Lejano Oriente, así como todos los libritos que publica la Sociedad de la Verdad Católica. Van a misa y a comulgar aunque llueva a mares, y se confiesan todos los sábados con los jesuitas, que tienen fama de interesarse por los pecados inteligentes, no por los pecados corrientes que cuenta la gente que vive en los callejones, que tienen fama de emborracharse y a veces comer carne los viernes para que no se ponga mala, y encima blasfemar. Fintan y su madre viven en la calle Catherine, y los vecinos de la señora Slattery la llaman «la señora Ofrécelo», porque pase lo que pase, que se rompa una pierna, que se le derrame una taza de té, que su marido desaparezca, dice:

—Bueno, se lo ofreceré a Dios y así tendré muchísimas indulgencias para subir al cielo.

Fintan es igual. Si le pegas un empujón en el patio o lo insultas, te sonríe y te dice que rezará por ti y que se lo ofrecerá a Dios por su alma y por la tuya. Los niños de la Escuela Leamy no quieren que Fintan rece por ellos, y le amenazan con darle un buen puntapié en el culo si lo pillan rezando por ellos. Él dice que de mayor quiere ser santo, lo que es ridículo, porque nadie puede ser santo hasta después de muerto. Dice que nuestros nietos rezarán a su imagen. Un chico mayor dice que sus nietos se mearán en su imagen, y Fintan se limita a sonreír. Su hermana huyó a Inglaterra cuando tenía diecisiete años, y todo el mundo sabe que él se pone la blusa de ella en casa y que se riza el pelo con tenacillas calientes los sábados por la noche para estar monísimo en la misa del domingo. Si te lo encuentras cuando va a misa, te dice:

—¿A que tengo el pelo monísimo, Frankie?

Le encanta esa palabra, monísimo, y ningún otro niño la quiere pronunciar nunca.

Claro que sabe quién estaba al pie de la cruz. Seguramente sabe también qué ropa llevaban y qué habían desayunado, y ahora está diciendo a Puntito O’Neill que fueron las Tres Marías.

Puntito dice:

—Ven aquí, Fintan, y recoge tu recompensa.

Tarda bastante tiempo en subir a la tarima, y no damos crédito a nuestros ojos cuando saca una navajita para cortar la peladura de manzana en trocitos para poder comérselos uno a uno y no meterse todo en la boca de una vez como hacemos los demás cuando ganamos. Levanta la mano.

—Señor, quisiera regalar parte de mi manzana.

—¿De tu manzana, Fintan? No, claro que no. No tienes la manzana, Fintan. Tienes la peladura, nada más que la piel. No has alcanzado ni alcanzarás nunca una altura tan vertiginosa como para gozar de la manzana propiamente dicha. De mi manzana no, Fintan. Y bien, ¿te he oído decir que quieres regalar parte de tu recompensa?

—Sí, señor. Quisiera darles tres trozos a Quigley, a Clohessy y a McCourt.

—¿Por qué, Fintan?

—Son amigos míos, señor.

Todos los niños del aula se están burlando y se dan codazos, y a mí me da vergüenza porque me dirán que me rizo el pelo y me atormentarán en el patio. ¿Y por qué creerá éste que soy amigo suyo? Si me dicen que me pongo la blusa de mi hermana, no servirá de nada que les diga que no tengo hermana, porque me dirán que si la tuviera me pondría su blusa. En el patio es inútil decir nada, porque siempre salta alguno con una salida, y no se puede hacer nada más que darle un puñetazo en la nariz, y si tuvieras que dar puñetazos a todos los que tienen una salida tendrías que estar dando puñetazos mañana, tarde y noche.

Quigley recibe el trozo de piel de Fintan.

—Gracias, Fintan.

Toda la clase mira a Clohessy porque es el más grande y el más duro, y si él da las gracias yo daré las gracias también.

—Muchas gracias, Fintan —dice, y se sonroja, y yo digo:

—Muchas gracias, Fintan.

Intento no sonrojarme, pero no lo consigo, y todos los niños se burlan de nuevo y a mí me dan ganas de pegarme con ellos.

Después de clase, los niños dicen a Fintan a gritos:

—Oye, Fintan, ¿te vas a tu casa a rizarte ese pelo tan monísimo?

Fintan se sonríe y sube los escalones del patio de la escuela. Un chico mayor del séptimo curso dice a Paddy Clohessy:

—Supongo que tú te rizarías el pelo también si no fueras un pelón con la cabeza afeitada.

—Cállate —dice Paddy, y el chico dice:

—¿Ah, sí? ¿Y quién va a hacerme callar?

Paddy intenta darle un puñetazo, pero el chico mayor le pega en la nariz y lo derriba, y le sale sangre. Yo intento pegar al chico mayor, pero él me agarra por la garganta y me golpea la cabeza contra la pared hasta que veo luces y puntos negros. Paddy se aleja sujetándose la nariz y llorando, y el chico grande me empuja hacia él. Fintan está en la calle y nos dice:

—Ay, Francis, Francis; ay, Patrick, Patrick, ¿qué os pasa? ¿Por qué lloras, Patrick?

Y Paddy dice:

—Tengo hambre. No puedo pegarme con nadie porque estoy enclenque de hambre y me caigo, y me da vergüenza.

—Ven conmigo, Patrick. Mi madre nos dará algo —dice Fintan, y Paddy dice:

—Ay, no, me sangra la nariz.

—No te preocupes. Ella te pondrá algo en la nariz o una llave en la nuca. Ven tú también, Francis. Siempre tienes cara de hambre.

—Ay, no, Fintan.

—Ay, por favor, Francis.

—Está bien, Fintan.

El piso de Fintan es como una capilla. Hay dos cuadros, uno del Sagrado Corazón de Jesús y otro del Inmaculado Corazón de María. Jesús nos muestra Su corazón con la corona de espinas, el fuego, la sangre. Tiene la cabeza inclinada a la izquierda para mostrar Su gran dolor. La Virgen María muestra su corazón, que sería un corazón agradable si no tuviese esa corona de espinas. Tiene la cabeza inclinada a la derecha para mostrar su dolor, pues sabe que su Hijo acabará mal.

En otra pared hay otro cuadro que representa a un hombre que lleva una túnica parda y que está cubierto de pájaros.

—¿Sabes quién es ése, Francis? —dice Fintan—. ¿No? Es tu santo patrono, San Francisco de Asís, ¿y sabes qué día es hoy?

—Cuatro de octubre.

—Eso es, y es el día de San Francisco de Asís, un día especial para ti porque puedes pedir a San Francisco lo que quieras y no cabe duda de que te lo concederá. Por eso he querido que vinieses hoy. Siéntate, Patrick, siéntate, Francis.

La señora Slattery entra con el rosario en la mano. Se alegra mucho de conocer a los nuevos amigos de Fintan y nos pregunta si queremos un emparedado de queso. «Y cómo tienes la nariz, Patrick». Le toca la nariz con la cruz de su rosario y reza una breve oración. Nos dice que este rosario fue bendecido por el Papa en persona y que podría secar un río si hiciera falta, cuánto más la sangre de la nariz del pobre Patrick.

Fintan dice que él no se tomará un emparedado porque está ayunando y rezando por el chico que nos pegó a Paddy y a mí. La señora Slattery le da un beso en la cabeza y le dice que es un santo del cielo, y nos pregunta si queremos mostaza en los emparedados, y yo le digo que no había visto nunca poner mostaza en el queso y que me encantaría.

—Yo no lo sé, no me he comido un emparedado en la vida —dice Paddy, y todos nos reímos y yo me pregunto cómo se pueden vivir diez años como Paddy sin haberse comido nunca un emparedado. Paddy también se ríe y se le ven los dientes, que son blancos, negros y verdes.

Nos comemos el emparedado y tomamos té, y Paddy pregunta dónde está el retrete. Fintan lo lleva a través del dormitorio hasta el patio trasero, y cuando vuelven Paddy dice:

—Tengo que irme a casa. Mi madre me va a matar. Te espero fuera, Frankie.

Ahora soy yo el que tengo que ir al retrete, y Fintan me acompaña al patio trasero.

—Yo también tengo ganas —dice, y cuando me desabrocho la bragueta no soy capaz de mear porque él me está mirando, y me dice—: Estabas de broma. No tienes ganas para nada. Me gusta mirarte, Francis, eso es todo. No quiero cometer ningún pecado ahora que vamos a hacer la Confirmación el año que viene.

Paddy y yo nos marchamos juntos. Yo estoy a punto de reventar y me escondo detrás de un garaje para mear. Paddy me espera, y mientras caminamos por la calle Hartstonge me dice:

—Ha sido un emparedado muy fuerte, Frankie, y su madre y él son muy santos, pero no quisiera volver más al piso de Fintan, porque él es muy raro, ¿verdad, Frankie?

—Sí que lo es, Paddy.

—Ésa manera que tiene de mirártela cuando te la sacas, es rara, ¿verdad, Frankie?

—Lo es, Paddy.

Algunos días más tarde Paddy me susurra:

—Fintan Slattery ha dicho que podíamos ir a su piso a la hora de la comida. Su madre no estará, y le deja preparada la comida. Puede que nos dé algo, y tiene una leche muy rica. ¿Vamos?

Fintan se sienta a dos filas de nosotros. Sabe lo que me está diciendo Paddy y sube y baja las cejas como diciendo: «¿Vendréis?». Contesto que sí a Paddy en un susurro, y él asiente con la cabeza a Fintan, y el maestro nos dice a voces que dejemos de sacudir las cejas y los labios, o la palmeta de fresno cantará en nuestros traseros.

Los niños del patio nos ven marcharnos y hacen comentarios:

—Ay, Dios, mirad a Fintan con sus secuaces rinconeros.

—¿Qué es un secuaz rinconera, Fintan? —dice Paddy, y Fintan le dice que no es más que un niño de épocas antiguas que se sentaba en un rincón, eso es todo. Nos invita a sentarnos junto a la mesa de su cocina y nos deja leer sus historietas si queremos, el Film Fun, el Beano, el Dandy, o las revistas religiosas, o las revistas de historias de amor de su madre, el Miracle y el Oracle, que siempre traen historias de muchachas que trabajan en fábricas, que son pobres pero hermosas, y que se enamoran de hijos de condes y ellos de ellas, y la muchacha que trabaja en la fábrica acaba tirándose al Támesis, desesperada, pero entonces la rescata un carpintero que pasa por allí, que es pobre pero honrado y que amará a la muchacha que trabaja en la fábrica por su propia persona humilde, aunque luego resulta que el carpintero que pasaba por allí es en realidad hijo de un duque, que es mucho más que conde, de manera que la muchacha pobre de la fábrica se convierte en duquesa y puede mirar por encima del hombro al conde que la despreció, porque ella es feliz cuidando sus rosas en su finca de doce mil acres en Shropshire y colmando de atenciones a su pobre y anciana madre, que se niega a dejar su humilde casita de campo por todo el dinero del mundo.

—No quiero leer nada —dice Paddy—; todos esos cuentos son un camelo.

Fintan quita el paño que cubre su emparedado y su vaso de leche. La leche tiene un aspecto cremoso, fresco y delicioso, y el pan del emparedado es casi tan blanco como la leche.

—¿Es un emparedado de jamón? —pregunta Paddy, y Fintan dice que sí.

—Ése emparedado tiene muy buena cara —dice Paddy—, ¿tiene mostaza?

Fintan asiente con la cabeza y parte el emparedado en dos. Le sale la mostaza. Se chupa los dedos y se bebe un buen trago de leche. Vuelve a cortar el emparedado en cuartos, en octavos, en dieciseisavos, toma El Pequeño Mensajero del Corazón de Jesús del montón de revistas y lee mientras se come los trozos de emparedado y se bebe la leche, y Paddy y yo lo miramos, y sé que Paddy se está preguntando qué demonios hacemos aquí, porque eso mismo es lo que me estoy preguntando yo, mientras espero que Fintan nos ofrezca el plato, pero no lo hace, se termina la leche, deja trozos de emparedado en el plato, lo cubre con el paño y se limpia los labios con sus modales delicados, baja la cabeza, se santigua y bendice la mesa después de la comida y, «Dios, llegamos tarde a la escuela», y vuelve a santiguarse a la salida con agua bendita de la pequeña pila de porcelana que está colgada junto a la puerta con la pequeña imagen de la Virgen María que muestra su corazón y lo señala con dos dedos como si no fuésemos capaces de encontrarlo nosotros solos.

Es demasiado tarde para que Paddy y yo lleguemos corriendo y que Nellie Ahearn nos dé el bollo y la leche, y ahora no sé cómo voy a aguantar desde ahora hasta que pueda volver corriendo a casa después de clase y comerme un trozo de pan. Paddy se detiene ante la puerta de la escuela.

—No puedo entrar aquí cayéndome de hambre. Me quedaría dormido, y Puntito me mataría —dice.

Fintan está nervioso.

—Vamos, vamos, que llegamos tarde. Vamos, Francis, date prisa.

—No voy a entrar, Fintan. Tú has comido. Nosotros no.

Paddy explota:

—Eres un jodido farsante, Fintan. Eso es lo que eres, y un jodido resentido, con tu jodido emparedado y tu jodido Sagrado Corazón de Jesús colgado en la pared y tu jodida agua bendita. Me puedes besar el culo, Fintan.

—Ay, Patrick.

—Ay, Patrick, y una mierda jodida, Fintan. Vámonos, Frankie.

Fintan entra corriendo en la escuela y Paddy y yo vamos hasta un huerto de frutales en Ballinacurra. Escalamos un muro y nos ataca un perro fiero hasta que Paddy le habla y le dice que es un perro bueno y que tenemos hambre y que se vaya a casa con su madre. El perro lame la cara a Paddy y se marcha trotando y meneando la cola, y Paddy se queda muy satisfecho de sí mismo. Nos llenamos las camisas de manzanas hasta que apenas podemos volver a escalar el muro, atravesamos corriendo un prado largo y nos sentamos junto a un seto a comernos las manzanas hasta que ya no podemos tragar un bocado más, y metemos las caras en un arroyo para beber el agua fresca y deliciosa. Después vamos corriendo a lados opuestos de una zanja para cagar y nos limpiamos con hierba y con hojas anchas. Paddy está agachado y dice:

—No hay nada en el mundo como darse un atracón de manzanas, beberse un buen trago de agua y cagar a gusto. Es mejor que cualquier emparedado de queso con mostaza, y Puntito O’Neill puede meterse su manzana por el culo.

En un prado hay tres vacas que asoman la cabeza por encima de un muro de piedra y nos mugen.

—Jesús, es la hora del ordeño —dice Paddy, y salta la pared y se tumba bajo una vaca, con las grandes ubres colgando sobre su cara. Tira de una ubre y se echa un chorro de leche en la boca. Deja de echar leche y dice:

—Vamos, Frankie, leche fresca. Está riquísima. Métete debajo de esa otra vaca, todas están listas para ordeñarlas.

Me meto bajo la vaca y tiro de una ubre, pero ella tira coces y se mueve, y estoy seguro de que va a matarme. Paddy se acerca y me enseña a hacerlo, hay que tirar con fuerza y recto y la leche sale en un fuerte chorro. Los dos nos tendemos bajo una misma vaca y lo estamos pasando en grande llenándonos de leche, pero entonces se oye un rugido y hay un hombre con un palo que viene corriendo hacia nosotros por el prado. Saltamos el muro rápidamente y él no puede seguirnos porque lleva botas de goma. Se queda en la pared y nos amenaza blandiendo el palo y grita que como nos coja alguna vez nos va a meter toda la bota por el culo, y nosotros nos reímos porque estamos fuera de peligro y yo me pregunto por qué tiene que pasar nadie hambre en un mundo lleno de leche y de manzanas.

Aunque Paddy diga que Puntito se puede meter la manzana por el culo, yo no quiero pasarme toda la vida robando fruta y ordeñando vacas, y siempre intentaré ganarme la peladura de manzana de Puntito para poder ir a casa y decir a papá que respondí a las preguntas difíciles.

Volvemos atravesando Ballinacurra a pie. Llueve y caen rayos, y corremos, pero a mí me resulta difícil correr con el aleteo de la suela de mi zapato que amenaza con hacerme tropezar. Paddy es capaz de correr cuanto quiera con sus largos pies descalzos, y se les oye azotar la calzada. Tengo empapados los zapatos y los calcetines, que hacen un ruido particular, chis, chis. Paddy lo advierte y componemos una canción con los ruidos de los dos, plas, plas, chis, chis, plas chis, chis plas. Nos reímos tanto con nuestra canción que tenemos que sujetarnos el uno al otro. La lluvia arrecia y sabemos que no podemos meternos bajo un árbol o nos podemos quedar fritos del todo, de modo que nos refugiamos en un portal, y al cabo de un momento abre la puerta una criada grande y gorda que lleva un sombrerito blanco y un vestido negro con un delantalito blanco y nos dice que nos larguemos de esa puerta y que somos una vergüenza. Nos vamos corriendo del portal y Paddy le grita: «Vaquilla de Mullingar, carne de pies a cabeza», y se ríe hasta que se atraganta y tiene que apoyarse en una pared por lo débil que está. Ya es inútil que nos resguardemos de la lluvia, estamos empapados, de modo que bajamos sin prisas por la avenida O’Connell. Paddy dice que aprendió aquello de la vaquilla de Mullingar de su tío Peter, el que estuvo en la India en el ejército inglés, y que tienen una foto suya con un grupo de soldados con sus cascos, sus fusiles y sus cananas en bandolera, y salen también unos hombres oscuros de uniforme que son hindúes leales al rey. El tío Peter lo pasó muy bien en un sitio que se llama Cachemira, que es más bonito que ese Killarney del que siempre están presumiendo y cantando canciones. Paddy vuelve a hablar de que quiere escaparse y acabar en la India, en una tienda de seda con la chica del punto rojo, con el curry y los higos, y me está dando hambre a pesar de que estoy lleno de manzanas y de leche.

La lluvia escampa y pasan sobre nuestras cabezas aves que graznan. Paddy dice que son patos o gansos, o algo así, que van al África, donde se está a gusto y hace calor. Las aves tienen más sentido común que los irlandeses. Vienen al Shannon de vacaciones y después vuelven a los sitios cálidos, quizás incluso a la India. Dice que me escribirá una carta cuando esté allí y que yo podré ir a la India y tener mi propia chica con un punto rojo.

—¿Para qué es el punto, Paddy?

—Quiere decir que son de primera, de categoría.

—Pero, Paddy, ¿se hablaría contigo la gente de categoría de la India si supieran que vienes de un callejón de Limerick y que no tenías zapatos?

—Claro que sí, pero los ingleses de categoría no. Los ingleses de categoría no te darían ni el vapor que echan al mear.

—¿Ni el vapor que echan al mear? Por Dios, Paddy, ¿se te ha ocurrido eso a ti?

—No, no, eso es lo que dice mi padre allí abajo, en la cama, cuando está tosiendo y escupiendo y echando la culpa de todo a los ingleses.

Y yo pienso «ni el vapor que echan al mear», esto me lo guardo. Iré por Limerick diciendo «ni el vapor que echan al mear, ni el vapor que echan al mear», y cuando llegue a América algún día seré el único que lo sepa decir.

Quigley el Preguntas llega hacia nosotros haciendo eses en una bicicleta grande de mujer y me grita:

—Oye, Frankie McCourt, te van a matar. Puntito O’Neill ha enviado a tu casa una nota diciendo que no volviste a la escuela después de comer, que hiciste novillos con Paddy Clohessy. Tu madre te va a matar. Tu padre ha salido a buscarte, y también él te va a matar.

Ay, Dios, me siento frío y vacío y pienso que ojalá estuviera en la India, donde se está a gusto y hace calor y no hay escuela, y mi padre no podría encontrarme nunca para matarme.

—No ha hecho novillos, y yo tampoco —dice Paddy «el Preguntas»—. Fintan Slattery nos mató de hambre y llegamos tarde al bollo y la leche.

Después, Paddy me dice:

—No te preocupes por ellos, Frankie, todo es un camelo. Siempre están enviando notas a nuestra casa, y nosotros nos limpiamos el culo con ellas.

Mi madre y mi padre no se limpiarían nunca el culo con una nota del maestro, y ahora me da miedo volver a casa. «El Preguntas» se marcha en la bicicleta, riéndose, y yo no sé por qué, porque él se escapó de casa una vez y durmió en una zanja con cuatro cabras, y eso es peor que hacer novillos medio día, se mire como se mire.

Yo podría subir ahora por la colina del Cuartel y volver a casa y pedir perdón a mis padres por haber hecho novillos y decirles que lo hice por hambre, pero Paddy me dice:

—Vamos a bajar por la carretera del Muelle y a tirar piedras al Shannon.

Tiramos piedras al río y nos columpiamos en las cadenas de hierro que hay a lo largo de la ribera. Se hace oscuro y no sé dónde voy a dormir. Quizás tenga que quedarme allí, junto al Shannon, o que buscar un portal, o quizás tenga que volver a salir al campo y buscar una zanja como hizo Brendan Quigley, con cuatro cabras. Paddy me dice que puedo ir a su casa, que allí podré dormir en el suelo y secarme.

Paddy vive en una de las casas altas del muelle Arthur, que dan al río. En Limerick todo el mundo sabe que estas casas son viejas y que se pueden caer en cualquier momento. Mamá suele decirnos:

—No quiero que bajéis ninguno al muelle Arthur, y como os encuentre allí os parto la cara. Los que viven allí son unos salvajes y os pueden robar y matar.

Vuelve a llover y hay niños pequeños que juegan en el pasillo y por las escaleras.

—Mira dónde pisas —dice Paddy—, porque faltan algunos escalones y en los que están hay mierda.

Dice que es porque sólo hay un retrete, que está en el patio trasero, y que los niños que bajan por la escalera no llegan a tiempo de poner el culito en la taza, Dios nos asista.

En el cuarto rellano está sentada una mujer con chal que se está fumando un cigarrillo.

—¿Eres tú, Paddy? —dice.

—Sí, mamá.

—Estoy agotada, Paddy. Éstos escalones me están matando. ¿Te has tomado el té?

—No.

—Bueno, no sé si quedará algo de pan. Sube a ver.

La familia de Paddy vive en una habitación grande con el techo alto y con una chimenea pequeña. Hay dos ventanas altas y se ve hasta el Shannon. Su padre está en una cama en el rincón, gruñendo y escupiendo en un cubo. Los hermanos y las hermanas de Paddy están en colchones por el suelo, dormidos, hablando, mirando al techo. Hay un niño de pecho sin ropas que gatea hacia el cubo del padre de Paddy, y Paddy lo aparta. Su madre entra jadeando por haber subido las escaleras.

—Jesús, estoy muerta —dice.

Encuentra algo de pan y prepara té flojo para Paddy y para mí. Yo no sé qué debo hacer. No dicen nada. No me preguntan qué hago allí ni me dicen que me vaya a mi casa ni nada, hasta que el señor Clohessy pregunta: «¿Quién es ése?», y Paddy le dice:

—Es Frankie McCourt.

—¿McCourt? —dice el señor Clohessy—. ¿Qué nombre es ése?

—Mi padre es del Norte, señor Clohessy.

—Y ¿cómo se llama tu madre?

—Ángela, señor Clohessy.

—Ay, Jesús, ¿no será Ángela Sheehan, verdad?

—Sí lo es, señor Clohessy.

—Ay, Jesús —dice, y le da un ataque de tos que le arranca de dentro cosas de todo tipo y lo obliga a inclinarse sobre el cubo.

Cuando se le pasa la tos, se recuesta sobre la almohada.

—Ay, Frankie, conocí bien a tu madre. Yo bailaba con ella. Madre de Cristo, me estoy muriendo por dentro. Yo bailaba con ella, sí, señor, en la sala Wembley, y ella era toda una campeona de baile.

Vuelve a inclinarse sobre el cubo. Jadea por falta de aire y extiende los brazos para respirar mejor. Está sufriendo, pero no deja de hablar.

—Era toda una campeona de baile, Frankie. No era una delgaducha, no creas, pero era como una pluma en mis brazos, y muchos hombres la echaron de menos cuando se marchó de Limerick. ¿Tú sabes bailar, Frankie?

—Pues no, señor Clohessy.

—Sí sabe, papá —dice Paddy—. Fue a las clases de la señora O’Connor y de Cyril Benson.

—Pues baila, Frankie. Por la casa, y ten cuidado con el tocador, Frankie. Levanta los pies, muchacho.

—No puedo, señor Clohessy. No sirvo para esto.

—¿Que no sirves, siendo hijo de Ángela Sheehan? Baila, Frankie, o me levanto de esta cama y te hago dar vueltas yo por la casa.

—Tengo roto el zapato, señor Clohessy.

—Frankie, Frankie, estás haciendo que tosa. ¿Quieres bailar, por el amor de Dios, para que yo recuerde mi juventud con tu madre en la sala Wembley? Quítate el jodido zapato, Frankie, y baila.

Tengo que inventarme danzas y melodías para acompañarlas, como hacía hace mucho tiempo cuando era pequeño. Bailo por la habitación con un solo zapato, porque se me olvidó quítamelo. Intento inventarme letras. «Las murallas de Limerick se caen, se caen, se caen, las murallas de Limerick se caen y el río Shannon nos mata».

El señor Clohessy se ríe en la cama.

—Ay, Jesús, no había oído nada igual ni por tierra ni por mar. Tienes buenas piernas para bailar, Frankie. Ay, Jesús.

Tose y le salen hilos de sustancia verde y amarilla. Me pone enfermo verlo, y me pregunto si debo volver a mi casa y alejarme de toda esta enfermedad y de este cubo, y que mis padres me maten si quieren.

Paddy se acuesta en un colchón junto a la ventana y yo me acuesto a su lado. Me acuesto vestido, como todos los demás, y hasta se me olvida quitarme el otro zapato, que está mojado y hace ruido al andar y apesta. Paddy se queda dormido inmediatamente, y yo miro a su madre que está sentada junto al rescoldo del fuego fumándose otro cigarrillo. El padre de Paddy gruñe y tose y escupe en el cubo.

—Sangre jodida —dice, y ella añade:

—Tendrás que ir al sanatorio tarde o temprano.

—No quiero. Cuando te meten allí, estás acabado.

—Podrías estar contagiando la tisis a los niños. Yo podría hacer que los guardias te llevaran, porque eres un peligro para los niños.

—Si la fueran a coger, ya la tendrían.

El rescoldo se apaga y la señora Clohessy se mete en la cama pasando por encima de él. Al cabo de un minuto ya está roncando, aunque él sigue tosiendo y riéndose al recordar los días de su juventud, cuando bailaba en la sala Wembley con Ángela Sheehan, que era ligera como una pluma.

En la habitación hace frío y yo estoy temblando con la ropa mojada. Paddy también tiembla, pero está dormido y no sabe que tiene frío. No sé si debo quedarme aquí o levantarme y marcharme a mi casa, pero ¿quién se atreve a andar por la calle cuando un guardia le puede preguntar a uno qué hace fuera a esas horas? Es la primera vez que estoy lejos de mi familia, y sé que preferiría estar en mi casa, con el retrete maloliente y el establo de al lado. Se está mal en nuestra casa cuando la cocina es un lago y tenemos que subir a Italia, pero se está peor en casa de los Clohessy cuando hay que bajar cuatro pisos para ir al retrete, resbalándose en la mierda todo el camino. Estaría mejor en una zanja con cuatro cabras.

Duermo a ratos, pero tengo que despertarme del todo cuando la señora Clohessy despierta a empujones a los miembros de su familia. Todos se acostaron vestidos, de modo que no tienen que volver a vestirse y no hay peleas. Gruñen y salen corriendo por la puerta para bajar al retrete del patio. Yo también tengo ganas y bajo corriendo con Paddy, pero su hermana Peggy está sentada en la taza y nosotros tenemos que mear contra una pared.

—Se lo contaré a mamá —dice ella.

—Cállate —dice Paddy—, o te hundo en ese jodido retrete.

Ella salta del retrete, se sube las bragas y echa a correr escaleras arriba, gritando: «Se lo voy a contar, se lo voy a contar», y cuando volvemos a la habitación la señora Clohessy da a Paddy un coscorrón en la cabeza por lo que hizo a su pobre hermanita. Paddy no dice nada porque la señora Clohessy está sirviendo cucharadas de gachas en tazones, en tarros de mermelada y en un cuenco y nos dice que comamos y nos vayamos a la escuela. Ella se sienta a la mesa a comerse sus gachas. Tiene el pelo gris oscuro, y sucio. Le cae hasta el cuenco y recoge con él fragmentos de gachas y gotas de leche. Los niños hacen ruido al tomarse las gachas y se quejan de que no han comido bastante, de que se caen de hambre. Tienen las narices llenas de mocos, los ojos irritados y costras en las rodillas. El señor Clohessy tose y se revuelve en la cama y echa grandes esputos de sangre, y yo salgo corriendo de la habitación y vomito en las escaleras, donde falta un escalón, y cae una lluvia de gachas y de trozos de manzana al piso inferior, donde hay personas que van y vienen del retrete del patio. Paddy baja y dice: —No importa. Todo el mundo devuelve y se caga en las escaleras, y toda la casa se está cayendo, de todas maneras.

No sé qué debo hacer ahora. Si vuelvo a la escuela me matan, y ¿para qué voy a volver a la escuela o a casa para que me maten cuando puedo echarme a la carretera y vivir de leche y de manzanas el resto de mi vida, hasta que me vaya a América?

—Vamos —dice Paddy—. La escuela es un camelo, al fin y al cabo, y todos los maestros están locos.

Alguien llama a la puerta de los Clohessy y es mamá que lleva de la mano a mi hermanito pequeño, Michael, y el guardia Dennehy, que se encarga de la asistencia a la escuela. Mamá me ve y me dice:

—¿Qué haces con un zapato puesto?

Y el guardia Dennehy dice:

—Vamos, señora, creo que sería más importante preguntarle qué hace con un zapato quitado, ¡ja, ja!

Michael viene corriendo a mi lado.

—Mamá estaba llorando. Mamá estaba llorando por ti, Frankie.

—¿Dónde has estado toda la noche? —dice ella.

—Aquí.

—Me tenías loca. Tu padre ha recorrido todas las calles de Limerick buscándote.

—¿Quién está en la puerta? —dice el señor Clohessy.

—Es mi madre, señor Clohessy.

—Dios del cielo, ¿es Ángela?

—Sí, señor Clohessy.

Se incorpora difícilmente sobre los codos.

—Bueno, por el amor de Dios, ¿quieres entrar, Ángela? ¿No me conoces?

Mamá está desconcertada. La habitación está a oscuras, e intenta reconocer a la persona que está en la cama.

—Soy yo —dice él—, Dennis Clohessy, Ángela.

—Ay, no.

—Lo soy, Ángela.

—Ay, no.

—Ya lo sé, Ángela. Estoy cambiado. La tos me está matando. Pero recuerdo las noches en la sala Wembley. Jesús, qué gran bailarina eras. Aquéllas noches en la sala Wembley, Ángela, y el pescado frito con patatas fritas que nos comíamos después. Chicos, chicos, es Ángela.

A mi madre le caen lágrimas por la cara.

—Tú también eras un gran bailarín, Dennis Clohessy —dice.

—Podíamos haber ganado concursos, Ángela. Fred y Ginger hubieran tenido que preocuparse seriamente, pero tú tuviste que largarte a América. Ay, Jesús.

Le da otro ataque de tos y tenemos que contemplar cómo se inclina de nuevo sobre el cubo y cómo se saca el veneno de dentro. El guardia Dennehy dice:

—Creo que ya hemos encontrado al chico, señora, y yo me voy. Si vuelves a hacer novillos, chico, te metemos en la cárcel —me dice—. ¿Me escuchas, chico?

—Sí, señor guardia.

—No atormentes a tu madre, chico. Es una cosa que no toleramos los guardias, que se atormente a las madres.

—No, señor guardia. No la atormentaré.

Se marcha, y mamá se acerca a la cama para coger la mano del señor Clohessy. Éste tiene la cara hundida alrededor de los ojos y tiene el pelo negro y reluciente por el sudor que le cae de lo alto de la cabeza. Sus hijos rodean la cama mirándolo y mirando a mamá. La señora Clohessy se sienta junto a la chimenea, rasca la reja del fogón con el atizador y aparta del fuego al niño de pecho.

—Es culpa suya, por no haber ido al hospital, vaya si lo es —dice.

—Estaría bien si pudiera vivir en un sitio seco —dice jadeando el señor Clohessy—. ¿Es seca América, Ángela?

—Lo es, Dermis.

—El médico me dijo que me marchase a Arizona. Qué gracia tenía ese médico. A Arizona, ¿qué te parece? No tengo dinero ni para ir a tomarme una pinta a la vuelta de la esquina.

—Saldrás adelante, Dermis —dice mamá—. Pondré una vela por ti.

—Ahórrate el dinero, Ángela. Yo ya no vuelvo a bailar.

—Tengo que marcharme, Dermis. Mi hijo tiene que ir a la escuela.

—¿Quieres hacer una cosa por mí antes de que te vayas, Ángela?

—Lo haré si está en mi mano, Dennis.

—¿Podrías cantarme una estrofa de aquella canción que cantaste la noche antes de embarcarte para América?

—Es una canción difícil, Dennis. No voy a tener fuelle.

—Ay, vamos, Ángela. Ya no oigo nunca canciones. En esta casa no hay canciones. La mujer no sabe cantar ni una nota ni sabe bailar ni un paso.

—Bueno —dice mamá—, lo intentaré.

Oh, las noches de los bailes de Kerry, oh, la música del gaitero,

oh, esas horas alegres, perdidas demasiado pronto, ay,

como nuestra juventud.

Cuando los mozos se reunían en el valle las noches de verano,

y la música del gaitero de Kerry nos llenaba de placer desenfrenado.

Se interrumpe y se lleva la mano al pecho.

—Ay, Dios, me quedo sin fuelle. Ayúdame con la canción, Frank.

Y yo canto con ella:

Oh, recordarlo, oh, soñarlo, me llena el corazón de lágrimas.

Oh, las noches de los bailes de Kerry, oh, la música del gaitero,

oh, esas horas alegres, perdidas demasiado pronto, ay,

como nuestra juventud.

El señor Clohessy intenta cantar con nosotros, «perdidas demasiado pronto, ay, como nuestra juventud», pero le da la tos. Sacude la cabeza y exclama:

—No dudaba que la cantarías, Ángela. Esto me trae recuerdos. Que Dios te bendiga.

—Que Dios te bendiga a ti también, Dennis, y gracias, señora Clohessy, por haberse ocupado de Frankie para que no estuviera por la calle.

—No tiene importancia, señora McCourt. Es muy callado.

—Muy callado —dice el señor Clohessy—, pero no es tan buen bailarín como lo fue su madre.

—Es difícil bailar con un solo zapato, Dennis —dice mamá.

—Ya lo sé, Ángela, pero te preguntarías: ¿por qué no se lo quitó? ¿Es un poco raro el chico?

—Ah, a veces tiene un aire raro como su padre.

—Ah, sí. El padre es del Norte, Ángela, y así se explica. Allí en el Norte no tiene nada de raro bailar con un solo zapato.

Paddy Clohessy, mamá, Michael y yo subimos la calle Patrick y la calle O Connell, y mamá va sollozando todo el camino. Michael dice:

—No llores, mamá. Frankie no volverá a escaparse.

Ella lo levanta y lo abraza.

—No, Michael, no lloro por Frankie. Es por Dennis Clohessy y las noches de baile en la sala Wembley y el pescado frito con patatas fritas que nos comíamos después.

Entra en la escuela con nosotros. El señor O’Neill parece enfadado y nos dice que nos sentemos, que se ocupará de nosotros dentro de un momento. Pasa mucho tiempo hablando en la puerta con mi madre, y cuando ella se marcha él se acerca entre las filas de asientos y da una palmadita en la cabeza a Paddy Clohessy.

Siento mucho lo mal que lo pasan los Clohessy, pero creo que me salvaron del castigo de mi madre.