La abuela ya no quiere hablarse con mamá por lo que hice con Dios en su patio trasero. Mamá no se habla con su hermana la tía Aggie ni con su hermano el tío Tom. Papá no se habla con nadie de la familia de mamá, y éstos no se hablan con él porque es del Norte y tiene un aire raro. Nadie se habla con la mujer del tío Tom, Jane, porque es de Galway y tiene aspecto de española. Todos se hablan con el hermano de mamá, el tío Pat, porque lo dejaron caer de cabeza, porque es un inocente y porque se dedica a vender periódicos. Todos lo llaman «el Abad» o Ab Sheehan, y nadie sabe por qué. Todos se hablan con el tío Pa Keating porque respiró gases venenosos en la guerra y porque se casó con la tía Aggie, y si no se hablaran con él a él tampoco le importaría más que un pedo de violinista, y por eso los parroquianos de la taberna de South dicen que es un gaseoso.
Eso me gustaría ser a mí, un gaseoso, sin que las cosas me importasen más que un pedo de violinista, y así se lo digo al Ángel del Séptimo Peldaño, aunque a veces pienso que no se debe decir «pedo» delante de un ángel.
El tío Tom y Jane la de Galway tienen hijos, pero nosotros no debemos hablarnos con ellos porque nuestros padres no se hablan. Tienen un hijo y una hija, Gerry y Peggy, y mamá nos gritará por hablarnos con ellos, pero nosotros no sabemos cómo no hablarnos con nuestros primos.
Los miembros de las familias que viven en los callejones de Limerick tienen maneras propias de no hablarse y hacen falta años de práctica para dominarlas. Hay personas que no se hablan porque sus padres militaron en bandos opuestos en la Guerra Civil de 1922. Si un hombre se va y se alista en el ejército inglés, más vale que su familia se mude a otro barrio de Limerick donde haya familias con hombres en el ejército inglés. Si alguien de tu familia tuvo el más mínimo rasgo de simpatía con los ingleses de ochocientos años a esta parte, te lo restriegan por la cara, y más vale que te vayas a vivir a Dublín, donde nadie se preocupa de estas cosas. Hay familias que viven avergonzadas porque sus antepasados abjuraron de su religión por un cuenco de sopa de los protestantes en la época del hambre, y aquellas familias recibieron para siempre el nombre de sopistas. Es terrible ser sopista, porque estás condenado eternamente al infierno de los sopistas. Es peor todavía ser delator. En la escuela, el maestro nos dijo que siempre que los irlandeses estaban a punto de derrotar a los ingleses en un combate leal intervenía un asqueroso delator que los traicionaba. El hombre del que se descubre que ha sido delator se merece que lo ahorquen o, lo que es peor, que nadie se hable con él, pues si nadie se habla contigo, más vale que estés colgado de una soga.
En todos los callejones hay siempre alguien que no se habla con alguien, o bien hay alguien con quien no se habla nadie o alguien que no se habla con nadie. Siempre se advierte cuándo dos personas no se hablan por el modo en que se cruzan. Las mujeres levantan las narices, fruncen los labios y desvían la mirada. Si la mujer lleva chal, toma una esquina de éste y se la echa por el hombro, como diciendo: «Como me dirijas una palabra o una mirada, cara de perra, te vuelvo la cara del revés».
Cuando la abuela no nos habla lo pasamos mal, porque no podemos recurrir a ella cuando nos hace falta azúcar, té o leche. No sirve de nada pedírselos a la tía Aggie. Ésta le arranca a uno la cabeza de un bocado.
—Lárgate a tu casa —dice—, y di a tu padre que mueva el culo norteño y que se busque un trabajo como hacen los hombres honrados de Limerick.
Dicen que siempre está enfadada porque es pelirroja, o que es pelirroja porque siempre está enfadada.
Mamá se lleva bien con Bridey Hannon, que vive en la casa de al lado con su madre y con su padre. Mamá y Bridey pasan todo el rato charlando. Cuando mi padre sale a dar su paseo largo entra Bridey, y mamá y ella se sientan junto al fuego, toman té y fuman cigarrillos. Cuando mamá no tiene nada en casa, Bridey trae té, azúcar y leche. Algunas veces usan las mismas hojas de té una y otra vez, y mamá dice que el té está recocido, recalentado y hervido.
Mamá y Bridey se sientan tan cerca del fuego que las espinillas se les ponen rojas, moradas y azules. Pasan horas enteras charlando, y susurran y se ríen de sus cosas. Como nosotros no debemos escuchar sus cosas, nos dicen que salgamos a jugar. Yo suelo sentarme en el séptimo peldaño a escucharlas sin que ellas se enteren. Aunque llueva a cántaros, mamá nos dice:
—Llueva o no llueva, a la calle.
También nos dice:
—Si veis que viene vuestro padre, entrad corriendo a avisarme.
Mamá dice a Bridey:
—¿Has oído alguna vez esa poesía que alguien debió de escribir pensando en mí y en él?
—¿Qué poesía, Ángela?
—Se titula El hombre del Norte. Ésta poesía me la enseñó Minnie MacAdorey en América.
—No he oído nunca esa poesía. Recítamela.
Mamá recita la poesía, pero riéndose sin parar, y no sé por qué:
Era del Norte, por eso hablaba poco,
pero tenía voz dulce y corazón recto.
Y vi en sus ojos que no tenía malicia,
y me casé con mi hombre del Norte.
Puede que Garryowen sea más alegre
que este hombre callado del lago Neagh,
y sé que el sol brilla suavemente
sobre el río que pasa por mi ciudad natal.
Pero digo con alegría y con orgullo
que no hay hombre mejor en todo el Munster
y que no hay hogar más alegre en Limerick
que el mío con mi hombre del Norte.
Ojalá supieran las gentes de Limerick
lo amables que han sido mis vecinos.
Se olvidaría para siempre el odio y el rencor
entre las tierras del Sur y las del Norte.
Mamá repite siempre la tercera estrofa y se ríe con tantas ganas que llora, y no sé por qué. Le da una risa histérica cuando recita:
Y que no hay hogar más alegre en Limerick
que el mío con mi hombre del Norte.
Cuando el hombre del Norte vuelve temprano y se encuentra a Bridey en la cocina, dice: «Cotillas, cotillas, cotillas», y se queda allí con la gorra puesta hasta que Bridey se marcha.
La madre de Bridey y otros vecinos de nuestro callejón y de otros callejones próximos acuden a nuestra puerta a pedir a papá que les escriba cartas que quieren enviar a instituciones públicas o a parientes que viven en lugares remotos. Papá se sienta a la mesa con pluma y tintero y cuando las personas le dictan lo que quieren que escriba, él dice: «Och, no, eso no es lo que le interesa decir», y escribe lo que le parece a él. Las personas le dicen que aquello era lo que querían decir en realidad, que maneja muy bien la lengua inglesa y que tiene buen puño. Le ofrecen seis peniques por el trabajo, pero él los rechaza y se los dan a mamá, porque él tiene demasiado orgullo como para aceptar seis peniques. Cuando las personas se marchan, él echa mano de los seis peniques y me envía a comprar cigarrillos a la tienda de Kathleen O’Connell.
La abuela duerme en una cama grande en el piso de arriba, con una estampa del Sagrado Corazón de Jesús sobre la cabecera y con una estatua del Sagrado Corazón en la repisa de la chimenea. Quiere instalar algún día en su casa luz eléctrica en lugar de la luz de gas, para poder tener una lucecita roja encendida para siempre a los pies de la estatua. Su devoción al Sagrado Corazón es célebre en todo el callejón y en los callejones de los alrededores.
El tío Pat duerme en una cama pequeña en un rincón de la misma habitación, para que la abuela pueda asegurarse de que llega a casa a una hora prudencial y de que reza de rodillas junto a su cama. Por mucho que lo dejaran caer de cabeza en el suelo, por mucho que no sepa leer ni escribir, por mucho que se beba una pinta de más, no tiene excusa para no rezar antes de acostarse.
El tío Pat dice a la abuela que ha conocido a un hombre que busca alojamiento, un sitio donde se pueda lavar por la mañana y por la noche y donde le den dos comidas al día, comida y cena. Se llama Bill Galvin y tiene un buen trabajo en el horno de cal. Está cubierto siempre de polvo blanco de cal, pero peor sería el polvo de carbón.
La abuela tendrá que renunciar a su cama y trasladarse a la habitación pequeña. Se llevará la estampa del Sagrado Corazón y dejará la estatua para que vele por los dos hombres. En todo caso, en la pequeña habitación de ella no hay sitio para la estatua.
Bill Galvin viene a ver la casa después del trabajo. Es pequeño, está todo blanco y resuella como un perro. Pregunta a la abuela si le importaría retirar esa estatua, pues él es protestante y no podría dormir. La abuela riñe a voces al tío Pat por no haberle dicho que estaba metiendo en su casa a un protestante.
—Jesús —le dice—, la gente lo comentará en todo el callejón y por todo el barrio.
El tío Pat dice que no sabía que Bill Galvin fuera protestante. No se le nota a simple vista, teniendo en cuenta sobre todo que está cubierto de cal. Parecía un católico corriente, y a nadie se le habría ocurrido que un protestante se dedicaría a echar paletadas de cal.
Bill Galvin dice que su pobre esposa, que acaba de fallecer, era católica y que tenía las paredes llenas de estampas del Sagrado Corazón y de la Virgen María enseñando los corazones. Él no tiene nada en particular contra del Sagrado Corazón; lo único que pasa es que cuando vea la estatua se acordará de su pobre esposa y le dará congoja.
—Ah, Dios nos asista —dice la abuela—, ¿por qué no me lo dijo antes? Yo puedo poner la estatua en el alféizar de la ventana de mi cuarto para que su corazón no sufra al verla.
La abuela prepara la comida de Bill todas las mañanas y se la lleva al horno de cal. Mamá le pregunta por qué no se la puede llevar él mismo por la mañana, y la abuela dice:
—¿Esperas que me levante al alba para cocer el repollo y las manitas de cerdo para que su señoría se las lleve en la tartera?
—Dentro de una semana empiezan las vacaciones en la escuela —dice mamá—, y si das a Frank seis peniques por semana él le llevará la comida a Bill Galvin con mucho gusto.
Yo no quiero ir todos los días a casa de la abuela. No quiero bajar hasta el final de la carretera del Muelle para llevar la comida a Bill Galvin. Pero mamá dice que esos seis peniques nos vendrían bien y que si no lo hago no me dejará ir a ninguna otra parte.
—Te quedarás en casa y no irás a jugar con tus amigos —dice.
La abuela me advierte que debo llevar la tartera directamente, sin dar rodeos, sin mirar aquí y allá, sin dar patadas a las latas echando a perder la puntera de mis zapatos. La comida está caliente, y así es como la quiere Bill Galvin.
De la tartera sale un olor delicioso: tocino cocido, repollo y dos patatas grandes, blancas y harinosas. Si pruebo media patata, seguro que no se dará cuenta. No se quejará a la abuela, porque no suele hablar, sólo resuella alguna que otra vez.
Será mejor que me coma la otra mitad de la patata para que no pregunte por qué ha recibido sólo media. También podría probar el tocino y el repollo, y si me como la otra patata seguro que piensa que la abuela no le ha puesto ninguna.
La segunda patata se me funde en la boca y tendré que probar otro pedazo de repollo, otro bocado de tocino. Ya no queda gran cosa y él sospechará mucho, de modo que más vale que me lo termine todo.
¿Qué voy a hacer ahora? La abuela me hará polvo, mamá me tendrá castigado sin salir de casa un año entero. Bill Galvin me enterrará en cal. Le diré que me atacó un perro en la carretera del Muelle y que se comió toda la comida, y que tuve suerte de escaparme sin que se me comiera a mí también.
—¿Ah, sí? —dice Bill Galvin—. ¿Y ese pedazo de repollo que llevas en el jersey? ¿Es que te ha lamido el perro con la boca llena de repollo? Vuelve a casa y di a tu abuela que te has comido toda mi comida y que me estoy cayendo de hambre en este horno de cal.
—Me matará.
—Dile que no te mate hasta que me haya mandado una comida de alguna clase, y si no vas a su casa ahora mismo y me traes una comida, te mato y te tiro a la cal, para que no queden restos de ti junto a los que pueda llorar tu madre.
La abuela dice:
—¿Por qué vuelves con esa tartera? Podía traerla él mismo.
—Quiere más comida.
—¿Cómo que quiere más comida? Jesús bendito, ¿dónde lo mete?
—Se está cayendo de hambre en el horno de cal.
—¿Es que me estás tomando el pelo?
—Dice que le mandes una comida de cualquier clase.
—No se la mando. Ya le he mandado su comida.
—No la ha recibido.
—¿Que no? ¿Por qué no?
—Me la comí yo.
—¿Qué?
—Tenía hambre, la probé y no pude parar.
—Jesús, María y el santo San José.
Me da un coscorrón en la cabeza que me hace saltar las lágrimas. Me grita hecha una furia y da saltos por la cocina y me amenaza con llevarme a rastras ante el cura, ante el obispo, ante el propio Papa si viviera a la vuelta de la esquina. Corta rebanadas de pan, me amenaza con el cuchillo y prepara bocadillos de chicharrones con patatas frías.
—Lleva estos bocadillos a Bill Galvin, y si los miras aunque sea con el rabillo del ojo, te desuello.
Corre a decírselo a mamá, naturalmente, y ambas acuerdan que lo único que puedo hacer para expiar mi terrible pecado es llevar la comida a Bill Galvin sin sueldo durante quince días. Tengo que volver a llevarme la tartera a casa cada día, lo que me obliga a esperar a que termine, contemplando cómo se atiborra de comida, y él no es persona que te pregunte nunca si gustas.
Cada vez que voy a devolver la tartera, la abuela me hace arrodillarme ante la estatua del Sagrado Corazón y decirle que estoy arrepentido. Y todo esto por Bill Galvin, por un protestante.
—Soy una mártir de los pitillos —dice mamá—, y vuestro padre también.
En la casa puede faltar el té o el pan, pero mamá y papá siempre consiguen hacerse con los pitillos, con los Wild Woodbines. Tienen que fumarse los Woodbines por la mañana y siempre que toman té. Nos dicen todos los días que no debemos fumar nunca, que es malo para los pulmones, que es malo para el pecho, que nos impide crecer, pero ellos se sientan junto al fuego a echar humo.
—Como os vea algún día con un pitillo en la boca, os parto la cara —dice mamá.
Nos dicen que los cigarrillos pudren los dientes, y bien se echa de ver que no mienten. Los dientes se les ponen marrones y negros y se les caen uno a uno. Papá dice que tiene unos agujeros tan grandes en las muelas que un gorrión podría criar en ellos a su familia. Le quedan algunos dientes, pero se los hace sacar en el dispensario y pide una dentadura postiza. Cuando llega a casa con la dentadura nueva nos muestra su nueva gran sonrisa blanca que lo hace parecer un americano, y siempre que nos cuenta un cuento de miedo junto al fuego se saca la dentadura inferior hasta la nariz y nos da un susto de muerte. Mamá tiene tan mal los dientes que tiene que ir al hospital Barrington para que se los saquen todos de una vez, y vuelve a casa sujetándose en la boca un trapo lleno de sangre brillante. Tiene que pasar toda la noche sentada junto al fuego, porque cuando a uno le está manando sangre a borbotones de las encías uno no se puede acostar, porque se ahogará dormido. Dice que dejará de fumar para siempre cuando deje de sangrar, pero que ahora mismo necesita dar una calada a un pitillo para desahogarse. Dice a Malachy que vaya a la tienda de Kathleen O’Connell y le pregunte si puede darle cinco Woodbines fiados hasta que papá cobre el paro el jueves. Malachy es único para sacar pitillos fiados a Kathleen. Mamá dice que tiene encanto, y a mí me dice:
—No sirve de nada mandarte a ti con tu cara larga y con el aire raro de tu padre.
Cuando mamá deja de sangrar y se le curan las encías, vuelve al dispensario a recoger su dentadura postiza. Dice que dejará de fumar cuando se acostumbre a la dentadura nueva, pero no llega a dejarlo nunca. La dentadura nueva le roza las encías y se las irrita, y el humo de los Woodbines la alivia. Papá y ella se sientan junto al fuego, cuando lo hay, y se fuman sus cigarrillos, y cuando hablan les castañetean los dientes. Intentan contener el castañeteo moviendo la mandíbula hacia adelante y hacia atrás, pero sólo consiguen empeorarlo, y maldicen a los dentistas y a los que fabricaron las dentaduras en Dublín, y mientras los maldicen les castañetean los dientes. Papá asegura que esas dentaduras se fabricaron para los ricos de Dublín, pero que no encajaban bien, así que se las enviaron a los pobres de Limerick, a los que no les importa, porque cuando se es pobre tampoco se tiene gran cosa que masticar y hay que dar gracias de tener dientes en la boca, del tipo que sean. Cuando pasan mucho tiempo hablando se les irritan las encías y tienen que quitarse las dentaduras. Después, siguen hablando junto al fuego con las caras hundidas. Dejan todas las noches las dentaduras en la cocina, en tarros de mermelada llenos de agua. Malachy pregunta por qué, y papá le dice que así se limpian.
—No —dice mamá—, no se puede dormir con una dentadura postiza puesta, porque se te moverá, te ahogará y te quedarás muerto del todo.
Las dentaduras hacen que Malachy tenga que ir al hospital Barrington y que a mí me tengan que operar. Malachy me susurra en plena noche:
—¿Quieres que bajemos y nos probemos las dentaduras?
Las dentaduras son tan grandes que nos cuesta trabajo metérnoslas en la boca, pero Malachy no ceja. Se mete a la fuerza en la boca la dentadura superior de papá, y no puede volver a sacársela. Tiene los labios contraídos y la dentadura forma una gran sonrisa. Parece un monstruo de película y me hace reír, pero él se tira de la dentadura y gruñe, «uk, uk», y se le saltan las lágrimas. Cuanto más hace «uk, uk», más me río yo, hasta que papá grita desde el piso de arriba:
—¿Qué hacéis, niños?
Malachy se aparta de mí, sube corriendo las escaleras y yo oigo que papá y mamá se ríen a su vez hasta que se dan cuenta de que se puede ahogar con la dentadura. Los dos le meten los dedos en la boca para sacársela, pero Malachy se asusta y hace «uk, uk» con desesperación.
—Tendremos que llevarlo al hospital —dice mamá, y papá dice que él lo llevará.
Me manda ir con ellos por si el médico hace preguntas, pues yo soy mayor que Malachy y eso significa que debo haber sido el causante de todo. Papá corre por las calles con Malachy en brazos y yo intento seguir su paso. Me da pena ver a Malachy allí arriba, sobre el hombro de papá, mirándome, con lágrimas en las mejillas y con la dentadura de papá atascada en la boca. El médico del hospital Barrington dice: «No pasa nada». Vierte aceite en la boca de Malachy y le saca la dentadura en un momento. Después me mira a mí y dice a papá:
—¿Por qué está ese niño con la boca abierta?
—Es una costumbre suya —dice papá—, suele estar con la boca abierta.
—Ven aquí —dice el médico. Me mira dentro de la nariz, los oídos, la garganta, y me palpa el cuello.
—Las amígdalas —dice—. Las adenoides. Hay que extirpárselas. Cuanto antes mejor, pues si no cuando sea mayor parecerá idiota con esa boca abierta como una bota.
Al día siguiente, a Malachy le dan un trozo grande de toffee como premio por haberse metido en la boca una dentadura que no se pudo sacar, y yo tengo que ir al hospital para que me sometan a una operación que me hará cerrar la boca.
Un sábado por la mañana, mamá se termina el té y dice:
—Vas a bailar.
—¿A bailar? ¿Por qué?
—Tienes siete años, has hecho la Primera Comunión y ya es hora de que bailes. Te voy a llevar a las clases de danza irlandesa de la señora O’Connor, en la calle Catherine. Irás allí todos los sábados por la mañana, y así no estarás por las calles. Así no vagarás por todo Limerick con gamberros.
Me dice que me lave la cara sin olvidarme de las orejas y el cuello, que me peine, que me suene la nariz, que me quite ese aire de la cara (—¿Qué aire? —No importa, tú quítatelo), que me ponga los calcetines y mis zapatos de la Primera Comunión, que están destrozados, dice ella, porque yo no soy capaz de ver una lata o una piedra sin darles una patada. Ella está agotada de esperar en la cola de la Conferencia de San Vicente de Paúl para pedir botas de limosna para Malachy y para mí, y nosotros nos dedicamos a desgastar las punteras dando patadas.
—Tu padre dice que ninguna edad es demasiado temprana para que aprendáis las canciones y las danzas de vuestros antepasados.
—¿Qué es antepasados?
—No importa —dice—; vas a bailar.
Yo le pregunto cómo puedo morir por Irlanda si, además, tengo que cantar y bailar por Irlanda. Le pregunto por qué no dice nunca nadie: «Puedes comer dulces y faltar a la escuela e ir a bañarte por Irlanda».
—No te pases de listo o te caliento las orejas —dice mamá—. Cyril Benson baila —añade—. Está cubierto de medallas desde los hombros hasta las rodillas. Gana concursos por toda Irlanda, y está guapísimo vestido con su kilt de color azafrán. Es el orgullo de su madre, y lo sacan en el periódico cada dos por tres, y no cabe duda de que lleva a casa alguna que otra libra. No se le ve vagando por las calles y dando patadas a todo lo que ve hasta que se le salen de las botas los dedos de los pies: claro que no. Es un niño bueno que baila para su pobre madre.
Mamá moja una toalla vieja y me frota la cara hasta que me escuece, se envuelve el dedo con la toalla y me lo mete en los oídos y asegura que allí hay cera suficiente para cultivar patatas, me moja el pelo para que se alise, me dice que no sea quejica, que esas clases de baile le costarán seis peniques cada sábado, un dinero que yo podía haberme ganado llevando la comida a Bill Galvin y que bien sabía Dios que ella apenas se lo puede permitir.
—Ay, mamá —intento decirle—, no hace falta que me envíes a la academia de baile cuando podrías estarte fumando un buen Woodbine y tomándote una taza de té.
Pero ella dice:
—¡Qué listo eres! Vas a bailar aunque yo tenga que renunciar a los pitillos para siempre.
Si mis amigos me ven ir por la calle arrastrado por mi madre a una clase de danza irlandesa quedaré deshonrado para siempre. Opinan que está bien bailar fingiendo que uno es Fred Astaire, porque se puede saltar por toda la pantalla acompañado de Ginger Rogers. En la danza irlandesa no hay Ginger Rogers y no se pueden dar saltos de un lado a otro. Se pone uno firme con los brazos pegados al cuerpo y se dan patadas con las piernas para arriba y para los lados y no se sonríe nunca. Mi tío Pa Keating dice que a los bailarines irlandeses parece que les han metido una barra de acero por el culo, pero eso no se lo puedo decir a mamá: me mataría.
En casa de la señora O’Connor hay un gramófono que toca una jiga irlandesa o un reel, y hay niños y niñas que bailan dando patadas con las piernas y con los brazos pegados al cuerpo. La señora O’Connor es una mujer gorda y grande, y cuando quita el disco para enseñar los pasos le tiembla toda la grasa desde la barbilla hasta los tobillos, y yo me pregunto cómo puede enseñar a bailar. Se acerca a mi madre y dice:
—¿De manera que éste es el pequeño Frankie? Creo que aquí hay un bailarín en ciernes. Niños, niñas, ¿no hay aquí un bailarín en ciernes?
—Sí, señora O’Connor.
—He traído los seis peniques, señora O’Connor —dice mamá.
—Ah, sí, señora McCourt, espere un momento.
Va contoneándose hasta una mesa y vuelve con la cabeza de un negrito que tiene el pelo ensortijado, los ojos grandes, los labios rojos y enormes y la boca abierta. Me dice que meta la moneda de seis peniques en la boca y que saque la mano antes de que me muerda el negrito. Todos los niños y las niñas me miran con sonrisitas. Dejo caer los seis peniques y aparto la mano antes de que se cierre la boca de golpe. Todos se ríen, y sé que querían verme con la mano atrapada por la boca. La señora O’Connor jadea, se ríe y dice a mi madre:
—¿No es para troncharse de risa?
Mi madre dice que sí, que es para troncharse de risa. Me dice que me porte bien y que vuelva a casa sabiendo bailar.
Yo no quiero quedarme en este sitio donde la señora O’Connor no es capaz de tomar ella misma los seis peniques en vez de ponerme en peligro de perder la mano en la boca del negrito. No quiero quedarme en ese sitio donde hay que ponerse en fila con los niños y las niñas, erguid la espalda, pegad las manos a los costados, mirad al frente, no miréis abajo, moved los pies, moved los pies, mirad a Cyril, mirad a Cyril, y allí está Cyril, que lleva su kilt de color azafrán y todas sus medallas que tintinean, medallas por esto y medallas por lo otro, y todas las niñas quieren a Cyril y la señora O’Connor quiere a Cyril, pues ¿acaso no fue él quien la llevó a la fama, y no fue ella quien le enseñó hasta el último paso que sabe?, vamos, baila, Cyril, baila, ay, Jesús, flota por la habitación, es un ángel del cielo, y deja de fruncir el ceño, Frankie McCourt, o se te va a quedar la cara como una libra de callos, baila, Frankie, baila, levanta los pies, por el amor de Dios, undostrescuatrocincoseissiete undostrés y undostrés, Maura, ¿quieres ayudar a ese Frankie McCourt antes de que se le enreden los dos pies con la cabeza? Ayúdale, Maura.
Maura es una niña mayor, de unos diez años. Se acerca a mí bailando, con sus dientes blancos y su vestido de bailarina lleno de figuras doradas, amarillas y verdes que supuestamente se remontan a la antigüedad, y me dice «dame la mano, pequeño», y me hace girar por la habitación hasta que estoy mareado y quedando por idiota, sonrojándome y sintiéndome tonto hasta que me dan ganas de llorar, pero me salvo cuando acaba el disco y el gramófono hace «jus, jus».
—Ay, gracias, Maura —dice la señora O’Connor—, y la semana que viene, Cyril, puedes enseñar a Frankie algunos de los pasos que te han dado fama. Hasta la semana que viene, niños, y no olvidéis los seis peniques para el negrito.
Los niños y las niñas se marchan juntos. Yo bajo las escaleras solo y salgo solo por la puerta con la esperanza de que mis amigos no me vean acompañado de niños que llevan kilts y de niñas que tienen los dientes blancos y que llevan vestidos adornados de los viejos tiempos.
Mamá está tomando el té con Bridey Hannon, su amiga de la casa de al lado.
—¿Qué has aprendido? —dice mamá, y me hace bailar por la cocina, undostrescuatrocincoseissiete undostrés y undostrés. Se ríe a gusto con Bridey.
—No está mal para ser la primera clase. Dentro de un mes serás todo un Cyril Benson.
—Yo no quiero ser Cyril Benson. Quiero ser Fred Astaire.
Les da una risa histérica; con las carcajadas se les sale a chorros el té de la boca.
—Válgame Dios —dice Bridey—. Qué buen concepto tiene de sí mismo. Fred Astaire, ¿qué te parece?
Mamá dice que Fred Astaire iba a sus clases todos los sábados y que no se dedicaba a desgastar a patadas las punteras de sus botas, y que si quería ser como él tendría que ir a casa de la señora O’Connor todas las semanas.
El cuarto sábado por la mañana llama a nuestra puerta Billy Campbell.
—Señora McCourt, ¿puede salir Frankie a jugar con nosotros?
—No, Billy —le dice mamá—. Frankie va a su clase de baile.
Me espera al pie de la colina del Cuartel. Me pregunta por qué voy a bailar, me dice que todo el mundo sabe que bailar es cosa de mariquitas y que acabaré como Cyril Benson, con un kilt y lleno de medallas y bailando con niñas por todas partes. Me dice que antes de que me dé cuenta estaré sentado en la cocina haciendo calceta. Me dice que el baile me dejará inútil y que no podré practicar ningún deporte de balón, ni el fútbol, ni el rugby ni el mismísimo fútbol irlandés, porque el baile te enseña a correr como un mariquita y todos se reirán.
Le digo que he terminado con el baile, que llevo encima seis peniques que eran para meterlos en la boca del negrito de la señora O’Connor pero que en lugar de ello voy a ir al cine Lyric. Con seis peniques podremos entrar los dos y nos quedarán dos peniques para dos tabletas de toffee Cleeves, y lo pasamos en grande viendo Jinetes de la pradera.
Papá está sentado junto al fuego con mamá y me preguntan qué pasos he aprendido hoy y cómo se llaman. Ya les he enseñado El asedio de Ennis y Las murallas de Limerick, que son danzas de verdad. Ahora tengo que inventarme danzas y sus nombres. Mamá dice que no había oído hablar nunca de una danza que se llamase El asedio de Dingle, pero que si era eso lo que me habían enseñado, adelante, que lo bailase, y yo bailo por la cocina con los brazos pegados al costado inventándome la música, didli ay di ay di ay didli ay du yu du yu, mientras papá y mamá marcan el compás de mis pasos dando palmadas.
—Och —dice papá—, es una buena danza, y tú serás un gran bailarín irlandés, digno sucesor de los hombres que murieron por su patria.
—No ha sido gran cosa por seis peniques —dice mamá.
A la semana siguiente la película es de George Raft, y a la otra es una de vaqueros de George O’Brien. Después ponen una de James Cagney y no puedo invitar a Billy porque quiero comerme una tableta de chocolate con el toffee Cleeves, y cuando lo estoy pasando en grande siento de pronto un dolor terrible en la mandíbula y es que se me ha caído un diente de la encía porque se ha quedado pegado al toffee, y el dolor me está matando. Pero no puedo derrochar el toffee, de modo que aparto el diente, me lo meto en el bolsillo y mastico el toffee con el otro lado de la boca, con sangre y todo. Tengo dolor por un lado y toffee delicioso por el otro, y recuerdo lo que diría mi tío Pa Keating: «Hay veces en que uno no sabe si cagar o quedarse ciego».
Ahora tengo que volver a casa y que preocuparme, porque no se puede ir por el mundo con un diente de menos sin que se entere la madre de uno. Las madres lo saben todo, y ella siempre nos está mirando la boca para ver si tenemos algún tipo de enfermedad. Está allí, junto al fuego, y también está papá, y me hacen las preguntas de siempre, me preguntan qué danza he aprendido y cómo se llama. Yo les digo que he aprendido Las murallas de Cork y bailo por la cocina intentando tararear una melodía inventada y muriéndome del dolor del diente.
—Las murallas de Cork, y un cuerno, esa danza no existe —dice mamá, y papá me dice:
—Ven aquí. Ponte aquí, delante de mí. Dinos la verdad: ¿has ido hoy a la clase de baile?
Ya no puedo seguir diciendo mentiras porque el dolor de la encía me está matando y tengo sangre en la boca. Por otra parte, sé que lo saben todo, y ellos me lo están diciendo. Algún chico chivato de la academia de baile me vio entrar en el cine Lyric y lo contó, y la señora O’Connor envió una nota en la que decía que llevaba mucho tiempo sin verme y preguntaba si estaba enfermo, porque yo prometía mucho y podía seguir los pasos del gran Cyril Benson.
A papá no le importa lo de mi diente ni ninguna otra consideración. Dice que voy a confesarme y me lleva a rastras a la iglesia de los redentoristas, porque es sábado y confiesan durante todo el día. Me dice que soy un niño malo, que se avergüenza de mí por haber ido al cine en vez de aprender las danzas nacionales de Irlanda, la jiga, el reel, las danzas por las que lucharon y murieron los hombres y las mujeres durante todos esos siglos tristes. Dice que hubo muchos jóvenes que murieron ahorcados y que ahora yacen disueltos en un pozo de cal, a los que les gustaría levantarse y bailar la danza irlandesa.
El cura es viejo y yo tengo que decirle mis pecados a voces, y él me dice que soy un gamberro por haberme ido al cine en vez de ir a mis clases de baile, aunque él particularmente opina que el baile es peligroso, casi tan malo como el cine, que inspira pensamientos pecaminosos por sí mismos, pero dice que aunque el baile sea una abominación yo pequé por haberme quedado con los seis peniques de mi madre y por haber mentido, y que en el infierno hay un rincón ardiente para los que son como yo, reza un misterio del Rosario y pide perdón a Dios, porque estás bailando en las puertas del mismo infierno, niño.
Tengo siete años, ocho, nueve para cumplir diez, y papá sigue sin tener trabajo. Se toma el té por la mañana, firma el paro en la oficina de empleo, lee los periódicos en la biblioteca Carnegie, sale a darse sus largos paseos por el campo. Cuando encuentra trabajo en la Compañía de Cementos de Limerick o en la Fábrica de Harinas de Rank, lo pierde en la tercera semana. Lo pierde porque se va a las tabernas el tercer viernes del trabajo, se bebe todo el sueldo y falta a la media jornada de trabajo de la mañana del sábado.
—¿Por qué no puede ser como los otros hombres de los callejones de Limerick? —se pregunta mi madre—. Vuelven a casa antes de que toquen al ángelus a las seis, entregan su sueldo, se cambian de camisa, se toman el té, piden unos cuantos chelines a su mujer y se marchan a la taberna a tomarse una pinta o dos.
Mamá dice a Bridey Hannon que papá no puede ser así y que no será así. Dice que es un puñetero imbécil total, que se dedica a ir a las tabernas y a invitar a otros hombres a tomar pintas, mientras sus propios hijos están en casa con la tripa pegada al espinazo por no haber comido como Dios manda. Presume ante todo el mundo de que hizo su parte por Irlanda cuando no era popular ni ventajoso hacerlo, de que morirá con gusto por Irlanda cuando llegue el momento, dice que lamenta tener sólo una vida que dar por este pobre país desventurado, y que si alguien no está de acuerdo puede salir a la calle con él para dejar resuelta la cuestión de una vez por todas.
—Ah, no —dice mamá—, todos están de acuerdo con él y nadie quiere salir a la calle de entre esa pandilla de gitanos, de traperos y de resentidos que andan por las tabernas. Le dicen que es una gran persona aunque sea del Norte, y que sería un honor para ellos aceptar una pinta de un patriota como él. Sabe Dios que no sé qué voy a hacer —sigue diciendo mamá a Bridey—. El paro son diecinueve chelines y seis peniques por semana, el alquiler son seis chelines y seis peniques, y después de pagarlo nos quedan trece chelines para dar de comer y de vestir a cinco personas y para calentarnos en el invierno.
Bridey da una calada a su Woodbine, se bebe el té y declara que Dios es bueno. Mamá dice que está segura de que Dios es bueno para alguien en alguna parte, pero que no se ha dejado caer últimamente por los callejones de Limerick.
—Ay, Ángela, puedes ir al infierno por decir una cosa así —dice Bridey, riéndose, y mamá responde:
—¿Es que no estoy ya en él, Bridey?
Y se ríen y se beben su té y se fuman sus Woodbines y se dicen la una a la otra que el pitillo es el único consuelo que tienen.
Lo es.
Quigley el Preguntas me dice que tengo que ir a la iglesia de los redentoristas el viernes a afiliarme a la división infantil de la Archicofradía. Hay que afiliarse. Uno no se puede negar. Todos los niños de los callejones y de las callejas cuyo padre está en paro o trabaja de obrero manual tienen que afiliarse.
—Tu padre es un forastero del Norte —dice «el Preguntas»—, y él no cuenta, pero tú tienes que afiliarte.
Todo el mundo sabe que Limerick es la ciudad más santa de Irlanda porque tiene la Archicofradía de la Sagrada Familia, que es la hermandad religiosa más grande del mundo. Cualquier ciudad puede tener una Cofradía, pero sólo la de Limerick es «archi».
Nuestra Cofradía llena la iglesia de los redentoristas cinco noches cada semana: tres noches para los hombres, una para las mujeres y una para los niños. Hay una Exposición y se entonan cánticos en inglés, en irlandés y en latín, y después viene lo mejor de todo, el sermón largo e intenso que hace célebres a los sacerdotes redentoristas. Es el sermón que salva a millones de chinos y otros paganos de acabar en el infierno con los protestantes.
«El Preguntas» dice que hay que afiliarse a la Cofradía para que la madre de uno pueda decirlo en la Conferencia de San Vicente de Paúl y sepan allí que eres un buen católico. Dice que su padre es un miembro leal y que así fue como consiguió un buen trabajo, con derecho a pensión, de limpiador de retretes en la estación de ferrocarril, y que cuando él sea mayor también conseguirá un buen trabajo, a no ser que se escape de su casa y se aliste en la Policía Montada del Canadá para poder cantar «Te llamaré, uh, uh, uh», como cantaba Nelson Eddy a Jeannette MacDonald mientras ésta expiraba de tisis en el sofá. Si me lleva a la Cofradía, el hombre de la oficina anotará su nombre en un gran libro, y algún día podrán ascenderlo a prefecto de una sección, que es lo que más desea en la vida después de llevar el uniforme de la Policía Montada.
Un prefecto es el jefe de una sección compuesta por treinta niños que viven en calles y en callejones próximos entre sí. Cada sección lleva el nombre de un santo, cuya imagen aparece pintada en un escudo que está en lo alto de una vara que se pone junto al asiento del prefecto. El prefecto y su ayudante observan las faltas de asistencia y nos vigilan para poder darnos un capón si nos reímos durante la Exposición o si cometemos cualquier otro sacrilegio. Si faltas una noche, el hombre de la oficina te pregunta por qué, te pregunta si te estás distanciando de la Cofradía, o puede decir al otro hombre de la oficina: «Creo que este amiguito nuestro ha aceptado la sopa». Esto es lo peor que se puede decir a cualquier católico de Limerick o de cualquier parte de Irlanda, por lo que pasó en la Gran Hambre. Si faltas dos veces, el hombre de la oficina te envía un papel amarillo, que es una citación para que te presentes y te expliques, y si faltas tres veces envía a la Patrulla, que son cinco o seis niños mayores de tu misma sección, que recorren las calles para asegurarse de que no te estás divirtiendo cuando deberías estar de rodillas en la Cofradía rezando por los chinos y por otras almas perdidas. La Patrulla va a tu casa y dice a tu madre que tu alma inmortal está en peligro. Algunas madres se preocupan, pero otras les dicen: «Largaos de esta puerta o salgo y os doy una buena coz a cada uno en el ojo del culo». Éstas no son buenas madres de cofrades, y el director dirá que debemos rezar por ellas para que comprendan lo equivocadas que están.
Lo peor de todo es recibir la visita del director de la Cofradía en persona, el padre Gorey. Se pone en lo más alto del callejón y ruge, con la voz que convirtió a millones de chinos:
—¿Dónde está la casa de Frank McCourt?
Ruge así aunque lleve tu dirección en el bolsillo y sepa muy bien dónde vives. Ruge porque quiere que todo el mundo sepa que te estás distanciando de la Cofradía y que estás poniendo en peligro tu alma inmortal. Las madres se quedan aterrorizadas y los padres susurran: «Di que no estoy, di que no estoy», y se aseguran de que vuelves a asistir a la Cofradía desde ese momento para que ellos no queden deshonrados y avergonzados por completo ante los vecinos, que murmurarán tapándose la boca con las manos.
«El Preguntas» me lleva a la sección de San Finbar, y el prefecto me dice:
—Siéntate allí y cállate.
Se llama Declan Collopy, tiene catorce años y tiene en la frente unos bultos que parecen cuernos. Tiene las cejas gruesas y pelirrojas, unidas en el centro y que le cuelgan sobre los ojos, y los brazos le llegan hasta las rodillas. Me dice que quiere conseguir que ésta sea la mejor sección de la Cofradía, y que si falto alguna vez, me partirá el culo y enviará los pedazos a mi madre. La falta no tiene excusa, porque hubo en otra sección un niño que se estaba muriendo, pero aun así lo trajeron en camilla.
—Si faltas alguna vez, más te vale que sea por defunción —dice—; no por defunción de un pariente, sino por la tuya. ¿Entendido?
—Sí, Declan.
Los niños de mi sección me dicen que los prefectos reciben recompensas cuando no tienen ninguna falta de asistencia. Declan quiere dejar la escuela en cuanto pueda y conseguir un trabajo de vendedor de linóleo en los almacenes Cannock de la calle Patrick. Su tío Foncey trabajó allí varios años vendiendo linóleo y ganó el dinero suficiente para abrir su propia tienda en Dublín, donde tiene a sus tres hijos de vendedores de linóleo. El padre Gorey, el director, puede conseguir con facilidad para Declan la recompensa de un empleo en los almacenes Cannock si él es un buen prefecto y no tiene ninguna falta de asistencia en su sección, y por eso Declan nos destrozará si faltamos.
—Nadie se interpondrá entre el linóleo y yo —nos dice.
Declan aprecia a Quigley el Preguntas y le permite faltar algún viernes por la noche porque «el Preguntas» le dijo:
—Declan, cuando sea mayor y me case voy a poner linóleo en toda mi casa y te lo compraré todo a ti.
Otros niños de la sección intentan este truco con Declan, pero él les dice:
—Que os den por culo; podréis daros por contentos de tener un orinal para mear, mucho menos metros de linóleo.
Papá dice que cuando tenía mi edad en Toome ayudó a misa durante varios años, y que ya es hora de que yo sea monaguillo.
—¿Cómo va a serlo? El niño no tiene ropa adecuada para ir a la escuela, cuánto menos para ayudar a misa —dice mamá, pero papá dice que la vestimenta de monaguillo me tapará la ropa, y ella dice que tampoco tenemos dinero para la vestimenta y para lavarla, pues hay que lavarla cada semana.
Él dice que Dios proveerá, y me hace arrodillarme en el suelo de la cocina. Él hace el papel del sacerdote, pues se sabe toda la misa de memoria, y yo tengo que aprenderme las respuestas. Él dice Introibo ad altare Dei y yo tengo que decir Ad Deum qui laetificat juventutem meam.
Todas las noches, después de tomar el té, me arrodillo para practicar el latín y él no me deja moverme hasta que lo digo perfectamente. Mamá dice que podría dejarme que me sentara, al menos, pero él dice que el latín es sagrado y que debe aprenderse y recitarse de rodillas. Nadie verá al Papa sentado y tomándose un té mientras recita el latín.
El latín es difícil y yo tengo las rodillas irritadas y llenas de costras y me gustaría salir al callejón a jugar, aunque también me gustaría ser monaguillo y ayudar al sacerdote a vestirse en la sacristía, salir al altar ataviado con mi vestimenta roja y blanca como mi amigo Jimmy Clark, responder al sacerdote en latín, pasar el libro grande de un lado del tabernáculo al otro, verter agua y vino en el cáliz, verter agua en las manos del sacerdote, tocar la campanilla en la Consagración, arrodillarme, inclinarme, balancear el incensario en la Exposición, sentarme a un lado con las palmas de las manos en las rodillas, muy serio, mientras él pronuncia el sermón, y que todos los fieles de San José me miren y admiren mi manera de actuar.
Al cabo de quince días ya me sé de memoria la misa y ha llegado el momento de ir a San José a hablar con el sacristán, Stephen Carey, que se encarga de los monaguillos. Papá me limpia las botas, mamá me remienda los calcetines y echa al fuego otro trozo de carbón para calentar la plancha y plancharme la camisa. Hierve agua para restregarme la cabeza, el cuello, las manos, las rodillas y hasta el último centímetro cuadrado visible de mi piel. Me restriega hasta que me arde la piel, y dice a papá que no querría que el mundo pudiera decir que su hijo subió sucio al altar. Se lamenta de que yo tenga las rodillas llenas de costras porque estoy siempre corriendo, dando patadas a las latas y cayéndome, imaginándome que soy el mejor futbolista del mundo. Se lamenta de no tener en casa ni una gota de brillantina, pero dice que la saliva y el agua me alisarán el pelo e impedirán que se ponga de punta como la paja negra de un jergón. Me advierte que hable fuerte cuando esté en San José y que no murmure entre dientes, ni en inglés ni en latín.
—Es una gran pena que se te quedara pequeño el traje de Primera Comunión —dice—, pero no tienes nada de qué avergonzarte, vienes de buena casta, de los McCourt, de los Sheehan, o de la familia de mi madre, los Guilfoyle, que tenían muchos acres de tierra en el condado de Limerick hasta que los ingleses se los quitaron y se los dieron a bandoleros de Londres.
Papá me lleva de la mano por las calles y la gente se vuelve para mirarnos porque vamos intercambiando frases en latín. Llama a la puerta de la sacristía y dice a Stephen Carey:
—Éste es mi hijo Frank, que se sabe el latín y que está preparado para ser monaguillo.
Stephen Carey le dirige una mirada y después me mira a mí.
—No tenemos sitio para él —dice, y cierra la puerta.
Papá sigue llevándome de la mano, y me la aprieta hasta que me duele y me dan ganas de gritar. Por el camino de vuelta a casa no dice nada. Se quita la gorra, se sienta junto al fuego y enciende un Woodbine. Mamá también está fumando.
—¿Qué hay? —pregunta ella—. ¿Va a ser monaguillo?
—No hay sitio para él.
—Ah —dice ella, y da una calada a su Woodbine—. Te diré lo que pasa. Es la diferencia de clases. No quieren que suban al altar niños de los callejones. No quieren a los que tienen las rodillas llenas de costras y el pelo de punta. Ah, no, quieren a los niños bonitos que llevan brillantina y zapatos nuevos, cuyos padres llevan traje y corbata y tienen trabajo fijo. Eso es lo que pasa, y es difícil seguir fieles a la Fe con tanto clasismo como tienen dentro.
—Och, sí.
—Oh, och, sí, y una mierda. Nunca dices otra cosa. Puedes ir a hablar con el cura y a decirle que tienes un hijo con la cabeza llena de latín y que por qué no puede ser monaguillo, y que qué va a hacer con todo ese latín.
—Och, puede llegar a sacerdote de mayor.
Yo pregunto a papá si puedo salir a jugar.
—Sí —dice—, sal a jugar.
—Ya da lo mismo —dice mamá.