El maestro dice que ha llegado el momento de que nos preparemos para la Primera Confesión y para la Primera Comunión, de que nos aprendamos y recordemos todas las preguntas y todas las respuestas del catecismo, de que nos convirtamos en buenos católicos, de que sepamos distinguir el bien del mal, de que muramos por la Fe si hace falta.
El maestro dice que morir por la Fe es una cosa gloriosa, y papá dice que morir por Irlanda es una cosa gloriosa, y yo me pregunto si hay en el mundo alguien que quiera que vivamos. Mis hermanos han muerto y mi hermana ha muerto, y yo pregunto si murieron por Irlanda o por la Fe. Papá dice que eran demasiado pequeños para morir por algo. Mamá dice que murieron de enfermedades y de hambre y de que él nunca tiene trabajo. Papá dice: «Och, Ángela», se pone la gorra y sale a dar un largo paseo.
El maestro dice que debemos llevar tres peniques cada uno para comprar el catecismo de la Primera Comunión, de tapas verdes. El catecismo contiene todas las preguntas y todas las respuestas que debemos sabernos de memoria para poder recibir la Primera Comunión. Los chicos mayores del quinto curso tienen el catecismo de la Confirmación, más gordo, con tapas rojas, que cuesta seis peniques.
A mí me encantaría ser mayor e importante y pasearme con el catecismo rojo de la Confirmación, pero no creo que llegue a vivir tanto tiempo, en vista de que todos esperan que muera por esto o aquello. Me gustaría preguntar por qué hay tantas personas mayores que no han muerto por Irlanda ni por la Fe, pero sé que si haces una pregunta así te dan un capón o te mandan a jugar.
Me viene muy bien vivir a la vuelta de la esquina de la casa de Mikey Molloy. Tiene once años, sufre ataques y cuando no está delante lo llamamos Molloy el Ataques. La gente del callejón dicen que el ataque es una lacra, y ahora ya sé lo que significa lacra. Mickey lo sabe todo, porque ve visiones cuando tiene los ataques y porque lee libros. Es el experto del callejón en el tema de los Cuerpos de las Chicas y de las Cochinadas en General, y me promete:
—Te lo contaré todo, Frankie, cuando tengas once años como yo y no seas tan estúpido ni tan ignorante.
Me alegro de que diga «Frankie», porque así sé que me está hablando a mí, pues es bizco y nunca se sabe a quién está mirando. Si está hablando a Malachy y yo creo que me está hablando a mí, puede ponerse furioso y puede sufrir un ataque que lo deje sin sentido. Dice que ser bizco es un don, porque eres como un dios que mira en dos sentidos a la vez, y que en tiempos de la antigua Roma el que era bizco no tenía problemas para encontrar un buen trabajo. Si miras los retratos de los emperadores romanos, verás que siempre tienen bastante aire de bizcos. Cuando no tiene el ataque se sienta en el suelo, en lo alto del callejón, a leer los libros de la biblioteca Carnegie que lleva a casa su padre.
—Libros, libros, libros —dice su madre—, se está estropeando los ojos de tanto leer, tiene que operarse para enderezarlos, pero ¿quién va a pagar la operación?
Le dice que si sigue forzándose los ojos se le acabarán juntando hasta que sólo tenga un ojo en el centro de la cara. Desde entonces, su padre lo llama Cíclope, que es un personaje de un cuento griego.
Nora Molloy conoce a mi madre de las colas de la Conferencia de San Vicente de Paúl. Dice a mamá que Mikey tiene más sentido común que doce hombres bebiendo pintas en una taberna. Se sabe los nombres de todos los Papas desde San Pedro hasta Pío XI. Sólo tiene once años pero es un hombre, vaya si lo es. Muchas semanas salva a la familia del hambre pura. Pide prestada una carretilla a Aidan Farrell y llama a las puertas de todo Limerick preguntando si alguien quiere que le sirvan carbón o turba, y baja por la carretera del Muelle para volver con grandes sacos de cincuenta kilos o más. Hace recados a los viejos impedidos, y si no tienen un penique que darle, se contenta con una oración.
Cuando gana un poco de dinero se lo da a su madre, que quiere mucho a su Mikey. Él es su todo, la sangre de sus venas, su corazón, y si le pasara algo bien podían meterla en el manicomio y tirar la llave.
El padre de Mikey, Peter, es un gran campeón. Gana apuestas en las tabernas bebiéndose más pintas que nadie. Lo único que tiene que hacer es salir al retrete, meterse el dedo en la garganta y devolverlo todo para volver a empezar otra ronda. Peter es un campeón de tal categoría que es capaz de vomitar en el retrete sin usar el dedo. Es un campeón de tal categoría que aunque le cortasen los dedos él seguiría tan tranquilo. Gana dinero, pero no lo lleva a su casa. A veces hace como mi padre y se bebe también el dinero del paro, y por eso suelen tener que llevarse a Nora Molloy al manicomio, enloquecida de tanto preocuparse por su familia desnutrida y hambrienta. Sabe que mientras estás en el manicomio estás protegida del mundo y de sus padecimientos, no puedes hacer nada, estás protegida y no sirve de nada que te preocupes. Es bien sabido que a los locos hay que llevarlos al manicomio a la fuerza, pero ella es la única a la que tienen que sacar a la fuerza del manicomio para hacerla volver con sus cinco hijos y con el campeón de todos los bebedores de pintas.
Se sabe que Nora Molloy está a punto de ir al manicomio cuando se ve a sus hijos corretear por ahí blancos de harina de la cabeza a los pies. Eso sucede cuando Peter se bebe el dinero del paro y la deja desesperada y ella sabe que vendrán los hombres del manicomio a llevársela. Se sabe que está dentro de su casa haciendo pan frenéticamente. Quiere estar segura de que los niños no se morirán de hambre mientras ella no esté, y recorre todo Limerick pidiendo harina. Acude a los sacerdotes, a las monjas, a los protestantes, a los cuáqueros. Va a la Fábrica de Harina Rank y pide que le den las barreduras del suelo. Hace pan día y noche. Peter le suplica que lo deje pero ella le grita: «¡Esto es lo que pasa por beberte el paro!». Él le dice que el pan se pondrá duro. Es inútil hablar con ella. Hacer pan, hacer pan, hacer pan. Si tuviera dinero suficiente convertiría en pan toda la harina de Limerick y de las comarcas próximas. Si no vinieran los hombres del manicomio para llevársela, seguiría haciendo pan hasta caerse redonda.
Los niños se atiborran tanto de pan que los vecinos del callejón dicen que parecen hogazas. Pero el pan se pone duro, y a Mikey lo fastidia tanto esa pérdida que habla con una mujer rica que tiene un libro de cocina y ella le dice que prepare pudin de pan. Cuece el pan duro con agua y leche cortada y le añade una taza de azúcar, y a sus hermanos les encanta, aunque no coman otra cosa en los quince días que pasa su madre en el manicomio.
—¿Se la llevan porque se ha vuelto loca de tanto hacer pan, o se vuelve loca de tanto hacer pan porque se la llevan? —pregunta mi padre.
Nora vuelve a casa tan tranquila como si viniera de la playa. Siempre pregunta:
—¿Dónde está Mikey? ¿Está vivo?
Se preocupa por Mikey porque es un católico incompleto, y si tuviera un ataque y se muriera, ¿quién sabe adónde iría a parar en la otra vida? Es un católico incompleto porque no pudo recibir la Primera Comunión por miedo a ponerle en la lengua algo que pudiese provocarle un ataque y ahogarlo. El maestro lo intentó una y otra vez con pedazos del Limerick Leader, pero Mikey los escupía siempre, hasta que el maestro se puso furioso y lo envió al sacerdote, quien escribió al obispo, quien dijo: «No me molesten, ocúpense ustedes». El maestro envió a casa de Mikey una nota en la que decía que éste debía recibir la Comunión con su padre o con su madre, pero ni siquiera éstos fueron capaces de hacerle tragar un trozo del Limerick Leader en forma de hostia. Lo intentaron incluso con un trozo de pan en forma de hostia con mermelada, y fue inútil. El sacerdote dice a la señora Molloy que no se preocupe. Dios obra por caminos misteriosos para hacer Sus maravillas, y sin duda tiene un propósito especial para Mikey, aun con sus ataques y todo.
—¿No es extraordinario que sea capaz de tragarse dulces y bollos de todas clases, pero que le dé un ataque si tiene que tragarse el cuerpo de Nuestro Señor? ¿No es extraordinario? —dice su madre.
Le preocupa que a Mikey le dé el ataque y se muera y se vaya al infierno si tiene en el alma algún tipo de pecado, aunque todo el mundo sabe que es un ángel del cielo. Mikey le dice que Dios no te va a enviar la lacra de los ataques para encima mandarte después al infierno de una patada. ¿Qué Dios sería el que hiciera una cosa así?
—¿Estás seguro, Mikey?
—Sí. Lo he leído en un libro.
Se sienta bajo la farola de lo más alto del callejón y se ríe recordando el día de su Primera Comunión, que fue un camelo, él no podía tragarse la hostia, pero ¿acaso impidió eso que su madre lo pasease por Limerick con su trajecito negro para que hiciera la Colecta? Dijo a Mikey:
—Bueno, yo no miento, claro que no. Lo único que digo a los vecinos es: «Aquí está Mikey con su traje de Primera Comunión». No digo otra cosa, cuidado. «Aquí está Mikey». Si ellos se creen que tú te has tragado la Primera Comunión, ¿quién soy yo para llevarles la contraria y para quitarles la ilusión?
El padre de Mikey dijo:
—No te preocupes, Cíclope. Tienes un montón de tiempo por delante. Jesús no fue un católico incompleto hasta que tomó el pan y el vino en la última Cena, y él tenía treinta y tres años.
—¿Quieres dejar de llamarlo Cíclope? —dijo Nora Molloy—. Tiene dos ojos en la cara y no es griego.
Pero el padre de Mikey, campeón de los bebedores de pintas, es como mi tío Pa Keating: le importa un pedo de violinista lo que diga el mundo, y así me gustaría ser a mí.
Mikey me explica que lo mejor de la Primera Comunión es la Colecta. Tu madre te tiene que conseguir de algún modo un traje nuevo para poder exhibirte ante los vecinos y los parientes, y éstos te dan dulces y dinero y puedes ir al cine Lyric a ver a Charlie Chaplin.
—¿Y por qué no a James Cagney?
—Déjate de James Cagney. Bobadas. Como Charlie Chaplin no hay ninguno. Pero tienes que ir a la Colecta con tu madre. Las personas mayores de Limerick no están dispuestas a dar dinero a cualquier fulano que se presente vestido de Primera Comunión sin su madre.
Mikey recogió más de cinco chelines el día de su Primera Comunión, y se comió tantos dulces y bollos que vomitó en el cine Lyric y Frank Goggin, el acomodador, lo echó a la calle. Dice que no le importó, porque le quedaba dinero y fue el mismo día al cine Savoy a ver una película de piratas y comió chocolate Cadbury y bebió gaseosa hasta que tenía un kilómetro de tripa. Está impaciente porque le llegue el día de la Confirmación, porque entonces eres mayor, haces otra Colecta y te dan más dinero que en la Primera Comunión. Irá al cine el resto de su vida, se sentará junto a las chicas de los callejones y hará cochinadas como un experto. Quiere a su madre, pero no se casará nunca por miedo a tener una mujer a la que estén ingresando en el manicomio cada poco tiempo. ¿De qué sirve casarse cuando te puedes sentar en el cine y hacer cochinadas con chicas de los callejones a las que no les importa lo que hacen porque ya lo hicieron con sus hermanos? Si no te casas, no tendrás en tu casa niños que te piden a gritos té y pan y que jadean cuando tienen un ataque y que tienen ojos que apuntan a todas partes. Cuando sea mayor irá a la taberna como su padre, beberá pintas a discreción, se meterá el dedo en la garganta para devolverlo todo, se beberá más pintas, ganará las apuestas y llevará el dinero a su madre para que no se vuelva loca. Dice que es un católico incompleto, lo que significa que está condenado, de modo que puede hacer lo que le dé la puñetera gana.
—Ya te contaré más cosas cuando te hagas mayor, Frankie —dice—. Ahora eres demasiado pequeño y no sabes nada de nada.
El maestro, el señor Benson, es muy viejo. Nos da voces y nos llena de saliva continuamente. Los chicos que se sientan en la primera fila confían en que no tenga enfermedades, pues las enfermedades se transmiten todas por la saliva, y puede estar esparciendo la tisis a diestro y siniestro. Nos dice que tenemos que sabernos el catecismo del derecho, del revés y de lado. Tenemos que sabernos los Diez Mandamientos, las Siete Virtudes, las teologales y las morales, los Siete Sacramentos, los Siete Pecados Capitales. Tenemos que sabernos de memoria todas las oraciones: el Avemaria, el Padrenuestro, el Yo Pecador, el Credo, el Acto de Contrición, la Letanía de la Virgen María. Tenemos que sabérnoslas en irlandés y en inglés, y si se nos olvida una palabra irlandesa y la decimos en inglés, el maestro se pone furioso y nos pega con la vara. Si de él dependiera, aprenderíamos nuestra religión en latín, la lengua de los santos, que vivían en comunión íntima con Dios y con Su Santa Madre, la lengua de los primeros cristianos, que se refugiaban en las catacumbas y que salían para morir en el potro y por la espada, que expiraban en las fauces babeantes del león hambriento. El irlandés está bien para los patriotas; el inglés, para los traidores y para los delatores, pero es el latín el que nos franquea la entrada del mismísimo cielo. En latín rezaban los mártires cuando los bárbaros les arrancaban las uñas y los despellejaban a tiras. Dice que somos una deshonra para Irlanda y su larga y triste historia, que estaríamos mejor en el África rezando a un arbusto o a un árbol. Nos dice que somos un caso perdido, la peor clase de preparación para la Primera Comunión que ha tenido en su vida, pero que, como hay Dios, él nos convertirá en católicos, nos quitará a golpes la pereza y nos meterá a golpes la Gracia Santificante.
Brendan Quigley levanta la mano. Lo llamamos Quigley el Preguntas, porque siempre está haciendo preguntas. No se puede contener.
—Señor, ¿qué es la Gracia Santificante? —pregunta.
El maestro levanta los ojos al cielo. Va a matar a Quigley. En vez de ello, le ladra:
—No te preocupes de lo que es la Gracia Santificante, Quigley. A ti no te importa. Estás aquí para aprenderte el catecismo y para hacer lo que te mandan. No estás aquí para hacer preguntas. Hay demasiada gente que va por el mundo haciendo preguntas, y por eso estamos como estamos, y si algún niño de esta clase hace preguntas no respondo de mis actos. ¿Me has oído, Quigley?
—Sí.
—Sí, ¿y qué más?
—Sí, señor.
Sigue con su discurso.
—En esta clase hay niños que no conocerán nunca la Gracia Santificante. ¿Por qué? Por la codicia. Los he oído hablar fuera, en el patio del colegio, del día de la Primera Comunión, del día más feliz de vuestras vidas. ¿Y hablaban de que iban a recibir el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor? No. Ésos pequeños sinvergüenzas llenos de codicia hablan del dinero que les darán, de la Colecta. Irán de casa en casa con sus trajecitos haciendo la Colecta como mendigos. ¿Y apartarán algo de ese dinero para enviárselo a los negritos del África? ¿Se acordarán de esos paganitos condenados para siempre por no haber recibido el bautismo y el conocimiento de la Fe verdadera? ¿De esos negritos que no han podido conocer el Cuerpo Místico de Cristo? El limbo está abarrotado de negritos que vuelan de un lado a otro y lloran llamando a sus madres porque nunca serán recibidos en la presencia inefable de Nuestro Señor y en la compañía gloriosa de los santos, los mártires, las vírgenes. Oh, no. Donde corren nuestros niños tras su Primera Comunión es a los cines, para revolcarse en el fango que vomitan por todo el mundo los esbirros del diablo desde Hollywood. ¿Verdad, McCourt?
—Sí, señor.
Quigley el Preguntas vuelve a levantar la mano. Los demás nos intercambiamos miradas y nos preguntamos si es que quiere suicidarse.
—¿Qué son los esbirros, señor?
Al maestro se le pone la cara blanca primero, roja después. La boca se le contrae, se le abre y le vuela la saliva a todas partes. Se acerca al «Preguntas» y lo arranca de su asiento. Resopla, tartamudea y la saliva le vuela por toda el aula. Pega al «Preguntas» con la vara en los hombros, en el trasero, en las piernas. Lo agarra del cuello y lo arrastra hasta el frente del aula.
—Mirad a este ejemplar —ruge.
«El Preguntas» está temblando y llorando.
—Lo siento, señor.
—Lo siento, señor —dice el maestro, burlándose de él—. ¿Qué es lo que sientes?
—Siento haberle preguntado. No volveré a hacerle ninguna pregunta, señor.
—El día que la hagas, Quigley, será el día en que desearás que Dios te acoja en Su seno. ¿Qué desearás, Quigley?
—Que Dios me acoja en Su seno, señor.
—Vuelve a tu asiento, omadhaun, poltrón, criatura del fondo oscuro de un pantano.
Se sienta dejando la vara ante sí, sobre la mesa. Dice al «Preguntas» que deje de lloriquear y que sea hombre. Si vuelve a oír a un solo niño de la clase hacer preguntas necias o hablar de la Colecta, azotará a ese niño hasta que corra la sangre.
—¿Qué haré, niños?
—Azotar al niño, señor.
—¿Hasta…?
—Hasta que corra la sangre, señor.
—Y bien, Clohessy, ¿cuál es el sexto mandamiento?
—No cometerás adulterios.
—No cometerás adulterios, ¿y qué más?
—No cometerás adulterios, señor.
—Y ¿qué quiere decir adulterios, Clohessy?
—Pensamientos impuros, palabras impuras, actos impuros, señor.
—Bien, Clohessy. Eres un buen muchacho. Puede que seas algo lento y olvidadizo a la hora de decir «señor» y puede que no tengas zapatos, pero dominas el sexto mandamiento, y así te mantendrás puro.
Paddy Clohessy no lleva zapatos, su madre le afeita la cabeza para que no tenga piojos, tiene los ojos rojos y la nariz llena siempre de mocos. Las llagas que tiene en las rodillas no se le curan nunca porque se levanta las costras y se las mete en la boca. Sus ropas son trapos que tiene que compartir con sus seis hermanos y con una hermana, y cuando llega a la escuela con la nariz llena de sangre o con un ojo morado se sabe que se ha peleado por la ropa esa mañana. Odia la escuela. Tiene siete años para cumplir ocho, es el mayor de la clase en tamaño y en edad, y espera con impaciencia crecer y tener catorce años para escaparse de casa, decir que tiene diecisiete años y alistarse en el ejército inglés e ir a la India, donde se está a gusto y hace calor, y vivirá en una tienda de campaña con una chica de piel oscura que tendrá un punto rojo en la frente, y él estará allí acostado comiendo higos, eso es lo que comen en la India, higos, y ella guisará el curry día y noche y tocará el ukelele, y cuando tenga dinero suficiente hará venir a toda su familia y todos vivirán en la tienda de campaña, sobre todo su pobre padre, que está en su casa echando grandes esputos de sangre cuando tose, por la tisis. Cuando mi madre ye a Paddy por la calle, dice:
—Wisha, mirad ese pobre niño. Es un esqueleto con trapos, y si hicieran una película sobre el hambre, seguro que lo sacaban en primera fila.
Creo que Paddy me aprecia por lo de la pasa, y yo me siento un poco culpable porque no fui demasiado generoso en un primer momento. El señor Benson, el maestro, dijo que el gobierno iba a darnos almuerzos gratuitos para que no tuviésemos que volver a casa con el tiempo helado. Nos hizo bajar a una sala fría en las mazmorras de la Escuela Leamy, donde la asistenta, Nellie Ahearn, repartía media pinta de leche y un bollo de pasas a cada uno. La leche estaba helada en las botellas y teníamos que descongelarla metiéndonosla entre las piernas. Los niños hacían bromas y decían que se nos iban a helar las pililas y se nos iban a caer, y el maestro rugió:
—Como vuelva a oír hablar así a alguno, voy a calentaros las botellas en el cogote.
Todos buscamos las pasas en nuestros bollos, pero Nellie dijo que se habían debido de olvidar de meterlas y que se lo preguntaría al hombre que los traía. Volvíamos a buscarlas cada día, hasta que al fin yo encontré una pasa en mi bollo y la mostré a todos. Los otros chicos empezaron a quejarse y a decir que querían una pasa, y Nellie dijo que no era culpa suya y que volvería a preguntarle al hombre. Los otros chicos empezaron a pedirme la pasa y a ofrecerme cualquier cosa por ella, un trago de su leche, un lápiz, un tebeo. Toby Mackey me ofreció a su hermana, y el señor Benson lo oyó, lo sacó al pasillo y le dio golpes hasta que lo hizo chillar. Yo quería quedarme la pasa, pero vi a Paddy Clohessy que estaba en un rincón sin zapatos, la sala estaba helada y él temblaba como un perro al que han dado patadas, y a mí siempre me habían dado pena los perros a los que han dado patadas, de modo que me acerqué a Paddy y le di la pasa, porque no sabía qué otra cosa podía hacer, y todos los demás chicos gritaron que yo era un tonto y un jodido idiota y que me arrepentiría de ese día, y después de haberle dado la pasa a Paddy yo la eché de menos, pero ya era tarde porque él se la llevó a la boca y se la tragó y me miró y no dijo nada, y yo me dije a mí mismo que qué idiota era por andar regalando mi pasa.
El señor Benson me echó una mirada y no dijo nada, y Nellie Ahearn dijo:
—Eres un gran yanqui, Frankie.
El sacerdote vendrá pronto para examinarnos del catecismo y de todo lo demás. El propio maestro nos tiene que enseñar el modo de recibir la Santa Comunión. Nos manda que formemos un círculo a su alrededor. Llena su sombrero de trozos pequeños de papel del Limerick Leader. Entrega a Paddy Clohessy el sombrero, se arrodilla en el suelo, dice a Paddy que tome un trozo de papel y que se lo ponga en la lengua. Nos enseña el modo de sacar la lengua, de recibir el trozo de papel, de mantenerlo un momento, de meter la lengua, de unir las manos en oración, de mirar al cielo, de cerrar los ojos en un acto de adoración, de esperar a que el papel se nos disuelva en la boca, de tragarlo y de dar gracias a Dios por el don, la Gracia Santificante que llega a bocanadas en olor de santidad. Cuando saca la lengua tenemos que contener la risa, porque nunca habíamos visto una lengua tan grande y tan morada. Abre los ojos para localizar a los niños que se ríen por lo bajo, pero no puede decir nada porque todavía tiene a Dios en la boca y es un momento sagrado. Se pone de pie y nos manda que nos arrodillemos por el aula para recibir la Comunión. Recorre el aula poniéndonos trocitos de papel en la lengua y murmurando en latín. Algunos niños se ríen por lo bajo y él les ruge que si no se dejan de risitas no recibirán la Comunión sino los Santos Óleos, y ¿cómo se llama ese sacramento, McCourt?
—Extremaunción, señor.
—Bien, McCourt. No está mal para un yanqui de las costas pecaminosas de América.
Nos dice que tenemos que poner cuidado de sacar la lengua lo suficiente para que la hostia consagrada no caiga al suelo. Es lo peor que le puede pasar a un sacerdote, dice. Si la hostia se te cae de la lengua, el pobre sacerdote tiene que ponerse de rodillas, recogerla con la lengua y lamer todo el suelo por si ha ido botando de un sitio a otro. Al sacerdote se le puede clavar una astilla que le deje la lengua hinchada como un nabo, y eso es suficiente para ahogar a una persona y para matarla del todo.
Nos dice que, después de una reliquia de la Vera Cruz, la hostia consagrada es la cosa más sagrada del mundo, y que nuestra Primera Comunión es el momento más sagrado de nuestras vidas. El maestro se emociona mucho cuando habla de la Primera Comunión. Se pasea por el aula, blande la vara, nos dice que no debemos olvidar nunca que en el momento en que nos ponen en la lengua la Santa Comunión nos convertimos en miembros de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana; que hace dos mil años que mueren hombres, mujeres y niños por la Fe, que los irlandeses hemos dado mártires como los que más. ¿No hemos ofrecido mártires en abundancia? ¿No hemos presentado el cuello al hacha protestante? ¿No hemos subido al cadalso cantando, como quien se va de jira? ¿No es así, niños?
—Sí, señor.
—¿Qué hemos hecho, niños?
—Presentar el cuello al hacha protestante, señor.
—¿Y qué más?
—Subir al cadalso cantando, señor.
—¿Cómo?
—Como quien se va de jira, señor.
Dice que es posible que en nuestra clase haya un futuro sacerdote o un futuro mártir de la Fe, aunque lo duda mucho, porque somos la pandilla de ignorantes más perezosos a los que ha tenido la desgracia de enseñar.
—Pero tiene que haber de todo —dice—, y sin duda Dios tenía algún propósito cuando infestó la tierra con sujetos como vosotros. Sin duda, Dios tenía un propósito cuando envió entre nosotros a Clohessy descalzo, a Quigley con sus malditas preguntas y a McCourt venido de América lleno de pecado. Y recordad esto, niños: Dios no envió a Su único Hijo a ser crucificado para que vosotros podáis pasearos el día de vuestra Primera Comunión recogiendo en vuestras zarpas la Colecta. Nuestro Señor murió para redimiros. Es suficiente con recibir el don de la Fe. ¿Me estáis escuchando?
—Sí, señor.
—Y ¿qué es suficiente?
—El don de la Fe, señor.
—Bien. Marchaos a casa.
Por la noche nos sentamos tres a leer bajo la farola de lo alto del callejón, Mikey, Malachy y yo. Los Molloy son como nosotros, su padre se bebe el dinero del paro o su sueldo y no deja dinero para comprar velas ni queroseno para la lámpara. Mikey lee libros y los demás leemos tebeos. Su padre, Peter, trae libros de la biblioteca Carnegie para tener algo que hacer cuando no está bebiendo pintas o cuando está cuidando de la familia en las ocasiones en que la señora Molloy está ingresada en el manicomio. Deja leer a Mikey el libro que quiera, y ahora Mikey está leyendo un libro que habla de Cuchulain y habla como si lo supiese todo de él. Yo quiero decirle que ya me sabía todos los cuentos de Cuchulain cuando tenía tres años para cumplir cuatro, que vi a Cuchulain en Dublín, que Cuchulain se deja caer por mis sueños como cosa corriente. Quiero decirle que deje de hablar de Cuchulain, que es mío, que ya era mío hace años cuando yo era pequeño, pero no puedo, porque Mikey nos lee un cuento que yo no había oído nunca, un cuento cochino que trata de Cuchulain y que yo no podré contar nunca a mi padre ni a mi madre, el cuento de cómo Cuchulain tomó por esposa a Emer.
Cuchulain ya era un viejo de veintiún años. Se sentía solo y quería casarse, lo cual lo debilitó, dice Mikey, y por eso lo mataron al final. Todas las mujeres de Irlanda estaban locas por Cuchulain y querían casarse con él. Él dijo que eso sería maravilloso, que no le importaba casarse con todas las mujeres de Irlanda. Si era capaz de luchar contra todos los hombres de Irlanda, ¿por qué no iba a poder casarse con todas las mujeres? Pero el rey, Conor MacNessa, dijo: «Eso te parecerá bien a ti, Cu, pero los hombres de Irlanda no quieren estar solos en lo más oscuro de la noche». El rey decidió que tendría que celebrarse un concurso para decidir quién se casaba con Cuchulain, y que sería un concurso de mear. Todas las mujeres de Irlanda se reunieron en las llanuras de Muirthemne para ver cuál meaba más tiempo, y ganó Emer. Era la campeona de mear de Irlanda, y se casó con Cuchulain, y por eso se le llama hasta hoy Emer Vejiga Grande.
Mikey y Malachy se ríen con este cuento, aunque no creo que Malachy lo entienda. Es pequeño y le falta mucho para hacer la Primera Comunión y sólo se ríe de la palabra «mear». Después, Mikey me dice que he cometido un pecado por haber escuchado un cuento en el que salía esa palabra, y que cuando haga mi Primera Confesión tendré que decírselo al cura.
—Eso es —dice Malachy—. «Mear» es una palabra mala, y tienes que decírselo al cura, porque es un pecado.
No sé qué hacer. ¿Cómo voy a contarle al cura esta cosa terrible en mi Primera Confesión? Todos los niños saben los pecados que van a contar para poder recibir la Primera Comunión y hacer la Colecta e ir a ver a James Cagney y comer dulces y bollos en el cine Lyric. El maestro nos ayudó a pensar los pecados y todos tenemos los mismos. He pegado a mi hermano. He dicho una mentira. He robado un penique del monedero de mi madre. He desobedecido a mis padres. Me he comido una salchicha en viernes.
Pero ahora yo tengo un pecado que no tiene nadie, y el cura se va a indignar y me sacará a rastras del confesionario y me echará a la calle, donde todos sabrán que he escuchado un cuento que decía que la esposa de Cuchulain era la campeona de mear de toda Irlanda. No podré hacer la Primera Comunión y las madres levantarán a sus niños pequeños para que me vean y me señalarán diciendo:
—Miradlo. Es como Mikey Molloy, no ha hecho la Primera Comunión, va por ahí en pecado, no ha hecho la Colecta, no ha visto a James Cagney.
Siento haber oído hablar siquiera de la Primera Comunión y de la Colecta. Tengo náuseas y no quiero té ni pan ni nada. Mamá dice a papá que es raro que un niño no quiera tomarse su pan y su té, y papá dice:
—Och, es que está nervioso por su Primera Comunión.
Quiero acercarme a él y sentarme en su regazo y decirle lo que me ha hecho Mikey Molloy, pero soy demasiado mayor para sentarme en el regazo de nadie y, si lo hiciera, Malachy saldría al callejón y diría a todos que yo era un nene grande. Me gustaría contar mis problemas al Ángel del Séptimo Peldaño, pero está ocupado trayendo niños a las madres de todo el mundo. En todo caso, se lo preguntaré a papá.
—Papá, ¿hace otras cosas el Ángel del Séptimo Peldaño aparte de traer niños?
—Sí, las hace.
—¿Te diría el Ángel del Séptimo Peldaño lo que debes hacer si no sabes lo que debes hacer?
—Och, sí te lo diría, hijo, sí te lo diría. Ésa es la tarea de los ángeles, hasta el del séptimo peldaño.
Papá sale a dar un largo paseo, mamá se va a ver a la abuela con Michael, Malachy juega en el callejón y yo tengo toda la casa a mi disposición, de modo que puedo sentarme en el séptimo peldaño y hablar con el ángel. Sé que está allí porque el séptimo peldaño parece más caliente que los demás y porque tengo una luz dentro de la cabeza. Le cuento mis problemas y oigo una voz.
—Nada temas —dice la voz.
Está hablando al revés, y yo le digo que no sé de qué me habla.
—No temas nada —dice la voz—. Cuenta al sacerdote tu pecado y serás perdonado.
A la mañana siguiente me levanto temprano y tomo té con papá y le hablo del Ángel del Séptimo Peldaño. Me pone la mano en la frente para ver si estoy bien. Me pregunta si estoy seguro de que tenía una luz dentro de la cabeza y de haber oído una voz, y qué dijo la voz.
Yo le digo que la voz dijo «nada temas» y que eso significa «no temas nada».
Papá me dice que el ángel tiene razón, que no debo temer nada, y yo le cuento lo que me hizo Mikey Molloy. Le cuento lo de Emer Vejiga Grande e incluso digo «mear», porque el ángel dijo «nada temas». Papá deja su tarro de té y me da palmaditas en la nuca. Dice «Och, och, och», y yo me pregunto si se está volviendo loco como la señora Molloy, a la que ingresan en el manicomio cada poco tiempo, pero dice:
—¿Era eso lo que te preocupaba anoche?
Le digo que sí, y él me dice que no es pecado y que no hace falta que se lo cuente al cura.
—Pero el Ángel del Séptimo Peldaño dijo que debía contárselo.
—Está bien. Cuéntaselo al cura si quieres, pero si el Ángel del Séptimo Peldaño lo dijo fue sólo porque no me lo contaste primero a mí. ¿No es mejor poder contar tus problemas a tu padre que a un ángel que no es más que una luz y una voz que tienes dentro de la cabeza?
—Sí, papá.
El día antes de la Primera Comunión el maestro nos lleva a la iglesia de San José para que hagamos nuestra Primera Confesión. Marchamos en fila de a dos, y si movemos un solo labio por las calles de Limerick nos matará allí mismo y nos enviará al infierno hinchados de pecados. Eso no nos impide presumir de los pecados grandes que tenemos. Willie Harold susurra su gran pecado, que miró a su hermana desnuda. Paddy Hartigan dice que robó diez chelines del monedero de su tía y comió helados y patatas fritas hasta ponerse malo. Quigley el Preguntas dice que se escapó de su casa y pasó media noche en una zanja con cuatro cabras. Yo intento contarles lo de Cuchulain y Emer, pero el maestro me pilla hablando y me da un golpe en la cabeza.
Nos arrodillamos en los bancos contiguos al confesonario y yo me pregunto si mi pecado, el de Emer, es tan malo como mirar a tu hermana desnuda, porque ya sé que en el mundo hay algunas cosas peores que otras. Por eso existen pecados diferentes: el sacrilegio, el pecado mortal, el pecado venial. Además de éstos, los maestros y las personas mayores en general hablan del pecado imperdonable, que es un gran misterio. Nadie sabe lo que es, y uno se pregunta cómo puede saber uno si lo ha cometido si no sabe lo que es. Si cuento a un cura lo de Emer Vejiga Grande y el concurso de mear, puede decirme que ése es el pecado imperdonable y echarme a patadas del confesonario, y yo quedaré deshonrado ante todo Limerick y me condenaré al infierno, donde me atormentarán para siempre los demonios, que no tienen nada más que hacer que pincharme con tridentes al rojo vivo hasta despedazarme.
Cuando entra Willie yo intento escuchar su confesión, pero no oigo más que un siseo del sacerdote, y Willie sale llorando.
Me toca a mí. El confesonario está a oscuras y hay un gran crucifijo suspendido sobre mi cabeza. Oigo que un niño murmura su confesión al otro lado. Me pregunto si sirve de algo intentar hablar con el Ángel del Séptimo Peldaño. Sé que no debe andar por los confesonarios, pero siento la luz dentro de mi cabeza y la voz me dice: «Nada temas».
La tabla que tengo delante se retira y el cura dice:
—¿Sí, hijo mío?
—Ave María Purísima. Ésta es mi Primera Confesión.
—Sí, hijo mío, y ¿qué pecados has cometido?
—He dicho una mentira. He pegado a mi hermano. He robado un penique del monedero de mi madre. He dicho una palabrota.
—Sí hijo mío. ¿Alguna cosa más?
—He… he escuchado un cuento de Cuchulain y Emer.
—Pero seguro que eso no es pecado, hijo mío. Al fin y al cabo, ciertos autores nos aseguran que Cuchulain se convirtió al catolicismo en sus últimos momentos, lo mismo que su rey, Conor MacNessa.
—Era de Emer, Padre, y de cómo se casó con él.
—¿Y cómo fue, hijo mío?
—Lo ganó en un concurso de mear.
Se oyen unos jadeos. El cura se tapa la boca con la mano y emite unos sonidos como si se ahogara, y habla solo: «Madre de Dios».
—¿Quién, quién te ha contado ese cuento, hijo mío?
—Mikey Molloy, Padre.
—¿Y dónde lo oyó contar él?
—Lo leyó en un libro, Padre.
—Ah, en un libro. Los libros pueden ser peligrosos para los niños, hijo mío. Aparta tu mente de esos cuentos estúpidos y piensa en las vidas de los santos. Piensa en San José, en la Florecilla, en el delicado y dulce San Francisco de Asís, que amaba a los pájaros del cielo y a las bestias del campo. ¿Lo harás, hijo mío?
—Sí, Padre.
—¿Tienes más pecados, hijo mío?
—No, Padre.
—En penitencia reza tres Avemarias y tres Padrenuestros, y reza una oración especial por mí.
—Así lo haré. Padre, ¿era ése el peor pecado?
—¿Qué quieres decir?
—¿Soy el peor de todos los niños, Padre?
—No, hijo mío, te falta mucho para eso. Ahora reza el Acto de Contrición y recuerda que Nuestro Señor te ve en todo momento. Que Dios te bendiga, hijo mío.
El día de la Primera Comunión es el día más feliz de la vida de uno por la Colecta y por James Cagney en el cine Lyric. La noche anterior yo estaba tan emocionado que no pude dormirme hasta el alba. Todavía estaría dormido si mi abuela no hubiera venido a dar golpes a la puerta:
—¡Arriba! ¡Arriba! Sacad a ese niño de la cama. Es el día más feliz de su vida, y él roncando allí arriba, metido en la cama.
Fui corriendo a la cocina.
—Quítate esa camisa —me dijo. Yo me quité la camisa y ella me metió a la fuerza en un barreño de estaño lleno de agua helada. Mi madre me frotaba, mi abuela me frotaba. Yo estaba rojo, en carne viva.
Me secaron. Me pusieron mi traje de Primera Comunión de terciopelo negro con la camisa blanca con chorreras, los pantalones cortos, los calcetines blancos, los zapatos negros de charol. Me ataron al brazo un lazo de satén blanco y me pusieron en la solapa el Sagrado Corazón de Jesús, una insignia del Sagrado Corazón del que caían gotas de sangre, con llamas a su alrededor y con una corona de espinos de aspecto feo encima.
—Ven aquí a que te peine —dijo la abuela—. Mira qué greñas: no se alisan. Éste pelo no lo has heredado de mi familia. Es pelo de Irlanda del Norte que has heredado de tu padre. Es el pelo que tienen los presbiterianos. Si tu madre se hubiera casado con un hombre decente de Limerick no tendrías este pelo de punta presbiteriano de Irlanda del Norte.
Me escupió dos veces en la cabeza.
—Abuela, deja de escupirme en la cabeza, por favor.
—Si tienes algo que decir, te lo callas. Un poco de saliva no te va a matar. Vámonos, que llegamos tarde a la misa.
Fuimos corriendo a la iglesia. Mi madre nos seguía sin aliento llevando a Michael en brazos. Llegamos a la iglesia justo a tiempo de ver al último niño apartarse de la barandilla del altar, donde estaba el sacerdote con el cáliz y la hostia mirándome fijamente, furibundo. Después me puso en la lengua la hostia, el cuerpo y la sangre de Jesús. Al fin, al fin.
La tengo en la lengua. La retiro.
Se pegó.
Tenía a Dios pegado en el paladar. Me sonaban en los oídos las palabras del maestro: «No toquéis la hostia con los dientes, porque si partís a Dios en dos de un mordisco arderéis en el infierno para toda la eternidad».
Intenté despegar a Dios con la lengua, pero el sacerdote me susurró:
—Deja de hacer ruidos con la lengua y vuelve a tu asiento.
Dios fue misericordioso. Se disolvió, yo Lo tragué y por fin era miembro de la Iglesia Verdadera, era pecador oficial.
Cuando terminó la misa me esperaban a la puerta de la iglesia mi madre con Michael en brazos y mi abuela. Ambas me abrazaron oprimiéndome contra sus pechos. Ambas me dijeron que era el día más feliz de mi vida. Ambas me lloraron en la cabeza, y después de la aportación de mi abuela de esa mañana yo tenía la cabeza hecha un pantano.
—Mamá, ¿puedo ir ya a hacer la Colecta?
—Cuando hayas desayunado algo —dijo ella.
—No —dijo la abuela—. Nada de Colecta hasta que hayas hecho un buen desayuno de Primera Comunión en mi casa. Vamos.
La seguimos. Empezó a trastear y a meter ruido con cazos y sartenes y a quejarse de que todo el mundo esperaba de ella que estuviese a su servicio. Yo me comí el huevo, me comí la salchicha, y cuando quise echarme más azúcar en el té ella me apartó la mano de una palmada.
—Ten moderación con el azúcar. ¿Es que te crees que soy millonaria?, ¿que soy americana? ¿Te crees que estoy cargada de joyas relucientes?, ¿que voy vestida de ricas pieles?
La comida se me revolvió en el estómago. Me atraganté. Salí corriendo al patio trasero de mi abuela y lo vomité todo. Ella salió.
—Mirad lo que ha hecho. Ha devuelto el desayuno de su Primera Comunión. Ha devuelto el cuerpo y la sangre de Jesús. Tengo a Dios en el patio. ¿Qué voy a hacer? Voy a llevarlo a los jesuitas, que conocen los pecados del mismo Papa.
Me llevó a rastras por las calles de Limerick. Iba contando a los vecinos y a los viandantes desconocidos lo de que tenía a Dios en su patio. Me metió en el confesonario a empujones.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ave María Purísima. Padre, hace un día de mi última confesión.
—¿Un día? ¿Y qué pecados has cometido en un día, hijo mío?
—Me quedé dormido. Casi llegué tarde a mi Primera Comunión. Mi abuela dice que tengo el pelo de punta presbiteriano de Irlanda del Norte. Vomité el desayuno de mi Primera Comunión. Ahora mi abuela dice que tiene a Dios en su patio y que qué debe hacer.
El cura es como el de mi Primera Confesión. Jadea y emite unos sonidos como si se ahogara.
—Esto… esto…, di a tu abuela que lave a Dios con un poco de agua y como penitencia reza un Avemaria y un Padrenuestro. Reza una oración por mí y que Dios te bendiga, hijo mío.
La abuela y mamá me estaban esperando cerca del confesonario. La abuela me dijo:
—¿Es que estabas contando chistes a ese sacerdote en el confesonario? Como yo me entere de que te dedicas a contar chistes a los jesuitas, te arranco los riñones. ¿Qué te ha dicho que hay que hacer con Dios en mi patio?
—Me ha dicho que lo laves con un poco de agua, abuela.
—¿Con agua corriente o con agua bendita?
—No lo ha dicho, abuela.
—Pues vuelve a preguntárselo.
—Pero, abuela…
Volvió a meterme en el confesonario a empujones.
—Ave María Purísima. Padre, hace un minuto de mi última confesión.
—¡Un minuto! ¿Eres el niño que acaba de pasar por aquí?
—Sí, Padre.
—¿Y qué pasa ahora?
—Mi abuela dice que si ha de lavarlo con agua corriente o con agua bendita.
—Con agua corriente, y di a tu abuela que deje de molestarme.
Yo dije a mi abuela:
—Con agua corriente, abuela, y dice que dejemos de molestarlo.
—Que dejemos de molestarlo. El muy patán ignorante.
—¿Puedo ir ya a hacer la Colecta? —pregunté a mamá—. Quiero ver a James Cagney.
—Olvídate de la Colecta y de James Cagney —dijo la abuela—, porque eres un católico incompleto, después de haber dejado a Dios en el suelo como lo has dejado. Vamos, a casa.
—Espera un momento —dijo mamá—. Éste es mi hijo. Es mi hijo y es el día de su Primera Comunión. Va a ir a ver a James Cagney.
—No va a ir.
—Sí va a ir.
—Llévatelo a ver a James Cagney, pues —dijo la abuela—, a ver si así se salva su alma americana y presbiteriana de Irlanda del Norte. Adelante.
Se ciñó el chal y se marchó.
—Dios mío —dijo mamá—, ya es muy tarde para hacer la Colecta, y te vas a perder a James Cagney. Iremos al cine Lyric y veremos si te dejan entrar gratis por ir vestido de Primera Comunión.
En la calle Barrington nos encontramos con Mikey Molloy. Me preguntó si iba al Lyric y yo le respondí que lo iba a intentar.
—¿Que lo vas a intentar? —preguntó—. ¿Es que no tienes dinero?
A mí me daba vergüenza decir que no, pero tuve que decirlo, y él dijo:
—No pasa nada. Yo te haré entrar. Organizaré una distracción.
—¿Qué es una distracción?
—Yo tengo dinero para la entrada, y cuando entre fingiré que me da el ataque y el acomodador se preocupará mucho, y tú te podrás colar cuando yo suelte el grito fuerte. Estaré vigilando la puerta, y cuando vea que has entrado me recuperaré milagrosamente. Eso es una distracción. Lo hago muchas veces para colar a mis hermanos.
—Ay, no sé qué decirte, Mikey —dijo mamá—. ¿No sería pecado? No querrás que Frank cometa un pecado el día de su Primera Comunión.
Mikey dijo que si era pecado que cayera sobre su alma, y que al fin y al cabo él era un católico incompleto, de modo que no importaba. Soltó su grito y yo me colé y me senté junto a Quigley el Preguntas, y el acomodador, Frank Goggin, estaba tan preocupado por Mikey que no se dio cuenta. La película era emocionante, pero acababa mal, porque James Cagney era un enemigo público y cuando lo mataban a tiros lo envolvían en vendas, abrían la puerta de su casa y lo tiraban dentro, asustando a su pobre y anciana madre irlandesa, y así terminó el día de mi Primera Comunión.