3

Mamá dice que no aguanta un minuto más en esa habitación de la calle Hartstonge. Ve a Eugene mañana, tarde y noche. Lo ve subirse a la cama para asomarse a la calle buscando a Oliver, y a veces ve a Oliver fuera y a Eugene dentro, charlando el uno con el otro. Se alegra de que estén charlando así, pero no quiere seguir viéndolos y oyéndolos el resto de su vida. Es una pena que nos mudemos viviendo tan cerca de la Escuela Nacional Leamy, pero si no se muda pronto, perderá la razón y acabará en el manicomio.

Nos mudamos al callejón Roden, en lo alto de una zona llamada la colina del Cuartel. En un lado del callejón hay seis casas y en el otro hay una. Las casas son de las que llaman «dos arriba, dos abajo», lo que quiere decir que tienen dos habitaciones en el piso alto y dos en la planta baja. Nuestra casa está al final del callejón, es la última de las seis. Junto a nuestra puerta hay un pequeño cobertizo que es un retrete, y junto a éste hay un establo.

Mamá va a la Conferencia de San Vicente de Paúl a preguntar si existe alguna posibilidad de que nos den muebles. El hombre dice que nos dará un vale para recoger una mesa, dos sillas y dos camas. Dice que tendremos que ir a una tienda de muebles de segunda mano que está en el barrio de Irishtown y que tendremos que llevarnos los muebles a casa nosotros mismos. Mamá dice que podemos usar el cochecito que tenía para los gemelos, y cuando dice esto llora. Se seca los ojos en las mangas y pregunta al hombre si las camas que nos darán son de segunda mano. El hombre dice que sí lo son, por supuesto, y mamá dice que le preocupa mucho dormir en camas donde puede haber muerto alguien, sobre todo si tenía la tisis. El hombre dice:

—Lo siento mucho, pero el que pide no escoge.

Tardamos todo el día en transportar los muebles de un extremo a otro de Limerick en el cochecito. El cochecito tiene cuatro ruedas, pero una está combada, quiere ir en otra dirección. Tenemos dos camas, un aparador con espejo, una mesa y dos sillas. Podemos pasar de una habitación a otra y subir y bajar las escaleras. Estamos contentos con la casa. Podemos deambular de una habitación a otra y subir y bajar las escaleras. Uno se siente muy rico cuando puede subir y bajar las escaleras todo el día tantas veces como se le antoje. Papá enciende el fuego y mamá prepara el té. Él se sienta a la mesa en una silla, ella se sienta en la otra y Malachy y yo nos sentamos en el baúl que trajimos de América. Mientras nos estamos tomando el té pasa por nuestra puerta un viejo que lleva un cubo en la mano. Vacía el cubo en el retrete, tira de la cadena y de nuestra cocina empieza a salir una peste terrible. Mamá sale a la puerta y dice:

—¿Por qué vacía usted su cubo en nuestro retrete?

El viejo la saluda levantándose la gorra.

—¿Su retrete, señora? Ah, no. Está cometiendo un pequeño error. ¡Ja, ja! Éste no es su retrete. Es el retrete de todo el callejón. Verá pasar por su puerta los cubos de once familias, y le digo que esto se pone muy fuerte cuando hace calor, muy fuerte, verdaderamente. Ahora estamos en diciembre, a Dios gracias, el aire está helado y la Navidad está a la vuelta de la esquina, y el retrete no huele tan mal, pero llegará el día en que pida a gritos una máscara antigás. De manera que, buenas noches, señora, y espero que sean felices en su casa.

—Espere un momento, señor —dice mamá—. ¿Podría decirme quién limpia este retrete?

—¿Que quién lo limpia? Jesús, ésta sí que es buena. ¿Que quién lo limpia, dice? ¿Está de broma? Éstas casas se construyeron en tiempos de la mismísima reina Victoria, y si alguien ha limpiado alguna vez este retrete debió de hacerlo en plena noche cuando no miraba nadie.

Y se marcha arrastrando los pies por el callejón y riéndose solo.

Mamá vuelve a su silla y a su té.

—No podemos quedarnos aquí —dice—. Ése retrete nos va a matar con enfermedades de todas clases.

—No podemos volver a mudarnos —dice papá—. ¿Dónde encontraríamos una casa por seis chelines a la semana? Limpiaremos nosotros mismos el retrete. Herviremos cubos de agua y los tiraremos por el retrete.

—¿Ah, sí? —dice mamá—. ¿Y de dónde sacaremos el carbón o la turba o los tacos de madera para hervir el agua?

Papá no dice nada. Apura su té y busca un clavo para colgar nuestro único cuadro. El hombre del cuadro tiene el rostro delgado. Lleva un solideo amarillo y una vestidura negra con una cruz en el pecho. Papá dice que fue un Papa, León XIII, gran amigo del obrero. Dice que se trajo este cuadro desde América, donde lo encontró tirado por alguien al que no le importaba el obrero. Mamá dice que está diciendo un montón de puñeteras tonterías, y papá le dice que no debe decir «puñeteras» delante de los niños. Papá encuentra un clavo, pero no sabe cómo va a clavarlo en la pared sin martillo.

Mamá dice que puede ir a la casa de al lado y pedir prestado uno, pero él dice que no se piden prestadas cosas a la gente que no se conoce. Deja apoyado el cuadro en la pared y clava el clavo con el culo de un tarro de mermelada. El tarro de mermelada se rompe y le corta la mano, y cae un goterón de sangre en la cara del Papa. Se envuelve la mano en el trapo de secar los platos y dice a mamá:

—Deprisa, deprisa, limpia al Papa de sangre antes de que se seque.

Ella intenta limpiar la sangre con la manga, pero es de lana y extiende la sangre hasta que el Papa tiene manchado todo un lado de la cara.

—Dios del cielo, Ángela, has estropeado al Papa del todo —dice papá, y mamá responde:

Arrah, déjate de lamentaciones, algún día compraremos algo de pintura y le repasaremos la cara.

—Es el único Papa que fue amigo del obrero —dice papá—, y ¿qué vamos a decir si entra alguien de la Conferencia de San Vicente de Paúl y lo ve lleno de sangre?

—No lo sé —dice mamá—. La sangre es tuya, y es una pena que un hombre ni siquiera sepa clavar un clavo. Esto demuestra lo inútil que eres. Más te valía dedicarte a cavar en el campo, y, en todo caso, a mí me da igual. Me duele la espalda y me voy a acostar.

Och, ¿qué voy a hacer? —dice papá.

—Llévate al Papa y escóndelo en la carbonera, bajo las escaleras. Allí no lo verán y no le pasará nada.

—No puedo —dice papá—. Traería mala suerte. Una carbonera no es lugar para un Papa. Si se va a exponer al Papa, se le expone.

—Haz lo que quieras —dice mamá.

—Eso haré —dice papá.

Éstas son nuestras primeras Navidades en Limerick, y las niñas están en el callejón saltando a la comba y cantando:

Viene la Navidad

y el ganso engorda.

Deje un penique

en el sombrero del viejo.

Si no tiene un penique

con medio bastará.

Y si no tiene medio

que Dios lo ampare.

Los niños hacen burla a las niñas gritando:

Que tu madre tenga un accidente

cuando salga al retrete.

Mamá dice que le gustaría preparar una buena comida de Navidad, pero ¿qué se puede hacer ahora que la oficina de empleo ha reducido el subsidio de paro a dieciséis chelines tras la muerte de Oliver y de Eugene? Se pagan seis chelines de alquiler y quedan diez chelines, y ¿qué es eso para cuatro personas?

Papá no encuentra trabajo. Los días de entre semana se levanta temprano, enciende el fuego, hierve el agua para el té y para afeitarse. Se pone una camisa y le añade un cuello de botones. Se pone la corbata y la gorra y va a la oficina de empleo a firmar el paro. Nunca sale de la casa sin cuello y corbata. Un hombre que no lleva cuello y corbata es un hombre que no se respeta a sí mismo. Nunca se sabe cuándo va a decir el empleado de la oficina de empleo que se ofrece un puesto de trabajo en la Fábrica de Harina de Rank o en la Compañía de Cementos de Limerick, y aunque sea un trabajo manual, ¿qué pensarían si lo ven aparecer sin cuello ni corbata?

Los jefes y los capataces siempre lo reciben con respeto y dicen que están dispuestos a contratarlo, pero cuando él abre la boca y le oyen el acento de Irlanda del Norte contratan en su lugar a un hombre de Limerick. Eso es lo que cuenta a mamá, sentados junto a la chimenea, y cuando ella le pregunta por qué no se viste como un buen obrero, él dice que no cejará ni un centímetro, que jamás les permitirá que lo sepan, y cuando ella le pregunta por qué no intenta hablar como los de Limerick, él dice que jamás caerá tan bajo y que el mayor dolor de su vida es que sus hijos llevan ya la lacra del acento de Limerick.

—Te acompaño en el sentimiento, y que no sea nada más grave —dice ella, y él dice que, con la ayuda de Dios, algún día nos marcharemos de Limerick y nos iremos lejos del Shannon que mata.

Yo pregunto a papá qué significa llevar una lacra, y él me dice:

—Tener enfermedades, hijo, y las cosas que no encajan.

Cuando papá no está buscando trabajo sale a dar largos paseos, se adentra en el campo millas enteras. Pregunta a los granjeros si necesitan un trabajador, les dice que se crio en una granja y que sabe hacer de todo. Si lo contratan, se pone a trabajar inmediatamente, con la gorra puesta, con el cuello y la corbata. Trabaja con tanto vigor y tanto tiempo que los granjeros tienen que pedirle que lo deje. Se preguntan cómo es capaz un hombre de pasar trabajando un día entero, un día largo y caluroso, sin pensar siquiera en comer ni en beber. Papá sonríe. Nunca trae a casa el dinero que gana en las granjas. Ése dinero le parece diferente del paro, que ha de llevarse a casa. Se lleva el dinero de las granjas a la taberna y se lo bebe. Si no ha vuelto a casa cuando tocan al Ángelus a las seis de la tarde, mamá sabe que ha tenido un día de trabajo. Mamá espera que se acuerde de su familia y que cuando llegue a la taberna pase de largo aunque sólo sea una vez, pero él no lo hace nunca. Mamá espera que traiga a casa algo de la granja, patatas, repollo, nabos, zanahorias, pero él no trae nunca nada porque nunca caería tan bajo como para pedir nada a un granjero. Mamá dice que ella puede pedir en la Conferencia de San Vicente de Paúl un vale de comida de limosna pero que él no es capaz de meterse unas patatas en el bolsillo. Él dice que la situación de un hombre es diferente. Tiene que mantener la dignidad. Tiene que llevar su cuello y su corbata, mantener las apariencias y no pedir nunca nada.

—Espero que te vaya bien así —dice mamá.

Cuando se le acaba el dinero de las granjas viene a casa tambaleándose, cantando y llorando por Irlanda y por sus hijos muertos, sobre todo por Irlanda. Cuando canta Roddy McCorley significa que sólo ha ganado para pagarse una pinta o dos. Cuando canta Kevin Barry significa que ha tenido un buen día, que ya está cayéndose de borracho y que llega dispuesto a sacarnos de la cama, a ponernos en fila y a hacernos prometer que moriremos por Irlanda, a no ser que mamá le diga que si no nos deja en paz le salta los sesos con el atizador de la lumbre.

—No serías capaz, Ángela.

—Sería capaz de eso y de mucho más. Será mejor que te dejes de tonterías y te vayas a la cama.

—A la cama, a la cama, a la cama. ¿De qué sirve ir a la cama? Si me voy a la cama tendré que volverme a levantar, y no puedo dormir en un sitio donde hay un río que nos envía veneno en forma de bruma y de niebla.

Se mete en la cama, da golpes en la pared con el puño, canta una canción triste, se queda dormido. Se levanta al salir el día, porque opina que nadie debe dormir después del alba. Nos despierta a Malachy y a mí, que estamos cansados porque no nos ha dejado dormir por la noche, con su hablar y cantar. Nosotros nos quejamos y decimos que estamos enfermos, que estamos cansados, pero él nos retira los abrigos que nos cubren y nos saca de la cama a la fuerza. Estamos en diciembre y hace un tiempo helado y nuestro aliento se condensa. Meamos en el cubo que está junto a la puerta del dormitorio y corremos a la planta baja para calentarnos con la lumbre que ya ha encendido papá. Nos lavamos las caras y las manos en un barreño que está bajo el grifo del agua, junto a la puerta. La cañería que llega hasta el grifo está sujeta a la pared con un trozo de cordel atado a un clavo. Todo lo que rodea al grifo está húmedo, el suelo, la pared, la silla sobre la que está el barreño. El agua del grifo está helada y nos deja insensibles los dedos. Papá dice que eso es bueno para nosotros, que nos volverá hombres. Se echa agua helada en la cara, en el cuello y en el pecho para demostrarnos que no hay nada que temer. Nosotros acercamos las manos a la lumbre para calentárnoslas, pero no podemos quedarnos así mucho tiempo porque tenemos que tomarnos el té, comernos el pan e ir a la escuela. Papá nos hace bendecir la mesa antes y después de las comidas y nos dice que seamos niños buenos en la escuela porque Dios vigila cada uno de nuestros movimientos, y la más mínima desobediencia nos hará ir al infierno, y allí no tendremos que volver a preocuparnos del frío.

Y sonríe.

Dos semanas antes de Navidad, Malachy y yo volvemos de la escuela a casa un día de lluvia fuerte y cuando entramos por la puerta nos encontramos la cocina vacía. La mesa, las sillas y el baúl han desaparecido y el fuego de la chimenea está apagado. El Papa sigue allí, lo que quiere decir que no hemos vuelto a mudarnos. Papá no se mudaría sin llevarse al Papa. El suelo de la cocina está mojado, hay pequeños charcos de agua por todas partes, y las paredes brillan con la humedad. En el piso superior se oye un ruido, y cuando subimos nos encontramos a papá, a mamá y los muebles que faltan. Allí arriba se está bien y hace calor; hay lumbre en la chimenea, mamá está sentada en la cama y papá está leyendo The Irish Press y se fuma un cigarrillo junto al fuego. Mamá nos cuenta que hubo una inundación terrible, que el agua de lluvia bajó por el callejón y entró como un torrente por debajo de nuestra puerta. Intentaron detenerla con trapos, pero éstos se empapaban y dejaban pasar el agua de lluvia. La gente que vaciaba sus cubos empeoraba la situación, y en la cocina había una peste repugnante. Cree que debemos quedamos en el piso de arriba mientras haya lluvia. Estaremos calientes durante los meses del invierno, y ya bajaremos al piso inferior en la primavera si hay señales de sequedad en las paredes o en el suelo. Papá dice que es como si nos hubiésemos marchado de vacaciones a un país extranjero cálido, como Italia. Así llamaremos desde ahora al piso de arriba: Italia. Malachy dice que el Papa sigue colgado en la pared del piso de abajo y que va a pasar frío, y pregunta si podemos subirlo, pero mamá dice:

—No, se queda donde está porque no quiero tenerlo aquí en la pared mirándome fijamente cuando estoy en la cama. ¿No basta con haberlo traído a cuestas desde Brooklyn hasta Limerick pasando por Belfast y por Dublín? Lo único que necesito ahora es un poco de paz, de tranquilidad y de comodidad.

Mamá nos lleva a Malachy y a mí a la Conferencia de San Vicente de Paúl para que nos pongamos en la cola con el fin de ver si existe alguna posibilidad de recibir algo para la comida de Navidad, un ganso o un jamón, pero el hombre dice que en Limerick todos están en una situación desesperada aquella Navidad. Le entrega un vale para recoger provisiones en la tienda de McGrath y otro para el carnicero.

—Nada de ganso —dice el carnicero—, nada de jamón. Nada de artículos de lujo cuando se viene con el vale de San Vicente de Paúl. Lo que le puedo dar, señora, es morcilla y callos, o una cabeza de cordero, o una buena cabeza de cerdo. La cabeza de cerdo no tiene nada de malo, señora, tiene mucha carne y a los niños les encanta; corte la carrillada en lonchas, úntela con mostaza y estará en la gloria, aunque supongo que eso no será costumbre en América, donde se vuelven locos por los bistecs y por las aves de todo tipo, las que vuelan, las que andan y las que van por el agua.

Dice a mamá que tampoco puede darle tocino cocido ni salchichas, y que si sabe lo que le conviene se llevará la cabeza de cerdo antes de que se acaben, pues todos los pobres de Limerick las están pidiendo a gritos.

Mamá dice que no está bien comer cabeza de cerdo en Navidad, y él dice que es mucho más de lo que tenía la Sagrada Familia en aquel frío portal de Belén hace mucho tiempo. Ellos no se habrían quejado si alguien les hubiera ofrecido una buena cabeza de cerdo.

—No, no se habrían quejado —dice mamá—, pero tampoco se habrían comido de ningún modo la cabeza de cerdo. Eran judíos.

—¿Y qué tiene eso que ver? Una cabeza de cerdo es una cabeza de cerdo.

—Y un judío es un judío, y eso va en contra de su religión, y yo no los culpo.

—¿Entiende usted mucho de judíos y de cerdos, señora? —dice el carnicero.

—No —dice mamá—, pero en Nueva York conocíamos a una mujer judía, la señora Leibowitz, y no sé qué habríamos hecho sin ella.

El carnicero toma la cabeza de cerdo de un estante y cuando Malachy dice: «Huy, mirad, un perro muerto», el carnicero y mamá se echan a reír. Envuelve la cabeza en un papel de periódico, se la entrega a mamá y le dice: «Feliz Navidad». Después envuelve unas salchichas y le dice:

—Llévese estas salchichas para el desayuno del día de Navidad.

—Ay, no puedo permitirme las salchichas —dice mamá, y el carnicero le contesta:

—¿Le he pedido dinero? ¿Se lo he pedido, acaso? Llévese estas salchichas. Quizás compensen en parte la falta de un ganso o de un jamón.

—La verdad, no tiene por qué hacer esto —dice mamá.

—Ya lo sé, señora. Si tuviera que hacerlo, no lo haría.

Mamá dice que le duele la espalda y que yo tendré que llevar la cabeza de cerdo. La sujeto contra el pecho, pero está húmeda, y cuando empieza a caerse el periódico todos pueden ver la cabeza.

—Me muero de vergüenza de que todo el mundo sepa que vamos a comer cabeza de cerdo en Navidad —dice mamá.

Algunos niños que van a la Escuela Nacional Leamy me ven, me señalan y se ríen.

—Ay, Dios, mirad a Frankie McCourt con su morro de cerdo. ¿Es eso lo que comen los yanquis el día de Navidad, Frankie?

—Oye, Christy —grita uno a otro—, ¿sabes cómo se come una cabeza de cerdo?

—No, no lo sé, Paddy.

—Lo agarras por las orejas y le comes la cara a bocados.

Y Christy dice:

—Oye, Paddy, ¿sabes cuál es la única parte del cerdo que no se comen los McCourt?

—No, no lo sé, Christy.

—La única parte que no se comen es el gruñido.

Después de recorrer algunas manzanas, el papel de periódico se ha caído por completo y todos pueden ver la cabeza de cerdo. El morro está aplastado contra mi pecho y me apunta a la barbilla, y a mí me da pena porque está muerto y todo el mundo se ríe de él. Mi hermana y mis dos hermanos también están muertos, pero yo tiraría una piedra al que se riese de ellos.

Ojalá viniese papá a ayudarnos, porque cada pocos pasos mamá tiene que pararse y apoyarse en una pared. Se toca la espalda y dice que no será capaz de subir a la colina del Cuartel. Aunque viniera papá no serviría de mucho, porque nunca lleva nada en las manos, ni paquetes ni bolsas ni bultos. Si llevas en las manos cosas así, pierdes la dignidad. Eso dice él. Llevaba a cuestas a los gemelos cuando estaban cansados, y llevaba al Papa, pero eso no es lo mismo que llevar cosas corrientes como una cabeza de cerdo. Nos dice a Malachy y a mí que cuando uno se hace mayor tiene que llevar cuello y corbata y nunca debe permitir que la gente lo vea a uno llevando cosas en las manos.

Está en el piso de arriba sentado junto al fuego, fumándose un cigarrillo, leyendo The Irish Press, que le encanta porque es el periódico de De Valera y él cree que De Valera es el hombre más grande del mundo. Me mira y mira la cabeza de cerdo y dice a mamá que es una deshonra que un niño lleve un objeto así por las calles de Limerick. Ella se quita el abrigo, se mete en la cama y le dice que en las Navidades siguientes puede encargarse él de buscar la comida. Ella está agotada y el cuerpo le pide a voces una taza de té, de modo que él puede dejar sus aires de grandeza, hervir el agua para hacer el té y freír algo de pan antes de que sus dos hijos pequeños se mueran de hambre.

La mañana de Navidad papá enciende el fuego temprano para que podamos comer salchichas y pan con té. Mamá me envía a casa de la abuela para pedirle prestada una olla para cocer la cabeza de cerdo.

—¿Qué vais a comer? —pregunta la abuela—. ¡Una cabeza de cerdo! Jesús, María y José, esto es el colmo de los colmos. ¿No ha sido capaz tu padre de salir y de conseguir un jamón, o al menos un ganso? ¿Qué clase de hombre es, al fin y al cabo?

Mamá mete la cabeza de cerdo en la olla y la cubre de agua, y mientras el cerdo se cuece papá nos lleva a Malachy y a mí a misa a la iglesia de los redentoristas. En la iglesia hace calor y hay un olor dulce a flores, incienso y velas. Nos lleva a que veamos al Niño Jesús en la cuna. Es un niño grande y gordo con rizos rubios como los de Malachy. Papá nos dice que esta que está aquí con el vestido azul es María, la madre de Jesús, y que aquel viejo con barba es su padre, San José. Dice que están tristes porque saben que Jesús se hará mayor y lo matarán para que todos podamos ir al cielo. Yo le pregunto por qué tiene que morir el Niño Jesús, y papá dice que esas cosas no se pueden preguntar.

—¿Por qué? —pregunta Malachy, y papá le manda callar.

Cuando volvemos a casa, mamá se encuentra en un estado de nervios terrible. No hay carbón suficiente para cocer la comida, el agua ya no hierve y dice que está loca de preocupación. Tendremos que volver a bajar por la carretera del Muelle para ver si queda algo de carbón o de turba que haya caído de los camiones. Sin duda, encontraremos algo en la carretera en este día tan especial. Ni los más pobres salen a recoger carbón de la carretera el día de Navidad. No sirve de nada pedírselo a papá, porque él no caerá nunca tan bajo, y aunque cayera tampoco quiere llevar cargas por la calle. Es una norma suya. Mamá no puede ir porque le duele la espalda.

—Tendrás que ir tú, Frank —dice—, y llévate también a Malachy.

La carretera del Muelle está muy lejos, pero no nos importa porque tenemos la tripa llena de salchichas y de pan y no llueve. Llevamos un saco de lona que mamá pidió prestado a la señora Hannon, la vecina de al lado, y mamá tiene razón: en la carretera del Muelle no hay nadie. Todos los pobres están en sus casas comiendo cabeza de cerdo, o quizás un ganso, y tenemos la carretera del Muelle para nosotros solos. Encontramos trozos de carbón y de turba en las grietas de la carretera y en las paredes de los almacenes de carbón. Encontramos trozos de papel y de cartón que servirán para volver a encender el fuego. Mientras estamos vagando de un lado a otro intentando llenar el saco aparece Pa Keating. Debe de haberse lavado para celebrar la Navidad, porque no está tan negro como el día en que murió Eugene. Nos pregunta qué hacemos con ese saco, y cuando Malachy se lo cuenta, él dice:

—¡Jesús, María y el santo San José! Hoy es Navidad, y no tenéis lumbre para vuestra cabeza de cerdo. Es una puñetera vergüenza.

Nos lleva a la taberna de South, que no debería estar abierta, pero él es cliente fijo y hay una puerta trasera para los hombres que quieren tomarse su pinta para celebrar el nacimiento del Niño Jesús que está en el cielo en su cuna. Pide su pinta y gaseosa para nosotros, y pregunta al hombre si sería posible que nos diera unos trozos de carbón. El hombre dice que lleva veintisiete años sirviendo bebidas y nadie le había pedido carbón hasta entonces. Pa dice que se lo pide como favor, y el hombre dice que si Pa le pidiera la luna él volaría a cogerla y se la traería. El hombre nos lleva hasta la carbonera, bajo las escaleras, y nos dice que cojamos lo que podamos llevar a cuestas. Es carbón de verdad, no son los fragmentos que se encuentran en la carretera del Muelle, y si no podemos llevarlo a cuestas podremos arrastrarlo por el suelo.

Tardamos mucho tiempo en llegar a la colina del Cuartel desde la taberna de South porque el saco tiene un agujero. Yo tiro del saco y Malachy se encarga de recoger los trozos que caen por el agujero y de volver a meterlos en el saco. Después se pone a llover y no podemos quedarnos en un portal hasta que escampe porque llevamos el carbón, que deja un rastro negro por la acera y Malachy se está poniendo negro de recoger los trozos, de volver a meterlos en la bolsa y de quitarse el agua de lluvia de la cara con las manos negras y mojadas. Yo le digo que está negro, él me dice que yo estoy negro, y una mujer de una tienda nos dice que nos apartemos de esa puerta, que es Navidad y no quiere ver África.

Tenemos que seguir arrastrando el saco; de lo contrario, no llegaremos a celebrar nuestra comida de Navidad. Tardaremos siglos enteros en encender el fuego y más siglos en poder comer, porque el agua tiene que hervir antes de que mamá añada el repollo y las patatas para que hagan compañía al cerdo en la olla. Arrastramos la bolsa por la avenida O’Connell y vemos a las personas sentadas a la mesa en sus casas, con adornos de todas clases y luces brillantes. En una de las casas abren la ventana y los niños nos señalan y se ríen y nos gritan:

—Mirad, los zulúes. ¿Dónde habéis dejado las lanzas?

Malachy les hace gestos con la cara y quiere tirarles carbón, pero yo le digo que si tira el carbón tendremos menos para el cerdo y no comeremos nunca.

El piso de abajo de nuestra casa vuelve a ser un lago por el agua de lluvia que entra como un torrente por debajo de la puerta, pero no nos importa porque ya estamos empapados de todas formas y podemos vadear el agua. Papá baja, y sube a rastras el saco hasta Italia. Dice que somos unos buenos chicos por haber traído tanto carbón, que la carretera del Muelle debía de estar cubierta de carbón. Cuando mamá nos ve se echa a reír y después llora. Se ríe por lo negros que estamos y llora porque estamos empapados de agua. Nos dice que nos quitemos toda la ropa y nos lava el carbón de la cara y de las manos. Dice a papá que la cabeza de cerdo puede esperar un rato para que nosotros nos tomemos un tarro de té caliente.

Fuera llueve, y en nuestra cocina del piso de abajo hay un lago, pero allí arriba, en Italia, el fuego está encendido otra vez y la habitación está tan caldeada y tan seca que cuando Malachy y yo terminamos de tomarnos el té nos quedamos dormidos en la cama y no nos despertamos hasta que papá nos dice que la comida está preparada. Nuestras ropas están mojadas todavía, de manera que Malachy se sienta en el baúl arropado con el abrigo americano rojo de mamá y yo estoy arropado con un abrigo viejo que dejó el padre de mamá cuando se marchó a Australia.

En la habitación hay olores deliciosos, repollo, patatas y la cabeza de cerdo, pero cuando papá saca la cabeza de la olla y la pone en un plato, Malachy dice:

—Ay, pobrecito cerdo. No quiero comerme al pobrecito cerdo.

—Si tuvieras hambre te lo comerías —dice mamá—. Ahora, déjate de tonterías y cómete tu comida.

—Espera un momento —dice papá.

Corta lonchas de las dos carrilladas y las unta de mostaza. Coge el plato donde está la cabeza de cerdo y lo deja en el suelo, bajo la mesa.

—Mira, eso es jamón —dice a Malachy, y Malachy se lo come porque ya no ve de dónde ha salido y ya no es cabeza de cerdo. El repollo está blando y caliente y hay muchas patatas con mantequilla y sal. Mamá nos pela las patatas, pero papá se las come con piel y todo. Dice que todo el alimento de la patata está en la piel, y mamá dice que menos mal que no come huevos, pues se los comería con cáscara y todo.

Él dice que así lo haría, y que es una vergüenza que los irlandeses tiren a la basura millones de pieles de patata todos los días, y que por eso mueren de tisis a miles, y que seguro que la cáscara del huevo tiene alimento, pues el derroche es el octavo pecado capital. Si de él dependiera…

—Pero no depende de ti —dice mamá—. Come.

Papá se come media patata con la piel y vuelve a dejar la otra media en la olla. Come una pequeña loncha de carrillada de cerdo y una hoja de repollo y se deja el resto en el plato para Malachy y para mí. Prepara más té y nos lo tomamos con pan y mermelada, para que nadie pueda decir que no hemos comido un dulce el día de Navidad.

Ya se ha hecho de noche y sigue lloviendo fuera, y el carbón brilla en la chimenea, donde están sentados mamá y papá fumándose sus cigarrillos. Cuando se tienen las ropas mojadas no se puede hacer nada más que volver a la cama, donde se está a gusto y tu padre te puede contar el cuento de cómo se hizo católico Cuchulain, y te quedas dormido y sueñas con el cerdo que está en la cuna en la iglesia de los redentoristas porque el Niño Jesús y Cuchulain y él tenían que hacerse mayores y tenían que morir todos.

El ángel que trajo a Margaret y a los gemelos vuelve a venir y nos trae a otro hermano, Michael. Papá dice que encontró a Michael en el séptimo peldaño de la escalera que sube a Italia. Dice que eso es lo que hay que esperar cuando se pide un niño nuevo, que hay que esperar al Ángel del Séptimo Peldaño.

Malachy pregunta cómo se puede recibir un hermanito nuevo del Ángel del Séptimo Peldaño cuando se vive en una casa sin escaleras, y papá le dice que hacer demasiadas preguntas es una lacra.

Malachy pregunta qué es una lacra.

Una lacra. A mí me gustaría saber qué significa esa palabra. Una lacra. Pero papá dice:

Och, hijo, el mundo es una lacra, y todo lo que hay en él también.

Y se pone la gorra y se marcha al hospital Bedford Row para ver a mamá y a Michael. Ella está en el hospital con su dolor de espalda, y tiene al niño consigo para asegurarse de que estaba sano cuando lo dejaron en el séptimo peldaño. Yo no lo comprendo, porque estoy seguro de que los ángeles no dejarían nunca en el séptimo peldaño a un niño enfermo. Es inútil preguntárselo a papá o a mamá. Te dicen:

—Te estás volviendo tan preguntón como tu hermano. Vete a jugar.

Sé que a las personas mayores no les gusta que los niños les hagan preguntas. Ellos pueden hacerte todas las preguntas que quieran: «¿Cómo te va en la escuela?», «¿Eres un niño bueno?», «¿Has rezado tus oraciones?», pero si tú les preguntas si han rezado sus oraciones, pueden pegarte un capón.

Papá trae a casa a mamá con el niño nuevo y ella tiene que quedarse en la cama varios días por el dolor de espalda. Mamá dice que este niño es el vivo retrato de nuestra hermanita que se murió, con el pelo negro y ondulado, los ojos azules encantadores y las cejas preciosas. Eso es lo que dice mamá.

Yo pregunto si el niño es un retrato. También pregunto cuál es el séptimo peldaño, porque la escalera tiene nueve peldaños y quisiera saber si se empieza a contar por abajo o por arriba. A papá no le importa responder a esta pregunta. Dice que los ángeles vienen de arriba, que no suben de cocinas como la nuestra, que son lagos de octubre a abril.

De modo que localizo el séptimo peldaño contando desde arriba.

El niño recién nacido, Michael, tiene un catarro. Tiene la cabeza congestionada y apenas puede respirar. Mamá está preocupada porque es domingo y el dispensario de los pobres está cerrado. Si vas a casa del médico y la doncella ve que eres de clase baja te dice que vayas al dispensario, que es tu sitio. Si le dices que el niño se está muriendo en tus brazos, ella te dirá que el médico está en el campo montando a caballo.

Mamá llora porque el niño está intentando penosamente aspirar por la boca. Intenta despejarle la nariz con un trozo de papel enrollado, pero tiene miedo de meterlo demasiado hondo.

—Eso no hace falta —dice papá—. No hay que meter cosas a los niños por la nariz.

Parece que va a besar al niño. Pero le pone la boca en la naricita y aspira, aspira las cosas malas que tiene Michael dentro de la cabeza. Las escupe en el fuego, Michael da un grito prolongado y se le ve respirar, dar patadas al aire y reír. Mamá mira a papá como si acabara de bajar del cielo, y papá dice:

—Esto es lo que hacíamos en Antrim mucho antes de que hubiera médicos que montasen a caballo.

La llegada de Michael nos da derecho a recibir unos chelines más de subsidio de paro, pero mamá dice que no es suficiente y tiene que ir a pedir comida a la Conferencia de San Vicente de Paúl. Una noche llaman a la puerta y mamá me hace bajar a ver quién es. Son dos hombres de San Vicente de Paúl y quieren ver a mi madre y a mi padre. Yo les digo que mis padres están en Italia, en el piso de arriba.

—¿Cómo dices? —dicen.

—En el piso de arriba, donde está seco. Les avisaré.

Entonces me preguntan qué es el pequeño cobertizo que está junto a nuestra puerta principal. Les digo que es el retrete. Me preguntan por qué no está en la parte trasera de la casa, y yo les digo que es el retrete de todo el callejón y que menos mal que no está en la parte trasera de la casa, porque entonces la gente tendría que estar yendo y viniendo por nuestra cocina con unos cubos que dan asco.

—¿Estás seguro de que hay un solo retrete para toda la calle? —dicen.

—Sí.

—Madre de Dios —dicen ellos.

—¿Quién está allí abajo? —dice mamá en voz alta desde Italia.

—Los hombres.

—¿Qué hombres?

—De San Vicente de Paúl.

Pisan con cuidado al atravesar el lago de la cocina y emiten chasquidos de lengua y ruidos de desaprobación y se dicen el uno al otro: «¿No es una vergüenza?», hasta que llegan a Italia, en el piso de arriba. Dicen a mamá y a papá que lamentan molestarles pero que la Conferencia tiene que asegurarse de que está ayudando a los casos que lo merecen. Mamá les ofrece una taza de té, pero ellos echan una ojeada a su alrededor y dicen que no, gracias. Preguntan por qué vivimos en el piso de arriba. Preguntan acerca del retrete. Hacen preguntas porque las personas mayores pueden hacer todas las preguntas que quieran y anotar las respuestas en libretas, sobre todo cuando llevan cuello, corbata y traje. Preguntan qué edad tiene Michael, cuánto cobra papá de subsidio de paro, cuándo tuvo su último trabajo y por qué no tiene trabajo ahora, y qué tipo de acento es ese que tiene.

Papá les dice que el retrete podría matarnos con enfermedades de todo tipo, que la cocina se inunda en el invierno y que tenemos que mudarnos al piso superior para estar secos. Dice que el río Shannon es el culpable de toda la humedad del mundo y que nos está matando uno a uno.

Malachy les dice que estamos viviendo en Italia, y ellos sonríen.

Mamá les pregunta si sería posible recibir botas para Malachy y para mí, y ellos dicen que tendrá que ir al edificio Ozanam y presentar una solicitud. Ella dice que no se siente bien desde que vino el niño y que no sería capaz de pasar mucho tiempo de pie en una cola, pero ellos dicen que deben tratar a todos por igual, hasta a una mujer del barrio de Irishtown que tuvo trillizos, y «muchas gracias, presentaremos nuestro informe a la Conferencia».

Cuando se marchan, Malachy quiere enseñarles dónde dejó el ángel a Michael, en el séptimo peldaño, pero papá le dice: «Ahora no, ahora no». Malachy llora y uno de los hombres se saca del bolsillo un trozo de toffee y se lo da, y yo deseo tener algo por lo que llorar para que también me den un trozo.

Tengo que volver a bajar al piso inferior para enseñar a los hombres dónde tienen que poner los pies para no mojarse. Ellos no dejan de sacudir la cabeza y de decir «Dios Todopoderoso» y «Madre de Dios, esto es desesperado. Lo que tienen arriba no es Italia, es Calcuta».

Arriba, en Italia, papá dice a mamá que nunca debe pedir limosna de esa manera.

—¿Que he pedido limosna? ¿De qué estás hablando?

—¿Es que no tienes orgullo? ¿Cómo pides botas de limosna de esa manera?

—¿Y qué quieres que haga, señor Aires de Grandeza? ¿Quieres que vayan descalzos?

—Prefiero arreglarles los zapatos que tienen.

—Los zapatos que tienen se están cayendo a pedazos.

—Yo los puedo arreglar —dice él.

—Tú no sabes arreglar nada —dice ella—. Eres un inútil.

Al día siguiente vuelve a casa con un neumático de bicicleta viejo. Me envía a la casa de al lado para que pida prestados al señor Hannon una horma y un martillo. Coge el cuchillo afilado de mamá y corta el neumático hasta que consigue varios trozos para ponerlos en las suelas y en los tacones de nuestros zapatos. Mamá le dice que va a destrozar los zapatos del todo, pero él se pone a dar martillazos y a clavar los clavos en los zapatos a través de los trozos de goma.

—Dios del cielo —dice mamá—, si dejaras los zapatos en paz durarían hasta la Pascua de Resurrección, por lo menos, y podríamos recibir las botas de San Vicente de Paúl.

Pero él no lo deja hasta que las suelas y los tacones están cubiertos de cuadrados de goma de neumático que sobresalen por los lados de los zapatos y que aletean por delante y por detrás. Nos hace ponernos los zapatos y nos dice que tendremos los pies bien calientes, pero nosotros ya no queremos ponérnoslos porque los trozos de neumático tienen tantos bultos que nos tropezamos cuando andamos por Italia. Me envía a devolver la horma y el martillo al señor Hannon, y la señora Hannon dice:

—Dios del cielo, ¿qué tienes en los zapatos?

Se ríe, y el señor Hannon sacude la cabeza y a mí me da vergüenza. Al día siguiente no quiero ir a la escuela y finjo estar enfermo, pero papá nos hace levantarnos y nos da nuestro pan frito y nuestro té y nos dice que debemos dar gracias de tener zapatos siquiera, que en la Escuela Nacional Leamy hay niños que van a la escuela descalzos los días de helada. Cuando vamos a la escuela, los niños de la Escuela Leamy se ríen de nosotros porque los trozos de neumático son tan gruesos que nos hacen parecer varias pulgadas más altos y los niños dicen: «¿Qué tal aire hace por ahí arriba?». En mi clase hay seis o siete niños descalzos que no dicen nada, y yo me pregunto qué es mejor: tener zapatos con gomas de neumático que te hacen tropezar y caerte, o ir descalzo. Si no tienes zapatos de ninguna clase tienes de tu parte a todos los niños descalzos. Si tienes zapatos con gomas de neumático, estás solo con tu hermano y tienes que defenderte por tu cuenta. Me siento en un banco en el cobertizo del patio de la escuela y me quito los zapatos y los calcetines, pero cuando entro en la clase el maestro me pregunta dónde están mis zapatos. Sabe que yo no soy uno de los niños descalzos, y me hace volver al patio, traer los zapatos y ponérmelos. Después, dice a la clase:

—Aquí hay mofas. Aquí hay befas por las desventuras de los demás. ¿Hay en esta clase alguien que se crea perfecto? Que levante la mano.

Nadie levanta la mano.

—¿Hay en esta clase alguien que pertenezca a una familia rica a la que le sobre el dinero para comprar zapatos? Que levante la mano.

Nadie levanta la mano.

—Aquí hay niños que tienen que remendarse los zapatos como pueden —dice—. Aquí hay niños que ni siquiera tienen zapatos. No es culpa suya, y no es una vergüenza. Nuestro Señor no tenía zapatos. Murió sin zapatos. ¿Veis que luzca unos zapatos clavado en la cruz? ¿Lo veis, niños?

—No, señor.

—¿Qué es lo que no veis?

—Que Nuestro Señor luzca unos zapatos clavado en la cruz, señor.

—Ahora bien, si oigo decir que un niño de esta clase se mofa y se befa de McCourt o de su hermano por sus zapatos, saldrá a relucir la vara. ¿Qué saldrá a relucir, niños?

—La vara, señor.

—La vara escocerá, niños. La palmeta de fresno silbará por el aire, caerá en el trasero del niño que se mofa, del niño que se befa. ¿Dónde caerá, niños?

—En el niño que se mofa, señor.

—¿Y…?

—En el niño que se befa, señor.

Los niños no nos molestan más y llevamos los zapatos con las gomas de neumático durante varias semanas, hasta que llega la Pascua de Resurrección y la Conferencia de San Vicente de Paúl nos regala unas botas.

Cuando tengo que levantarme en plena noche para mear en el cubo voy a lo alto de la escalera y miro hacia abajo para ver si está el ángel en el séptimo peldaño. A veces estoy seguro de que veo allí una luz, y si todos duermen me siento en el peldaño por si el ángel trae a otro niño o por si viene sólo de visita. Pregunto a mamá si el ángel se limita a traer a los niños y se olvida de ellos después.

—Claro que no —dice—: el ángel no se olvida nunca de los niños y vuelve para asegurarse de que el niño es feliz.

Yo podría hacer al ángel preguntas de todo tipo, y estoy seguro de que me respondería, a no ser que fuera una angelita. Pero estoy seguro de que las angelitas también responderían a las preguntas. Nunca he oído decir a nadie lo contrario.

Paso mucho tiempo sentado en el séptimo peldaño, y estoy seguro de que el ángel está allí. Le cuento todas las cosas que uno no puede contar a su madre ni a su padre por miedo a que le den un capón o a que lo manden a jugar. Le cuento todo lo de la escuela, y el miedo que tengo al maestro y a su vara cuando nos da voces en irlandés y yo todavía no sé de qué habla, porque cuando yo vine de América los demás niños ya llevaban un año aprendiendo irlandés.

Me quedo en el séptimo peldaño hasta que hace demasiado frío o hasta que papá se levanta y me dice que vuelva a la cama. Al fin y al cabo, fue él quien me dijo que el ángel viene al séptimo peldaño, y debería saber por qué estoy allí sentado. Una noche le dije que estaba esperando al ángel, y él dijo:

Och, vamos, Francis, eres un poco soñador.

Vuelvo a la cama, pero oigo que susurra a mi madre:

—El pobre muchachito estaba sentado en las escaleras charlando con un ángel.

Se ríe, y mi madre se ríe, y yo pienso que es curioso cómo se ríen los mayores del ángel que les ha traído a un niño nuevo.

Antes de la Pascua de Resurrección volvemos a mudarnos al piso bajo, a Irlanda. La Pascua de Resurrección es mejor que la Navidad porque el aire está más templado, las paredes no gotean humedad y la cocina ya no es un lago, y si nos levantamos temprano podemos ver un rayo de sol oblicuo que entra durante un momento por la ventana de la cocina.

Con el buen tiempo los hombres se sientan en la calle fumando cigarrillos si los tienen, contemplando el mundo y viéndonos jugar. Las mujeres se quedan de pie con los brazos cruzados, charlando. No se sientan, porque lo único que tienen que hacer es quedarse en casa, cuidar a los niños, limpiar la casa y cocinar un poco, y los hombres necesitan las sillas. Los hombres se sientan porque están cansados de ir a pie a la oficina de empleo cada mañana a firmar el paro, de discutir los problemas del mundo y de preguntarse qué pueden hacer con el resto del día. Algunos se pasan por el corredor de apuestas para estudiar las probabilidades y apuestan un chelín o dos a algo seguro. Algunos se pasan horas enteras en la biblioteca Carnegie leyendo periódicos ingleses e irlandeses. Un hombre en paro tiene que estar enterado de las cosas, porque todos los demás hombres que están en paro son expertos en lo que pasa por el mundo. El hombre que está en paro tiene que estar preparado por si otro hombre en paro saca a la conversación el tema de Hitler, de Mussolini o de la situación terrible de millones de los chinos. El hombre en paro vuelve a casa después de pasar un día con el corredor de apuestas o con el periódico y su mujer no le negará unos minutos de tranquilidad y de paz con su cigarrillo y su té y un rato para quedarse sentado en su silla y para pensar en el mundo.

La Pascua de Resurrección es mejor que la Navidad porque papá nos lleva a la iglesia de los redentoristas, donde todos los sacerdotes van de blanco y cantan. Están contentos porque Nuestro Señor está en el cielo. Yo pregunto a papá si el niño de la cuna está muerto y él me dice que no, que tenía treinta y tres años cuando murió y que está allí, clavado en la cruz. Yo no entiendo cómo ha crecido tan aprisa para estar allí clavado, con un sombrero hecho de espinos y lleno de sangre que le cae de la cabeza, de las manos, de los pies y de un agujero grande que tiene cerca del vientre.

Papá dice que lo entenderé cuando sea mayor. Ahora me dice eso constantemente, y yo quiero ser mayor como él para poder entenderlo todo. Debe de ser precioso despertarse por la mañana y entenderlo todo. Y me gustaría ser como las personas mayores que están en la iglesia, que se ponen de pie y de rodillas y rezan y lo entienden todo.

En la misa la gente se acerca al altar y el sacerdote les pone algo en la boca. Vuelven a sus sitios con la cabeza baja y moviendo la boca. Malachy dice que tiene hambre y que él también quiere que le den algo. Papá dice:

—Calla; es la comunión; es el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor.

—Pero, papá…

—Calla. Es un misterio.

Es inútil hacer más preguntas. Si haces una pregunta te dicen que es un misterio, que lo entenderás cuando seas mayor, que seas un niño bueno, que se lo preguntes a tu madre, que se lo preguntes a tu padre, que me dejes en paz, por amor de Dios, que te vayas a jugar.

Papá consigue su primer trabajo en Limerick en la Fábrica de Cemento, y mamá está contenta. No tendrá que ponerse en la cola de la Conferencia de San Vicente de Paúl para pedir ropa y botas para Malachy y para mí. Ella dice que eso no es pedir limosna, que es una ayuda benéfica, pero papá dice que es pedir limosna y que es vergonzoso. Mamá dice que ahora podrá pagar la cuenta de varias libras que debe en la tienda de Kathleen O’Connell y que podrá devolver lo que debe a su propia madre. No le gusta nada deber nada a nadie, y menos a su propia madre.

La Fábrica de Cemento está a varias millas de Limerick y eso significa que papá tiene que salir de casa a las seis de la mañana. No le importa, porque está acostumbrado a las caminatas largas. La noche anterior mamá le prepara un termo de té, un bocadillo, un huevo duro. Le da lástima que tenga que caminar tres millas de ida y tres de vuelta. Una bicicleta le vendría bien, pero tendría que trabajar un año entero para comprársela.

El viernes es día de cobro, y mamá se levanta temprano, limpia la casa y canta:

Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso,

tenía que ser, y la razón es ésta…

En la casa no hay mucho que limpiar. Barre el suelo de la cocina y el suelo de Italia, en el piso de arriba. Lava los cuatro tarros de mermelada que nos sirven de tazones. Dice que si a papá le dura el trabajo compraremos tazas como Dios manda, y quizás también platillos, y algún día, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre, tendremos sábanas en la cama y, si ahorramos mucho tiempo, una o dos mantas, en vez de estos abrigos viejos que debieron quedar del tiempo de la Gran Hambruna. Hierve agua y lava los trapos que sirven para que Michael no se cague en el cochecito y por toda la casa.

—Oh —dice—, nos tomaremos una buena merienda cuando vuestro papi traiga a casa el sueldo esta noche.

Papi. Está de buen humor.

Suenan sirenas y silbatos por toda la ciudad cuando los hombres terminan el trabajo a las cinco y media. Malachy y yo estamos emocionados porque sabemos que cuando el padre de uno trabaja y trae a casa el sueldo le da a uno el Penique del Viernes. Lo sabemos por otros niños cuyos padres trabajan, y sabemos que después de merendar puedes ir a la tienda de Kathleen O’Connell a comprar caramelos. Si tu madre está de buen humor hasta puede que te dé dos peniques para que vayas al cine Lyric al día siguiente a ver una película de James Cagney.

Los nombres que trabajan en las fábricas y en las tiendas de la ciudad están llegando a los callejones para cenar, lavarse e irse a la taberna. Las mujeres van al Coliseum o al cine Lyric a ver películas. Compran dulces y cigarrillos Wild Woodbine, y si sus maridos llevan trabajando mucho tiempo se permiten el lujo de comerse cajas de bombones Magia Negra. Les encantan las películas de amor y lo pasan muy bien llorando a moco tendido cuando hay un final triste o cuando un amante atractivo se marcha para que lo maten los hindúes y otros acatólicos.

Tenemos que esperar mucho tiempo a que papá recorra a pie el camino de vuelta de varias millas desde la Fábrica de Cemento. No podemos cenar hasta que ha vuelto a casa, y eso es duro, porque se huele la comida que preparan otras familias del callejón. Mamá dice que es una suerte que el día de cobro sea el viernes, cuando no se puede comer carne, porque el olor del tocino o de las salchichas en las demás casas le haría perder el juicio. Todavía podemos comer pan con queso y un buen tarro de té con abundante leche y azúcar: ¿qué más se puede desear?

Las mujeres se han ido a los cines, los hombres están en las tabernas, y papá no ha vuelto a casa aún. Mamá dice que aunque papá es buen andarín, la Fábrica de Cemento está lejos. Eso dice, pero tiene los ojos húmedos y ha dejado de cantar. Está sentada junto a la chimenea fumándose un Wild Woodbine que le dejó fiado Kathleen O’Connell. El pitillo es el único lujo del que disfruta, y nunca olvidará la bondad de Kathleen. No sabe cuánto tiempo puede seguir haciendo hervir el agua en esta tetera. No sirve de nada hacer el té antes de que papá llegue a casa, porque estará recocido, recalentado y hervido y no se podrá beber. Malachy dice que tiene hambre y ella le da un trozo de pan con queso para que vaya tirando.

—Éste trabajo podría ser nuestra salvación —dice—. Bastante le cuesta encontrar trabajo con su acento del Norte, y si pierde éste no sé qué vamos a hacer.

El callejón está oscuro y tenemos que encender una vela. Mamá tiene que darnos nuestro té y nuestro pan con queso, porque tenemos tanta hambre que no podemos esperar un minuto más. Ella se sienta a la mesa, come un poco de pan con queso, se fuma su Wild Woodbine. Sale a la puerta para ver si viene papá por el callejón y habla de los días de cobro en que lo buscábamos por todo Brooklyn.

—Algún día volveremos todos a América —dice— y tendremos un sitio agradable y cálido para vivir y un retrete en el pasillo como el de la avenida Classon, y no esta porquería que tenemos al lado de la puerta.

Las mujeres vuelven a casa de los cines riendo, y los hombres vienen de las tabernas cantando. Mamá dice que es inútil esperar más. Si papá se queda en las tabernas hasta la hora de cierre no le quedará nada de su sueldo, y bien podemos irnos a la cama. Se acuesta en su cama con Michael en sus brazos. El callejón está en silencio y yo la oigo llorar a pesar de que se cubre la cara con un abrigo viejo, y oigo a lo lejos a mi padre.

Sé que es mi padre porque es el único hombre de Limerick que canta esa canción del Norte, la de Roddy McCorley, que va a la muerte hoy en el puente de Toome. Dobla la esquina en la parte alta del callejón y empieza con la canción de Kevin Barry. Algunas personas se asoman a las ventanas y a las puertas y dicen:

—Por Dios, que le metan un calcetín en la boca. Algunos tenemos que madrugar para ir al trabajo. Vete a tu casa y canta allí tus jodidas canciones patrióticas.

Él se planta en medio del callejón y reta a todo el mundo a que salga, él está preparado para luchar, preparado para luchar y para morir por Irlanda, cosa que no pueden decir los hombres de Limerick, conocidos por todo lo largo y ancho del mundo por haber colaborado con el pérfido sajón.

Está abriendo nuestra puerta y canta:

Y si cuando todos velan

el Oeste duerme, el Oeste duerme,

¡ay!, bien puede llorar mi Erín

porque Connacht yace en el sueño.

Pero ¡escuchad! Una voz de trueno dijo:

¡el Oeste despierta!, ¡el Oeste despierta!

Cantad, ¡hurra!, ¡tiemble Inglaterra!

¡Velaremos hasta la muerte por Erín!

Grita desde abajo de las escaleras:

—Ángela, Ángela, ¿hay alguna gota de té en esta casa?

Ella no responde y él vuelve a gritar:

—Francis, Malachy, bajad aquí, muchachos. Os voy a dar el Penique del Viernes.

Yo quiero bajar para que me dé el Penique del Viernes, pero mamá está sollozando tapándose la boca con el abrigo y Malachy dice:

—No quiero su asqueroso Penique del Viernes. Que se lo quede.

Papá sube las escaleras a tropezones, pronunciando un discurso sobre cómo debemos morir todos por Irlanda. Prende una cerilla y enciende con ella la vela que está junto a la cama de mamá. Levanta la vela sobre su cabeza y desfila por la habitación, cantando:

Mirad quiénes vienen entre los brezos de flores rojas,

con banderas verdes que ondean al aire puro montañés,

la cabeza erguida, ojos al frente, marcando el paso orgullosos,

sin duda la libertad tiene allí un trono en cada espíritu altivo.

Michael se despierta y grita con fuerza, los Hannon están dando golpes en la pared medianera, mamá dice a papá que es una vergüenza y que por qué no se larga de la casa de una vez.

Él está en el centro de la habitación sujetando la vela sobre su cabeza. Se saca un penique del bolsillo y nos lo muestra a Malachy y a mí.

—Vuestro Penique del Viernes, muchachos —dice—. Quiero que saltéis de esa cama, que forméis aquí como dos soldados y que prometáis morir por Irlanda, y yo os daré el Penique del Viernes.

Malachy se incorpora en la cama.

—No lo quiero —dice.

Y yo le digo que yo tampoco lo quiero.

Papá se queda de pie un momento, vacilante, y vuelve a guardarse el penique en el bolsillo. Se vuelve a mamá, y ella le dice:

—Ésta noche no vas a dormir en esta cama.

Él baja al piso inferior con la vela, duerme en una silla, falta al trabajo a la mañana siguiente y pierde el empleo en la Fábrica de Cemento, y volvemos a vivir del subsidio de paro.