2

Al cabo de una semana llegamos a Moville, en el condado de Donegal, donde tomamos un autobús a Belfast; de allí tomamos otro autobús a Toome, en el condado de Antrim. Dejamos el baúl en una tienda y nos dispusimos a caminar las dos millas de la carretera que subía hasta la casa del abuelo McCourt. En la carretera estaba oscuro; la aurora apenas asomaba por las colinas lejanas.

Papá llevaba a los gemelos en brazos, y ellos se turnaban para llorar de hambre. Mamá se detenía cada pocos minutos para sentarse a descansar en el muro de piedra del borde de la carretera. Nos sentábamos con ella y veíamos cómo el cielo se volvía rojo, y después azul. Los pájaros empezaron a piar y a cantar en los árboles, y cuando se levantó el alba vimos en los campos unas extrañas criaturas que estaban de pie, mirándonos.

—¿Qué son, papá? —dijo Malachy.

—Vacas, hijo.

—¿Qué son vacas, papá?

—Las vacas son vacas, hijo.

Seguimos caminando por la carretera que se iba iluminando y vimos otras criaturas en los campos, unas criaturas blancas y peludas.

—¿Qué son, papá? —dijo Malachy.

—Ovejas, hijo.

—¿Qué son ovejas, papá?

—¿No acabarás de hacer preguntas? —le gritó mi padre—. Las ovejas son ovejas, las vacas son vacas, y eso de allí es una cabra. Una cabra es una cabra. La cabra da leche, la oveja da lana, la vaca da de todo. ¿Qué más quieres saber, en nombre de Dios?

Y Malachy aulló de miedo, porque papá no nos hablaba nunca de ese modo, nunca nos hablaba con dureza. Podía hacernos levantar en plena noche y hacernos prometer que moriríamos por Irlanda, pero nunca gritaba de ese modo. Malachy corrió al lado de mamá, y ella le dijo:

—Ya, ya, amor, no llores. Es que tu padre está cansado de llevar a cuestas a los gemelos, y es difícil responder a tantas preguntas cuando se acarrean unos gemelos por el mundo.

Papá dejó a los gemelos en la carretera y extendió los brazos a Malachy. Entonces los gemelos empezaron a llorar y Malachy se colgó de mamá, sollozando. Las vacas mugían, las ovejas balaban, la cabra balitaba, los pájaros piaban en los árboles y el pitido de un automóvil lo atravesaba todo. Un hombre nos llamó desde el automóvil:

—¡Cielo santo! ¿Qué hacen ustedes en esta carretera a estas horas de la mañana del domingo de Resurrección?

—Buenos días, padre —dijo papá.

—¿Padre? —dije yo—. ¿Es tu padre, papá?

—No le hagas preguntas —dijo mamá.

—No, no: éste es un sacerdote —dijo papá.

—¿Qué es un…? —dijo Malachy; pero mamá le tapó la boca con la mano.

El sacerdote tenía el cabello blanco y llevaba un alzacuellos blanco.

—¿A dónde van? —preguntó.

—Por la carretera, a casa de los McCourt de Moneyglass —dijo papá; y el sacerdote nos llevó en su automóvil. Dijo que conocía a los McCourt, una familia excelente, buenos católicos, algunos de comunión diaria, y esperaba vernos a todos en misa, sobre todo a los pequeños yanquis que no sabían (Dios nos asista) lo que era un sacerdote.

Llegados a la casa, mi madre acerca la mano al cerrojo de la puerta exterior.

—No —dice mi padre—; por aquí no. Por la puerta principal no. Sólo utilizan la puerta principal para las visitas del sacerdote o para los funerales.

Rodeamos la casa hasta llegar a la puerta de la cocina. Papá empuja la puerta y allí están el abuelo McCourt tomando té en una jarra grande y la abuela McCourt friendo algo.

Och —dice el abuelo—, estáis aquí.

Och, aquí estamos —dice papá. Señala a mi madre.

—Ésta es Ángela.

Och, debes estar agotada, Ángela —dice el abuelo.

La abuela no dice nada; vuelve a la sartén. El abuelo nos conduce a través de la cocina hasta una habitación grande con una mesa larga y sillas.

—Sentaos —dice— y tomad un té. ¿Queréis boxty?

—¿Qué es boxty? —dice Malachy. Papá se ríe.

—Son tortitas, hijo. Tortitas hechas con patatas.

—Tenemos huevos —dice el abuelo—. Hoy es domingo de Resurrección y podéis comeros todos los huevos que os entren.

Tomamos té, boxty y huevos cocidos, y todos nos quedamos dormidos. Me despierto acostado en una cama con Malachy y con los gemelos. Mis padres están en otra cama, junto a la ventana. ¿Dónde estoy? Está oscureciendo. Esto no es el barco. Mamá ronca, hink. Papá ronca, honk. Yo me levanto y empujo a papá con la mano.

—Tengo que mear.

—Usa el orinal —dice él.

—¿Qué?

—Debajo de la cama, hijo. El orinal. Tiene rosas y doncellas retozando en el valle. Mea en él, hijo.

Siento deseos de preguntarle de qué me está hablando, pues aunque esté a punto de reventar me parece raro mear en un orinal que tiene rosas y doncellas retozando, que no sé lo que son. No teníamos nada así en la avenida Classon, donde la señora Leibowitz cantaba en el retrete mientras nosotros nos la agarrábamos en el pasillo.

Ahora Malachy tiene que usar el orinal, pero quiere sentarse en él.

—No, no puedes hacer eso, hijo —dice papá—. Tienes que ir afuera.

Cuándo dice eso, a mí también me dan ganas de hacerlo sentado. Nos acompaña al piso de abajo y nos hace pasar por la habitación grande, donde el abuelo está sentado leyendo junto al fuego y la abuela dormita en su silla. Afuera está oscuro, aunque la luna alumbra lo suficiente para que veamos por dónde vamos. Papá abre la puerta de una casita que tiene un asiento con un agujero. Nos enseña a Malachy y a mí a sentarnos en el agujero y a limpiarnos con cuadrados de papel de periódico que están colgados de un clavo. Después nos dice que esperemos mientras él entra, cierra la puerta y gruñe. La luna brilla tanto que puedo ver el campo y aquellas cosas que se llaman vacas y ovejas, y me pregunto por qué no se van a su casa.

En la casa están otras personas en la habitación con mis abuelos.

—Éstas son vuestras tías —dice papá—: Emily, Nora, Maggie, Vera. Vuestra tía Eva está en Ballymena con niños como vosotros.

Mis tías no son como la señora Leibowitz ni como Minnie MacAdorey: hacen un gesto con la cabeza, pero no nos abrazan ni sonríen. Mamá entra en la habitación con los gemelos, y cuando papá dice a sus hermanas «Ésta es Ángela, y éstos son los gemelos», se limitan a hacer un nuevo gesto con la cabeza.

La abuela se marcha a la cocina y pronto tenemos pan, salchichas y té. El único que habla en la mesa es Malachy. Apunta con su cuchara a las tías y les vuelve a preguntar cómo se llaman. Cuando mamá le dice que se coma la salchicha y se calle, se le llenan los ojos de lágrimas y la tía Nora extiende la mano para consolarlo. «Ya, ya», le dice; y yo me pregunto por qué todos dicen «ya, ya» cuando Malachy llora. Me pregunto qué significa «ya, ya».

En la mesa reina el silencio hasta que papá dice:

—Las cosas están terribles en América.

Och, sí, lo leo en el periódico —dice la abuela—. Pero dicen que el señor Roosevelt es un buen hombre, y si os hubieseis quedado quizás tendrías ya trabajo.

Papá sacude la cabeza, y la abuela dice:

—No sé qué vais a hacer, Malachy. Las cosas están peores aquí que en América. Aquí no hay trabajo, y bien sabe Dios que en esta casa no tenemos sitio para seis personas más.

—Pensé que podría encontrar trabajo en alguna de las granjas —dice papá—. Podríamos encontrar una casa pequeña.

—¿Dónde os alojaríais hasta entonces? —dice la abuela—. ¿Y cómo os sustentaríais tú y tu familia?

Och, supongo que podría cobrar el subsidio de paro.

—No puedes desembarcar de un barco recién llegado de América y empezar a cobrar el paro —dice el abuelo—. Te hacen esperar una temporada, y ¿qué haríais mientras estuvieseis esperando?

Papá no dice nada, y mamá mira fijamente a la pared que tiene delante.

—Estaríais mejor en el Estado Libre —dice la abuela—. Dublín es grande, y seguro que hay trabajo allí o en las granjas de los alrededores.

—También tienes derecho a cobrar del IRA —dice el abuelo—. Hiciste tu parte, y han estado dando dinero a los hombres de todo el Estado Libre. Podríais ir a Dublín a solicitar ayuda. Nosotros podemos prestaros el importe de los billetes de autobús a Dublín. Los gemelos pueden ir sentados en vuestras rodillas y no tendréis que pagar billete por ellos.

Papá dice «Och, sí», y mamá mira fijamente a la pared con lágrimas en los ojos.

Después de comer volvimos a la cama, y a la mañana siguiente todos los mayores estaban sentados con expresión de tristeza. Pronto llegó un hombre en un automóvil y nos volvió a bajar por la carretera hasta la tienda donde nos guardaban el baúl. Subieron el baúl a la baca de un autobús y nosotros montamos en el autobús. Papá dijo que íbamos a Dublín.

—¿Qué es Dublín? —dijo Malachy; pero nadie le respondió.

Papá se puso a Eugene en las rodillas y mamá a Oliver. Papá miraba los campos y me dijo que por allí le gustaba pasearse a Cuchulain. Yo le pregunté dónde había metido Cuchulain de un golpe la pelota en la boca del perro, y él me dijo que fue algunas millas más allá.

—Mirad, mirad —dijo Malachy, y miramos. Era una gran capa plateada de agua, y papá dijo que era el lago Neagh, el lago más grande de Irlanda, el lago donde solía nadar Cuchulain después de sus grandes batallas. Cuchulain tenía tanto calor que cuando saltaba al lago Neagh éste se ponía a hervir y calentaba los campos de la comarca durante varios días. Algún día volveríamos todos e iríamos de pesca como el mismo Cuchulain. Pescaríamos anguilas y las freiríamos en una sartén, a diferencia de Cuchulain, que las arrancaba del lago y se las tragaba, serpenteantes, porque en una anguila hay mucha fuerza.

—¿Es verdad, papá?

—Lo es.

Mamá no miró el lago Neagh por la ventanilla. Tenía la mejilla apoyada en la cabeza de Oliver y miraba fijamente el piso del autobús.

Poco después, el autobús rueda por un lugar donde hay casas grandes, automóviles, caballos que tiran de carros, gente en bicicleta y cientos de personas a pie. Malachy está emocionado.

—Papá, papá, ¿dónde está el parque infantil, los columpios? Quiero ver a Freddie Leibowitz.

Och, hijo, ahora estás en Dublín, lejos de la avenida Classon. Estás en Irlanda, muy lejos de Nueva York.

Cuando el autobús se detiene, bajan el baúl y lo dejan en el suelo de la estación de autobuses. Papá dice a mamá que ella se puede quedar sentada en un banco de la estación mientras él va a ver al hombre del IRA en un lugar que se llama Terenure. Dice que en la estación hay retretes para los niños, que no tardará, que tendrá dinero cuando vuelva y que todos podremos comer. Me dice que vaya con él, y mamá dice:

—No, lo necesito para que me ayude.

Pero cuando papá dice: «Necesitaré ayuda para llevar todo ese dinero», ella se ríe y dice:

—Está bien: ve con tu papi.

«Tu papi». Eso significa que ella está de buen humor. Cuando dice «tu padre» significa que está de mal humor.

Papá me coge de la mano mientras yo camino a su lado al trote. Es un andarín rápido, Terenure está lejos y yo tengo la esperanza de que se detenga y me lleve a cuestas como hizo con los gemelos en Toome. Pero él avanza a buen paso sin decir nada, salvo para preguntar a la gente dónde está Terenure. Al cabo de cierto tiempo dice que estamos en Terenure y ahora tenemos que encontrar al señor Charles Heggarty, del IRA. Un hombre que tiene una mancha rosada en un ojo nos dice que es en aquella misma calle y que Charlie Heggarty vive en el número catorce, así lo parta un rayo.

—Veo que usted es un nombre que hizo su parte —dice el hombre a papá.

Och, hice mi parte —dice papá; y el hombre dice:

—Yo también hice mi parte, y ¿qué he sacado en limpio? Un ojo de menos y una pensión que no daría de comer ni a un canario.

—Pero Irlanda es libre, y ésa es una cosa grande.

—Libre, y una mierda —dice el hombre—. Creo que estábamos mejor con los ingleses. Que tenga usted suerte, en todo caso, pues creo que ya sé a lo que ha venido.

Una mujer abre la puerta en el número catorce.

—Me temo que el señor Heggarty está ocupado.

Papá le dice que acaba de venir a pie desde el centro de Dublín con su hijo pequeño, que ha dejado a su esposa y a tres hijos esperándolos en la estación de autobuses y que si el señor Heggarty está tan ocupado lo esperaremos sentados en el umbral de la puerta.

La mujer regresa al cabo de un minuto a decir que el señor Heggarty dispone de un poco de tiempo y que si tendríamos la bondad de acompañarla. El señor Heggarty está sentado ante un escritorio, cerca de un fuego vivo.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dice.

Papá se planta ante el escritorio y dice:

—Acabo de regresar de América con mi esposa y mis cuatro hijos. No tenemos nada. Yo combatí en una Columna Volante durante la revolución y espero que pueda ayudarme ahora que lo necesito.

El señor Heggarty toma el nombre de papá y pasa las páginas de un libro grande que tiene en su escritorio. Sacude la cabeza.

—No; aquí no hay ninguna constancia de sus servicios.

Papá pronuncia un largo discurso. Cuenta al señor Heggarty cómo luchó, cuándo, dónde, cómo tuvieron que sacarlo de Irlanda clandestinamente porque habían puesto precio a su cabeza, cómo estaba educando a sus hijos en el amor a Irlanda.

El señor Heggarty dice que lo siente pero que no puede ponerse a dar dinero a cada hombre que se presenta allí y le asegura que hizo su parte. Papá me dice:

—Recuerda esto, Francis. Ésta es la nueva Irlanda. Hombrecillos en sillitas con pedacitos de papel. Ésta es la Irlanda por la que murieron los hombres.

El señor Heggarty dice que estudiará la solicitud de papá y que le informará con toda seguridad del resultado. Nos dará dinero para tomar el autobús de vuelta a la ciudad. Papá mira las monedas que tiene en la mano el señor Heggarty y dice:

—Podría darme un poco más para pagarme una pinta.

—Ah, lo que le interesa es beber, ¿no es así?

—Una pinta casi no es beber.

—Sería capaz de volver a pie todas esas millas y de hacer andar al niño por tomarse una pinta, ¿verdad?

—Nadie se ha muerto por andar.

—Quiero que salga de esta casa —dice el señor Heggarty—, o llamaré a un guardia, y tenga la seguridad de que no tendrá noticias mías. No estamos repartiendo dinero para apoyar a la familia Guinness.

Cae la noche por las calles de Dublín. Los niños ríen y juegan bajo las farolas; las madres los llaman desde las puertas de las casas; nos llegan olores de las cocinas durante todo el camino; por las ventanas vemos a la gente sentada a la mesa, comiendo. Yo estoy cansado y hambriento y quiero que papá me lleve a cuestas, pero sé que no sirve de nada pedírselo ahora, en vista de cómo tiene de tensa y de rígida la cara. Le dejo que me coja de la mano y corro para seguir su paso hasta que llegamos a la estación de autobús, donde mamá espera con mis hermanos.

Todos están dormidos en el banco, mi madre y mis tres hermanos. Cuando papá dice a mamá que no hay dinero, ella sacude la cabeza y solloza:

—Ay, Jesús, ¿qué vamos a hacer?

Un hombre con un uniforme azul se acerca y le pregunta:

—¿Qué pasa, señora?

Papá le dice que estamos desamparados allí en la estación de autobuses, que no tenemos dinero ni dónde ir y que los niños tienen hambre. El hombre dice que va a salir de servicio, que nos llevará al cuartel de la policía, donde tenía que ir en todo caso para presentar su informe, y que allí verán lo que se puede hacer.

El hombre de uniforme nos dice que lo llamemos «guardia». Así se llama a los policías en Irlanda. Nos pregunta cómo se llama a los policías en América, y Malachy dice que «poli». El guardia le da unas palmaditas en la cabeza y le dice que es un pequeño yanqui muy listo.

En el cuartel de la policía el sargento nos dice que podemos pasar allí la noche. Dice que, sintiéndolo mucho, sólo nos puede ofrecer el suelo. Es jueves, y las celdas están llenas de hombres que se habían bebido el dinero del subsidio de paro y que no querían salir de las tabernas.

Los guardias nos dan té caliente y dulce y gruesas rebanadas de pan untadas de mantequilla y de mermelada, y nosotros nos ponemos tan contentos que corremos por el cuartel, jugando. Los guardias dicen que somos un gran grupo de pequeños yanquis y que les gustaría llevarnos a sus casas; pero yo digo que no, Malachy dice que no, los gemelos dicen que no, que no, y todos los guardias se ríen. Los hombres de las celdas extienden la mano y nos dan palmaditas en la cabeza; huelen igual que papá cuando vuelve a casa cantando canciones que dicen que Kevin Barry y Roddy McCorley van a morir. Los hombres dicen:

—Jesús, escuchad cómo hablan. Parecen estrellas de cine. ¿Os habéis caído del cielo, o qué?

Las mujeres de las celdas del otro extremo dicen a Malachy que es guapísimo y que los gemelos son muy ricos. Una mujer me dice:

—Ven aquí, cariño, ¿quieres un caramelo?

Yo asiento con la cabeza y ella dice:

—Muy bien; pon la mano.

Se saca algo pegajoso de la boca y me lo pone en la mano.

—Ahí tienes —dice—: un buen pedazo de caramelo. Métetelo en la boca.

Yo no quiero metérmelo en la boca, porque está pegajoso y húmedo de su boca, pero no sé lo que hay que hacer cuando una mujer que está en una celda te ofrece un caramelo pegajoso, y estoy a punto de metérmelo en la boca cuando llega un guardia, coge el caramelo y se lo vuelve a tirar a la mujer.

—Deja en paz al niño, puta borracha —dice, y todas las mujeres se ríen.

El sargento entrega a mi madre una manta y ella se duerme tendida sobre un banco. Los demás nos echamos en el suelo. Papá se queda sentado con la espalda apoyada en la pared y con los ojos abiertos bajo la visera de su gorra, y fuma cuando los guardias le dan cigarrillos. El guardia que tiró el caramelo a la mujer dice que es de Ballymena, en el Norte, y habla con papá de la gente que conocen los dos de allí y de otras partes, como Cushendall y Toome. El guardia dice que algún día cobrará una pensión y que entonces vivirá en las orillas del lago Neagh y se pasará los días pescando.

—Anguilas —dice—, anguilas a discreción. Jesús, me encantan las anguilas fritas.

—¿Es éste Cuchulain? —pregunto a papá; y el guardia se ríe hasta que se le pone roja la cara.

—¡Ay, Madre de Dios! ¿Lo habéis oído? El chico quiere saber si yo soy Cuchulain. Es un pequeño yanqui y ha oído hablar de Cuchulain.

—No —dice papá—; no es Cuchulain, pero es un buen hombre que vivirá a orillas del lago Neagh y se pasará los días pescando.

Papá me está sacudiendo. «Arriba, Francis, arriba». En el cuartel hay ruido. Un muchacho que friega el suelo está cantando:

Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso,

tenía que ser, y la razón es ésta,

¿puede ser cierto que alguien como tú

pueda amarme a mí, amarme a mí?

Yo le digo que ésa es la canción de mi madre y que debe dejar de cantarla, pero él se limita a dar una calada a su cigarrillo y se marcha y yo me pregunto por qué la gente tiene que cantar las canciones de los demás. Los hombres y las mujeres que salen de las celdas bostezan y gruñen. La mujer que me ofreció el caramelo se detiene y me dice:

—Había bebido, niño. Siento haberte hecho quedar mal.

Pero el guardia de Ballymena le dice:

—Sigue adelante, puta vieja, si no quieres que te vuelva a encerrar.

—Pues enciérrame —dice ella—. Entrar, salir. ¿Qué me importa, hijo de la grandísima puta?

Mamá está incorporada en el banco, envuelta en la manta. Una mujer de cabellos grises le trae una jarra de té y le dice:

—Muy buenas, soy la mujer del sargento y él ha dicho que podrían necesitar ayuda. ¿Le apetece un buen huevo pasado por agua, señora?

Mamá rehúsa con la cabeza.

—Ah, vamos, señora, seguro que un buen huevo le sentará bien en su estado.

Pero mamá rehúsa con la cabeza, y yo me pregunto cómo es capaz de rechazar un huevo pasado por agua, cuando no hay en el mundo una cosa igual.

—Muy bien, señora —dice la mujer del sargento—: unas tostadas, entonces, y algo para los niños y para su pobre marido.

Vuelve a otra habitación y pronto tenemos té y pan. Papá se bebe su té pero nos entrega su pan, y mamá dice:

—Por el amor de Dios, cómete tu pan. No nos servirás de nada si te caes de hambre.

Él sacude la cabeza y pregunta a la mujer del sargento si sería posible que le dieran un cigarrillo. Ella le trae el cigarrillo y dice a mamá que los guardias del cuartel han hecho una colecta para pagarles el billete de tren a Limerick. Vendrá un automóvil a recoger nuestro baúl y a dejarnos en la estación de ferrocarril de Kingsbridge.

—Estarán en Limerick dentro de tres o cuatro horas —añade.

Mamá extiende los brazos y abraza a la mujer del sargento.

—Dios la bendiga a usted, a su marido y a todos los guardias —dice mamá—. No sé qué hubiéramos hecho sin ustedes. Bien sabe Dios lo agradable que es estar otra vez entre nuestra propia gente.

—Es lo menos que podíamos hacer —dice la mujer del sargento—. Tienen unos hijos encantadores, y yo misma soy de Cork y sé lo que es estar en Dublín sin dos peniques en el bolsillo.

Papá está sentado al otro extremo del banco, fumándose su cigarrillo, bebiéndose su té. Se queda allí hasta que llega el automóvil para llevarnos por las calles de Dublín. Papá pregunta al chófer si le importaría pasar por la central de Correos, y el chófer le dice:

—¿Quiere comprar un sello, o qué?

—No —dice papá—. He oído decir que han puesto una estatua nueva de Cuchulain en honor a los hombres que murieron en 1916, y me gustaría enseñársela a este hijo mío, que admira mucho a Cuchulain.

El chófer dice que no tiene idea de quién es ese Cuchulain, pero que no le importa en absoluto parar allí. Dice que también podrá entrar él mismo para ver la causa de todo ese alboroto, pues no ha entrado en la central de Correos desde que era niño, cuando los ingleses estuvieron a punto de derribarla con sus grandes cañones que disparaban desde el río Liffey. Dice que veremos los orificios de las balas en toda la fachada y que deberían dejarlos allí para recordar a los irlandeses la perfidia inglesa. Yo pregunto al hombre qué es la perfidia y él dice: «Pregúntaselo a tu padre», y yo voy a preguntárselo, pero nos paramos ante un edificio grande con columnas, y es la central de Correos.

Mamá se queda en el coche mientras nosotros seguimos al chófer hasta el interior de la central de Correos.

—Allí está —dice—; ése es vuestro Cuchulain.

Y yo siento que me caen las lágrimas porque lo estoy viendo por fin, a Cuchulain, allí en su pedestal en la central de Correos. Es dorado y tiene el pelo largo; le cuelga la cabeza y tiene un gran pájaro posado en el hombro.

—¿Y qué es todo esto, en nombre de Dios? —dice el chófer—. ¿Qué hace ese sujeto con el pelo largo y con el pájaro en el hombro? ¿Y tendrá usted la bondad de decirme, señor, qué tiene que ver esto con los hombres de 1916?

—Cuchulain luchó hasta la muerte como los hombres de la Semana de Pascua —dice papá—. Sus enemigos tenían miedo de acercarse a él hasta que no estuvieron seguros de que había muerto, y cuando el pájaro se posó en él y bebió su sangre lo supieron.

—Bueno —dice el chófer—, es un día triste para los hombres de Irlanda si tienen que recurrir a un pájaro para que les diga que un hombre está muerto. Creo que será mejor que nos vayamos, o perderemos ese tren de Limerick.

La mujer del sargento dijo que enviaría un telegrama a la abuela para que fuera a recogernos en Limerick, y allí estaba en el andén la abuela, con el pelo blanco, la mirada amarga, un chal negro y sin una sonrisa para mi madre ni para ninguno de nosotros, ni siquiera para mi hermano Malachy, que tenía una gran sonrisa y unos dulces dientes blancos. Mamá señaló a papá.

—Éste es Malachy —dijo, y la abuela asintió con la cabeza y apartó la vista. Llamó a dos chicos que rondaban por la estación de ferrocarril y les pagó para que llevasen el baúl. Los chicos tenían la cabeza afeitada, las narices llenas de mocos y no llevaban zapatos, y nosotros los seguimos por las calles de Limerick. Yo pregunté a mamá por qué no tenían pelo, y ella dijo que tenían la cabeza afeitada para que no hubiera ningún escondrijo para liendres.

—¿Qué es una liendres? —preguntó Malachy; y mamá dijo:

—No es una liendres. Es una liendre —dijo mamá.

—¿Queréis callaros? —dijo la abuela—. ¿Qué manera de hablar es ésa?

Los chicos silbaban, reían y correteaban como si llevaran zapatos, y la abuela les dijo:

—Dejaos de risas o se os va a caer ese baúl y lo vais a romper.

Ellos dejaron de silbar y de reír y nosotros los seguimos hasta un parque que tenía en el centro una columna alta con una estatua y una hierba tan verde que lo deslumbraba a uno.

Papá llevaba a cuestas a los gemelos. Mamá cargaba una bolsa en una mano y llevaba de la mano a Malachy con la otra. Cuando la abuela vio que se paraba cada pocos pasos para recobrar el aliento, le dijo:

—¿Todavía fumas esos pitillos? Ésos pitillos serán tu muerte. Ya hay bastante tisis en Limerick sin que encima fume la gente, y es un capricho de ricos.

A lo largo del camino, al pasar por el parque, había centenares de flores de colores diferentes que entusiasmaron a los gemelos. Las señalaban y hacían ruidos chillones y todos nos reímos; todos menos la abuela, que se cubrió la cabeza con el chal. Papá se detuvo y dejó a los gemelos en el suelo para que pudieran estar más cerca de las flores. «Flores», dijo, y los gemelos corrieron de un lado a otro, señalando, intentando decir «flores». Uno de los chicos que llevaban el baúl dijo:

—Dios, ¿es que son americanos?

—Lo son —dijo mamá—. Nacieron en Nueva York. Todos los niños nacieron en Nueva York.

El chico dijo al otro chico:

—Dios, son americanos.

Dejaron el baúl en el suelo y se quedaron mirándonos fijamente, y nosotros les devolvimos las miradas hasta qué la abuela dijo:

—¿Os vais a quedar todo el día contemplando las flores y mirándoos pasmados los unos a los otros?

Y todos nos pusimos en marcha otra vez, salimos del parque, bajamos por un callejón estrecho y llegamos a otro callejón donde estaba la casa de la abuela.

Hay una hilera de casas pequeñas a cada lado del callejón y la abuela vive en una de las casas pequeñas. En su cocina hay un fogón de hierro negro, limpio y reluciente, con el fuego encendido. Hay una mesa adosada a la pared, bajo la ventana, y enfrente hay un aparador con tazas, platillos y jarrones. Éste aparador está siempre cerrado con llave y ella guarda la llave en su monedero, porque no se debe usar nada de lo que contiene a no ser que alguien se muera o regrese del extranjero, o que venga de visita un sacerdote.

En la pared, junto al fogón, hay una estampa en la que aparece un hombre con el pelo largo y castaño y ojos tristes. Se señala el pecho, donde tiene un corazón grande del que le salen llamas.

—Es el Sagrado Corazón de Jesús —nos dice mamá, y yo le pregunto por qué está ardiendo el corazón del hombre y por qué no le echa agua.

—¿Es que estos niños no saben nada de su religión? —pregunta la abuela, y mamá le dice que en América las cosas son diferentes. La abuela dice que el Sagrado Corazón está en todas partes y que una ignorancia así no tiene excusa.

Bajo la estampa del hombre del corazón ardiendo hay una repisa con un vaso rojo en el que hay vela de llama vacilante, y junto a ella una figurilla.

—Ése es el Niño Jesús —nos dice mamá—, el Niño Jesús de Praga, y siempre que necesitéis alguna cosa podéis rezarle.

—Mamá…, ¿puedo decirle que tengo hambre? —pregunta Malachy, y mamá lo hace callar llevándose el dedo a los labios.

La abuela gruñe trasteando en la cocina, haciendo té y diciendo a mamá que corte la barra de pan, sin hacer las rebanadas demasiado gruesas. Mamá se sienta junto a la mesa jadeando y dice que cortará el pan en seguida. Papá coge el cuchillo y se pone a rebanar el pan, y advertimos que eso no le gusta a la abuela. Le frunce el ceño, pero no dice nada, a pesar de que está cortando rebanadas gruesas.

No hay sillas para todos, de modo que yo me siento en las escaleras con mis hermanos para tomarme el pan y el té. Papá y mamá se sientan a la mesa y la abuela se sienta bajo el Sagrado Corazón con su tazón de té.

—Bien sabe Dios que no sé lo que voy a hacer con vosotros —dice—. En esta casa no hay sitio para vosotros. No hay sitio ni siquiera para uno de vosotros.

Malachy dice «vosotros, vosotros» y le da una risa tonta, y yo digo «vosotros, vosotros», y los gemelos dicen «vosotros, vosotros», y nos reímos tanto que apenas somos capaces de comernos el pan.

La abuela nos mira fijamente.

—¿De qué os reís? En esta casa no hay nada de qué reírse. Será mejor que os comportéis antes de que ajuste cuentas con vosotros.

No deja de decir «vosotros», Malachy se cae de risa, se le cae de la boca el pan y el té, y la cara se le pone roja.

—Malachy y los demás, ya basta —dice papá.

Pero Malachy no puede parar, sigue riéndose hasta que papá le dice:

—Ven aquí.

Remanga la camisa de Malachy y alza la mano como si fuera a darle un cachete en el brazo.

—¿Te vas a portar bien?

A Malachy se le llenan los ojos de lágrimas y asiente con la cabeza, dice que sí, porque papá no había alzado la mano así nunca.

—Sé un niño bueno y ve a sentarte con tus hermanos —dice papá a Malachy, le baja las mangas y le da una palmadita en la cabeza.

Por la noche llegó a casa la hermana de mamá, la tía Aggie, a la salida de su trabajo en la fábrica de ropa. Era grande, como las hermanas MacNamara, y tenía el pelo rojo como el fuego. Metió una bicicleta grande en la habitación pequeña que estaba detrás de la cocina y salió para tomarse su cena. Estaba viviendo en casa de la abuela porque había reñido con su marido, Pa Keating, que le había dicho, después de haber bebido:

—Eres una vaca gorda; vete a casa de tu madre.

Eso fue lo que la abuela contó a mamá, y por eso no había sitio para nosotros en casa de la abuela. Allí vivían ella misma, la tía Aggie y su hijo Pat, que era mi tío y que estaba fuera, vendiendo periódicos.

La tía Aggie se quejó cuando la abuela le dijo que mamá tendría que dormir con ella aquella noche.

—Oh, cierra el pico —dijo la abuela—. Es una sola noche, y no te vas a morir por eso, y si no te gusta puedes volverte con tu marido, que al fin y al cabo es donde debes estar, en vez de venir corriendo a mi casa. Jesús, María y el santo San José, hay que ver cómo está esta casa: Pat y tú, y Ángela con su guirigay de americanos. ¿Podré tener algo de paz en mis últimos años?

Extendió abrigos y trapos por el suelo de la habitación pequeña del fondo y dormimos allí con la bicicleta. Papá se quedó en la cocina, en una silla, nos llevó al retrete del patio trasero cuando nos hizo falta y por la noche hizo callar a los gemelos cuando lloraban de frío.

A la mañana siguiente vino a recoger su bicicleta la tía Aggie y nos dijo:

—¿Queréis mirar dónde os ponéis? ¿Queréis quitaros de en medio?

Cuando se marchó, Malachy se puso a decir: «¿Queréis mirar dónde os ponéis? ¿Queréis quitaros de en medio?», y yo oía que papá se reía en la cocina, hasta que la abuela bajó por la escalera y papá tuvo que decir a Malachy que se callara.

Aquél día salieron la abuela y mamá y encontraron una habitación amueblada en la calle Windmill, donde la tía Aggie tenía un piso con su marido, Pa Keating. La abuela pagó el alquiler, diez chelines por dos semanas. Dio a mamá dinero para que comprase comida, nos prestó una tetera, una cazuela, una sartén, cuchillos y cucharas, tarros de mermelada vacíos para que sirvieran de tazones, una manta y una almohada. Dijo que era todo lo que podía permitirse, que papá tendría que mover el culo, encontrar trabajo, apuntarse al paro, acudir a la obra benéfica de la Conferencia de San Vicente de Paúl o ir a la beneficencia.

La habitación tenía una chimenea donde podríamos hervir agua para hacer té, o un huevo duro si alguna vez teníamos dinero. Había una mesa, tres sillas y una cama que era la más grande que había visto mamá en su vida, según dijo ella. Aquélla noche disfrutamos de la cama, cansados como estábamos después de dormir varias noches en el suelo en Dublín y en la casa de la abuela. No importaba que estuviéramos seis en la cama: estábamos juntos, sin abuelas y sin guardias, Malachy podía decir «vosotros, vosotros, vosotros» y podíamos reírnos a gusto.

Papá y mamá se acostaron en la cabecera de la cama, Malachy y yo en los pies, los gemelos en cualquier parte donde pudieran estar cómodos. Malachy nos hizo reír otra vez, dijo «vosotros, vosotros, vosotros» y «oy, oy, oy», y después se quedó dormido. Mamá roncaba con ese ruidito, hink, hink, que nos indicaba que estaba dormida. Yo miraba el otro extremo de la cama y veía a la luz de la luna que papá estaba despierto todavía, y cuando Oliver se puso a llorar en sueños, papá lo cogió en brazos.

—Chis —le dijo—. Chis.

Entonces Eugene se incorporó, gritando, rascándose.

—Ay, ay, mami, mami.

Papá se incorporó.

—¿Qué es? ¿Qué pasa, hijo?

Eugene siguió llorando y cuando papá saltó de la cama y encendió la luz de gas vimos las pulgas que daban saltos, que estaban clavadas en nuestras carnes. Les dimos palmadas, pero ellas botaban de un cuerpo a otro, botando, picando. Nos rascamos las picaduras hasta que sangraban. Saltamos de la cama; los gemelos lloraban; mamá sollozaba, «Jesús, ¿no vamos a tener un descanso?». Papá vertió agua y sal en un tarro de mermelada y nos lavó las picaduras. La sal quemaba, pero papá dijo que nos sentiríamos mejor al poco rato.

Mamá se sentó junto a la chimenea con los gemelos en el regazo. Papá se puso los pantalones y quitó el colchón de la cama y lo arrastró a la calle. Llenó de agua la tetera y la cazuela, dejó el colchón de pie apoyado en la pared, se puso a darle golpes con un zapato, me dijo que vertiera agua en el suelo para ahogar a las pulgas que caían. La luna de Limerick brillaba tanto que yo veía trozos de luna reflejados en el agua y quería coger trozos de luna, pero ¿cómo iba a hacerlo mientras las pulgas me saltaban en las piernas? Papá seguía dando golpes con el zapato y yo tuve que volver corriendo a través de la casa al grifo del patio trasero para traer más agua en la tetera y en la cazuela.

—Mira cómo estás —dijo mamá—. Tienes los zapatos empapados y vas a coger un enfriamiento de muerte, y tu padre va a coger seguramente una pulmonía, descalzo como está.

Un hombre que pasaba en bicicleta se detuvo y preguntó a papá por qué estaba dando golpes a aquel colchón.

—Madre de Dios —dijo—, no había oído nunca ese remedio contra las pulgas. ¿Sabía usted que si el hombre pudiera saltar tanto como la pulga llegaría de un salto a la mitad de la distancia de la Tierra a la Luna? Lo que tiene que hacer es esto: cuando vuelva a entrar con ese colchón, póngalo en la cama al revés, y así se harán un lío las desgraciadas. No sabrán dónde están y se pondrán a picar el colchón o a picarse las unas a las otras, que es el mejor remedio de todos. Cuando han picado al ser humano se ponen frenéticas, ¿sabe?, porque tienen otras pulgas a su alrededor que también pican al ser humano, y el olor de la sangre es demasiado para ellas y se ponen fuera de sí. Son un verdadero tormento maldito, y vaya si lo sé yo, pues para eso me he criado en Limerick, ahí abajo, en el barrio de Irishtown, y las pulgas eran tan abundantes y tan impertinentes que eran capaces de posarse en la punta de la bota de uno y de ponerse a comentar la triste historia de Irlanda. Se dice que en la antigua Irlanda no había pulgas, que las trajeron los ingleses para sacarnos de nuestros cabales por completo, y a mí no me extrañaría que los ingleses fueran capaces de una cosa así. Y ¿no es curioso que San Patricio expulsase de Irlanda a las serpientes y que los ingleses trajeran a las pulgas? Durante muchos siglos Irlanda fue un país encantador y tranquilo: las serpientes habían desaparecido, no se encontraba una sola pulga. Uno podía pasearse por los cuatro campos verdes de Irlanda sin miedo a las serpientes y luego dormir a gusto toda la noche sin que lo molestasen las pulgas. Las serpientes no hacían daño alguno, no lo molestaban a uno a no ser que las acorralase, y se alimentaban de otras criaturas que se mueven bajo los matorrales y por otros sitios así, mientras que la pulga te chupa la sangre mañana, tarde y noche, pues ésa es su naturaleza y no puede evitarlo. He oído contar como cosa cierta que en los sitios donde abundan las serpientes no hay pulgas. En Arizona, por ejemplo. Siempre se oye hablar de las serpientes de Arizona, pero ¿ha oído usted decir alguna vez que haya pulgas en Arizona? Que le vaya bien. Tengo que andarme con cuidado aquí, pues si se me sube una a la ropa es como si hubiera invitado a toda su familia a venir a mi casa. Se multiplican más deprisa que los hindúes.

—¿No tendría usted por casualidad un cigarrillo? —preguntó papá.

—¿Un cigarrillo? Ah, claro, desde luego. Tenga. Yo mismo estoy casi destrozado por los pitillos. La tos seca, ¿sabe? Es tan fuerte que casi me hace caer de la bicicleta. Siento que la tos se agita en el plexo solar y se abre camino a través de las entrañas hasta que, acto seguido, me llega a lo más alto de la cabeza.

Frotó una cerilla en una caja, encendió un cigarrillo para él y ofreció la cerilla a papá.

—Naturalmente —dijo—, es normal tener tos cuando se vive en Limerick, porque ésta es la capital del pecho débil, y el pecho débil lleva a la tisis. Si todos los que tienen la tisis en Limerick se murieran, ésta sería una ciudad fantasma, aunque yo personalmente no tengo la tisis. No, esta tos fue un regalo de los alemanes.

Hizo una pausa, dio una calada a su cigarrillo y tosió penosamente.

—Pardiez, y perdone la expresión, pero estos pitillos acabarán conmigo. Bueno, ahora lo dejo con el colchón, y recuerde lo que le he dicho: que se hagan un lío las desgraciadas.

Se marchó en su bicicleta haciendo eses, con el cigarrillo colgado de la boca, con el cuerpo sacudido por la tos.

—Los de Limerick hablan demasiado —dijo papá—. Vamos, vamos a poner este colchón en su sitio y ya veremos si podemos dormir algo esta noche.

Mamá estaba sentada junto a la chimenea con los gemelos dormidos en su regazo y Malachy estaba tendido en el suelo, hecho un ovillo, a sus pies.

—¿Con quién hablabas? —preguntó mamá—. Se parecía mucho a Pa Keating, el marido de Aggie. Lo he conocido por la tos. Tiene esa tos desde que estuvo en Francia, en la guerra, y respiró el gas.

Dormimos el resto de la noche, y a la mañana siguiente vimos los restos del banquete de las pulgas, nuestras carnes llenas de picaduras rosadas y brillantes por la sangre que nos habíamos hecho al rascarnos.

Mamá preparó té y pan frito y papá volvió a lavarnos las picaduras con agua y sal. Volvió a sacar el colchón al patio. En un día frío como era aquél, las pulgas se morirían de frío, seguro, y todos podríamos dormir a gusto.

Algunos días más tarde, cuando ya estamos asentados en la habitación, papá me saca de mis sueños sacudiéndome.

—Arriba, Francis, arriba. Ponte la ropa y corre a buscar a tu tía Aggie. Tu madre la necesita. Date prisa.

Mamá está gimiendo en la cama; tiene la cara completamente blanca. Papá saca a Malachy y a los gemelos de la cama y los hace sentarse en el suelo, junto a la chimenea apagada. Yo corro al otro lado de la calle y llamo a la puerta de la tía Aggie hasta que viene tosiendo y gruñendo el tío Pat Keating.

—¿Qué pasa?, ¿qué pasa?

—Mi madre está gimiendo en la cama. Creo que está enferma.

Entonces llega gruñendo mi tía Aggie.

—No dais más que problemas desde que llegasteis de América.

—Déjalo en paz, Aggie, no es más que un niño que hace lo que le han mandado.

Ella dice al tío Pa que vuelva a la cama, que tiene que trabajar a la mañana siguiente, no como otros del Norte a los que no quiere nombrar.

—No, no, voy —dice él—. A Ángela le pasa algo.

Papá me dice que me siente a un lado con mis hermanos. No sé qué le pasa a mamá, porque todos están susurrando, y oigo a duras penas que la tía Aggie dice al tío:

Pa que mamá ha perdido al niño y que corra a llamar a la ambulancia, y el tío Pa sale por la puerta, la tía Aggie dice a mamá que Limerick tendrá muchos defectos pero que la ambulancia es rápida. No habla a mi padre, no le dirige la mirada.

—Papá, ¿está enferma mamá? —dice Malachy.

Och, no le va a pasar nada, hijo. Tiene que ver al médico.

Yo me pregunto qué niño se ha perdido, porque allí estamos todos, uno, dos, tres, los cuatro que somos, no hay ningún niño perdido, y por qué no pueden decirme qué le pasa a mi madre. El tío Pa vuelve y la ambulancia llega tras él. Entra un hombre con una camilla, y cuando se han llevado a mamá quedan gotas de sangre en el suelo, junto a la cama. Malachy se mordió la lengua y había sangre, y el perro de la calle tenía sangre y murió. Quiero preguntar a papá si mamá se marchará para siempre como mi hermana Margaret, pero él se va con mamá y es inútil preguntar nada a la tía Aggie, que es capaz de comerte la cabeza de un bocado. La tía Aggie limpia las gotas de sangre y nos dice que nos metamos en la cama y nos quedemos allí hasta que vuelva a casa papá.

Es medianoche, y los cuatro estamos calentitos en la cama y nos quedamos dormidos hasta que papá vuelve a casa y nos dice que mamá está bien y a gusto en el hospital y que volverá a casa en poco tiempo.

Más tarde, papá va a la oficina de empleo a cobrar el subsidio de paro. Un trabajador con acento de Irlanda del Norte no tiene ninguna esperanza de encontrar trabajo en Limerick.

Cuando vuelve, dice a mamá que recibiremos diecinueve chelines por semana. Ella dice que eso es suficiente para que todos nos muramos de hambre.

—¿Diecinueve chelines para los seis que somos? Son menos de cuatro dólares en dinero americano; y ¿cómo vamos a vivir con eso? ¿Qué vamos a hacer dentro de quince días, cuando tengamos que pagar el alquiler? Si pagamos por esta habitación cinco chelines de alquiler por semana, nos quedan catorce chelines para comprar comida y ropa, y carbón para hervir el agua del té.

Papá mueve la cabeza, bebe su té en un tarro de mermelada, mira fijamente por la ventana y silba Los mozos de Wexford. Malachy y Oliver dan palmas y bailan por la habitación, y papá no sabe si silbar o sonreír, porque no se puede hacer ambas cosas a la vez y no lo puede remediar. Tiene que parar y sonreír y da una palmadita a Oliver en la cabeza y después vuelve a silbar. Mamá también sonríe, pero es una sonrisa muy rápida, y cuando vuelve la vista a las cenizas se le nota la preocupación en las comisuras de la boca, que tiene vueltas hacia abajo.

Al día siguiente dice a papá que cuide de los gemelos y nos lleva a Malachy y a mí a la Conferencia de San Vicente de Paúl. Nos ponemos tras una cola de mujeres que llevan chales negros. Nos preguntan cómo nos llamamos y sonríen cuando nos oyen hablar.

—Dios del cielo, ¿han oído a los pequeños yanquis? —dicen, y se preguntan por qué mamá, con su abrigo americano, tiene que pedir ayuda benéfica, ya que casi no hay suficiente para los pobres de Limerick para que tengan que venir los yanquis a quitarles el pan de la boca.

Mamá les dice que una prima suya le regaló aquel abrigo en Brooklyn, que su marido no tiene trabajo, que tiene otros niños en casa, gemelos. Las mujeres suspiran y se ciñen los chales; tienen sus propios problemas. Mamá les dice que tuvo que marcharse de América porque no soportaba vivir allí después de morir su hija recién nacida. Las mujeres vuelven a suspirar, pero ahora es porque mamá está llorando. Algunas dicen que también ellas han perdido a hijos pequeños, y que no hay nada peor en el mundo: aunque vivas tantos años como la mujer de Matusalén, no llegas a superarlo. Ningún hombre sabe lo que es ser una madre que ha perdido a un hijo, aunque viviera más que dos Matusalenes.

Todas lloran a sus anchas hasta que una mujer pelirroja hace pasar una cajita. Las mujeres toman algo de la cajita con la punta de los dedos y se lo meten en las narices. Una mujer joven estornuda, y la mujer pelirroja se ríe.

—Ah, de verdad, Biddy, tú no aguantas este rapé. Venid aquí, niños yanquis, tomad un pellizco.

Nos mete la sustancia parda en las narices, y nosotros estornudamos con tanta fuerza que las mujeres dejan de llorar y se ríen hasta que tienen que limpiarse los ojos con los chales.

—Eso es bueno para vosotros —nos dice mamá—; os despejará la cabeza.

La mujer joven, Biddy, dice a mamá que somos dos niños encantadores. Señala a Malachy.

—¿No es una monada ese chico pequeño con su remolino dorado? Podía ser una estrella de cine con Shirley Temple.

Y Malachy sonríe y llena de calor la cola.

La mujer del rapé dice a mamá:

—Señora, no quiero parecer atrevida, pero creo que debería sentarse, pues hemos oído de su pérdida.

—Ay, no, eso no les gusta —dice otra mujer, preocupada.

—¿A quiénes no les gusta qué?

—Ay, de verdad, Nora Molloy, a los de la Conferencia no les gusta que nos sentemos en los escalones. Quieren que estemos de pie, junto a la pared, mostrando respeto.

—Pueden besarme el culo —dice Nora, la mujer pelirroja—. Siéntese allí, señora, en ese escalón, y yo me sentaré a su lado, y si los de la Conferencia de San Vicente de Paúl dicen una sola palabra yo les cambiaré la cara, ya lo verá. ¿Fuma usted, señora?

—Sí —dice mamá—, pero no tengo qué.

Nora saca un cigarrillo de un bolsillo de su delantal, lo parte en dos y ofrece la mitad a mamá.

—Eso tampoco les gusta —dice la mujer preocupada—. Dicen que con cada pitillo que te fumas estás quitando la comida de la boca a tu hijo. El señor Quinlivan, que está ahí dentro, está en contra con toda su alma. Dice que si tienes dinero para pitillos tienes dinero para comida.

—Quinlivan puede besarme el culo también, ese desgraciado de la sonrisita. ¿Va a negarnos una calada a un pitillo, el único consuelo que nos queda en este mundo?

Se abre una puerta al final del pasillo y aparece un hombre.

—¿Algunas de ustedes esperan recoger botas de niño?

Algunas mujeres levantan la mano. «Yo. Yo».

—Pues bien, se han acabado todas las botas. Tendrán que volver el mes que viene.

—Pero mi Mikey necesita botas para ir a la escuela.

—Se han acabado, ya se lo he dicho.

—Pero hace un tiempo helado, señor Quinlivan.

—Las botas se han acabado. No puedo hacer nada. ¿Qué es esto? ¿Quién está fumando?

—Yo —dice Nora, agitando ostentosamente su cigarrillo—, y estoy disfrutándolo hasta la última ceniza.

—Con cada bocanada de humo… —empieza a decir él.

—Ya lo sé —dice ella—: estoy quitando la comida de la boca a mis hijos.

—Es usted insolente, mujer. Aquí no recibirá ninguna ayuda benéfica.

—¿De verdad? Pues bien, señor Quinlivan, si no la recibo aquí, ya sé dónde la recibiré.

—¿De qué está hablando?

—Acudiré a los cuáqueros. Ellos me darán ayuda benéfica.

El señor Quinlivan se acerca a Nora y la señala con el dedo.

—¿Saben lo que tenemos aquí? Tenemos entre nosotros a una sopista. Ya tuvimos sopistas en la Gran Hambruna. Los protestantes iban por ahí diciendo a los buenos católicos que si renunciaban a su fe y se volvían protestantes podrían tomar sopa hasta quedar hartos; y (Dios nos asista) algunos católicos aceptaron la sopa, y desde entonces los llamaron sopistas, y perdieron sus almas inmortales, condenadas a caer en lo más hondo del infierno. Y ustedes, mujeres, si acuden a los cuáqueros, perderán su alma inmortal y las almas de sus hijos.

—Entonces, señor Quinlivan, tendrá usted que salvarnos, ¿no?

Él la mira fijamente y ella le devuelve la mirada. Él vuelve los ojos a las demás mujeres. Una se tapa la mano con la boca intentando contener una risa.

—¿A qué se debe esa risita? —ruge él.

—A nada, señor Quinlivan, palabra de honor.

—Se lo digo una vez más: no hay botas.

Y se marcha cerrando la puerta de un portazo.

Hacen pasar a las mujeres a la habitación, una a una. Nora sale sonriendo y mostrando un papel.

—Botas —dice—. Me dan tres pares para mis hijos. Si amenazas a esos hombres con ir a los cuáqueros, se quitan hasta los calzoncillos para dártelos.

Cuando llaman a mamá ella nos hace pasar a Malachy y a mí con ella. Nos quedamos de pie ante una mesa donde hay tres hombres sentados que hacen preguntas. El señor Quinlivan quiere decir algo, pero el hombre del centro dice:

—Ya basta, Quinlivan. Si de usted dependiera, todos los pobres de Limerick correrían a caer en brazos de los protestantes.

Se dirige a mamá y le pregunta de dónde sacó ese abrigo rojo tan bueno. Ella le cuenta lo que contó a las mujeres que esperaban fuera y cuando llega a la muerte de Margaret tiembla y solloza. Dice a los hombres que siente mucho llorar así, pero que sólo han pasado unos meses y no lo ha superado todavía, ni siquiera sabe dónde enterraron a su niña si es que la enterraron, ni sabe tampoco si la bautizaron, porque estaba tan débil de cuidar a los cuatro niños que no tenía energía para ir a la iglesia para que la bautizaran, y le quema el corazón pensar que Margaret podría estar en el limbo para siempre, sin esperanza de vernos a los demás cuando vayamos al cielo, al infierno o al purgatorio.

El señor Quinlivan le acerca su propia silla.

—Venga, señora. Venga. ¿Quiere sentarse? Vamos.

Los otros hombres miran a la mesa, al techo. El hombre del centro dice que va a dar a mamá un vale para que recoja alimentos para una semana en la tienda de McGrath, en la calle Parnell. Recibirá té, azúcar, harina, leche, mantequilla y otro vale para recoger un saco de carbón en el almacén de carbón de Sutton, en la carretera del Muelle.

—Naturalmente, no recibirá esto todas las semanas, señora —dice el tercer hombre—. Visitaremos su casa para ver si hay verdadera necesidad. Tenemos que hacerlo así, señora, para poder comprobar su solicitud.

Mamá se limpia la cara con la manga y coge el vale.

—Que Dios los bendiga por su bondad —dice a los hombres. Ellos asienten con la cabeza y miran a la mesa, al techo, a las paredes, y le piden que haga pasar a la mujer siguiente.

Las mujeres que esperan fuera dicen a mamá:

—Cuando vaya a la tienda de McGrath, no pierda de vista a la perra vieja o la engañará en el peso. Pone las cosas en la balanza en un papel que cuelga por su lado, detrás del mostrador, donde ella cree que no lo ve una. Tira del papel de tal manera que hay que tener suerte para llevarse la mitad de lo que le corresponde a una. Y tiene la tienda llena de estampas de la Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús, y siempre está de rodillas en la capilla de San José, haciendo sonar las cuentas del rosario y dando suspiros como una virgen y mártir, la perra vieja.

—Yo iré con usted, señora —dice Nora—. A mí me toca la misma señora McGrath, y sabré si la está engañando.

Nos guía hasta la tienda de la calle Parnell. La mujer que está tras el mostrador trata con amabilidad a mi madre, que lleva su abrigo americano, hasta que mamá le enseña el vale de San Vicente de Paúl.

Entonces dice:

—No sé qué hace aquí a estas horas. Nunca atiendo a los de beneficencia hasta las seis de la tarde. Pero haré una excepción por ser la primera vez que viene. Y usted, ¿trae también vale? —pregunta a Nora.

—No. Soy una amiga que he venido a ayudar a esta pobre familia con su primer vale de San Vicente de Paúl.

La mujer extiende una hoja grande de papel de periódico en la balanza y vierte la harina de un saco grande. Cuando termina de verter, dice:

—Ahí tiene: una libra de harina.

—No lo creo —dice Nora—. Ésa libra de harina es muy pequeña.

La mujer se sonroja y dirige a Nora una mirada feroz.

—¿Me está acusando?

—Ay, no, señora McGrath —dice Nora—. Creo que ha sucedido un pequeño accidente y que ha apretado ese papel con la cadera sin darse cuenta de que tiraba un poco del papel. No, Dios mío. Una mujer como usted, que siempre está de rodillas ante la Virgen María, es una inspiración para todos nosotros. ¿Es suyo ese dinero que está en el suelo?

La señora McGrath retrocede rápidamente y la aguja de la balanza salta y tiembla.

—¿Qué dinero? —dice, hasta que mira a Nora y cae en la cuenta. Nora sonríe.

—Debió de ser una sombra —dice, y sonríe mirando la balanza—. Había un error, en efecto, pues la balanza apenas indica media libra de harina. Ésta balanza me está dando siempre la lata.

—Estoy segura de ello —dice Nora.

—Pero tengo la conciencia limpia ante Dios —dice la señora McGrath.

—Estoy segura de que la tiene, y de que la admiran todos y cada uno de los miembros de la Conferencia de San Vicente de Paúl y de la Legión de María.

—Procuro ser buena católica.

—¿Lo procura? Dios sabe que no le hace falta procurarlo mucho, pues tiene fama por su buen corazón, y me pregunto si le sobrarían un par de caramelos para estos niños.

—Bueno, no soy millonaria, pero tengan…

—Dios se lo pague, señora McGrath; y sé que es mucho pedir, pero ¿tendría la bondad de prestarme un par de cigarrillos?

—Bueno, no están en el vale. No estoy aquí para proporcionar lujos.

—Si le fuera posible, señora, yo hablaré de su bondad a los de San Vicente de Paúl.

—Está bien, está bien —dice la señora McGrath—. Tenga. Le doy los cigarrillos por primera y última vez.

—Que Dios se lo pague —dice Nora—, y siento que le dé tanto la lata esa balanza.

De vuelta a casa nos detuvimos en el Parque del Pueblo y nos sentamos en un banco mientras Malachy y yo chupábamos nuestros caramelos y mamá y Nora se fumaban sus cigarrillos. A Nora le dio la tos por fumar, y dijo a mamá que los pitillos la acabarían matando, que en su familia había casos de tisis y que nadie llegaba a viejo, aunque, ¿quién querría llegar a viejo en Limerick, una ciudad donde lo primero que se notaba al echar una ojeada era que se veían pocas personas con canas? Todos los que tenían canas estaban en el cementerio o al otro lado del Atlántico, trabajando en los ferrocarriles o paseándose con uniforme de policías.

—Tiene suerte de haber visto un poco de mundo, señora. Dios, yo daría cualquier cosa por ver Nueva York, la gente que sube y baja bailando por Broadway sin preocupaciones. No: tuve que ir y enredarme con un borrachín con encanto, Peter Molloy, campeón de beber pintas, que me dejó en estado y me llevó al altar cuando yo apenas había cumplido los diecisiete. Yo era una ignorante, señora. En Limerick nos criamos ignorantes, la verdad, no sabíamos una mierda de nada y, de repente, somos madres antes de ser mujeres. Y aquí no hay más que lluvia y viejas beatas que rezan el rosario. Daría las muelas por salir de aquí, por ir a América, o aunque fuese a la misma Inglaterra. El campeón de beber pintas siempre está en paro; algunas veces se bebe también el paro y me pone tan fuera de mí que acabo en el manicomio.

Dio una calada al cigarrillo y se atragantó, se puso a toser hasta que el cuerpo se le agitaba de un lado a otro, y entre las toses sollozaba, «Jesús, Jesús». Cuando se le calmó la tos dijo que tenía que irse a su casa a tomarse su medicina.

—La veré la semana que viene en San Vicente de Paúl, señora —dijo—. Si le falta algo, envíeme recado a Vize’s Field. Pregunte a cualquiera por la mujer de Peter Molloy, el campeón de beber pintas.

Eugene duerme en la cama bajo un abrigo. Papá está sentado junto a la chimenea y tiene a Oliver en su regazo. Me pregunto por qué está contando papá a Oliver un cuento de Cuchulain. Sabe que los cuentos de Cuchulain son míos, pero cuando miro a Oliver no me importa. Tiene las mejillas de color rojo brillante, está mirando fijamente la chimenea apagada y se ve que no le interesa Cuchulain. Mamá le pone la mano en la frente.

—Creo que tiene fiebre —dice—. Ojalá tuviera una cebolla para cocerla con leche y pimienta. Eso es bueno para la fiebre. Pero, aunque la tuviera, ¿cómo calentaría la leche? Necesitamos carbón para esa chimenea.

Entrega a papá el vale para recoger el carbón en la carretera del Muelle. Papá me lleva con él, pero está oscuro y todos los almacenes de carbón están cerrados.

—¿Qué vamos a hacer ahora, papá?

—No lo sé, hijo.

Por delante de nosotros hay mujeres con chales y niños pequeños que están recogiendo carbón por la carretera.

—Mira, papá, allí hay carbón.

Och, no, hijo. No vamos a recoger carbón por la carretera. No somos mendigos.

Dice a mamá que los almacenes de carbón están cerrados y que esta noche tendremos que beber leche y comer pan, pero cuando yo le digo lo de las mujeres de la carretera entrega a Eugene a mi padre.

—Si a ti se te caen los anillos por recoger carbón por la carretera, me pondré yo el abrigo y bajaré por la carretera del Muelle.

Coge una bolsa y nos lleva a Malachy y a mí con ella. Detrás de la carretera del Muelle hay algo ancho y oscuro donde se reflejan las luces. Mamá dice que es el río Shannon. Dice que el río Shannon es lo que más echaba de menos en América. El Hudson era precioso, pero el Shannon canta. Yo no oigo la canción, pero mi madre sí, y eso la hace feliz. Las otras mujeres se han marchado de la carretera del Muelle, y nosotros buscamos los trozos de carbón que han caído de los camiones. Mamá nos dice que recojamos cualquier cosa que arda, carbón, madera, cartón, papel. Dice que hay quien quema el estiércol de los caballos pero que nosotros no hemos caído tan bajo todavía. Cuando tiene casi llena la bolsa, dice:

—Ahora tenemos que encontrar una cebolla para Oliver.

Malachy dice que él encontrará una, pero ella le dice:

—No; las cebollas no se encuentran en la carretera; se compran en las tiendas.

En cuanto ve una tienda, grita: «Allí hay una tienda», y entra corriendo.

—Sebolla —dice—. Sebolla para Oliver.

Mamá entra corriendo en la tienda y dice a la mujer que está detrás del mostrador:

—Perdone.

—Señor, es un encanto —dice la mujer—. ¿Es americano acaso?

Mamá asiente. La mujer sonríe y muestra dos dientes, uno a cada lado de sus encías superiores.

—Un encanto —dice—, y hay que ver qué rizos dorados tan lindos tiene. Y ¿qué es lo que quiere?, ¿un caramelo?

—Ay, no —dice mamá—. Una cebolla.

La mujer se ríe.

—¿Una cebolla? No había oído nunca a un niño pedir una cebolla. ¿Es eso lo que les gusta en América?

—Yo acababa de decir que me hacía falta una cebolla para mi otro hijo, que está enfermo —dice mamá—. Cebolla cocida en leche, ¿sabe?

—Dice bien, señora. No hay nada mejor que una cebolla cocida en leche. Y mira, pequeño, toma un caramelo para ti y otro para el otro niño; el hermano, supongo.

—Ay, de verdad, no debía molestarse —dice mamá—. Dad las gracias, niños.

—Tenga, una buena cebolla para el niño enfermo, señora.

—Ay, pero no puedo pagar la cebolla, señora —dice mamá—. No llevo encima ni un penique.

—Le regalo la cebolla, señora. Que no se diga que un niño cayó enfermo en Limerick por falta de una cebolla. Y no olvide echarle un poco de pimienta. ¿Tiene pimienta, señora?

—Ay, no, pero ya conseguiré cualquier día de éstos.

—Pues tome, señora. Pimienta y un poco de sal. Le sentará de maravilla al niño.

—Que Dios se lo pague, señora —dice mamá, que tiene los ojos húmedos.

Papá se está paseando de un lado a otro con Oliver en brazos y Eugene está jugando en el suelo con una cazuela y una cuchara.

—¿Has conseguido la cebolla? —dice papá.

—Sí, y más cosas —dice mamá—. He traído carbón y con qué prenderlo.

—Lo sabía. Recé una oración a San Judas Tadeo. Es mi santo favorito, el patrono de los casos desesperados.

—He conseguido el carbón y he conseguido la cebolla sin que me ayudase San Judas Tadeo.

—No deberías recoger carbón por la carretera como un mendigo cualquiera —dice papá—. No está bien. Es un mal ejemplo para los niños.

—Entonces deberías haber enviado a San Judas Tadeo a la carretera del Muelle.

—Tengo hambre —dice Malachy; y yo también tengo hambre, pero mamá dice:

—Os esperaréis hasta que Oliver se haya tomado su cebolla cocida en leche.

Enciende el fuego, corta la cebolla en dos, la deja caer en la leche hirviendo con un poco de mantequilla y espolvorea la leche con pimienta. Toma a Oliver en su regazo e intenta darle de comer, pero él se aparta y mira al fuego.

—Ah, vamos, amor mío —dice ella—. Te sentará bien. Te pondrá grande y fuerte.

Él cierra con fuerza la boca ante la cuchara. Ella deja la cazuela, lo acuna hasta que se queda dormido, lo deja en la cama y nos dice a los demás que guardemos silencio o nos hará pedazos. Corta en rodajas la otra mitad de la cebolla y la fríe en mantequilla con rebanadas de pan. Nos deja que nos sentemos en el suelo alrededor del fuego, donde nos comemos el pan frito y bebemos el té dulce e hirviente en tarros de mermelada.

—Ése fuego da buena luz —dice—, de modo que podemos apagar esa luz de gas hasta que tengamos monedas para echar en el contador.

El fuego caldea la habitación, y con las llamas que danzan en el carbón se pueden ver caras, montañas, valles y animales que saltan. Eugene se queda dormido en el suelo y papá lo recoge y lo echa en la cama junto a Oliver. Mamá deja la cazuela de la cebolla cocida en la repisa de la chimenea para que no la alcance un ratón o una rata. Dice que está cansada después de un día tan agitado, la Conferencia de San Vicente de Paúl, la tienda de la señora McGrath, la búsqueda de carbón por la carretera del Muelle, la preocupación porque Oliver no quería la cebolla cocida, y dice que si sigue así al día siguiente, se lo lleva al médico, y que ahora se va a acostar.

Pronto estamos todos en la cama, y si hay alguna que otra pulga no me importa, porque en la cama hace calor con los seis juntos, y me encanta el resplandor del fuego y el modo en que baila en las paredes y en el techo y pone la habitación roja y negra, roja y negra, hasta que se va amortiguando y se queda blanca y negra y lo único que se oye es un leve quejido de Oliver, que se revuelve en los brazos de mi madre.

A la mañana siguiente papá está encendiendo el fuego, preparando el té, cortando el pan. Ya está vestido y dice a mamá que se dé prisa en vestirse.

—Francis —me dice—, tu hermanito Oliver está enfermo y vamos a llevarlo al hospital. Sé un niño bueno y cuida de tus dos hermanos. Nosotros volveremos pronto.

—No abuséis del azúcar cuando estemos fuera —dice mamá—. No somos millonarios.

Cuando mamá coge en brazos a Oliver y lo envuelve en un abrigo, Eugene se pone de pie en la cama.

—Quiero a Oli —dice—. Oli, jugar.

—Oli volverá pronto —dice ella—, y podrás jugar con él. Ahora puedes jugar con Malachy y con Frank.

—Oli, Oli, quiero a Oli.

Sigue a Oliver con la vista y cuando se han marchado se queda sentado en la cama mirando por la ventana.

—Geni, Geni, tenemos pan, tenemos té —dice Malachy—. Tu pan con azúcar, Geni.

Éste sacude la cabeza y rechaza el pan que le ofrece Malachy. Gatea hasta el lugar donde Oliver durmió con mamá, baja la cabeza y se asoma a la ventana.

La abuela está en la puerta.

—Me han dicho que vuestro padre y vuestra madre bajaban corriendo por la calle Henry con el niño en brazos. ¿A dónde han ido?

—Oliver está enfermo. No quiso comerse la cebolla cocida en leche.

—¿Qué tonterías estás diciendo?

—No quiso comerse la cebolla cocida y se puso enfermo.

—¿Y quién está cuidando de vosotros?

—Yo.

—¿Y qué le pasa al niño que está en la cama? ¿Cómo se llama?

—Ése es Eugene. Echa de menos a Oliver. Son gemelos.

—Ya sé que son gemelos. Ése niño tiene aspecto de tener hambre. ¿Tenéis aquí gachas?

—¿Qué es gachas? —dice Malachy.

—¡Jesús, María y el santo San José! ¡Que qué son las gachas! Las gachas son las gachas. Eso es lo que son las gachas. Sois los yanquis más ignorantes que he visto en mi vida. Vamos, poneos las ropas y vamos a casa de vuestra tía Aggie, que vive enfrente. Está allí con su marido, Pa Keating, y os dará gachas.

Coge en brazos a Eugene, lo envuelve en su chal y cruzamos la calle para ir a casa de la tía Aggie. Está viviendo otra vez con el tío Pa porque dijo que a fin de cuentas ella no era una vaca gorda.

—¿Tienes gachas? —dice la abuela a la tía Aggie.

—¿Gachas? ¿Es que tengo que dar gachas a un montón de yanquis?

—Lo siento por ti —dice la abuela—. No te vas a morir por darles unas pocas gachas.

—Y supongo que las querrán con leche y azúcar, encima, o a lo mejor llaman a mi puerta para que les dé un huevo, nada menos. No sé por qué tenemos que pagar nosotros los errores de Ángela.

—Jesús —dice la abuela—, menos mal que tú no eras la dueña del portal de Belén; si no, la Sagrada Familia seguiría vagando por el mundo y cayéndose de hambre.

La abuela entra en la casa empujando a la tía Aggie, sienta a Eugene en una silla cerca del fuego y prepara las gachas. Entra un hombre que sale de otra habitación. Tiene el pelo negro y rizado y la piel negra, y me gustan sus ojos porque son muy azules y están dispuestos a sonreír. Es el marido de la tía Aggie, el hombre que se detuvo aquella noche que estábamos atacando a las pulgas y que nos habló de las pulgas y las serpientes, el hombre que tiene una tos por haber respirado gas en la guerra.

—¿Por qué estás todo negro? —dice Malachy, y el tío Pa Keating se ríe y tose tanto que tiene que aliviarse con un cigarrillo.

—Ay, estos pequeños yanquis. No tienen nada de tímidos. Estoy negro porque trabajo en la Fábrica de Gas de Limerick, echando paletadas de carbón y de coque en las calderas. Respiré gas venenoso en Francia y volví a Limerick para trabajar en la Fábrica de Gas. Cuando seáis mayores os hará gracia.

Malachy y yo tenemos que apartamos de la mesa para que las personas mayores puedan sentarse y tomar té. Se toman su té, pero el tío Pa Keating, que es tío mío porque está casado con la tía Aggie, levanta a Eugene y lo sienta en su regazo.

—Éste muchachito está triste —dice, y hace muecas graciosas y ruidos tontos. Malachy y yo nos reímos, pero Eugene no hace más que extender la mano para tocar la negrura de la piel de Pa Keating, y cuando Pa finge que va a morder su manita, Eugene se ríe y todos los que estamos en la habitación nos reímos. Malachy se dirige a Eugene e intenta hacerle reír todavía más, pero Eugene se aparta de él y oculta el rostro en la camisa de Pa Keating—. Creo que le caigo bien —dice Pa, y en ese momento la tía Aggie deja la taza de té y rompe a llorar, buaa, buaa, buaa, y le caen grandes lagrimones por la cara roja y gorda.

—Ay, Jesús —dice la abuela—, ya está otra vez. ¿Qué te pasa ahora?

Y la tía Aggie balbucea:

—Ver a Pa allí con un niño en el regazo y yo sin esperanzas de tener uno mío.

—Deja de hablar así delante de los niños —dice la abuela con voz cortante—. ¿Es que no tienes vergüenza? Cuando Dios lo considere oportuno te enviará familia.

—Ángela ha tenido cinco —solloza la tía Aggie—, y acaba de perder uno, y ella es una inútil que no sabe fregar un suelo, y yo no tengo ninguno y sé fregar y limpiar como la que más y guisar cualquier cosa, estofado o fritura.

—Creo que me quedaré con este muchachito —dice Pa Keating, riéndose.

—No, no, no. Ése es mi hermano, ése es Eugene —dice Malachy, corriendo a su lado. Y yo digo:

—No, no, no, ése es nuestro hermano.

La tía Aggie se limpia las lágrimas de las mejillas.

—No quiero nada de Ángela —dice—. No quiero nada que sea mitad de Limerick y mitad de Irlanda del Norte, claro que no, de modo que podéis llevároslo a su casa. Tendré hijos propios algún día aunque tenga que hacer cien novenas a la Virgen María y a su santa madre Santa Ana, o aunque tenga que arrastrarme de rodillas de aquí a Lourdes.

—Basta —dice la abuela—. Os habéis comido vuestras gachas y es hora de volver a casa y de ver si vuestro padre y vuestra madre han vuelto del hospital.

Se pone el chal y va a tomar en brazos a Eugene, pero éste se agarra con tanta fuerza a la camisa de Pa Keating que ella tiene que arrancarlo a la fuerza, y él no deja de mirar a Pa hasta que salimos por la puerta.

Volvimos a nuestra habitación siguiendo a la abuela. Ella acostó a Eugene en la cama y le dio agua. Le dijo que fuera un niño bueno y que se durmiese, que su hermanito Oliver regresaría pronto a casa y volverían a jugar juntos en el suelo.

Pero él no dejaba de mirar por la ventana.

La abuela nos dijo a Malachy y a mí que podíamos sentarnos en el suelo y jugar, pero que no hiciésemos ruido, porque ella iba a rezar. Malachy se acercó a la cama y se sentó junto a Eugene y yo me senté en una silla junto a la mesa intentando leer palabras en el periódico que nos servía de mantel. En la habitación sólo se oían los susurros de Malachy, que intentaba animar a Eugene, y el murmullo de la abuela acompañado del chasquido de las cuentas de su rosario. Había tanto silencio que yo apoyé la cabeza en la mesa y me quedé dormido.

Papá me toca en el hombro.

—Vamos, Francis, tienes que ocuparte de tus hermanos pequeños.

Mamá está tendida en el borde de la cama y emite unos leves quejidos, como un pájaro. La abuela se está ciñendo el chal.

—Bajaré donde Thompson, el de la funeraria —dice—, a encargar el ataúd y el coche. Bien sabe Dios que la Conferencia de San Vicente de Paúl lo pagará, seguro que sí.

Sale por la puerta. Papá se queda de pie mirando a la pared, sobre la chimenea, golpeándose los muslos con los puños, suspirando, och, och, och.

Papá me da miedo con su och, och, och, y mamá me da miedo con sus ruidos de pajarillo, y no sé qué debo hacer, aunque me pregunto si alguien encenderá el fuego en la chimenea para que podamos tomar té con pan, pues ya ha pasado mucho tiempo desde que comimos las gachas. Si papá se apartase de la chimenea yo mismo podría encender el fuego. No hace falta más que papel, unos trozos de carbón o de turba y una cerilla. No se aparta, de modo que yo intento pasar alrededor de sus piernas mientras se golpea los muslos, pero él lo nota y me pregunta por qué quiero encender el fuego. Le digo que todos tenemos hambre y él suelta una risa de loco.

—¿Hambre? —dice—. Och, Francis, tu hermanito Oliver ha muerto. Tu hermanita ha muerto y tu hermanito ha muerto.

Me toma en brazos y me abraza con tanta fuerza que me hace gritar. Entonces llora Malachy, llora mi madre, llora papá, lloro yo, pero Eugene se queda callado. Después, papá se sorbe las lágrimas y dice:

—Nos daremos un banquete. Vamos, Francis.

Dice a mi madre que volveremos enseguida, pero ella tiene a Malachy y a Eugene en su regazo en la cama y no levanta la vista. Me lleva por las calles de Limerick y vamos de tienda en tienda; él pide en las tiendas comida o lo que puedan dar a una familia que ha perdido a dos hijos en un año, uno en América y el otro en Limerick, y que corre peligro de perder a otros tres por falta de comida y de bebida. Casi todos los tenderos sacuden la cabeza.

—Lo acompaño en el sentimiento, pero puede dirigirse a la Conferencia de San Vicente de Paúl o a la beneficencia pública.

Papá dice que se alegra de ver que el espíritu de Cristo está vivo en Limerick y ellos le dicen que no les hace falta que vaya a hablarles de Cristo un sujeto como él, con su acento del Norte, y que debería darle vergüenza ir así con un niño a cuestas, como un vulgar mendigo, como un gitano, como un trapero.

Algunos tenderos le dan pan, patatas, latas de judías, y papá dice:

—Ahora volveremos a casa y vosotros podréis comer algo.

Pero nos encontramos con el tío Pa Keating, que dice a papá que lo acompaña en el sentimiento y le pregunta si quiere tomarse una pinta con él en la taberna de al lado.

En la taberna hay muchos hombres sentados que tienen delante grandes vasos de un líquido negro. El tío Pa Keating y papá tienen también el líquido negro. Levantan cuidadosamente los vasos y beben despacio. Les queda en los labios una sustancia blanca y cremosa, que ellos se limpian con la punta de la lengua mientras dan leves suspiros. El tío Pa pide una botella de gaseosa para mí y papá me da un trozo de pan, y ya no tengo hambre. Pero no dejo de preguntarme cuánto tiempo pasaremos allí sentados mientras Malachy y Eugene pasan hambre en casa, ahora que ya han pasado varias horas desde las gachas, que Eugene no comió siquiera.

Papá y el tío Pa se beben sus vasos de líquido negro y piden otros. El tío Pa dice:

—Frankie, esto es la pinta. Es el sostén de la vida. Es lo mejor para las madres que crían y para los que llevan destetados mucho tiempo.

Se ríe y papá sonríe y yo me río porque creo que es lo que se espera de uno cuando el tío Pa dice algo. No se ríe cuando cuenta a los otros hombres la muerte de Oliver. Los otros hombres saludan a papá levantándose las gorras.

—Lo acompaño en el sentimiento, señor, y seguro que aceptará una pinta.

Papá acepta las pintas y al poco tiempo está cantando Roddy McCorley y Kevin Barry y canciones y más canciones que yo no había oído nunca y llorando por su nena encantadora, Margaret, que murió en América, y por su chico, Oliver, que estaba muerto allá cerca, en el Hospital del Asilo Municipal. Me da miedo su modo de gritar y de cantar y pienso que me gustaría estar en casa con mis tres hermanos, no, con mis dos hermanos y con mi madre.

El hombre que está tras la barra dice a papá:

—Señor, creo que ya ha bebido bastante. Lo acompañamos en el sentimiento, pero tiene que llevar a ese niño a su casa, con su madre, que debe de estar sentada desconsolada junto al fuego.

—Una, una pinta más, sólo una, ¿eh? —dice papá.

Pero el hombre dice que no.

—Yo hice mi parte por Irlanda —dice papá mostrando el puño, y cuando el hombre sale y agarra a papá del brazo, papá intenta quitárselo de encima de un empujón.

—Vamos, Malachy —dice el tío Pa—, deja de hacer el bruto. Tienes que volver a tu casa, con Ángela. Tienes que ir a un entierro mañana, y te esperan tus hijos encantadores.

Pero papá forcejea hasta que algunos hombres lo echan a empujones al exterior oscuro. El tío Pa sale tambaleándose con la bolsa de comida.

—Vamos —dice—. Volveremos a tu habitación.

Papá quiere ir a otro sitio a tomarse una pinta, pero el tío Pa dice que no le queda dinero. Papá dice que contará sus penas a todos y que le invitarán a tomar pintas. El tío Pa dice que hacer eso es una deshonra, y papá llora en su hombro.

—Eres un buen amigo —dice al tío Pa, y vuelve a llorar hasta que el tío Pa le da palmaditas en la espalda.

—Es terrible, terrible… —dice el tío Pa—, pero lo superarás con el tiempo.

Papá se yergue y le mira a la cara.

—Jamás —dice—. Jamás.

Al día siguiente fuimos al hospital en un coche con un caballo. Metieron a Oliver en una caja blanca que pusieron en el coche y lo llevamos al cementerio. Pusieron la caja blanca en un agujero en el suelo y la cubrieron de tierra. Mi madre y la tía Aggie lloraban; la abuela tenía cara de enfado; papá, el tío Pa Keating y el tío Pat Sheehan tenían aspecto triste pero no lloraban, y yo pensé que cuando uno es un hombre no puede llorar a no ser que se tome el líquido negro al que llaman pinta.

No me gustaban las chovas que estaban posadas en los árboles y en las lápidas y no quería dejar a Oliver con ellas. Tiré una piedra a una chova que se acercó a la tumba de Oliver, contoneándose. Papá dijo que no debía tirar piedras a las chovas, que podían ser el alma de alguien. Yo no sabía lo que era un alma, pero no se lo pregunté porque me daba igual. Oliver había muerto y yo odiaba a las chovas. Algún día sería hombre y volvería con un saco de piedras y dejaría el cementerio sembrado de chovas muertas.

La mañana siguiente al entierro de Oliver, papá fue a la oficina de empleo para firmar y para cobrar el paro de la semana, diecinueve chelines y seis peniques. Dijo que volvería a casa a mediodía, que traería carbón para encender el fuego, que comeríamos lonchas de tocino con huevos y té en recuerdo de Oliver, que incluso podría traernos uno o dos caramelos.

No había llegado a casa a mediodía, ni a la una, ni a las dos, y nosotros cocimos y comimos las pocas patatas que nos habían dado los tenderos el día anterior. No había llegado a casa cuando se puso el sol aquel día de mayo. No tuvimos noticias suyas hasta que lo oímos venir mucho más tarde de la hora de cierre de las tabernas; venía por la calle Windmill haciendo eses y cantando.

Cuando todos velan,

el Oeste duerme, el Oeste duerme.

Ay, y bien puede llorar Erin

cuando Connacht está sumido en el sueño.

Sus lagos y llanuras sonríen, libres y hermosos,

entre rocas la caballería que los guarda.

Cantemos «Que aprenda libertad el hombre

del viento que ruge y el mar que azota».

Entró en la habitación a tropezones, apoyándose en la pared. Le caía de la nariz un moco, y él se lo limpió con el dorso de la mano. Intentó hablar.

—Eshtos niñosh tenían que eshtar en la cama. Eshcuchadme. Niñosh, a la cama.

Mamá le plantó cara.

—Éstos niños tienen hambre. ¿Dónde está el dinero del paro? Compraremos pescado frito y patatas fritas para que no se acuesten con la tripa vacía.

Intentó meterle las manos en los bolsillos, pero él la apartó.

—Ten resfeto —dijo—. Rezpeto delante de los niñosh.

Ella forcejeó con él para registrarle los bolsillos.

—¿Dónde está el dinero? Los niños tienen hambre. Loco desgraciado, ¿te has bebido todo el dinero otra vez? Lo mismo que hacías en Brooklyn.

Él se puso a gimotear.

Och, pobre Ángela. Y pobrecita Margaret, y pobrecito Oliver.

Se acercó a mí tambaleándose, me abrazó y yo noté el olor a alcohol que solía notar en América. Yo tenía la cara mojada de sus lágrimas, sus babas y sus mocos, y tenía hambre, y no sabía qué decir mientras él lloraba sobre mi cabeza.

Después me soltó y abrazó a Malachy, hablando todavía de la hermanita y del hermanito que estaban fríos y bajo tierra, y de que todos teníamos que rezar y ser buenos, de que teníamos que ser obedientes y hacer lo que nos mandaba nuestra madre. Dijo que teníamos nuestros problemas pero que había llegado el momento de que Malachy y yo empezásemos a ir a la escuela, porque no hay nada como los estudios, os servirán de algo al final, y tenéis que prepararos para hacer vuestra parte por Irlanda.

Mamá dice que no puede pasar un minuto más en aquella habitación de la calle Windmill. No puede dormir con el recuerdo de Oliver en aquella habitación, Oliver en la cama, Oliver jugando en el suelo, Oliver sentad en el regazo de papá junto a la chimenea. Dice que no es bueno que Eugene esté allí, que un hermano gemelo sufre por la muerte de su hermano más todavía de lo que puede entender una madre. En la calle Hartstonge alquilan una habitación con dos camas, en lugar de la única que tenemos aquí para los seis, no, para los cinco. Vamos a alquilar esa habitación, y para asegurarse va a ir con papá el jueves a la oficina de empleo para ponerse a la cola y quedarse con el dinero del paro en cuanto se lo den a papá. Papá dice que no puede hacer eso, que sería una deshonra para él delante de los demás hombres. La oficina de empleo es un sitio para hombres, no para que las mujeres les quiten el dinero de delante de las narices.

—Lo siento por ti —dice ella—. Si no derrochases el dinero en las tabernas, yo no tendría que seguirte como hacía en Brooklyn.

Él dice que no podrá superar jamás la vergüenza. Ella dice que no le importa. Quiere esa habitación de la calle Hartstonge, una habitación bonita, caliente y cómoda, con un retrete al fondo del pasillo como el que había en Brooklyn, una habitación sin pulgas y sin esa humedad que mata. Quiere esa habitación porque está en la misma calle que la Escuela Nacional Leamy, y Malachy y yo podremos venir a casa al mediodía, que es la hora de la comida, para tomarnos una taza de té y una rebanada de pan frito.

El jueves, mamá sigue a papá a la oficina de empleo. Entra decidida tras él, y cuando el empleado pone el dinero delante de papá, ella se lo guarda. Los demás hombres que esperan cobrar el paro intercambian codazos y sonrisas, y papá queda deshonrado porque una mujer no debe entremeterse nunca con el dinero del paro de un hombre. Tal vez éste quiera apostar seis peniques a un caballo o tomarse una pinta, y si todas las mujeres empiezan a obrar como mamá, los caballos dejarán de correr y la Guinness quebrará. Pero ella ya tiene el dinero, y nos mudamos a la calle Hartstonge. Después coge a Eugene en brazos y subimos por la calle hasta la Escuela Nacional Leamy. El señor Scallan, el director, dice que debemos volver el lunes con un cuaderno de redacciones, un lápiz y una pluma con buena plumilla. No debemos presentarnos en la escuela con tiña ni con piojos y debemos sonarnos siempre la nariz, no en el suelo, con lo que se transmite la tisis, ni en la manga, sino con un pañuelo o con un paño limpio. Nos pregunta si somos niños buenos, y cuando le decimos que sí, dice:

—Santo cielo, ¿qué es esto? ¿Es que son yanquis acaso?

Mamá le cuenta lo de Margaret y lo de Oliver y él dice:

—Dios del cielo, Dios del cielo, hay mucho sufrimiento en el mundo. En todo caso, pondremos al pequeño, Malachy, en la clase de los párvulos y a su hermano en el primer curso. Estarán en una misma sala con un mismo maestro. Hasta el lunes por la mañana, pues, a las nueve en punto.

Los niños de la Escuela Leamy nos preguntan por qué hablamos así.

—¿Es que sois yanquis acaso?

Y cuando les decimos que hemos venido de América, nos preguntan:

—¿Sois gángsteres o vaqueros?

Un chico mayor se encara conmigo.

—Te estoy haciendo una pregunta —dice—. ¿Sois gángsteres o vaqueros?

Le digo que no lo sé, y cuando él me empuja el pecho con el dedo, Malachy dice:

—Yo soy gángster, Frank es vaquero.

El chico mayor dice:

—Tu hermano pequeño es listo y tú eres un yanqui estúpido.

Los niños que lo rodean están excitados. «Pelea», gritan, «pelea», y él me empuja con tanta fuerza que me caigo. Quiero llorar, pero se me vuelve oscuro todo dentro de la cabeza como me pasó con Freddie Leibowitz y caigo sobre él dándole patadas y puñetazos. Lo derribo e intento agarrarlo del pelo para darle golpes con la cabeza en el suelo, pero siento un vivo escozor en la parte posterior de mis piernas y alguien me aparta de él a la fuerza.

El señor Benson, el maestro, me ha agarrado de la oreja y me está dando golpes de vara en las piernas.

—Pequeño gamberro —dice—. ¿Así has aprendido a comportarte en América? Pues por Dios te digo que te portarás bien antes de que yo haya acabado contigo.

Me dice que extienda primero una mano y después la otra y me pega con la vara una vez en cada mano.

—Ahora vete a tu casa —dice— y dile a tu madre lo malo que has sido. Eres un yanqui malo. Dilo conmigo: «Soy un niño malo».

—Soy un niño malo.

—Ahora di: «Soy un yanqui malo».

—Soy un yanqui malo.

—No es un niño malo —dice Malachy—. Ha sido ese niño mayor. Ha dicho que éramos vaqueros y gángsteres.

—¿Has dicho eso, Heffernan?

—Sólo era una broma, señor.

—Basta de bromas, Heffernan. Si son yanquis, no es culpa suya.

—No, señor.

—Y tú, Heffernan, deberías ponerte de rodillas cada noche y dar gracias a Dios de no ser yanqui, porque si lo fueras, Heffernan, serías el gángster más grande de las dos orillas del Atlántico. Al Capone vendría a verte para que le dieses lecciones. No has de molestar más a estos dos yanquis, Heffernan.

—No lo haré, señor.

—Y si lo haces, Heffernan, colgaré tu pellejo de la pared. Ahora marchaos todos a vuestras casas.

En la Escuela Nacional Leamy hay siete maestros, y todos tienen correas de cuero, varas, bastones de endrino. Te pegan con los bastones en los hombros, en la espalda, en las piernas y, sobre todo, en las manos. Cuando te pegan en las manos se llama «palmetazo». Te pegan si llegas tarde, si tu plumilla echa borrones, si te ríes, si hablas y si no sabes las cosas.

Te pegan si no sabes por qué hizo Dios el mundo, si no sabes quién es el santo patrono de Limerick, si no te sabes el Credo, si no sabes cuántas son diecinueve y cuarenta y siete, si no sabes cuántas son cuarenta y siete menos diecinueve, si no te sabes las ciudades y los productos principales de los treinta y dos condados de Irlanda, si no encuentras a Bulgaria en el mapamundi de la pared, que está manchado de escupitajos, mocos y borrones de tinta arrojados por alumnos iracundos que fueron expulsados para siempre.

Te pegan si no sabes decir tu nombre en irlandés, si no sabes rezar el Avemaria en irlandés, si no sabes pedir permiso para ir al retrete en irlandés.

Es útil escuchar lo que dicen los chicos mayores, de los cursos superiores. Ellos te pueden informar acerca del maestro que tienes ahora, de sus gustos y de sus odios.

Uno de los maestros te pega si no sabes que Eamon de Valera es el hombre más grande que ha existido jamás. Otro maestro te pega si no sabes que Michael Collins fue el hombre más grande que existió jamás.

El señor Benson odia a América, y tienes que acordarte de odiar a América, o te pegará.

El señor O’Dea odia a Inglaterra, y tienes que acordarte de odiar a Inglaterra, o te pegará.

Todos te pegan si dices alguna vez algo bueno de Oliver Cromwell.

Aunque te den seis palmetazos en cada mano con la palmeta de fresno o con el bastón de endrino con nudos, no debes llorar. Serías un mariquita. Algunos niños se pueden meter contigo y burlarse de ti en la calle, pero también ellos deben andarse con cuidado, porque llegará el día en que el maestro les pegue y les dé palmetazos, y entonces serán ellos los que tendrán que aguantarse las lágrimas o quedarán deshonrados para siempre. Algunos niños dicen que es mejor llorar, porque eso agrada a los maestros. Si no lloras, los maestros te odian porque los has hecho parecer débiles ante la clase, y se prometen a sí mismos que la próxima vez que te peguen te harán derramar lágrimas, o sangre, o las dos cosas.

Los chicos mayores del quinto curso nos cuentan que al señor O’Dea le gusta hacerte salir ante la clase para poderse poner a tu espalda, pellizcarte las patillas, que se llaman cossicks, tirar de ellas hacia arriba. «Arriba, arriba», dice, hasta que estás de puntillas y se te llenan los ojos de lágrimas. No quieres que los chicos de la clase te vean llorar, pero cuando te tiran de los cossicks se te saltan las lágrimas quieras que no, y eso le gusta al maestro. El señor O’Dea es el único maestro que siempre es capaz de sacarte las lágrimas y la vergüenza.

Es mejor no llorar, porque tienes que hacer causa común con los chicos de la escuela y nunca debes dar gusto a los maestros.

Si el maestro te pega, no sirve de nada que te quejes a tu padre o a tu madre. Siempre te dicen:

—Te lo mereces. No seas crío.

Yo sé que Oliver ha muerto y Malachy sabe que Oliver ha muerto, pero Eugene es demasiado pequeño para saber nada. Cuando se despierta por la mañana dice: «Oli, Oli», y gatea por la habitación buscando debajo de las camas, o se sube a la cama que está junto a la ventana y señala a los niños de la calle, sobre todo a los niños que tienen el pelo rubio como Oliver y como él. «Oli, Oli», dice, y mamá lo coge en brazos, solloza, lo abraza. Él forcejea por bajarse, porque no quiere que lo cojan en brazos ni que lo abracen. Lo que quiere es encontrar a Oliver.

Papá y mamá le dicen que Oliver está en el cielo jugando con los angelitos y que todos lo volveremos a ver algún día, pero él no lo entiende porque sólo tiene dos años y no conoce las palabras, y no hay cosa peor que ésa en todo el mundo.

Malachy y yo jugamos con él. Intentamos hacerle reír. Hacemos muecas. Nos ponemos cazos en la cabeza y fingimos que se nos caen. Corremos por la habitación y fingimos que nos caemos. Lo llevamos al Parque del Pueblo para que vea las hermosas flores, para que juegue con los perros, para que se revuelque en la hierba.

Ve a niños pequeños con pelo rubio, como Oliver. Ya no dice «Oli». Sólo señala.

Papá dice que Eugene es afortunado por tener hermanos como Malachy y yo, porque le ayudamos a olvidar y pronto, con la ayuda de Dios, ya no se acordará de Oliver.

Pero de todos modos se murió.

Seis meses después de la muerte de Oliver, al despertarnos en una desapacible mañana de noviembre, Eugene estaba frío en la cama a nuestro lado. El doctor Troy vino y dijo que aquel niño había muerto de pulmonía, y preguntó por qué no estaba en el hospital hacía mucho tiempo. Papá dijo que no lo sabía y mamá dijo que no lo sabía, y el doctor Troy dijo que por eso se mueren los niños. Porque la gente no sabe. Dijo que si Malachy o yo dábamos la menor muestra de tener tos o el más leve carraspeo debían llevarnos inmediatamente a que él nos viese, a cualquier hora del día o de la noche. Debíamos estar secos siempre, pues parecía que en nuestra familia había algo de debilidad del pecho. Dijo a mamá que la acompañaba en el sentimiento y que le daría una receta para que tomase unas pastillas que le aliviarían el dolor de los días venideros. Dijo que Dios estaba pidiendo demasiado, demasiado, maldita sea.

La abuela vino a nuestra habitación con la tía Aggie. Lavó a Eugene, y la tía Aggie fue a una tienda a comprar un vestidito blanco y un rosario. Lo vistieron con el vestido blanco y lo tendieron en la cama, junto a la ventana por la que solía buscar a Oliver. Le pusieron las manos en el pecho, una mano encima de la otra, atadas con el pequeño rosario de cuentas blancas. La abuela le cepilló el pelo que le caía en los ojos y en la frente y dijo:

—¡Qué pelo tan precioso tiene, suave como la seda!

Mamá se acercó a la cama y le puso una manta sobre las piernas para que no cogiera frío. La abuela y la tía Aggie se miraron y no dijeron nada. Papá estaba plantado a los pies de la cama, dándose golpes en los muslos con los puños, hablando a Eugene, diciéndole:

Och, ha sido el río Shannon el que te ha hecho daño; ha sido la humedad de ese río la que ha venido y se os ha llevado a Oliver y a ti.

—¿Quieres dejar eso? —dijo la abuela—. Estás poniendo nerviosa a toda la casa.

La abuela tomó la receta del doctor Troy y me mandó que fuera corriendo a la farmacia de O’Connor a recoger las pastillas; me dijo que no me cobrarían gracias a la bondad del doctor Troy. Papá dijo que vendría conmigo, que iríamos a la iglesia de los jesuitas a rezar por Margaret, por Oliver y por Eugene, que estarían todos felices en el cielo. El farmacéutico nos dio las pastillas, nos pasamos por la iglesia a rezar, y cuando volvimos a la habitación, la abuela dio dinero a papá para que se trajera de la taberna unas botellas de cerveza negra. Mamá dijo «No, no», pero la abuela dijo:

—Él no tiene el alivio de las pastillas, Dios nos asista, y una botella de cerveza negra será un pequeño consuelo.

Después le dijo que tendría que ir al día siguiente a la funeraria para traerse el ataúd en un coche. A mí me dijo que acompañase a mi padre y que me ocupase de que no se quedara toda la noche en la taberna bebiéndose todo el dinero.

Och, Frankie no debería entrar en las tabernas —dijo papá, y la abuela dijo:

—Entonces, no te quedes tú allí.

Papá se puso la gorra y fuimos a la taberna de South, y me dijo en la puerta que ya podía irme a casa, que él volvería después de tomarse una pinta. Yo dije que no, y él me dijo:

—No seas desobediente. Vuélvete a casa con tu pobre madre.

Yo dije que no, y él me dijo que era un niño malo y que Dios se iba a disgustar. Yo le dije que no volvería a casa sin él, y él dijo:

Och, ¿dónde va a parar el mundo?

Se tomó deprisa una pinta de cerveza negra y nos marchamos a casa con las botellas de cerveza negra. Pa Keating estaba en nuestra habitación con una botella pequeña de whiskey y botellas de cerveza negra, y el tío Pat Sheehan había traído otras dos botellas de cerveza negra para él. El tío Pat estaba sentado en el suelo rodeando las cervezas con los brazos y no dejaba de decir: «Son mías, son mías», por miedo a que se las quitaran. Las personas que se cayeron de cabeza de niños siempre temen que alguien les quite su cerveza negra.

—Está bien, Pat —dijo la abuela—, bébete tu cerveza tú solo. Nadie te molestará.

La tía Aggie y ella se sentaron en la cama junto a Eugene. Pa Keating estaba sentado junto a la mesa de la cocina, bebiéndose su cerveza negra y ofreciendo a todos un trago de su whiskey. Mamá se tomó sus pastillas y se sentó junto a la chimenea con Malachy en su regazo. No dejaba de decir que Malachy tenía el pelo como Eugene, y la tía Aggie decía que no, hasta que la abuela dio un codazo a la tía Aggie en el pecho y le dijo que se callase. Papá estaba de pie apoyado en la pared, bebiéndose su cerveza negra, entre la chimenea y la cama donde estaba Eugene. Pa Keating contaba cuentos divertidos y los mayores se reían, a pesar de que no querían reírse o de que no debían reírse delante de un niño muerto. Dijo que cuando estaba en el ejército inglés en Francia los alemanes habían arrojado gases que lo habían puesto tan enfermo que tuvieron que mandarlo al hospital. Lo tuvieron en el hospital algún tiempo y después lo enviaron de nuevo a las trincheras. A los soldados ingleses los mandaban a sus casas, pero les importaba un pedo de violinista que los soldados irlandeses se salvasen o se muriesen. En vez de morirse, Pa ganó una gran fortuna. Dijo que había resuelto uno de los grandes problemas de la guerra de trincheras. En las trincheras estaba todo tan mojado y tan lleno de barro que no tenían manera de hervir el agua para hacer el té. Se dijo: «Jesús, yo tengo el organismo lleno de gas, y es una lástima derrocharlo». De modo que se metió un tubo por el culo, le aplicó una cerilla y en seguida obtuvo una buena llama para hervir agua en cualquier marmita. Cuando los soldados ingleses conocieron la noticia, llegaban corriendo de todas las trincheras de los alrededores y le daban el dinero que pidiera para que les dejara hervir agua. Ganó tanto dinero que pudo sobornar a los generales para que lo licenciasen del ejército y se marchó a París, donde lo pasó bien bebiendo vino con los artistas y las modelos. Se corrió tales juergas que se gastó todo el dinero, y cuando regresó a Limerick el único trabajo que encontró fue el de alimentar las calderas de carbón en la Fábrica de Gas. Dijo que ahora tenía tanto gas en el organismo que podía iluminar una ciudad pequeña durante un año entero. La tía Aggie sollozó y dijo que aquél no era un cuento decente para contarlo delante de un niño muerto, y la abuela dijo que era mejor escuchar un cuento así que estar sentados con las caras largas. El tío Pat Sheehan, que estaba sentado en el suelo con su cerveza negra, dijo que iba a cantar una canción.

—¡Bien hecho! —dijo Pa Keating, y el tío Pat cantó El camino de Rasheen. Decía «Rasheen, Rasheen, mavurnin min», y la canción no tenía sentido porque su padre lo había dejado caer de cabeza hacía mucho tiempo y cada vez que cantaba aquella canción le cambiaba la letra. La abuela dijo que era una bonita canción, y Pa Keating dijo que Caruso podía andarse con cuidado. Papá se acercó a la cama del rincón donde dormía con mamá. Se sentó en el borde de la cama, dejó su botella en el suelo, se cubrió la cara con las manos y lloró. «Frank, Frank, ven aquí», dijo, y yo tuve que ir a su lado para que pudiera abrazarme del mismo modo que mamá estaba abrazando a Malachy. La abuela dijo:

—Será mejor que nos vayamos y que durmamos un poco antes del entierro de mañana.

Todos se arrodillaron junto a la cama, rezaron una oración y besaron la frente a Eugene. Papá me dejó en el suelo, se puso de pie y los fue despidiendo con un gesto de la cabeza. Cuando se marcharon, se llevó a la boca todas y cada una de las botellas de cerveza negra y las apuró una a una. Frotó con el dedo el interior de la botella de whiskey y se chupó después el dedo. Bajó la llama de la lámpara de queroseno en la mesa y dijo que ya era hora de que Malachy y yo nos acostásemos. Tendríamos que dormir con mamá y con él aquella noche, pues el pequeño Eugene necesitaría toda la cama para él. La habitación se había quedado a oscuras; sólo se veía un rayo de luz de la farola de la calle que caía en el pelo tan precioso de Eugene, suave como la seda.

A la mañana siguiente papá enciende el fuego, hace el té, tuesta el pan en el fuego. Ofrece té y tostadas a mamá, pero ella los rechaza con un gesto y se vuelve hacia la pared. Hace que Malachy y yo nos arrodillemos al lado de Eugene y recemos una oración. Dice que las oraciones de un niño como nosotros valen más en el cielo que las oraciones de diez cardenales y de cuarenta obispos. Nos enseña a santiguarnos: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén», y dice:

—Dios mío, esto es lo que quieres, ¿no? Quieres a mi hijo Eugene. Te llevaste a su hermano Oliver. Te llevaste a su hermana Margaret. No debo discutirlo, ¿verdad? Dios del cielo, no sé por qué tienen que morir los niños, pero es Tu voluntad. Mandaste al río que matase y el Shannon mató. ¿Podrías tener misericordia por fin? ¿Podrías dejarnos a los niños que nos quedan? No pedimos más. Amén.

Nos ayuda a Malachy y a mí a lavarnos la cabeza y los pies para que vayamos limpios al entierro de Eugene. Tenemos que estar muy callados, aun cuando nos hace daño al limpiarnos los oídos con la punta de la toalla que trajimos de América. Tenemos que estar callados porque Eugene está delante con los ojos cerrados y no queremos que se despierte y se asome a la ventana para buscar a Oliver.

Llega la abuela y dice a mamá que tiene que levantarse. Dice que, aunque haya niños muertos, también hay niños vivos que necesitan a su madre. Lleva a mamá un poco de té en un tazón para ayudarle a pasar las pastillas que alivian el dolor. Papá dice a la abuela que es jueves y que tiene que ir a la oficina de empleo a cobrar el paro y después tiene que ir a la funeraria a traer el coche fúnebre y el ataúd. La abuela le dice que me lleve con él, pero él dice que es mejor que yo me quede con Malachy para que rece por mi hermanito que está muerto en la cama.

—¿Es que quieres tomarme el pelo? —dice la abuela—. ¿Rezar por un niño pequeño que apenas tiene dos años y que ya estará en el cielo jugando con su hermanito? Te llevarás a tu hijo, que te recordará que hoy no es día de ir a las tabernas.

Ella lo mira, él la mira a ella y se pone la gorra.

En la oficina de empleo nos ponemos al final de la cola hasta que sale un hombre de detrás del mostrador y dice a papá que lo acompaña en el sentimiento y que puede pasar por delante de todos en este día doloroso. Los hombres se tocan la gorra y dicen que lo acompañan en el sentimiento, y algunos me dan palmaditas en la cabeza y me dan peniques, veinticuatro peniques en total, dos chelines. Papá me dice que ahora soy rico y que debo comprarme un dulce mientras él entra un momento en este sitio. Yo sé que este sitio es una taberna y sé que quiere tomarse el líquido negro al que llaman pinta, pero no digo nada porque quiero ir a la tienda de al lado para comprarme un trozo de toffee. Mastico el toffee hasta que se funde y me deja la boca dulce y pegajosa. Papá sigue en la taberna y yo me pregunto si debería comprarme otro trozo de toffee mientras él sigue allí dentro con la pinta. Estoy a punto de dar el dinero a la mujer de la tienda cuando alguien me lo impide dándome una palmada en la mano, y allí está la tía Aggie, furiosa.

—¿Es esto lo que haces el día del entierro de tu hermano? Atracarte de dulces. ¿Y dónde está ese sujeto que tienes por padre?

—Está, está en la taberna.

—Claro que está en la taberna. Tú aquí fuera atiborrándote de dulces y él allí dentro bebiendo hasta no tenerse en pie el día en que a tu pobre hermanito lo llevan al cementerio. Es igual que su padre —dice a la mujer de la tienda—: el mismo aire raro, la misma boca de los del Norte.

Me dice que entre en aquella taberna y diga a mi padre que deje de beber y que traiga el ataúd y el coche. Ella no quiere poner el pie dentro de la taberna porque la bebida es la maldición de este pobre país dejado de la mano de Dios.

Papá está sentado al fondo de la taberna con un hombre que tiene la cara sucia y al que le salen pelos de la nariz. No hablan, tienen la mirada fija al frente y sus pintas negras están encima de un pequeño ataúd blanco que está en el asiento, entre los dos. Sé que es el ataúd de Eugene porque Oliver tuvo otro igual, y cuando veo las pintas negras encima me dan ganas de llorar. Ahora me arrepiento de haberme comido ese toffee y quisiera poderlo sacar del estómago y devolverlo a la mujer de la tienda porque no está bien comer toffee mientras Eugene está muerto en la cama, y me asustan las dos pintas negras que están sobre su ataúd blanco. El hombre que está con papá dice:

—No, señor, ya no se puede dejar un ataúd de niño en un coche. Yo lo hice una vez: entré a tomarme una pinta y robaron el ataúd del mismísimo coche. ¿No le parece increíble? Estaba vacío, gracias a Dios, pero ya ve usted. Vivimos una época desesperada, desesperada.

El hombre que está con papá levanta su pinta y da un largo trago, y cuando deja el vaso se produce un sonido hueco en el ataúd. Papá me dirige una inclinación de cabeza.

—Nos vamos dentro de un momento, hijo —dice, pero cuando va a poner el vaso sobre el ataúd después del largo trago yo lo aparto de un empujón.

—Ése es el ataúd de Eugene. Contaré a mamá que has puesto el vaso en el ataúd de Eugene.

—Vamos, hijo. Vamos, hijo.

—Papá, ése es el ataúd de Eugene.

—¿Tomamos otra pinta, señor? —dice el otro hombre.

—Espera fuera otro rato, Francis —me dice papá.

—No.

—No seas un niño malo.

—No.

—Jesús —dice el otro hombre—, si ese niño fuera hijo mío, yo le daría una patada en el culo que lo mandaría de aquí al condado de Kerry. No tiene derecho a hablar así a su padre en un día de dolor. Si un hombre no puede tomarse una pinta el día de un entierro, ¿de qué sirve vivir?, ¿de qué?

—Está bien —dice papá—. Nos vamos.

Se terminan sus pintas y limpian con las mangas las manchas pardas y húmedas del ataúd. El hombre se sube al pescante del coche y papá y yo vamos dentro. Papá lleva el ataúd en el regazo y lo aprieta contra el pecho. Cuando llegamos a casa, nuestra habitación está llena de gente mayor, mamá, la abuela, la tía Aggie, su marido, Pa Keating, el tío Pat Sheehan, el tío Tom Sheehan, que es el hermano mayor de mamá y que nunca se había acercado a nosotros porque odia a la gente de Irlanda del Norte. El tío Tom está acompañado de su mujer, Jane. Ella es de Galway, y la gente dice que tiene aspecto de española, y por eso nadie de la familia le dirige la palabra.

El hombre toma el ataúd de manos de papá y cuando lo lleva a la habitación mamá gime: «Ay, no, ay, Dios, no». El hombre dice a la abuela que volverá al cabo de un rato para llevarnos al cementerio. La abuela le dice que más le vale no volver a esa casa en estado de embriaguez, porque este niño que va al cementerio sufrió mucho y se merece un poco de dignidad, y ella no va a admitir a un cochero que está borracho y que se puede caer del pescante.

—Señora —dice el hombre—, he llevado niños a docenas al cementerio y nunca me he caído del pescante ni de ninguna parte.

Los hombres vuelven a beber botellas de cerveza negra y las mujeres beben jerez en tarros de mermelada. El tío Pat Sheehan dice a todos: «Ésta es mi cerveza, ésta es mi cerveza», y la abuela dice:

—Está bien, Pat. Nadie te quitará tu cerveza.

Después dice que quiere cantar El camino de Rasheen, hasta que Pa Keating dice:

—No, Pat, no se puede cantar el día de un entierro. Se puede cantar la noche anterior.

Pero el tío Pat no deja de decir «Ésta es mi cerveza» y «Quiero cantar El camino de Rasheen», y todos saben que habla así porque se cayó de cabeza. Se pone a cantar su canción, pero se calla cuando la abuela levanta la tapa del ataúd y mamá solloza:

—Ay, Jesús, Jesús, ¿no acabará esto nunca? ¿Me quedará un solo hijo?

Mamá está sentada en una silla a la cabecera de la cama. Está acariciando el pelo, la cara y las manos de Eugene. Le dice que era el niño más dulce, más delicado y más cariñoso del mundo. Le dice que es terrible perderlo pero que ahora está en el cielo con su hermano y con su hermana y que eso nos consuela a todos, pues sabemos que Oliver ya no echa de menos a su hermano gemelo. A pesar de todo, hunde la cabeza junto a Eugene y llora con tanta fuerza que todas las mujeres presentes en la habitación lloran con ella. Llora hasta que Pa Keating le dice que tenemos que ponernos en marcha antes de que oscurezca, pues no podemos estar en un cementerio a oscuras.

—¿Quién va a meter al niño en el ataúd? —susurra la abuela a la tía Aggie, y la tía Aggie susurra:

—Yo no. Ésa es tarea de la madre.

El tío Pat las oye y dice:

—Yo meteré al niño en el ataúd.

Se acerca a la cama cojeando y rodea con los brazos los hombros de mamá. Ella levanta la vista hacia él; tiene la cara empapada.

—Yo meteré al niño en el ataúd, Ángela —dice él.

—Ay, Pat —dice ella—. Pat.

—Puedo hacerlo —dice—. Es verdad que sólo es un niño pequeño, y yo no he levantado nunca a un niño pequeño. Nunca he tenido a un niño pequeño en mis brazos. No lo dejaré caer, Ángela, no. Palabra de honor que no.

—Ya sé que no, Pat. Ya sé que no.

—Lo cogeré y no cantaré El camino de Rasheen.

—Ya sé que no, Pat —dice mamá.

Pat retira la manta que puso mamá para que Eugene no cogiera frío. Eugene tiene los pies blancos y brillantes, con venitas azules. Pat se inclina, levanta a Eugene y lo aprieta contra su pecho. Besa la frente a Eugene, y a continuación todos los presentes besamos a Eugene. Deposita a Eugene en el ataúd y se aparta. Todos nos reunimos alrededor del ataúd, contemplando a Eugene por última vez.

—Ya lo ves, Ángela, no lo he dejado caer —dice el tío Pat, y ella le hace una caricia en el rostro.

La tía Aggie va a la taberna a recoger al cochero. Éste pone la tapa al ataúd y la atornilla.

—¿Quién viene en el coche? —pregunta, y se lleva el ataúd al coche. Sólo hay sitio para mamá y papá, Malachy y yo. La abuela dice:

—Salid vosotros para el cementerio y os esperaremos allí.

No sé por qué no podemos quedarnos con Eugene. No sé por qué tiene que llevárselo ese hombre que deja su pinta sobre el ataúd blanco. No sé por qué tuvieron que llevarse a Margaret y a Oliver. Meter a mi hermana y a mis hermanos en una caja es una cosa mala, y me gustaría poder decir algo a alguien.

El caballo recorrió las calles de Limerick haciendo clop, clop.

—¿Vamos a ver a Oliver? —preguntó Malachy, y papá dijo:

—No, Oliver está en el cielo, y no me preguntes qué es el cielo porque no lo sé.

—El cielo es un sitio donde están Oliver y Eugene y Margaret contentos y calentitos —dijo mamá—, y allí los veremos algún día.

—El caballo se ha hecho caca en la calle —dijo Malachy, y olía mal, y mamá y papá tuvieron que sonreír.

En el cementerio, el cochero desmonta y abre la puerta del coche.

—Denme ese ataúd —dice—, yo lo llevaré a la tumba.

Tira del ataúd y se tropieza. Mamá dice:

—Usted no va a llevar a mi hijo en ese estado. Llévalo tú —dice, dirigiéndose a papá.

—Hagan lo que quieran. Hagan lo que les dé la gana —dice el cochero, y se sube al pescante.

Está oscureciendo y el ataúd parece más blanco que nunca en los brazos de papá. Mamá nos coge de la mano y seguimos a papá por entre las tumbas. Las chovas están calladas en los árboles porque ya casi ha terminado su jornada y tienen que descansar para madrugar al día siguiente para dar de comer a sus hijos pequeños.

Dos hombres con sendas palas nos esperan junto a una pequeña tumba abierta.

—Llegan muy tarde —dice uno—. Menos mal que es poca tarea; si no, nos habríamos marchado.

Se mete en la tumba.

—Démelo —dice, y papá le entrega el ataúd.

El hombre esparce algo de paja y de hierba sobre el ataúd, y cuando sale del hoyo el otro hombre echa paletadas de tierra. Mamá suelta un largo quejido, «Ay, Jesús, Jesús», y una chova grazna en un árbol. Me gustaría tener una piedra para tirársela a esa chova. Cuando los hombres terminan de echar la tierra a paletadas se secan la frente y se quedan esperando. Uno dice:

—Bueno, ahora suele darse alguna cosilla para la sed.

—Ah, sí, sí —dice papá, y les da dinero. Ellos dicen que nos acompañan en el sentimiento y se marchan.

Volvemos hacia el coche que estaba en la puerta del cementerio, pero el coche se ha marchado. Papá lo busca entre la oscuridad y vuelve sacudiendo la cabeza.

—Ése cochero no es más que un sucio borracho —dice mamá—; que Dios me perdone.

La vuelta del cementerio a nuestra habitación es una larga caminata. Mamá dice a papá:

—Éstos niños necesitan algo de alimento, y a ti te queda dinero del paro que has cobrado esta mañana. Si estás pensando en irte a las tabernas esta noche, olvídate. Los vamos a llevar a la tienda de Naughton, y podrán comer pescado frito con patatas fritas y gaseosa, pues no se entierra a un hermano todos los días.

El pescado frito y las patatas fritas están deliciosos con vinagre y sal, y la gaseosa nos pica la garganta.

Cuando llegamos a casa, la habitación está vacía. Hay botellas de cerveza negra vacías en la mesa y la lumbre se ha apagado. Papá enciende la lámpara de queroseno y se puede ver la huella que dejó en la almohada la cabeza de Eugene. Parece que se le va a oír y que se le va a ver gateando por la habitación y subiéndose a la cama para mirar por la ventana buscando a Oliver.

Papá dice a mamá que va a dar un paseo. Mamá dice que no. Ya sabe lo que pretende, sabe que le falta tiempo para gastarse en las tabernas los pocos chelines que le quedan.

—Está bien —dice. Enciende la lumbre y mamá prepara té, y pronto estamos acostados.

Malachy y yo volvemos a dormir en la cama donde murió Eugene. Espero que no pase frío en aquel ataúd blanco, en el cementerio, aunque sé que ya no está allí, porque los ángeles vienen al cementerio y abren el ataúd y él está lejos de la humedad del Shannon que mata, está en lo alto, en el cielo, con Oliver y Margaret, donde tienen mucho pescado frito con patatas fritas y toffee y no hay tías que lo molesten a uno, donde todos los padres traen a casa el dinero de la oficina de empleo y no hay que recorrer las tabernas para encontrarlos.