¡Vamos a trabajar!

Esa noche mi abuela cenó una tortilla sencilla y una rebanada de pan. Yo tomé un pedazo de ese queso noruego de leche de cabra que se llama gjetost, que ya me encantaba antes, cuando era un niño. Comimos delante de la chimenea, mi abuela en su sillón y yo sobre la mesa, con el queso moreno en un platito.

—Abuela —le dije—, ahora que hemos eliminado a La Gran Bruja, ¿desaparecerán gradualmente todas las demás brujas del mundo?

—Estoy segura de que no —contestó.

Dejé de masticar y la miré.

—¡Pero tienen que desaparecer! —grité—. ¡Seguro que sí!

—Me temo que no —dijo.

—Pero si ella ya no está allí, ¿cómo van a conseguir todo el dinero que necesitan? ¿Y quién va a darles órdenes y a estimularlas en los Congresos Anuales y a inventar todas las fórmulas mágicas?

—Cuando muere una abeja reina, siempre hay otra reina en la colmena, preparada para tomar su puesto —dijo ella—. Lo mismo ocurre con las brujas. En el cuartel general donde vive La Gran Bruja, hay siempre otra Gran Bruja esperando entre bastidores para sustituirla, si le sucede algo.

—¡Oh, no! —grité—. ¡Eso significa que todo lo que hemos hecho no ha servido de nada! ¿Me he convertido en ratón para nada?

—Hemos salvado a los niños de Inglaterra —dijo ella—. Yo no diría que eso no es nada.

—¡Lo sé, lo sé! —grité—. ¡Pero eso no basta, ni mucho menos! ¡Yo estaba seguro de que todas las brujas del mundo desaparecerían poco a poco, ahora que habíamos eliminado a su jefa! ¡Y tú me dices que todo va a seguir exactamente igual que antes!

—Exactamente igual que antes, no —dijo ella—. Por ejemplo, ya no queda ninguna bruja en Inglaterra. Eso es un gran triunfo, ¿no?

—¿Pero qué pasa con el resto del mundo? —grité—. ¿Qué pasa con América y Francia y Holanda y Alemania? ¿Y Noruega?

—No creas que me he estado sentada sin hacer nada estos últimos días —dijo—. Le he dedicado mucho tiempo y reflexión a ese problema.

Yo la estaba mirando a la cara cuando dijo esto, y de pronto noté que una sonrisita misteriosa empezaba a extenderse por sus ojos y en las comisuras de su boca.

—¿Por qué sonríes, abuela? —le pregunté.

—Tengo algunas noticias bastante interesantes que darte —dijo.

—¿Qué noticias?

—¿Te lo cuento todo desde el principio?

—Sí, por favor. Me gustan las buenas noticias.

Ella había terminado su tortilla y yo había tomado suficiente queso. Se limpió los labios con una servilleta y dijo:

—No bien volvimos a Noruega, cogí el teléfono e hice una llamada a Inglaterra.

—¿A quién en Inglaterra?

—Al Jefe de Policía de Bournemouth, cariño. Le dije que era el Jefe de Policía de toda Noruega y que me interesaban los extraños sucesos que habían tenido lugar en el Hotel Magnífico recientemente.

—Espera un segundo, abuela —dije—. No es posible que un policía inglés se creyera que tú eras el Jefe de la policía noruega.

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—Soy buenísima imitando una voz de hombre —dijo—. Por supuesto que me creyó. El policía de Bournemouth se sintió muy honrado de recibir una llamada del Jefe de Policía de toda Noruega.

—¿Y qué le preguntaste?

—Le pregunté el nombre y la dirección de la señora que se había hospedado en la habitación cuatrocientos cincuenta y cuatro del Hotel Magnífico, la que había desaparecido.

—¡Quieres decir La Gran Bruja! —grité.

—Sí, cariño.

—¿Y te la dio?

—Naturalmente que me la dio. Un policía siempre ayuda a otro policía.

—¡Dios mío, qué valor tienes, abuela!

—Quería su dirección —dijo mi abuela.

—¿Y él sabía su dirección?

—Claro que sí. Habían encontrado su pasaporte en la habitación, y en él constaba la dirección. También estaba en el registro del hotel. Todo el que se hospeda en un hotel tiene que poner su nombre y dirección en el libro de registro.

—¡Pero seguro que La Gran Bruja no iba a poner su verdadero nombre y dirección en el registro del hotel! —dije.

—¿Y por qué no? —dijo mi abuela—. Nadie en el mundo tenía ni la menor idea de quién era ella, excepto las otras brujas. A todas partes donde iba, la gente la conocía sólo como una señora agradable. , cariño, y nadie más que tú, eres la única persona que la vio sin la máscara. Incluso en el pueblo donde vivía, la gente la conocía como una amable y riquísima baronesa que daba grandes sumas de dinero para obras de caridad. Lo he comprobado.

Yo me estaba poniendo muy nervioso con todo esto.

—Y esa dirección que te dieron, abuela, debe de haber sido el cuartel general secreto de La Gran Bruja.

—Lo sigue siendo —dijo ella—. Y será allí, con seguridad, donde la nueva Gran Bruja estará viviendo en este mismo momento con su séquito de Brujas Ayudantes. Los dirigentes importantes están siempre rodeados de un gran séquito de ayudantes.

—¿Dónde está su cuartel general, abuela? —grité—. ¡Dime pronto dónde está!

—Es un castillo —dijo mi abuela—. ¡Y lo fascinante es que en ese castillo estarán todos los nombres y direcciones de todas las brujas del mundo! ¿De que otro modo podría La Gran Bruja dirigir sus negocios? ¿Cómo iba a convocar a las brujas de los distintos países a los Congresos Anuales?

—¿Dónde está el castillo? —grité, impaciente—. ¿En qué país? ¡Dímelo pronto!

—Adivínalo —dijo ella.

—¡Noruega! —grité.

—¡Acertaste a la primera! —dijo ella—. En lo alto de las montañas, encima de un pueblecito.

La noticia era sensacional. Bailé una pequeña danza de emoción encima de la mesa. Mi abuela también estaba muy excitada, y se levantó trabajosamente de su sillón y se puso a pasear arriba y abajo, dando golpecitos en la alfombra con su bastón.

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—¡Así que tenemos que ponernos a trabajar, tú y yo! —gritó—. ¡Tenemos una gran tarea ante nosotros! ¡Menos mal que eres un ratón! ¡Un ratón puede ir a cualquier parte! ¡Lo único que tendré que hacer será dejarte en algún sitio cerca del castillo de La Gran Bruja y te será fácil entrar y moverte por allí, mirando y escuchando todo lo que quieras!

—¡Lo haré! ¡Lo haré! —contesté—. ¡Nadie me verá! ¡Moverme por un gran castillo será un juego de niños comparado con entrar en una cocina llena de camareros y cocineros!

—¡Podrías incluso pasar días allí si fuera necesario! —gritó mi abuela.

En su excitación, agitaba el bastón de un lado para otro y, de pronto, golpeó un jarrón alto y muy hermoso, que cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

—¡Olvídalo! —dijo—. Sólo era un Ming. ¡Podrías pasar semanas en ese castillo si quisieras y nadie te descubriría! Yo alquilaría una habitación en el pueblo y tú podrías salir del castillo y venir a cenar conmigo todas las noches para contármelo todo!

—¡Sí! ¡Sí! —grité—. ¡Y en el castillo podría husmear por todos sitios!

—Pero tu principal misión, por supuesto, sería destruir a todas las brujas del lugar —dijo mi abuela—. ¡Eso sí que sería el verdadero fin de toda la organización!

—¿Destruirlas yo a ellas? —grité—. ¿Cómo podría hacerlo?

—¿No te lo imaginas?

—Dímelo.

—¡El Ratonizador! —gritó mi abuela—. Fórmula ochenta y seis. Ratonizador de Acción Retardada. ¡Se lo darías a todas las del castillo, echando unas gotas en su comida! Te acuerdas de la receta, ¿no?

—¡Con todo detalle! —contesté—. ¿Quieres decir que la vamos a preparar nosotros mismos?

—¿Por qué no? —gritó ella—. Si ellas pueden hacerla, ¡nosotros también! ¡Sólo es cuestión de saber los ingredientes!

—¿Y quién va a trepar a los árboles altos para coger los huevos del pájaro gruñón? —le pregunté.

—¡Yo! —gritó—. ¡Lo haré yo misma! ¡Todavía hay mucha vida en esta perra vieja!

—Creo que será mejor que yo haga parte del trabajo, abuela. Puede que tú fracasaras.

—¡Eso no son más que pequeños detalles! —gritó ella, moviendo el bastón de un lado a otro—. ¡No permitiremos que nada se interponga en nuestro camino!

—¿Y qué pasará después? —le pregunté—. ¿Después de que La Gran Bruja y todas las demás que están en el castillo se hayan convertido en ratones?

—Entonces el castillo estará completamente vacío y yo entraré y me reuniré contigo y…

—¡Espera! —grité—. ¡Un momento, abuela! ¡Se me acaba de ocurrir una idea desagradable!

—¿Qué idea desagradable? —dijo ella.

—Cuando el Ratonizador me transformó a en un ratón, no me convertí en un ratón vulgar y corriente que puedes atrapar en una ratonera. Me convertí en un ratón persona inteligente, que piensa y que habla, ¡y que ni se le ocurriría acercarse a una ratonera!

Mi abuela se paró en seco. Comprendió lo que venía a continuación.

—Por lo tanto —continué—, si usamos el Ratonizador para convertir a la nueva Gran Bruja y a las otras brujas del castillo en ratones, todo el lugar será un hervidero de ratones brujas listísimas, malísimas y peligrosísimas. Y eso —añadí— podría ser verdaderamente horrible.

—¡Tienes razón! —gritó—. ¡Eso no se me había ocurrido!

—Yo no podría dominar un castillo lleno de ratones brujas —dije.

—Ni yo tampoco —dijo ella—. Habría que deshacerse de ellas de inmediato. Habría que aplastarlas y destrozarlas y hacerlas picadillo como sucedió en el Hotel Magnífico.

—Yo no pienso hacer eso —dije—. Además, no podría. Y creo que tú tampoco, abuela. Y las ratoneras no servirían de nada. A propósito —añadí— La Gran Bruja que me atrapó estaba equivocada respecto a las ratoneras, ¿no?

—Sí, sí —dijo mi abuela con impaciencia—. Pero no me preocupa esa Gran Bruja. Hace ya mucho que el cocinero del hotel la hizo picadillo. Es de la nueva Gran Bruja de quien tenemos que ocuparnos ahora, la que está en el castillo, y de sus ayudantes. Una Gran Bruja disfrazada de señora ya es bastante peligrosa, ¡pero imagínate lo que podría hacer si fuera un ratón! ¡Podría ir a cualquier sitio!

—¡Ya lo tengo! —grité, pegando un salto de medio metro—. ¡Tengo la solución!

—¡Dime! —gritó mi abuela.

—¡La solución son los GATOS! Traer muchos gatos!

Mi abuela me miró fijamente. Luego una gran sonrisa la iluminó la cara y gritó:

—¡Es una brillante idea! ¡Absolutamente brillante!

—¡Soltamos media docena de gatos en el castillo, y matarán a todos los ratones en cinco minutos, por muy listos que sean!

—¡Eres un genio! —gritó mi abuela, blandiendo su bastón otra vez.

—¡Cuidado con los jarrones, abuela!

—¡A la porra los jarrones! —gritó—. ¡Estoy tan emocionada que no me importa romperlos todos!

—Una cosa —dije—, tienes que asegurarte bien de que yo no esté allí, antes de soltar a los gatos.

—Prometido —dijo.

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—¿Qué vamos a hacer cuando los gatos hayan matado a todos los ratones? —le pregunté.

—Me llevaré a todos los gatos al pueblo, y entonces tú y yo tendremos todo el castillo para nosotros.

—¿Y luego?

—¡Luego examináremos los archivos y tendremos los nombres y direcciones de todas las brujas del mundo!

—¿Y después de eso? —dije, temblando de emoción.

—Después de eso, mi vida, ¡empezará para nosotros la tarea más grande de todas! ¡Haremos las maletas y viajaremos por el mundo entero! ¡En cada país que visitemos, buscaremos las casas donde viven las brujas! Encontraremos cada casa, una por una, y una vez encontrada, tú te introducirás en ella y pondrás unas gotitas del mortal Ratonizador en el pan, o en los cereales, o en el arroz, o en cualquier alimento que veas por allí. ¡Será un triunfo, cielo mío! ¡Un triunfo colosal, insuperable! ¡Lo haremos tú y yo solos! ¡Ese será nuestro trabajo para el resto de nuestras vidas!

Mi abuela me levantó de la mesa y me dio un beso en la nariz.

—¡Oh, Dios mío, vamos a estar ocupadísimos las próximas semanas, y meses, y años!

—Creo que sí —dije—. ¡Pero qué divertido y emocionante va a ser!

—¡Puedes estar seguro! —gritó mi abuela, dándome otro beso—. ¡Estoy impaciente por empezar!

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