Mi abuela regresó apresuradamente a mi cuarto y me sacó al balcón.
—¿Estás listo? —me preguntó—. Te voy a meter en el calcetín.
—No sé si podré conseguirlo —dije—. Ahora soy sólo un ratoncito.
—Lo conseguirás —dijo ella—. Buena suerte, mi vida.
Me metió en el calcetín y empezó a descolgarme por fuera de la barandilla. Yo me acurruqué dentro del calcetín y contuve el aliento. A través del tejido de punto, veía claramente todo el panorama. Allá abajo, lejísimos, los niños que jugaban en la playa eran del tamaño de un escarabajo. El calcetín comenzó a balancearse a causa de la brisa. Miré hacia arriba y vi la cabeza de mi abuela asomando por encima de la barandilla.
—¡Ya casi estás allí! —gritó—. ¡Ya llegamos! ¡Despacio, suave! ¡Ya estás abajo!
Noté un ligero golpe contra el suelo.
—¡Entra! —gritó mi abuela—. ¡De prisa, de prisa, de prisa! ¡Registra la habitación!
Salté fuera del calcetín y entré corriendo en el cuarto de La Gran Bruja. Había el mismo olor rancio que yo había percibido en el Salón de Baile. Era el hedor de las brujas. Me recordaba al olor de los lavabos públicos de caballeros en las estaciones de ferrocarril.
Por lo que yo pude ver, la habitación estaba bastante ordenada. Por ninguna parte había el menor signo de que estuviese ocupada por alguien que no fuera una persona normal. Pero, claro, no podía haberlo. Ninguna bruja hubiera sido tan tonta como para dejar cualquier cosa sospechosa tirada por ahí, para que la viera una camarera del hotel.
De pronto vi a una rana que daba saltos sobre la alfombra y luego desaparecía debajo de la cama. Yo también salté.
—¡Date prisa! —me llegó la voz de la abuela desde fuera—. ¡Coge el mejunje y sal de ahí!
Me puse a brincar por la habitación, tratando de registrarla, pero no era tan fácil. No podía abrir ningún cajón, por ejemplo. Tampoco podía abrir las puertas del gran armario. Dejé de brincar, me senté en el suelo y me puse a pensar. Si La Gran Bruja quería ocultar algo sumamente secreto, ¿dónde lo pondría? Seguro que no en un cajón corriente. Ni en el armario tampoco. Era demasiado evidente. Me subí a la cama de un salto, para ver bien toda la habitación. Eh, pensé, ¿por qué no debajo del colchón? Con mucho cuidado, me descolgué por el borde de la cama y me deslicé por debajo del colchón. Tuve que empujar fuerte para avanzar algo, pero seguí insistiendo. No veía nada. Estaba arrastrándome por debajo del colchón cuando, de pronto, mi cabeza chocó contra algo duro que había dentro del colchón. Lo palpé con la pata. ¿Podría ser un frasquito? ¡Era un frasquito! Notaba su forma a través de la tela del colchón. Y, justo al lado, toqué otro bulto duro, y otro, y otro. La Gran Bruja debía de haber descosido la tela, colocado los frascos dentro, y luego haber vuelto a coserla. Empecé a roer furiosamente la tela del colchón sobre mi cabeza. Mis incisivos eran extraordinariamente afilados y no tardé mucho en hacer un pequeño agujero. Me metí dentro y agarré el frasco por el cuello. Lo empujé para que saliera por el agujero y luego salí yo.
Andando hacia atrás y arrastrando el frasco, conseguí llegar al borde del colchón. Hice rodar el frasco y lo dejé caer sobre la alfombra. Rebotó pero no se rompió. Salté de la cama. Examiné el frasquito. Era idéntico al que tenía La Gran Bruja en el Salón de Baile. Este tenía una etiqueta. FORMULA 86, ponía. RATONIZADOR DE ACCION RETARDADA. Debajo ponía: Este frasco contiene quinientas dosis. ¡Eureka! Me sentí muy satisfecho de mí mismo.
Tres ranas salieron de debajo de la cama dando saltitos. Se sentaron en la alfombra, mirándome con sus grandes ojos negros. Yo también las miré. Aquellos enormes ojos eran lo más triste que yo había visto. De pronto se me ocurrió que, casi con certeza, aquellas ranas habían sido niños en otro tiempo, antes de que La Gran Bruja se apoderara de ellos. Me quedé allí parado, agarrando el frasco y mirando a las ranas.
—¿Quiénes sois? —les pregunté.
En ese momento exacto, oí una llave en la cerradura, la puerta se abrió violentamente y entró La Gran Bruja. Las ranas se metieron debajo de la cama otra vez de un rápido salto. Yo las seguí como una flecha, sin soltar el frasquito, y corrí hacia la pared y me oculté detrás de una pata de la cama. Oí pasos sobre la alfombra. Asomé la cabeza y vi que las ranas estaban apiñadas debajo del centro de la cama. Las ranas no pueden esconderse como los ratones. Ni correr como los ratones. Lo único que saben hacer, las pobres, es saltar torpemente.
De repente, la cara de La Gran Bruja entró en mi campo de visión, mirando debajo de la cama. Rápidamente, metí la cabeza detrás de la pata de la cama.
—Así que estáis ahí, rranitas mías —la oí decir—. Podéis quedarros donde estáis hasta que yo me acueste esta noche, luego os tirrarré porr la ventana y os comerrán las gaviotas.
Entonces, a través del balcón abierto, se oyó la voz de mi abuela, fuerte y clara.
—¡Date prisa, cielo! ¡Date prisa! ¡Más vale que salgas pronto de ahí!
—¿Quién habla? —chilló La Gran Bruja.
Me asomé otra vez y la vi acercarse al balcón.
—¿Quién está en mi balcón? —refunfuñó—. ¿Quién es? ¿Quién se atrreve a entrrarr en mi balcón?
Salió al balcón.
—¿Qué hace esta lana aquí colgando? —la oí decir.
—Ah, hola —dijo la voz de mi abuela—. Se me acaba de caer mi labor de punto. Pero no importa, porque tengo el otro extremo en la mano. Puedo subirla tirando del hilo. Gracias de todas formas.
Me asombré de la tranquilidad de su voz.
—¿Con quién hablaba usted ahorra mismo? —dijo La Gran Bruja, cortante—. ¿A quién le decía que se dierra prrisa y salierra rrápido?
—Hablaba con mi nietecito —le oí contestar a mi abuela—. Lleva horas en el cuarto de baño y quiero que salga. Se sienta allí a leer libros y se olvida completamente de dónde está. ¿Tiene usted niños, querida?
—¡No! —gritó La Gran Bruja, y volvió a entrar rápidamente en el cuarto, cerrando el balcón de un portazo.
Estaba atrapado. Me había cerrado la vía de escape. Estaba encerrado en aquel cuarto con La Gran Bruja y las tres aterrorizadas ranas. Yo estaba tan aterrorizado como ellas. Estaba seguro de que, si me encontraba, me arrojaría por el balcón para pasto de las gaviotas.
Oí que llamaban con los nudillos en la puerta de la habitación.
—¿Quién es ahorra? —gritó La Gran Bruja.
—Somos las ancianas —contestó una voz tímida al otro lado de la puerta—. Son las seis y venimos a recoger los frasquitos que nos prometió Vuestra Grandeza.
La vi cruzar el cuarto hacia la puerta. La abrió y entonces vi un montón de pies que empezaban a entrar en la habitación. Andaban despacio y titubeantes, como si las dueñas de esos pies tuvieran miedo de entrar.
—¡Pasad! ¡Pasad! —chilló La Gran Bruja—. ¡No os quedéis ahí parradas en el pasillo! ¡No puedo perrderr toda la noche!
Yo vi mi oportunidad. Salí de debajo de la cama y corrí como un rayo hacia la puerta. Salté por encima de varios pares de zapatos por el camino y en tres segundos estaba en el pasillo, apretando el valioso frasquito contra mi pecho. Nadie me había visto. No hubo gritos de: «¡Un ratón! ¡Un ratón!». Lo único que se oía eran las voces de las brujas ancianas balbuceando sus bobas alabanzas: «¡Qué amable es Vuestra Grandeza!» y todo lo demás. Corrí por el pasillo y luego escaleras arriba. En el quinto piso, fui otra vez por el pasillo hasta la puerta de mi cuarto. Gracias a Dios, no había nadie a la vista. Empecé a dar golpecitos en la puerta con el fondo del frasco. Tap, tap, tap, tap, tap, tap… tap, tap, tap
¿Me oiría mi abuela? Pensé que tenía que oírme. El frasco hacía un ruido bastante fuerte cada vez que daba contra la puerta. Tap, tap, tap… tap, tap, tap… Con tal de que no viniera nadie por el pasillo…
Pero la puerta no se abría. Decidí correr un riesgo.
—¡Abuela! —grité todo lo fuerte que pude—. ¡Abuela! ¡Soy yo! ¡Ábreme!
Oí sus pasos sobre la alfombra y se abrió la puerta. Entré como una flecha.
—¡Lo conseguí! —grité, dando brincos—. ¡Lo tengo, abuela! ¡Mira, aquí está! ¡Un frasco entero!
Ella cerró la puerta. Se agachó, me cogió y me acarició.
—¡Ah, mi vida! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que estás a salvo!
Cogió el frasquito y leyó la etiqueta en voz alta.
—Fórmula 86. Ratonizador de Acción Retardada. ¡Este frasco contiene quinientas dosis! ¡Eres estupendo, chiquillo! ¡Eres una maravilla! ¡Asombroso! ¿Cómo demonios conseguiste salir de su cuarto?
—Me escapé cuando entraron las brujas ancianas —le dije—. Fue todo un poco espeluznante, abuela. No me gustaría tener que repetirlo.
—¡Yo también la he visto! —dijo ella.
—Lo sé, abuela. Os oí hablar. ¿No crees que es absolutamente horrenda?
—Es una asesina —dijo mi abuela—. ¡Es la mujer más malvada del mundo entero!
—¿Viste su máscara? —pregunté.
—Es asombrosa —dijo mi abuela—. Es exactamente igual que una cara de verdad. Aunque yo sabía que era una máscara, no veía la diferencia. ¡Oh, cielo mío! ¡Creí que nunca te volvería a ver! ¡Estoy tan contenta de que escaparas!