No bien salí del Salón de Baile, eché a correr como un rayo. Corrí por el pasillo, atravesé la Antesala, el Salón de Lectura, la Biblioteca y la Sala y llegué a las escaleras. Las subí, saltando con facilidad de un escalón a otro, manteniéndome bien pegado a la pared todo el tiempo.
—¿Estás ahí, Bruno? —susurré.
—Aquí mismo —contestó.
La habitación de mi abuela y la mía estaban en el quinto piso. Fue una subida considerable, pero la hicimos sin encontrarnos con una sola persona, porque todo el mundo usaba el ascensor. En el quinto piso, corrí hasta la puerta de la habitación de mi abuela. Ella había dejado un par de zapatos delante de la puerta para que se los limpiaran. Bruno estaba a mi lado.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo.
De repente vi que una camarera venía por el pasillo hacia nosotros. En seguida me di cuenta de que era la que me había denunciado al director por tener ratones. Por lo tanto, no era la clase de persona que yo deseaba encontrarme en mi condición actual.
—¡Rápido! —le dije a Bruno—. ¡Escóndete en uno de los zapatos!
Di un brinco y me metí en un zapato y Bruno se escondió en el otro. Esperé que la camarera pasara de largo. Pero no fue así. Cuando llegó a la altura de los zapatos, se agachó y los cogió. Al hacerlo, metió la mano bien dentro del zapato en el que yo estaba escondido. Cuando uno de sus dedos me tocó, la mordí. Fue una estupidez, pero lo hice instintivamente, sin pensar. La camarera dio un alarido que debió de oírse en los barcos que cruzan el Canal de la Mancha, dejó caer los zapatos y salió corriendo como una flecha.
Mi abuela abrió la puerta.
—¿Qué pasa aquí? —dijo.
Yo pasé por entre sus piernas y entré en la habitación, seguido por Bruno.
—¡Cierra la puerta, abuela! —grité—. ¡Rápido, por favor!
Ella miró a su alrededor y vio a dos ratoncitos pardos en la alfombra.
—Por favor, cierra —dije.
Esta vez me vio hablar y reconoció mi voz. Se quedó helada y absolutamente inmóvil. Todo su cuerpo, los dedos, las manos, los brazos y la cabeza se quedaron de pronto tan rígidos como una estatua de mármol. Su cara se puso aún más pálida que el mármol y sus ojos se dilataron tanto que yo veía el blanco todo alrededor del iris. Luego empezó a temblar. Pensé que se iba a desmayar y a caer redonda.
—Por favor, abuela, cierra pronto la puerta —dije—. Podría entrar esa horrible camarera.
Consiguió recobrarse lo bastante como para cerrar la puerta. Luego se apoyó contra ella, mirándome, con la cara desencajada y temblando toda ella. Vi que las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos y a rodar por sus mejillas.
—No llores, abuela —le dije—. Podía haber sido mucho peor. Logré escapar de ellas. Estoy vivo. Y Bruno también.
Muy despacio, se agachó y me cogió con una mano. Después, cogió a Bruno con la otra y nos puso a los dos encima de la mesa. Había un frutero con plátanos en el centro de la mesa y Bruno saltó inmediatamente sobre él y se puso a tirar de la piel de un plátano con los dientes, para poder comerse lo de dentro.
Mi abuela se agarró al brazo de su butaca para mantener el equilibrio, pero sus ojos no se apartaron de mí.
—Siéntate, abuelita —dije.
Ella se derrumbó en la butaca.
—Oh, vida mía —murmuró, y ahora las lágrimas corrían por su cara como ríos—. Mi pobrecito niño. ¿Qué te han hecho?
—Sé lo que me han hecho, abuela, y sé lo que soy ahora, pero lo gracioso es que, sinceramente, no me importa demasiado. Ni siquiera estoy enfadado. En realidad, me siento bastante bien. Sé que ya no soy un niño y que no volveré a serlo nunca, pero estaré bien, mientras estés tú para cuidarme.
No lo decía sólo para intentar consolarla. Era totalmente sincero respecto a lo que sentía. Puede que te parezca raro que yo no llorara. Realmente, era raro. La verdad es que no puedo explicarlo.
—Por supuesto que te cuidaré —murmuró mi abuela—. ¿Quién es el otro?
—Era un chico que se llamaba Bruno Jenkins. A él le cogieron antes que a mí.
Mi abuela sacó un puro largo y negro de una caja que llevaba en el bolso y se lo puso en la boca. Luego sacó una cajita de cerillas y encendió una, pero sus dedos temblaban tanto que no conseguía acercar la llama al extremo del puro. Cuando, al fin, lo encendió, dio una chupada larga y se tragó el humo. Eso pareció tranquilizarla un poco.
—¿Dónde ha sucedido? —susurró—. ¿Dónde está la bruja ahora? ¿Está en el hotel?
—Abuela, no era una sola. ¡Eran cientos! ¡Están por todas partes! ¡Están aquí, en el hotel, ahora mismo!
Ella se inclinó hacia delante y me miró fijamente.
—¿No querrás decir… no me vas a decir de veras… no querrás decir que están celebrando su Congreso Anual aquí mismo en el hotel?
—¡Ya lo han celebrado, abuela! ¡Ya se terminó! ¡Yo lo oí todo! ¡Y todas, incluyendo a La Gran Bruja en persona, están abajo ahora mismo! ¡Fingen ser de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños! ¡Están tomando el té con el director!
—¿Y te pillaron?
—Me olieron.
—Caca de perro, ¿no? —dijo ella, suspirando.
—Desgraciadamente, sí. Pero no era muy fuerte. Por poco no me huelen, porque no me había bañado desde hacía siglos.
—Los niños no deberían bañarse nunca —dijo ella—. Es una costumbre peligrosa.
—Estoy de acuerdo, abuela.
Ella se quedó callada, chupando su puro.
—¿Me estás diciendo en serio que ahora mismo están abajo tomando el té? —me preguntó.
—Estoy completamente seguro, abuela.
Hubo otro silencio. Yo veía el antiguo brillo de excitación volver lentamente a los ojos de mi abuela y, de pronto, se puso muy derecha en su butaca y dijo apasionadamente:
—Cuéntamelo todo, desde el principio. Y, por favor, de prisa.
Respiré hondo y empecé a hablar. Le conté que había ido al Salón de Baile y me había escondido detrás del biombo para amaestrar a mis ratones. Le conté lo del cartel que ponía Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños. Le conté todo sobre las mujeres que entraron y se sentaron y sobre la mujer bajita que apareció en el escenario y se quitó la máscara. Pero cuando llegué a la descripción del aspecto de la cara que había debajo de la máscara no pude encontrar las palabras adecuadas, simplemente.
—¡Era horrible, abuela! —dije—. ¡Oh, era tan horrible! ¡Era… era como algo que se está pudriendo!
—Sigue —dijo mi abuela—. No te detengas.
Entonces le conté que las otras se quitaron las pelucas, los guantes y los zapatos, y que vi ante mí un mar de cabezas calvas y granujientas, y que los dedos de las mujeres tenían pequeñas garras y que sus pies no tenían dedos.
Mi abuela se había ido echando hacia delante en su butaca y ahora estaba sentada en el borde. Tenía las dos manos dobladas sobre el puño de oro del bastón que usaba para andar, y me miraba con los ojos tan brillantes como dos estrellas.
Entonces le conté que La Gran Bruja había disparado chispas incandescentes que habían convertido a una de las brujas en una nubecilla de humo.
—¡He oído hablar de eso! —gritó mi abuela, excitada—. ¡Pero nunca me lo creí del todo! ¡Eres el primero que, no siendo una bruja, ha visto eso! ¡Es el castigo más famoso de La Gran Bruja! ¡Le llaman «que te frían», y todas las otras brujas tienen pánico de que se lo hagan! Me han dicho que La Gran Bruja tiene por norma freír por lo menos a una de ellas en cada Congreso Anual. Lo hace para tener a las demás en vilo. Sigue, cielo, por favor.
Entonces le conté a mi abuela lo del Ratonizador de Acción Retardada y cuando llegué a aquello de convertir en ratones a todos los niños de Inglaterra, literalmente saltó de su butaca gritando.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que estaban tramando algo horrible!
—Tenemos que impedírselo, abuela —dije.
Ella se volvió y me miró.
—No se puede detener a las brujas. ¡Fíjate en el poder que esa terrible Gran Bruja tiene sólo en los ojos! ¡Podría matar a cualquiera de nosotros en cualquier momento con esas chispas candentes! ¡Tú mismo lo has visto!
—Aun así, abuela —dije—, tenemos que impedirles que conviertan a todos los niños de Inglaterra en ratones.
—No has terminado de contarme —dijo—. Dime qué le pasó a Bruno. ¿Cómo le cogieron?
Así que le expliqué por qué había entrado Bruno y que yo había visto con mis propios ojos cómo se transformaba en un ratón. Mi abuela miró a Bruno que estaba en el frutero engullendo plátanos.
—¿Nunca para de comer? —preguntó.
—Nunca —dije—. ¿Me puedes explicar una cosa, abuela?
—Lo intentaré —dijo.
Me levantó de la mesa y me puso en su regazo. Con mucha dulzura, empezó a acariciar la suave piel de mi lomo. Era una sensación agradable para mí.
—¿Qué es lo que quieres preguntarme, cariño? —dijo.
—Lo que no entiendo es cómo Bruno y yo podemos seguir hablando y pensando igual que antes.
—Es muy sencillo —dijo mi abuela—. Lo único que han hecho es encogeros y poneros cuatro patitas y una piel peluda, pero no han podido transformaros en un ratón cien por cien. Sigues siendo tú mismo en todo menos en el aspecto. Sigues teniendo tu propia mente, tu propio cerebro y tu propia voz, gracias a Dios.
—Así que, en realidad, no soy un ratón corriente. Soy algo así como una persona-ratón.
—Eso es —dijo ella—. Eres un ser humano con piel de ratón. Eres algo muy especial.
Nos quedamos en silencio durante unos minutos, mientras mi abuela continuaba acariciándome el lomo con un dedo, muy suavemente, y dando chupadas a su puro con la otra mano. El único ruido que se oía en la habitación era el que hacía Bruno al atacar los plátanos del frutero. Pero yo no estaba sin hacer nada mientras estaba tumbado en su regazo. Pensaba como loco. Mi cerebro funcionaba como nunca lo había hecho.
—Abuela —dije—, puede que tenga una idea.
—Sí, cielo. ¿Cuál es?
—La Gran Bruja les dijo que su habitación era la cuatrocientos cincuenta y cuatro. ¿Verdad?
—Verdad —dijo ella.
—Bueno, pues mi habitación es la quinientos cincuenta y cuatro, la quinientos cincuenta y cuatro, está en el quinto piso; por lo tanto, la cuatrocientos cincuenta y cuatro, estará en el cuarto piso.
—Sí, efectivamente —dijo mi abuela.
—Entonces, ¿no crees que es posible que la habitación cuatrocientos cincuenta y cuatro esté directamente debajo de la habitación quinientos cincuenta y cuatro?
—Es más que probable —dijo ella—. Estos hoteles modernos están construidos como cajas de ladrillos. Pero, ¿y qué, si es así?
—¿Quieres sacarme a mi balcón para que pueda mirar abajo? —dije.
Todas las habitaciones del Hotel Magnífico tenían pequeños balcones individuales. Mi abuela me llevó a mi habitación y me sacó al balcón. Ambos nos asomamos y miramos el balcón inmediatamente inferior.
—Si ésa es su habitación —dije—, apuesto a que yo podría bajar allí de alguna manera y entrar.
—Y que vuelvan a cogerte otra vez —dijo mi abuela—. No te lo permitiré.
—En este momento —dije— están abajo, en la Terraza Soleada, tomando el té con el director. Probablemente, La Gran Bruja no volverá hasta las seis o poco antes. A esa hora repartirá el suministro de esa horrenda fórmula a las ancianas que no pueden trepar a los árboles para coger los huevos de pájaro gruñón.
—¿Y qué pasa si consigues entrar en su cuarto? —dijo mi abuela—. ¿Qué haces entonces?
—Entonces intentaría encontrar el sitio donde guarda sus reservas de Ratonizador de Acción Retardada, y si lo lograse, robaría un frasco y lo traería aquí.
—¿Podrías llevarlo?
—Creo que sí —dije—. Es un frasquito muy pequeño.
—Me da miedo ese mejunje —dijo—. ¿Qué harías con él si consiguieras cogerlo?
—Un solo frasco es suficiente para quinientas personas —dije—. Eso bastaría para darles una dosis doble a cada una de esas brujas de ahí abajo. Podríamos convertirlas a todas en ratones.
Mi abuela pegó un salto de unos cinco centímetros. Estábamos en mi balcón, a unos quinientos metros del suelo, y cuando ella saltó, por poco no me caigo de su mano hacia fuera de la barandilla.
—Ten cuidado conmigo, abuela —dije.
—¡Qué gran idea! —gritó—. ¡Es fantástico! ¡Tremendo! ¡Eres un genio, cielo!
—¿A que estaría bien? —dije—. ¿A que estaría realmente bien?
—¡Nos libraríamos de todas las brujas de Inglaterra de un golpe! —gritó—. ¡Y, encima, de La Gran Bruja!
—Tenemos que intentarlo.
—Escucha —dijo, y casi me deja caer por el balcón otra vez, de puro nerviosa—. Si logramos esto, ¡sería el mayor triunfo en toda la historia de la brujería!
—Hay mucho que hacer —dije.
—Claro que hay mucho que hacer —dijo ella—. Para empezar, suponiendo que te las arreglaras para coger uno de esos frascos, ¿cómo ibas a echarlo en su comida?
—Pensaremos en eso más tarde —dije—. Intentemos primero hacernos con el mejunje. ¿Cómo podemos asegurarnos de que ése es su cuarto?
—¡Lo comprobaremos inmediatamente! —dijo ella—. ¡Vamos! ¡No hay que perder un segundo!
Llevándome en una mano, salió del cuarto y caminó por el pasillo, golpeando la alfombra con el bastón a cada paso que daba. Bajamos un tramo de escaleras hasta el cuarto piso. Las habitaciones que había a cada lado del pasillo tenían los números pintados en dorado sobre la puerta.
—¡Aquí está! —dijo mi abuela—. Número cuatrocientos cincuenta y cuatro.
Intentó abrir la puerta. Naturalmente, estaba cerrada con llave. Miró a un lado y a otro del largo pasillo vacío.
—Creo que tienes razón —dijo—. Es casi seguro que esta habitación está justo debajo de la tuya.
Volvió por el pasillo contando el número de puertas que había desde la habitación de La Gran Bruja hasta las escaleras. Eran seis.
Subió hasta el quinto piso y repitió la operación.
—¡Efectivamente, está justo debajo de ti! —gritó mi abuela—. ¡Su habitación está justo debajo de la tuya!
Entramos en mi habitación y me llevó otra vez al balcón.
—Ese balcón de ahí abajo es el de ella —dijo—. ¡Y además, la puerta del balcón está abierta! ¿Cómo vas a bajar?
—No sé —contesté.
Nuestras habitaciones estaban en la fachada principal del hotel y daban a la playa y al mar. Directamente debajo de mi balcón, cientos de metros debajo, se veía una verja de barrotes puntiagudos. Si me caía, no lo contaría.
—¡Ya lo tengo! —gritó mi abuela.
Llevándome en la mano, volvió corriendo a su cuarto y empezó a rebuscar, en los cajones de la cómoda. Encontró un ovillo de lana azul. Un extremo del hilo estaba unido a unas agujas de calceta y a un calcetín a medio terminar que estaba haciendo para mí.
—Esto irá perfectamente —dijo ella—. Te meteré dentro del calcetín y te haré descender hasta el balcón de La Gran Bruja. ¡Pero tenemos que darnos prisa! ¡Ese monstruo puede volver a su habitación en cualquier momento!