Asomé la cabeza por la pata de la silla y vi cientos de pies de brujas saliendo por las puertas del Salón de Baile. Cuando se marcharon todas y el lugar quedó en total silencio, empecé a moverme por el suelo con cautela. De pronto, me acordé de Bruno. Seguramente estaría por aquí, escondido en alguna parte.
En realidad no esperaba poder hablar ahora que me había transformado en un ratón, así que me llevé un susto tremendo al oír mi propia voz, perfectamente normal y bastante alta, saliendo de una boca tan chiquita.
Era maravilloso. Estaba entusiasmado. Volví a probar.
—Bruno Jenkins, ¿dónde estás? —dije—. ¡Si puedes oírme, da un grito!
Mi voz era exactamente la misma y tan fuerte como cuando yo era un niño.
—¡Eh, Bruno! —grité—. ¿Dónde estás?
No hubo respuesta.
Me paseé por entre las patas de las sillas intentando acostumbrarme a estar tan cerca del suelo. Decidí que me gustaba bastante. Probablemente estáis extrañados de que yo no estuviera nada deprimido. Me encontré pensando: ¿Y qué tiene de maravilloso ser un niño, después de todo? ¿Por qué ha de ser, necesariamente, mejor que ser un ratón? Ya sé que a los ratones los cazan, los envenenan o les ponen trampas. Pero también a los niños los matan a veces. A los niños los puede atropellar un coche o pueden morir de alguna espantosa enfermedad. Los niños tienen que ir al colegio. Los ratones, no. Los ratones no tienen que examinarse. Los ratones no tienen que preocuparse por el dinero. Los ratones, que yo sepa, sólo tienen dos enemigos, los seres humanos y los gatos. Mi abuela es un ser humano, pero yo sé seguro que ella me querrá siempre, sea yo lo que sea. Y, gracias a Dios, ella nunca tiene gato. Cuando los ratones se hacen mayores no tienen que ir a la guerra y luchar con otros ratones. Todos los ratones se llevan bien. La gente, no.
Sí, me dije, creo que no está nada mal ser un ratón.
Iba dando vueltas por el suelo del salón mientras pensaba en esto, cuando vi a otro ratón. Sostenía un pedazo de pan con las patas delanteras y lo mordisqueaba con gran entusiasmo.
Tenía que ser Bruno.
—Hola, Bruno —dije.
Me miró durante dos segundos y luego continuó engullendo.
—¿Qué has encontrado? —le pregunté.
—Se le cayó a una de ellas —contestó—. Es un sandwich de pasta de pescado. Está bueno.
También él hablaba con una voz normalísima. Uno supondría que, si un ratón pudiera hablar, tendría la vocecita más baja y chirriante que se pueda imaginar. Era graciosísimo oír la voz del bocazas de Bruno saliendo de la diminuta garganta de un ratón.
—Escucha, Bruno —dije—, ahora que los dos somos ratones, creo que debemos empezar a pensar en el futuro.
Dejó de comer y me miró fijamente con sus ojitos negros.
—¿Qué significa eso de los dos? —dijo—. El hecho de que tú seas un ratón no tiene nada que ver conmigo.
—Pero es que tú también eres un ratón, Bruno.
—No seas idiota —dijo—. Yo no soy un ratón.
—Me temo que sí, Bruno.
—¡Por supuesto que no! —gritó—. ¿Por qué me insultas? ¡Yo no te he dicho nada! ¿Por qué me llamas ratón a mí?
—¿Es que no sabes lo que te ha pasado? —dije.
—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Bruno.
—Tengo que informarte —dije— de que no hace mucho rato las brujas te han convertido en ratón. Luego, han hecho lo mismo conmigo.
—¡Eso es mentira! —gritó—. ¡Yo no soy un ratón!
—Si no estuvieras tan ocupado engullendo ese sandwich —dije—, te habrías fijado en tus patitas peludas. Míratelas.
Bruno se miró las patas. Pegó un brinco.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Sí que soy un ratón! ¡Ya verás cuando mi padre se entere de esto!
—A lo mejor piensa que es un progreso —dije.
—¡Yo no quiero ser un ratón! —gritó Bruno, dando saltos—. ¡Me niego a ser un ratón! ¡Yo soy Bruno Jenkins!
—Hay cosas peores que ser un ratón —dije—. Puedes vivir en un agujero.
—¡Yo no quiero vivir en un agujero!
—Y puedes colarte en la despensa por la noche —dije— y roer todos los paquetes de pasas, de patatas fritas y de galletas y de todo lo que encuentres. Puedes pasarte toda la noche allí, comiendo hasta hartarte. Eso es lo que hacen los ratones.
—Vaya, es una idea —dijo Bruno, animándose un poco—. Pero, ¿cómo voy a abrir la puerta de la nevera para coger el pollo frío y las sobras? Eso es lo que hago todas las noches en mi casa.
—A lo mejor tu adinerado padre puede comprarte una neverita especial sólo para ti —dije—. Una que puedas abrir.
—¿Has dicho que fue una bruja quien me hizo esto? —preguntó Bruno—. ¿Qué bruja?
—La que te dio la chocolatina en el vestíbulo ayer —le dije—. ¿No te acuerdas?
—¡Esa cerda asquerosa! ¡Me las pagará! ¿Dónde está? ¿Quién es?
—Olvídalo —dije—. No tienes la menor posibilidad. Tu mayor problema en este momento son tus padres. ¿Cómo se lo van a tomar? ¿Te tratarán con cariño y comprensión?
Bruno lo pensó un momento.
—Creo que mi padre se va a quedar de pie —dijo.
—¿Y tu madre?
—Le dan pánico los ratones —dijo Bruno.
—Entonces tienes un problema, ¿no?
—¿Por qué lo tengo yo solamente? —dijo—. Y tú, ¿qué?
—Mi abuela lo entenderá perfectamente. Lo sabe todo sobre las brujas.
Bruno dio otro mordisco a su sandwich.
—¿Qué propones que hagamos? —preguntó.
—Propongo que vayamos los dos en seguida a consultar con mi abuela —dije—. Ella sabrá exactamente lo que debemos hacer.
Me dirigí a las puertas, que estaban abiertas. Bruno me siguió, sosteniendo parte del sandwich en una pata.
—Cuando lleguemos al pasillo —dije—, tendremos que correr como locos. Ve pegado a la pared todo el camino y sígueme. No hables y no dejes que te vea nadie. No olvides que casi cualquiera que te vea, intentará matarte.
Le arrebaté el sandwich y lo tiré lejos.
—Vamos —dije—. No te separes de mí.