Metamorfosis

Recuerdo que pensé, ¡Ya no tengo escapatoria! Aunque echase a correr y consiguiese esquivarlas a todas, ¡no podría salir porque las puertas tienen cadena y cerrojo! ¡Estoy acabado! ¡Estoy hundido! Oh, abuela, ¿qué van a hacer conmigo?

Miré a mi alrededor y vi la espantosa cara, empolvada y pintada, de una bruja, que me estaba mirando, y la cara abrió la boca y chilló, triunfante.

—¡Está aquí! ¡Está detrás del biombo! ¡Venid a cogerle!

La bruja extendió una mano enguantada y me agarró por el pelo, pero yo me solté y me aparté de un salto. Corrí, ¡cómo corrí! ¡El terror ponía alas en mis pies! Volé siguiendo la pared del Salón de Baile y ninguna de ellas tuvo la posibilidad de atraparme. Cuando llegué a las puertas, me paré y traté de abrirlas, pero la gruesa cadena sujetaba los picaportes y ni siquiera pude sacudirla.

Las brujas no se molestaron en perseguirme. Se limitaron a quedarse en grupitos, observándome y sabiendo con certeza que yo no tenía medio de escapar. Varias de ellas se taparon la nariz con sus dedos enguantados y hubo gritos de «¡Puuff! ¡Qué peste! ¡No podemos aguantarlo mucho rato!».

—¡Pues coguedle, idiotas! —chilló La Gran Bruja desde la tarima—. ¡Desplegarros en fila a lo ancho de la sala, avansad y aprresadlo! ¡Acorralar a ese asquerroso crrío y agarrradlo y trraédmelo aquí!

Las brujas se desplegaron como ella les había dicho. Avanzaron hacia mí, unas por un lado, otras por el otro, y algunas más por el centro, entre las filas de sillas vacías. Era inevitable que me cogieran. Me tenían acorralado.

De puro terror me puse a chillar.

¡Socorro! —chillé, volviendo la cabeza hacia las puertas en la esperanza de que alguien me oyera—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socoorroo!

—¡Coguedle! ¡Agarrradle! ¡Que parre de grritarr!

Entonces se me echaron encima y cinco de ellas me agarraron por los brazos y las piernas y me alzaron del suelo. Yo continué gritando, pero una me tapó la boca con una mano enguantada y me hizo callar.

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—¡Trrraedle aquí! —gritó La Gran Bruja—. ¡Trrraedme a ese gusano entrrometido!

Me llevaron en volandas, de cara al techo, sostenido por muchas manos que aferraban mis brazos y piernas. Vi a La Gran Bruja alzándose por encima, sonriendo de la manera más horrible. Levantó el frasco azul de Ratonizador y dijo:

—¡Ahorra la medicina! ¡Tapadle la narris parra que abrra la boca!

Unos fuertes dedos me apretaron la nariz. Mantuve la boca bien cerrada y contuve el aliento. Pero no pude resistir durante mucho tiempo. Me estallaba el pecho. Abrí la boca para aspirar una gran bocanada de aire y al hacerlo… ¡La Gran Bruja me echó por la garganta todo el contenido del frasquito!

¡Qué dolor y qué ardor! Era como si me hubieran vertido en la boca una olla de agua hirviendo. ¡Sentía un incendio en la garganta! ¡Luego, muy rápidamente, la sensación quemante, abrasadora, se extendió por mi pecho y bajó al estómago y siguió por los brazos y las piernas y por todo mi cuerpo! Grité y grité, pero una vez más la mano enguantada me tapó la boca. Después sentí que mi piel empezaba a apretarme. ¿Cómo podría describirlo? Era literalmente como si la piel de todo mi cuerpo, desde la coronilla hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies, ¡se contrajera y se encogiese! Yo me sentía como si fuese un globo y alguien estuviese retorciendo el extremo del globo, retorciéndolo y retorciéndolo, y el globo se hacía cada vez más pequeño y la piel se ponía cada vez más tirante y pronto iba a estallar.

Entonces empezó el estrujamiento. Esta vez era como si estuviese dentro de una armadura y alguien estuviera dando vueltas a una tuerca, y con cada vuelta de tuerca, la armadura se hacía más y más pequeña, y me estrujaba como a una naranja, convirtiéndome en una pulpa deshecha y haciendo que el jugo se me saliera por los costados.

Después vino una sensación de picor rabioso por toda la piel (o lo que quedaba de ella), como si miles de agujitas se abrieran paso a través de la superficie de mi piel desde dentro, y esto era, ahora me doy cuenta, que me estaba creciendo el pelo de ratón.

Desde muy lejos, oí la voz de La Gran Bruja chillando.

—¡Quinientas dosis! ¡Este maloliente carrbunclo se ha tomado quinientas dosis y el desperrtadorr se ha destrrosado y ahorra estamos viendo la acción instantánea!

Oí aplausos y vivas y recuerdo que pensé: ¡Ya no soy yo! ¡He perdido mi propio pellejo!

Me di cuenta de que el suelo estaba a sólo dos centímetros de mi nariz.

También me fijé en dos patitas delanteras peludas que descansaban en el suelo. Yo podía mover esas patitas. ¡Eran mías!

En ese momento, comprendí que yo ya no era un niño. Era UN RATÓN.

—¡Ahorra vamos a ponerr la rratonerra! —oí gritar a La Gran Bruja—. ¡La tengo aquí mismo! ¡Y aquí hay un trroso de queso!

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Pero yo no iba a quedarme esperando. ¡Crucé la tarima como un relámpago! ¡Me asombré de mi propia velocidad! Salté por encima de pies de brujas por todos lados, y en un instante bajé los escalones y me encontré en el suelo del Salón de Baile brincando por entre las filas de sillas. Lo que más me gustaba era que no hacía nada de ruido al correr. Me movía raudo y silencioso. Y asombrosamente, el dolor había desaparecido por completo. Me sentía extraordinariamente bien. No está tan mal, después de todo, pensé, ser diminuto además de veloz, cuando hay una pandilla de locas peligrosas que desean tu sangre. Elegí la pata de atrás de una silla, me pegué a ella y me quedé inmóvil.

A lo lejos, La Gran Bruja estaba gritando.

—¡Olvidarros del pestilente crrío! ¡No vale la pena molestarrse en buscarrlo! ¡No es más que un rrratón! ¡Alguien lo casarrá prronto! ¡Salgamos de aquí! ¡Se acabó la rreunión! ¡Abrrid las puertas y vámonos a la Terrrasa Soleada a tomarr el té con ese imbécil del dirrector!