La Gran Bruja continuó hablando.
—Ahorra voy a demostrrarros que esta rrreceta funciona a la perrfección. Ya sabéis que, naturralmente, el desperrtadorr se puede ponerr a cualquierr horra que se quierra. No tiene que serr a las nueve. Así que, ayerr, yo prreparro perrsonalmente una pequeña cantidad de la fórrmula máguica parra hacerros una demostrración pública. Perro hago un pequeño cambio en la rrreceta. Antes de asarr el desperrtadorr lo pongo parra que suene, no a las nueve de la mañana siguiente, sino a las trres y media de la tarrde siguiente. Es decirr, a las trres y media de esta tarrde. Dentrro de —miró el reloj— ¡siete minutos exactamente!
Las brujas escuchaban atentamente, presintiendo que algo tremendo iba a suceder.
—¿Y qué hago yo ayerr con este líquido máguico? —preguntó La Gran Bruja—. Os dirré lo que hago. Pongo una gotita en una chocolatina muy derrretida y le doy la chocolatina a un rrrepulsivo niño que andaba porr el vestíbulo del hotel.
La Gran Bruja hizo una pausa. El público permaneció en silencio, esperando que continuara.
—Contemplé a esta rrepulsiva bestia devorrando la chocolatina y, cuando terrminó, le digue «¿Estaba bueno?». El contestó que estaba buenísimo. Así que le digue «¿Quierres más?». Y él digo que sí. Entonces yo digue «Te darré otrras seis chocolatinas como ésta, si te rreunes conmigo en el Salón de Baile de este hotel mañana porr la tarrde, a las trres y veinticinco». «¡Seis chocolatinas!», gritó el vorraz cerrdito, «¡Allí estarré! ¡Segurro que estarré!».
—¡Así que todo está prreparrado! —continuó La Gran Bruja—. ¡La demostración está a punto de empesarr! No olvidéis que antes de asarr el desperrtadorr ayerr, lo pongo parra las trres y media de hoy. Ahorra son —volvió a mirar su reloj— las trres y veinticinco exactamente y el monstrruito pestilente, que se converrtirrá en un rrratón dentrro de cinco minutos, debe de estarr en este momento delante de esas puerrtas.
Y, por todos los diablos, tenía toda la razón. El chico, fuera quien fuera, estaba ya dándole al picaporte y golpeando la puerta con el puño.
—¡Rrápido! —chilló La Gran Bruja—. ¡Ponerros las pelucas! ¡Ponerros los guantes! ¡Ponerros los sapatos!
Hubo un gran alboroto en la sala, mientras las brujas se ponían las pelucas, los guantes y los zapatos, y vi que La Gran Bruja cogía su máscara y se la colocaba sobre su horrenda cara. Era asombroso cómo la transformaba la máscara. De pronto, se convirtió otra vez en una chica bastante guapa.
—¡Déjeme entrar! —se oyó la voz del chico al otro lado de las puertas—. ¿Dónde están las chocolatinas que me prometió? ¡He venida a buscarlas! ¡Démelas!
—No sólo es maloliente —dijo La Gran Bruja—, además es glotón. ¡Quitad las cadenas de la puerrta y degadle entrrarr!
Lo extraordinario de la máscara era que los labios se movían de una forma natural cuando ella hablaba. Realmente no se notaba nada que era una máscara.
Una de las brujas se levantó de un salto y quitó las cadenas. Abrió las dos enormes puertas. La oí que decía:
—Hola, chiquillo. Me alegro de verte. Has venido por tus chocolatinas, ¿no? Te están esperando. Pasa.
Entró un niño que llevaba una camiseta blanca, unos pantalones cortos grises y zapatillas deportivas. Le reconocí en seguida. Se llamaba Bruno Jenkins y se hospedaba en el hotel con sus padres. No me caía bien. Era uno de esos chicos que siempre que te lo encuentras está comiendo algo. Te lo encuentras en el vestíbulo y se está forrando de bizcocho. Te cruzas con él en el pasillo y está sacando patatas fritas de una bolsa a puñados. Le ves en el jardín y está devorando una chocolatina blanca y otras dos le asoman por el bolsillo del pantalón. Y encima, Bruno no paraba de presumir de que su padre ganaba más dinero que el mío y de que tenían tres coches. Pero lo peor de todo era que ayer por la mañana le había encontrado de rodillas en la terraza del hotel, con una lupa en la mano. Había una columna de hormigas atravesando las losetas y Bruno Jenkins estaba concentrando el sol a través de su lupa y abrasando a las hormigas una por una.
—Me gusta verlas quemarse —dijo.
—¡Es horrible! —grité—. ¡Deja de hacerlo!
—A ver si te atreves a impedírmelo —dijo él.
En ese momento yo le empujé con todas mis fuerzas y él se cayó de lado sobre las losetas. La lupa se hizo pedazos y Bruno se levantó de un salto, chillando:
—¡Mi padre te lo hará pagar caro!
Luego salió corriendo, probablemente en busca de su adinerado papá. No había vuelto a ver a Bruno Jenkins hasta ahora. Dudaba mucho de que estuviera a punto de convertirse en un ratón, aunque debo confesar que, en el fondo, esperaba que sucediera. En cualquier caso, no le envidiaba por estar allí, delante de todas esas brujas.
—Mi querrido niño —dijo La Gran Bruja desde la tarima—. Tengo tu chocolate prreparrado. Sube aquí prrimerro y saluda a estas encantadoras señorras.
Ahora su voz era completamente diferente. Era suave y chorreaba mieles.
Bruno estaba un poco desconcertado, pero se dejó conducir a la tarima y se quedó allí de pie, junto a La Gran Bruja.
—Bueno, ¿dónde están mis seis chocolatinas? —dijo.
Yo vi que la bruja que le había abierto estaba volviendo a poner las cadenas sin hacer ruido.
Bruno no se dio cuenta, porque estaba demasiado ocupado reclamando su chocolate.
—¡Ya sólo falta un minuto parra las trres y media! —anunció La Gran Bruja.
—¿Qué rayos pasa? —preguntó Bruno. No estaba asustado, pero tampoco se sentía muy a gusto—. ¿Qué es esto? ¡Deme mi chocolate!
—¡Quedan trreinta segundos! —gritó La Gran Bruja, agarrando a Bruno por un brazo.
Bruno se soltó de una sacudida y la miró a la cara. Ella le devolvió la mirada, sonriendo con los labios de su máscara. Todas las brujas tenían los ojos clavados en Bruno.
—¡Veinte segundos! —gritó La Gran Bruja.
—¡Deme el chocolate! —gritó Bruno, empezando a mosquearse—. ¡Deme el chocolate y déjeme salir de aquí!
—¡Quince segundos! —anunció La Gran Bruja.
—¿Quiere alguna de ustedes, locas de atar, hacer el favor de decirme qué pasa aquí? —dijo Bruno.
—¡Diez segundos! —gritó La Gran Bruja—. Nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatrro… trres… dos… uno ¡cerro!
Podría jurar que oí el timbre de un despertador. Vi a Bruno pegar un brinco. Saltó como si le hubieran clavado un alfiler en el culo y chilló «¡Auu!». Saltó tan alto que aterrizó en una mesita que había en la tarima, y se puso a dar brincos encima de ella, moviendo los brazos y chillando como un loco. Luego, de pronto, se quedó callado. Su cuerpo se puso rígido.
—¡El desperrtadorr ha sonado! —gritó La Gran Bruja—. ¡El Rrratonisadorr empiesa a hacerr efecto!
Empezó a brincar por la tarima y a batir palmas con sus manos enguantadas, y luego gritó:
—Esta cosa aborrrecida,
este asquerroso pulgón,
se converrtirrá en seguida
¡en un prrecioso rratón!
Bruno se estaba achicando por momentos. Yo le veía encogerse…
Ahora sus ropas desaparecían y le crecía pelo castaño por todo el cuerpo…
De repente, tenía rabo…
Y luego, tenía bigotes…
Ahora, tenía cuatro patas…
Todo sucedió tan rápidamente…
Fue cuestión de unos segundos solamente…
Y, de golpe, ya no estaba allí…
Un ratoncito pardo correteaba sobre la mesa…
—¡Bravo! —aulló el público—. ¡Lo ha conseguido! ¡Es fantástico! ¡Es colosal! ¡Es el invento más grande jamás logrado! ¡Sois un milagro, oh, Talentuda!
Todas se habían puesto de pie y aplaudían y vitoreaban. La Gran Bruja sacó una ratonera de los pliegues de su vestido y empezó a prepararla.
¡Oh, no!, pensé. ¡No quiero verlo! Puede ser que Bruno Jenkins haya sido un poco repugnante, pero yo no quiero ver cómo le cortan la cabeza.
—¿Dónde está? —exclamó La Gran Bruja, buscando por la tarima—. ¿Dónde se ha metido ese rratón?
No pudo encontrarlo. Bruno había sido listo y debía de haber bajado de la mesa y escapado, para esconderse en algún rincón o incluso en algún agujero. Gracias a Dios.
—¡No imporrta! —gritó La Gran Bruja—. ¡Silencio! ¡Sentarros!