Capítulo 3

—Pues ya está —le dijo el coronel Robbins al teniente Wilson, mientras el cuerpo, dentro de su cápsula, era conducido al laboratorio de decantación.

—Ya está —reconoció Wilson, quien se acercó a un monitor que mostraba los signos vitales del cuerpo—. ¿Llegó usted a tener hijos, coronel?

—No —respondió Robbins—. Mis inclinaciones personales no iban por ahí.

—Ah, bien —dijo Wilson—. Entonces esto es lo más cerca que llegará a estar de tener uno.

Normalmente, en el laboratorio de nacimientos habría hasta dieciséis soldados de las Fuerzas Especiales para ser decantados a la vez: soldados que serían activados y entrenados juntos para crear cohesión de unidad durante el entrenamiento, y para suavizar la desorientación de los soldados al ser activados plenamente concientes pero sin ninguna memoria. Esta vez sólo había un soldado: el que albergaría la conciencia de Charles Boutin.

* * *

Habían pasado más de dos siglos desde que la naciente Unión Colonial, al enfrentarse a su espectacular fracaso en la defensa de sus primeras colonias (el planeta se llamaba Fénix por un motivo), comprendió que los soldados humanos no modificados eran incapaces de hacer el trabajo. El espíritu estaba dispuesto: la historia humana registraba algunas de sus mayores batallas perdidas en esos años, con la batalla de Armstrong como ejemplo de estudio sobre cómo convertir una derrota inminente ante fuerzas alienígenas en una sorprendente y dolorosa victoria pírrica para el enemigo, pero la carne era demasiado débil. El enemigo, todos los enemigos, eran demasiado rápidos, demasiado duros, demasiado despiadados y, además, eran demasiados. La tecnología humana era buena, y arma por arma los humanos estaban tan bien equipados como la inmensa mayoría de sus adversarios. Pero el arma que más cuenta en último término es la que está detrás del gatillo.

Las primeras modificaciones fueron relativamente simples: aumento de la velocidad, la masa muscular, la fuerza y la capacidad de resistencia. Sin embargo, los primeros arreglos genéticos se toparon con los problemas prácticos y éticos de forjar humanos in vitro, y luego esperar a que crecieran para volverse lo suficientemente mayores e inteligentes para combatir, un proceso que duraba unos dieciocho años. Las Fuerzas de Defensa Coloniales comprobaron, para su enorme decepción, que a muchos de sus humanos (relativamente) poco modificados genéticamente no les hacía mucha gracia descubrir que los criaban como carne de cañón y se negaban a luchar, a pesar de los esfuerzos de adoctrinamiento y propaganda para persuadirlos de lo contrario. Los humanos no modificados se escandalizaron igualmente, ya que el esfuerzo recordaba a otro esfuerzo eugénico por parte de un gobierno humano, y el historial de gobiernos dedicados a la eugenesia en la historia de la humanidad no era precisamente estelar.

La Unión Colonial sobrevivió a las oleadas de crisis políticas que siguieron a los primeros intentos de fabricar genéticamente a sus soldados, pero a duras penas. Si la batalla de Armstrong no hubiera demostrado enfáticamente a las colonias contra qué tipo de universo se enfrentaban, la Unión probablemente se habría desmoronado y las colonias humanas habrían acabado compitiendo unas con otras, además de contra todas las otras especies inteligentes que habían encontrado hasta el momento.

La Unión se salvó también por la llegada casi simultánea de descubrimientos tecnológicos duales y críticos: la habilidad para hacer que un cuerpo humano fabricado se convirtiera en adulto en cuestión de meses, y el surgimiento del protocolo de transferencia de conciencias, que permitía que la personalidad y los recuerdos de un individuo se transportaran a otro cerebro, siempre que ese cerebro tuviera la misma genética y hubiera sido adecuadamente preparado con una serie de procedimientos previos a la transferencia que desarrollaran algunos de los caminos bioeléctricos necesarios en el cerebro. Estas nuevas tecnologías permitían a la Unión Colonial desarrollar un gran poso alternativo de reclutas potenciales: los ancianos, muchos de los cuales aceptaron una vida en el ejército en vez de morir de vejez, y cuyas muertes, en cualquier caso, no crearían el daño demográfico multigeneracional que se producía cuando gran cantidad de jóvenes sanos eran borrados del acervo genético por el disparo de un arma alienígena.

Ante este nuevo y jugoso poso de reclutas potenciales, las Fuerzas de Defensa Coloniales descubrieron que podían permitirse el lujo de asegurar sus opciones. Las FDC ya no pedían a los colonos que sirvieran en sus filas; esto tuvo el saludable efecto de permitir a los colonos desarrollar sus nuevos mundos y crear tantos colonos de segunda generación como pudieran permitir sus planetas. También eliminaba una fuente de tensión política clave entre los colonos y su gobierno. Ahora que los jóvenes de las colonias no eran apartados de sus hogares y familias para morir en campos de batalla situados a billones de kilómetros de distancia, los colonos habían dejado de preocuparse por los temas éticos que rodeaban a los soldados modificados genéticamente, sobre todo a aquellos que, a fin de cuentas, se habían presentado voluntarios para luchar.

En vez de entre los colonos, las FDC decidieron seleccionar a sus reclutas entre los habitantes del hogar ancestral de la humanidad, la Tierra. En la Tierra había miles de millones de personas: de hecho, había más gente en ese único globo de la que existía en todas las colonias humanas combinadas. El poso de reclutas potenciales era enorme, tan grande que las FDC siguieron limitando su acervo, eligiendo tomar sus reclutas en naciones cómodas e industrializadas, cuyas circunstancias económicas permitían que sus ciudadanos pudieran vivir hasta la vejez, y cuyas tendencias sociales enfatizaban exageradamente el deseo de ser jóvenes y generaban un rechazo psíquico nacional, profundo y paralelo, hacia la vejez y la muerte. Estos ciudadanos ancianos fueron moldeados por sus sociedades para convertirse en excelentes y ansiosos reclutas para las FDC; las FDC descubrieron rápidamente que estos ciudadanos mayores se enrolaban para hacer una visita militar, incluso cuando no disponían de información detallada sobre lo que significaba esa visita y, de hecho, las tasas de reclutamiento eran más altas cuanto menos sabían los reclutas. Éstos asumían que el servicio militar en las FDC era igual que el servicio militar en la Tierra. Las FDC no se molestaban en rebatir esa suposición.

Reclutar a ciudadanos mayores de naciones industrializadas tuvo tanto éxito que la Unión Colonial protegió su fondo de reclutamiento prohibiendo el acceso a los colonos de esas naciones, y seleccionando reclutas en aquellas naciones cuyos problemas económicos y sociales animaban a sus jóvenes más ambiciosos a salir de allí pitando en cuanto fuera humanamente posible. Esta división de reclutamiento militar y colono prestó ricos dividendos a la Unión Colonial en ambas áreas.

El reclutamiento militar de ciudadanos ancianos presentó a las FDC un problema inesperado: gran número de reclutas moría antes de poder unirse al servicio, víctimas de ataques al corazón, colapsos, y demasiadas hamburguesas con queso, pasteles con queso y bolitas de queso. Las FDC, que tomaban muestras genéticas de sus reclutas, al final acabaron teniendo entre manos una biblioteca de genomas humanos que no les servía para nada. También se encontraron con el deseo y con la necesidad de continuar experimentando con los modelos de cuerpos de las Fuerzas de Defensa Coloniales para mejorar su diseño, sin disminuir la efectividad en el combate que ya tenían.

Entonces se produjo el logro: un ordenador inmensamente potente, compacto, semiorgánico, plenamente integrado con el cerebro humano, que en el momento de su bautismo recibió a la ligera el nombre profundamente inadecuado de CerebroAmigo. Para un cerebro que contuviera ya toda una vida de conocimiento y experiencia, el CerebroAmigo ofrecía una ayuda clave en habilidad mental, almacenamiento de memoria y comunicación.

Pero para un cerebro que fuera literalmente tabula rasa, el CerebroAmigo ofrecía aún más.

* * *

Robbins se asomó a la cápsula donde yacía el cuerpo sostenido por un campo de suspensión.

—No se parece mucho a Charles Boutin —le dijo a Wilson.

Wilson, que estaba ahora haciendo ajustes de último minuto al hardware que contenía la conciencia grabada de Boutin, no alzó la cabeza y siguió trabajando.

—Boutin era un humano no modificado —dijo—. Era un hombre ya maduro cuando lo conocimos. Probablemente se parecería a este tipo cuando tenía veinte años. Salvo por la piel verde, los ojos de gato y otras modificaciones. Y probablemente no estaba tan en forma como este cuerpo. Sé que yo no estaba tan en forma como lo estoy ahora en la vida real a los veinte años. Y ni siquiera tengo que hacer ejercicio.

—Tiene un cuerpo fabricado para cuidar de sí mismo —le recordó Robbins.

—Y gracias a Dios. Soy un fanático de los donuts.

—Todo lo que tiene que hacer para conseguir un cuerpo así es dejarse disparar por el resto de especies inteligentes del universo —dijo Robbins.

—Ésa es la pega.

Robbins se volvió hacia el cuerpo de la cápsula.

—¿Todos esos cambios no entorpecerán la transferencia de conciencia?

—No deberían —respondió Wilson—. Los genes relacionados con el desarrollo cerebral no están alterados en el nuevo genoma de este tipo. Ahí dentro está el cerebro de Boutin. Genéticamente, al menos.

—¿Y qué aspecto tiene su cerebro? —preguntó Robbins.

—Tiene buen aspecto —dijo Wilson, señalando el monitor del controlador de la cápsula—. Sano. Preparado.

—¿Cree que esto funcionará?

—No tengo ni zorra idea.

—Me alegra ver que rebosamos confianza —dijo Robbins.

Wilson abrió la boca para responder pero fue interrumpido cuando la puerta se abrió y entraron los generales Mattson y Szilard, acompañados por tres técnicos decantadores de las Fuerzas Especiales. Los técnicos se dirigieron sin vacilar a la cápsula; Mattson se acercó a Robbins, quien saludó junto con Wilson.

—Dígame que esto va a funcionar —dijo Mattson, devolviendo el saludo.

—El teniente Wilson y yo estábamos hablando de eso —respondió Robbins, después de una pausa casi imperceptible.

Mattson se volvió hacia Wilson.

—¿Y, teniente?

Wilson señaló el cuerpo dentro de la cápsula, ahora atendido por los técnicos.

—El cuerpo está sano, igual que el cerebro. El CerebroAmigo funciona perfectamente, cosa que no es ninguna sorpresa. Hemos podido integrar la pauta de la conciencia de Boutin en la maquinaria de transferencia con poquísimos problemas, y las pruebas que hemos efectuado sugieren que no habrá ningún inconveniente con la transmisión. En teoría, deberíamos poder transferir la conciencia como hacemos con cualquier otra.

—Sus palabras parecen confiadas, teniente, pero su voz no —dijo Mattson.

—Hay un montón de incertidumbres, general —dijo Wilson—. Normalmente, el sujeto está consciente cuando se hace la transferencia. Eso ayuda al proceso. Aquí no contamos con eso. No sabremos si la transferencia tiene éxito hasta que despertemos al cuerpo. No es la primera vez que intentamos una transferencia sin dos cerebros implicados. Si lo que hay ahí dentro no es la conciencia de Boutin, la pauta no prenderá. Aunque sea la conciencia de Boutin, no hay ninguna garantía de que lo haga. Hemos hecho todo lo posible para asegurar una transferencia fácil. Ya ha leído usted los informes. Pero sigue habiendo muchas cosas que no sabemos. Conocemos todas las formas en que puede salir bien, pero no todas las formas en que puede salir mal.

—¿Cree que funcionará o no? —preguntó Mattson.

—Creo que funcionará —dijo Wilson—. Pero tenemos que mantener un sano respeto hacia todo aquello que desconocemos de lo que estamos haciendo. Hay un montón de posibilidades de error, señor.

—¿Robbins? —dijo Mattson.

—La declaración del teniente Wilson me parece acertada, general —respondió Robbins.

Los técnicos terminaron su análisis e informaron al general Szilard, quien asintió y se acercó a Mattson.

—Los técnicos dicen que estamos preparados.

Mattson miró a Robbins, luego a Wilson.

—Bien —dijo—. Acabemos de una vez.

* * *

Las Fuerzas de Defensa Coloniales construyen soldados usando una receta sencilla: primero, empiezan con un genoma humano. Luego, restan.

El genoma humano comprende unos veinte mil genes formados en tres mil millones de parejas, extendidos por veintitrés pares de cromosomas. La mayor parte del genoma es «basura»; porciones de secuencias que no codifican nada en el producto final del ADN: un ser humano. Cuando la naturaleza pone una secuencia en el ADN parece reacia a eliminarla aunque no aporte nada.

Los científicos de las Fuerzas Especiales no son tan exquisitos. En cada nuevo modelo que construyen, su primer paso es eliminar la materia genética redundante y desconectada. Lo que queda es una secuencia de ADN estilizada y recortada que es completamente inútil; editar el genoma humano destruye su estructura cromosómica, dejándola incapaz de reproducirse. Pero esto es sólo el primer paso. Volver a montar y replicar el nuevo genoma está a varios pasos de distancia.

La nueva y más pequeña secuencia de ADN contiene todos los genes que hacen que un humano o una humana sean lo que son, y esto no es suficiente. El genotipo humano no permite al fenotipo humano la plasticidad que requieren las Fuerzas Especiales, es decir, nuestros genes no pueden crear los soldados superhumanos que necesitan las Fuerzas Especiales. Lo que queda del genoma humano es ahora separado, rediseñado y remontado para construir los genes que codificarán habilidades sustancialmente ampliadas. Este proceso puede requerir la introducción de genes adicionales o de material genético. Los genes que proceden de otros humanos normalmente presentan pocos problemas en su incorporación, ya que el genoma humano está fundamentalmente diseñado para aceptar información genética de otros genomas humanos (el proceso por el que eso se consigue se llama habitual, natural y entusiásticamente «sexo»). El material genético de otras especies terrestres es también relativamente fácil de incorporar, ya que toda la vida de la Tierra contiene los mismos bloques de construcción genéticos y están relacionados unos con otros genéticamente.

Incorporar material genético de especies no terrestres es sustancialmente más difícil. En algunos planetas evolucionaron estructuras genéticas más o menos similares a las de la Tierra, incorporando algunos (si no todos) los nucleótidos que aparecen en la genética terrestre (quizá no por coincidencia, pues se sabe que las especies inteligentes de esos planetas consumen humanos de vez en cuando; los raey, por ejemplo, los encuentran bastante sabrosos). Pero la mayoría de las especies alienígenas tienen estructuras y componentes genéticos enormemente distintos a las criaturas terrestres. Usar sus genes no es sólo cuestión de cortar y pegar.

Las Fuerzas Especiales resolvieron este problema introduciendo el equivalente al ADN de las especies alienígenas en un compilador que luego presentaba una «traducción» genética en formato ADN terrestre: el ADN resultante, si permitía su desarrollo, creaba una entidad tan cercana en apariencia y función a la criatura alienígena original como era posible. Los genes de las criaturas trasvasadas se introducían entonces en el ADN de las Fuerzas Especiales.

El resultado final de este diseño genético fue un ADN que describía a una criatura basada en un humano, pero que no era humana en absoluto…, era tan inhumana que, si se le hubiera permitido desarrollarse a partir de este paso, la criatura habría sido una aglomeración caótica de partes, un ser monstruoso que habría vuelto majareta a su madrina espiritual Mary Wollstonecraft Shelley. Tras haber separado tanto el ADN de la humanidad, los científicos de las Fuerzas Especiales esculpieron ahora el mensaje genético para volver a dar a la criatura que estaban forjando una forma humana reconocible. Entre ellos, los científicos admitían que éste era el paso más difícil; algunos, sin decirlo abiertamente, cuestionaban su utilidad. Ninguno de ellos, debería advertirse, parecía tampoco muy humano.

Una vez esculpido para ofrecer a su propietario habilidades sobrehumanas en forma humana, el ADN se monta por fin. Incluso con la adición de genes no-nativos, sigue siendo más fino que el ADN humano original; nuevos códigos hacen que el ADN se organice en cinco pares de cromosomas, reducidos sustancialmente de los veintitrés sin alterar, uno más que la mosca de la fruta. Aunque a los soldados de las Fuerzas Especiales se les proporciona el sexo de su donante y los genes relacionados con el desarrollo sexual se conservan en la última reducción genética, no hay ningún cromosoma Y, un hecho que hizo que los primeros científicos asignados a las Fuerzas Especiales (los varones) se sintieran vagamente incómodos.

El ADN, ahora montado, se deposita en una vaina de cigoto vacante, que a su vez se coloca en la cápsula de desarrollo, y el cigoto es instado a su división mitótica. La transformación de cigoto a embrión completo tiene lugar a un ritmo enormemente acelerado, produciendo niveles de calentamiento metabólico que están a punto de desnaturalizar el ADN. La cápsula de desarrollo se llena de fluido transferidor de calor repleto de nanobots, que saturan las células de desarrollo y actúan como enfriadores del embrión que crece rápidamente.

Y todavía los científicos de las Fuerzas Especiales no han terminado de reducir el porcentaje de humanidad en sus soldados. Después del asalto biológico vienen las mejoras tecnológicas. Los nanobots especializados que se inyectan en el embrión toman dos direcciones. La mayoría se dirige a los núcleos óseos ricos en médula, donde los nanobots digieren la médula y mecánicamente se reproducen en su lugar para crear SangreSabia, que tiene mayor capacidad para transportar oxígeno que la sangre verdadera, produce plaquetas más eficaces y es casi inmune a la enfermedad. El resto emigra hacia el cerebro que se expande rápidamente y allana el camino para el ordenador CerebroAmigo, que cuando esté plenamente construido tendrá el tamaño de una canica. Esta canica, alojada dentro del cerebro, está rodeada de una densa red de antenas que sondean el campo eléctrico del cerebro, interpretando sus deseos y respondiendo a través de los sistemas externos integrados en los ojos y los oídos de los soldados.

Hay también otras modificaciones, muchas experimentales, probadas con grupos reducidos para ver si ofrecen alguna ventaja. Si lo hacen, estas modificaciones se expanden entre las Fuerzas Especiales y pasan a formar parte de la lista de potenciales mejoras para la siguiente generación de infantería de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Si no, las modificaciones mueren con sus sujetos de pruebas.

El soldado de las Fuerzas Especiales madura hasta el tamaño de un humano recién nacido en poco más de veintinueve días; en dieciséis semanas, suponiendo que se controle de manera adecuada el metabolismo de la cápsula, crece hasta el tamaño adulto. Las FDC intentan cortar el ciclo del desarrollo de los cuerpos que se fríen en su propio calor metabólico. Algunos embriones y cuerpos que no abortaron y murieron sin más sufrieron errores de transcripción de ADN, creando cánceres y mutaciones fatales. Dieciséis semanas es el máximo de la estabilidad química del ADN. Al final de las dieciséis semanas, la cápsula de desarrollo envía una hormona sintética que recorre todo el cuerpo, devolviendo los niveles hormonales a tolerancias normales.

Durante el desarrollo, la cápsula ejercita el cuerpo para fortalecerlo y permitir que su propietario o propietaria lo utilice desde el momento en que cobre conciencia; en el cerebro, el CerebroAmigo ayuda a desarrollar redes naturales, estimula los centros de procesamiento de los órganos, y se prepara para el momento en que su propietario cobre conciencia, para ayudar a aliviar la transición de la nada a algo.

Para la mayoría de los soldados de las Fuerzas Especiales, todo lo que quedaba en este punto era «nacer»: el proceso de decantamiento seguido por el rápido y (normalmente) suave paso a la vida militar. Pero había un soldado de las Fuerzas Especiales, sin embargo, para quien todavía quedaba un paso más por dar.

* * *

Szilard hizo una indicación a sus técnicos, quienes comenzaron sus tareas. Wilson se concentró de nuevo en su hardware, y esperó la señal para comenzar la transferencia. Los técnicos dieron su permiso; Wilson puso la conciencia en marcha. La maquinaria zumbó suavemente. El cuerpo de la cápsula permaneció quieto. Después de unos minutos, Wilson consultó con los técnicos, y luego con Robbins, quien se dirigió a Mattson.

—Hecho.

—¿Ya está? —dijo Mattson, y miró el cuerpo en la cápsula—. No parece diferente. Sigue pareciendo en coma.

—Todavía no lo han despertado —contestó Robbins—. Quieren saber cómo desea usted hacerlo. Normalmente, a los soldados de las Fuerzas Especiales los despiertan con los CerebroAmigos conectados para una integración consciente. Eso da al soldado una sensación temporal del yo hasta que puede crear una propia. Pero como puede que ya haya una conciencia ahí dentro, no querían conectarla. Podría confundir a la persona que hay allí.

Mattson bufó; la idea le parecía divertida.

—Despiértenlo sin conectar el CerebroAmigo —dijo—. Si el que está ahí dentro es Boutin, no lo quiero confuso. Quiero que hable.

—Sí, señor —respondió Robbins.

—Si esto funciona, sabremos quién es en cuanto esté consciente, ¿no? —dijo Mattson.

Robbins miró a Wilson, quien pudo oír la conversación; Wilson hizo un gesto a medias entre el asentimiento y un encogerse de hombros.

—Eso creemos —contestó Robbins.

—Bien —dijo Mattson—. Entonces quiero ser lo primero que vea.

Se acercó a la cápsula y se colocó delante del cuerpo inconsciente.

—Dígales que despierten a este hijo de puta —ordenó. Robbins le hizo un gesto con la cabeza a uno de los técnicos, quien pulsó con un dedo el tablero de control en el que estaba trabajando.

El cuerpo se sacudió, exactamente igual que hacen las personas en el crepúsculo entre el sueño y la vigilia, cuando de repente sienten como si se estuvieran cayendo. Sus párpados aletearon y se agitaron, y se abrieron de golpe. Los ojos corrieron de un lado a otro momentáneamente, confusos, y luego se clavaron en Mattson, quien se asomó y sonrió.

—Hola, Boutin —dijo Mattson—. Apuesto a que te sorprende verme.

El cuerpo se esforzó para acercar la cabeza a Mattson, como para decirle algo. Mattson se inclinó aún más para oírlo.

El cuerpo gritó.

* * *

El general Szilard encontró a Mattson en el cuarto de baño cercano al laboratorio de decantación, orinando.

—¿Qué tal el oído? —preguntó Szilard.

—¿Qué clase de puñetera pregunta es ésa, Szi? —dijo Mattson, todavía de cara a la pared—. Espera a que un idiota babeante te pegue un grito en el oído y dime entonces cómo te sientes.

—No es un idiota babeante —dijo Szilard—. Despertaste a un soldado recién nacido de las Fuerzas Especiales con el CerebroAmigo desconectado. No tenía ningún sentido de sí mismo. Hizo lo que haría cualquier recién nacido. ¿Qué esperabas?

—Esperaba al puñetero Charles Boutin —dijo Mattson, y se sacudió—. Por eso fabricamos a ese cabroncete en la cápsula, no sé si te acuerdas.

—Sabías que podría no funcionar —dijo Szilard—. Te lo dije. Tu gente te lo dijo.

—Gracias por el resumen, Szi —dijo Mattson. Se cerró la bragueta y se acercó al lavabo—. Esta aventurita ha sido sólo una enorme pérdida de tiempo.

—Puede que todavía nos sea útil —contestó Szilard—. Tal vez la conciencia necesite tiempo para asentarse.

—Robbins y Wilson dijeron que su conciencia estaría presente en cuanto se despertara —dijo Mattson. Agitó las manos bajo el grifo—. Maldito grifo automático —dijo, y finalmente cubrió por completo el sensor con la mano. Empezó a caer agua.

—Es la primera vez que se hace algo así —dijo Szilard—. Tal vez Robbins y Wilson estaban equivocados.

Mattson dejó escapar una risotada.

—Esos dos estaban equivocados, Szi, nada de «tal vez». Pero no de la manera que tú sugieres. Además, ¿tu gente va a cuidar a un niño del tamaño de un hombre mientras esperáis a que su «conciencia se asiente»? Apuesto a que no, y estoy seguro de que eso no va a pasar de todas formas. Ya hemos desperdiciado demasiado tiempo.

Mattson terminó de lavarse las manos y buscó un dispensador de toallas.

Szilard señaló la pared del fondo.

—El dispensador está vacío —dijo.

—Bueno, naturalmente —dijo Mattson—. La humanidad puede construir soldados a partir del ADN, pero no puede reponer las puñeteras toallitas de papel de un cuarto de baño.

Sacudió las manos violentamente y luego se secó el exceso de humedad en los pantalones.

—Dejando a un lado el tema de las toallitas de papel —dijo Szilard—, ¿significa esto que me entregas al soldado? Si es así, voy a hacer que le conecten el CerebroAmigo, y me lo voy a llevar a un pelotón de entrenamiento en cuanto sea posible.

—¿A qué tanta prisa?

—Es un soldado de las Fuerzas Especiales plenamente desarrollado —dijo Szilard—. Aunque no diría que tengo prisa, sabes tan bien como yo cuál es el nivel de bajas en las Fuerzas Especiales. Siempre necesitamos más. Y digamos que tengo fe en que este soldado concreto todavía pueda resultarnos útil.

—Qué optimismo.

Szilard sonrió.

—¿Sabes qué nombre le ponen a los soldados de las Fuerzas Especiales, general? —preguntó.

—Os ponen nombres de científicos y artistas —respondió Mattson.

—Científicos y filósofos —corrigió Szilard—. Los apellidos, al menos. Los nombres propios son simplemente nombres corrientes al azar. A mí me pusieron mi nombre por Leo Szilard. Fue uno de los científicos que ayudaron a construir la primera bomba atómica, un hecho que más tarde lamentaría.

—Sé quién fue Leo Szilard, Szi —dijo Mattson.

—No pretendía decir que no lo supieras, general —contestó Szilard—. Aunque con los realnacidos nunca se sabe. Tenéis lagunas curiosas en vuestro conocimiento.

—Nos pasamos los últimos años de nuestra educación tratando de echar un polvo —dijo Mattson—. A la mayoría eso nos distrae de acumular información sobre los científicos del siglo XX.

—Me lo imagino —dijo Szilard, suavemente, y luego continuó con su cadena de pensamientos—. Aparte de sus talentos científicos, Szilard también era bueno prediciendo cosas. Predijo las dos guerras mundiales del siglo XX en la Tierra y otros acontecimientos importantes. Eso lo volvió algo nervioso. Llegó a vivir en hoteles y a tener siempre las maletas preparadas. Por si acaso.

—Fascinante —dijo Mattson—. ¿Adonde quieres ir a parar?

—No pretendo estar emparentado con Szilard en modo alguno. Tan sólo me asignaron su nombre. Pero creo que comparto su talento para predecir cosas, sobre todo en lo referente a las guerras. Creo que esta guerra que se avecina va a ser muy mala. No es sólo especulación: hemos recopilado información y mi gente sabe qué hay que buscar. Y no hay que poseer datos de inteligencia para saber que enfrentarnos a tres razas diferentes nos va a poner las cosas muy feas —Szilard señaló con la cabeza en dirección al laboratorio—. Este soldado puede que no tenga los recuerdos de Boutin, pero sigue teniendo a Boutin dentro, en sus genes. Creo que eso creará la diferencia, y vamos a necesitar toda la ayuda que podamos. Digamos que es mi maleta preparada.

—Lo quieres por una corazonada —dijo Mattson.

—Entre otras cosas.

—A veces se nota que eres un adolescente, Szi.

—¿Me entregas a este soldado, general? —preguntó Szilard.

Mattson hizo un gesto de condescendencia.

—Es todo tuyo, general —dijo—. Disfrútalo. Al menos no tendré que preocuparme de si se vuelve un traidor.

—Gracias.

—¿Y qué vas a hacer con tu nuevo juguete? —preguntó Mattson.

—Para empezar, creo que voy a ponerle nombre.