—Bueno, Szi, tenías razón —dijo el general Mattson—. Jared Dirac nos vino bien después de todo.
Mattson, el general Szilard y el coronel Robbins estaban en el comedor de generales, almorzando. Todos ellos, esta vez: el general Mattson había roto formalmente la tradición de no dejar que los subordinados comieran al ordenar para Robbins un plato enorme de espagueti a la boloñesa, y al responder a la airada reacción de otro general diciendo, en voz alta y clara.
—Cierra la jodida boca, mojón reseco. Este hombre se merece un poco de maldita pasta.
Desde entonces, los otros generales habían empezado a llevar también a su personal.
—Gracias, general —dijo Szilard—. Ahora, si no le importa, lo que quiero es saber qué va a hacer para arreglar ese problema con nuestros CerebroAmigos. Perdí siete naves porque su gente dejó abierta una puerta trasera.
—Robbins tiene los detalles —dijo Mattson.
Los dos se volvieron hacia Robbins, que tenía la boca llena de filete Wellington. Robbins tragó con cuidado.
—Como reacción inmediata, eliminamos esa puerta trasera, obviamente —dijo Robbins—. Hemos propagado la reparación de una mejora prioritaria para los CerebroAmigos. Eso está arreglado. Con más tiempo, vamos a revisar toda la programación del CerebroAmigo, buscando el código del legado, puertas traseras y otros códigos que pudieran suponer un problema de seguridad. Y vamos a instaurar comprobaciones de virus para los mensajes y la información enviada entre CerebroAmigos. La transmisión del virus de Boutin no funcionaría ahora.
—No debería haber funcionado nunca —dijo Szilard—. Ha habido bloqueadores de virus desde casi los albores de la informática y no se les ocurrió a ustedes instaurarlos en los CerebroAmigos. Podrían habernos matado a todos porque olvidaron programar una higiene informática básica.
—Nunca se programó porque nunca hubo necesidad —dijo Mattson—. Los CerebroAmigos son un sistema cerrado, totalmente seguro a ataques externos. Ni siquiera el ataque de Boutin funcionó.
—Pero estuvo jodidamente cerca —dijo Szilard.
—Sí, bueno, estuvo jodidamente cerca porque alguien sentado a esta mesa quiso crear un cuerpo que almacenara la conciencia de Charles Boutin —dijo Mattson—. Y no voy a dar nombres.
—Mmm —dijo Szilard.
—La serie actual de CerebroAmigos está a punto de cerrarse de todas formas —dijo Robbins—. La siguiente generación ya ha sido probada por los gameranos y están listos para ser instalados en todas las FDC. Es una arquitectura completamente distinta, plenamente orgánica, y el código está optimizado, sin el legado del antiguo código CerebroAmigo. La ventana se cierra para este tipo de ataques, general.
—Al menos para todo el que haya trabajado en la generación anterior —concluyó Szilard—. ¿Pero qué hay de los que trabajan en la generación actual? Hay que descubrir si alguno puede descarriarse.
—Lo tendremos en cuenta —dijo Robbins.
—Más le vale.
—Hablando de la posibilidad de descarriarse —dijo Mattson—. ¿Qué vas a hacer con la teniente Sagan?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Szilard.
—No es por alarmar, pero sabe demasiado —contestó Mattson—. Gracias a Boutin y Dirac, conoce el Cónclave y sabe hasta qué punto mantenemos controlada esa información. No tiene permiso para ese tipo de información, Szi. Es material peligroso.
—No veo por qué es peligroso —contestó Szilard—. Aparte de que sea la verdad. El Cónclave existe. Y si alguna vez llega a actuar, vamos a encontrarnos metidos en faena hasta las trancas.
—Es peligroso porque no es toda la verdad, y lo sabes, Szi —dijo Mattson—. Boutin no sabía nada del Contra-Cónclave ni de hasta qué punto estamos implicados en eso, y cómo vamos a enfrentar a un bando contra otro. Las cosas se mueven rápido. Estamos llegando al punto en que hay que formar alianzas y tomar decisiones. No podremos seguir siendo neutrales. No necesitamos que Sagan vaya por ahí contándole a la gente medias historias e iniciando rumores.
—Entonces cuéntale toda la maldita historia —dijo Szilard—. Es oficial de inteligencia, por el amor de Dios. Puede manejar la verdad.
—No está en mi mano —dijo Mattson. Szilard abrió la boca; y Mattson levantó ambas manos—. No está en mi mano, Szi. Si el Contra-Cónclave rompe formalmente con el Cónclave, sabes lo que significará. Toda la maldita galaxia estará en guerra. No podremos seguir confiando en nuestros reclutas de la Tierra. Tendremos que pedirle a las colonias que participen también. Puede que incluso tengamos que empezar a reclutar gente. Y sabes lo que significará eso. Las colonias se rebelarán. Tendremos suerte si evitamos una guerra civil. Controlamos esa información no porque queramos mantener a las colonias en la ignorancia, sino porque no buscamos que toda la puñetera Unión se haga pedazos.
—Cuanto más esperemos, peor será —dijo Szilard—. Nunca encontraremos un buen momento para informar a las colonias. Y cuando lo descubran, se preguntarán qué demonios hizo la UC ocultándoselo tanto tiempo.
—No está en mi mano —dijo Mattson.
—Sí, sí —contestó Szilard, irritado—. Por suerte para ti hay una salida. Sagan está a punto de cumplir su servicio. Le quedan unos meses, creo. Tal vez un año. Lo suficientemente cerca para que podamos retirarla. Por lo que tengo entendido planeaba dejar el servicio cuando se cumpliera su término de todas formas. La llevaremos a una colonia nueva y allí podrá quedarse, y si le habla a alguien del barrio sobre el Cónclave, a quién demonios le importa. Estarán demasiado ocupados intentando no perder las cosechas.
—¿Crees que conseguirás convencerla? —dijo Mattson.
—Podemos camelarla —dijo Szilard—. Hace un par de años, Sagan tuvo una buena relación con un soldado de las FDC llamado John Perry. Perry está unos años por detrás en su cumplimiento del servicio, pero si es necesario podemos licenciarlo pronto. Y parece que ella está muy unida a Zoë Boutin, que es huérfana y a quien hay que buscar un sitio. Ya ves adonde quiero llegar.
—Ya veo. Deberías conseguirlo.
—Veré qué puedo hacer. Y hablando de secretos, ¿cómo van vuestras negociaciones con los obin?
Tanto Mattson como Robbins miraron a Szilard con recelo.
—No hay ninguna negociación con los obin —dijo Robbins.
—Por supuesto que no —contestó Szilard—. No estáis negociando con los obin el continuar para ellos el programa de conciencia de Boutin. Y los obin no están negociando con nosotros para eliminar a los raey o los eneshanos que queden en pie después de su inminente guerra. Nadie está negociando nada con nadie. ¿Cómo van esas no-negociaciones?
Robbins miró a Mattson, que asintió.
—No van sorprendentemente bien —dijo Robbins—. Probablemente no llegaremos a un acuerdo en el próximo par de días.
—Eso es no maravilloso —dijo Szilard.
—Quiero volver a Sagan —intervino Mattson—. ¿Cuándo crees que podrás tener una respuesta por su parte?
—Se lo comunicaré hoy. Y le diré que tiene que estar preparada dentro de una semana. Eso nos dará tiempo para dejar listas de las cosas que hay que hacer.
—¿Cómo cuáles? —dijo Mattson.
—Adioses y cierres, por supuesto —respondió Szilard—. Y unas cuantas decisiones más que voy a pedirle que tome.
* * *
Jane Sagan contempló lo que parecía ser un espectáculo de luces en miniatura.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es el alma de Jared Dirac —dijo Cainen.
Sagan se volvió a mirarlo.
—Recuerdo que una vez me dijiste que los soldados de las Fuerzas Especiales no tienen alma.
—Eso fue en otro lugar y en otro momento —dijo Cainen—. Y ahora no soy tan necio. Pero, muy bien, es su conciencia, entonces. Recuperada por uno de vuestros soldados, creo, y por lo que puedo entender, grabada por Charles Boutin. Y tengo entendido que tu trabajo es decidir qué se hace con ella.
Sagan asintió. Szilard había ido a verla, ofreciéndole su licencia, la de John Perry y la custodia de Zoë Boutin, con la condición de que mantuviera cerrada la boca sobre el Cónclave y que tomara la decisión sobre qué hacer con la conciencia de Jared Dirac.
:::Comprendo lo del Cónclave —dijo Sagan—. Pero no comprendo lo de Dirac.
:::Siento curiosidad por lo que hará —dijo Szilard, y se negó a explicar nada más.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cainen.
—¿Qué crees que debería hacer? —preguntó ella.
—Sé exactamente lo que deberías hacer. Pero yo no soy tú y no te diré lo que yo haría hasta que oiga primero lo que tú harías.
Sagan miró a Harry Wilson, que los observaba con interés.
—¿Y qué harías tú, Henry?
—Lo siento, Jane —respondió Wilson, y sonrió—. Yo también me acojo a la Quinta Enmienda. Es decisión tuya.
—Podrías traerlo de vuelta —le dijo Sagan a Cainen.
—Es posible —contestó Cainen—. Ahora sabemos más que antes. Es posible que pudiéramos condicionar su cerebro mejor que cuando condicionaron el cerebro de Dirac para que aceptara la personalidad de Boutin. Existe algún riesgo de que la transferencia no prenda, y entonces tendríamos una situación parecida a la que tuvimos con Dirac: se desarrollaría otra personalidad, y esa otra personalidad quedaría afectada lentamente. Pero creo que ahora supone menos riesgo y, con el tiempo, no será nada serio. Creo que podríamos traerlo de vuelta, si eso es lo que quieres.
—Pero no es lo que quiso Jared, ¿no? —dijo Sagan—. Sabía que su conciencia había sido grabada. Podría haberme pedido que intentara salvarla. No lo hizo.
—No, no lo hizo —reconoció Cainen.
—Jared tomó su decisión. Y estaba en su derecho. Borra la grabación, por favor, Cainen.
—Y ahora ves por qué sé que tienes un alma —dijo Cainen—. Por favor, acepta mis disculpas por haberlo dudado alguna vez.
—Disculpa innecesaria —dijo Sagan—. Pero aceptada.
—Gracias —respondió Cainen—. Y ahora, teniente Sagan, me preguntaba si podría pedirte un favor. O tal vez no es tanto un favor como cancelar una deuda entre nosotros.
—¿Cuál es? —preguntó Sagan.
Cainen miró a Wilson, quien de pronto pareció sentirse muy incómodo.
—No es necesario que te quedes, amigo mío —le dijo Cainen.
—Pues claro que me quedaré —respondió Wilson—. Pero déjame que insista: eres un maldito loco.
—Anotado —dijo Cainen—. Y agradezco el pensamiento.
Wilson se cruzó de brazos y pareció enfadado.
—Dime —dijo Sagan.
—Deseo morir, teniente —dijo Cainen—. A lo largo de los últimos meses, he empezado a sentir que los efectos del antídoto que me proporcionáis van menguando. Cada día siento más dolor.
—Podemos darte más.
—Sí, y tal vez funcionaría. Pero siento dolor más allá del mero aspecto físico. Estoy lejos de mi pueblo y de mi hogar, y lejos de las cosas que me causan dicha. Agradezco la amistad que he forjado con Harry Wilson y contigo (¡contigo, nada menos!), pero cada día siento que la parte de mí mismo que es raey, la parte que es verdaderamente yo, se vuelve más fría y más pequeña. Dentro de poco no quedará nada y estaré solo, absolutamente solo. Estaré vivo, pero muerto por dentro.
—Puedo hablar con el general Szilard para que te liberen —dijo Sagan.
—Es lo que yo le dije —intervino Wilson.
—Sabes que nunca me liberarán —dijo Cainen—. He trabajado demasiado para vosotros. Sé demasiado. Y aunque me liberéis, ¿crees que los raey me recibirán con los brazos abiertos? No, teniente. Estoy lejos de casa, y sé que nunca podré regresar.
—Lamento haberte hecho esto, Cainen —dijo Sagan—. Si pudiera cambiarlo, lo haría.
—¿Por qué? Has salvado a tu pueblo de la guerra, teniente. Yo simplemente soy parte del coste.
—Sigo lamentándolo.
—Entonces págame esa deuda —dijo Cainen—. Ayúdame a morir.
—¿Cómo puedo hacer eso?
—En mis estudios sobre la cultura humana he descubierto el seppuku. ¿Lo conoces?
Sagan negó con la cabeza.
—El suicidio ritual de vuestros japoneses. El ritual incluye un Kaishakunin, un segundo: alguien que alivia el dolor de la persona que comete seppuku matándolo en el momento de mayor agonía. Preferiría morir de la enfermedad que me infectaste, teniente, pero temo que cuando la agonía sea más grande suplique piedad, como hice la primera vez, avergonzándome y colocándome en el camino que nos condujo hasta aquí. Un segundo me ahorraría esa vergüenza. Te pido que seas mi segundo, teniente Sagan.
—No creo que las Fuerzas de Defensa Coloniales me permitan matarte —dijo Sagan—. Si no es en combate.
—Sí, y me parece increíblemente irónico. Sin embargo, en este caso, lo harán. Ya le he pedido permiso al general Mattson, y lo ha concedido. También le he pedido al general Szilard permiso para que seas mi segundo. Lo ha concedido.
—¿Qué harás si me niego? —preguntó Sagan.
—Ya lo sabes. La primera vez que nos vimos me dijiste que creías que yo quería vivir, y tenías razón. Pero como he dicho antes, eso fue en un lugar diferente y un momento diferente. En este lugar y este momento, quiero ser liberado. Si eso significa hacerlo solo, entonces lo haré solo. Pero espero que no sea el caso.
—No lo será. Acepto, Cainen. Seré tu segundo.
—Desde las profundidades de mi alma te doy las gracias, teniente Sagan, amiga mía —Cainen miró a Wilson, que estaba llorando—. ¿Y tú, Harry? Te pedí que me asistieras antes y te negaste. Te lo pido de nuevo.
Wilson asintió, violentamente.
—Sí —dijo—. Lo haré, piojoso hijo de puta. Estaré presente cuando mueras.
—Gracias, Harry —dijo Cainen, y una vez más se volvió hacia Sagan—. Necesito dos días para terminar mis cosas. ¿Vendrás a visitarme dentro de tres días, por la tarde?
—Aquí estaré —dijo Sagan.
—Tu cuchillo de combate creo que será suficiente.
—Si eso es lo que quieres —dijo Sagan—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?
—Sólo una cosa más. Y lo comprenderé si no puedes hacerlo.
—Pídela.
—Nací en la colonia de Fala —dijo Cainen—. Allí crecí. Cuando muera, si puedo, me gustaría regresar. Sé que será difícil conseguirlo.
—Lo conseguiré —dijo Sagan—. Aunque tenga que llevarte yo misma. Lo prometo, Cainen. Prometo que volverás a casa.
* * *
Un mes después de que Zoë y Sagan regresaran a la Estación Fénix, Sagan llevó a Zoë en una lanzadera a visitar la tumba de sus padres.
El piloto de la lanzadera era el teniente Cloud, que le preguntó por Jared. Sagan le dijo que había muerto. El teniente Cloud guardó silencio un momento y luego empezó a contarle a Sagan los chistes que Jared le había contado. Sagan se rió.
Ante la tumba, Sagan se quedó de pie mientras Zoë se arrodillaba y leía los nombres de sus padres, clara y firmemente. En el mes que había transcurrido, Sagan había visto cambiar a Zoë, que había pasado de ser una niña vacilante que llamaba a su padre y que parecía más pequeña de lo que en realidad era, a convertirse en alguien más feliz y habladora, como correspondía a la edad que tenía. Que, al parecer, era sólo algo inferior a la de Sagan.
—Mi nombre está aquí —dijo Zoë, siguiendo el nombre con un dedo.
—Durante algún tiempo, cuando te apresaron, tu padre creyó que habías muerto —explicó Sagan.
—Bueno, pues no estoy muerta —dijo Zoë, desafiante.
—No —respondió Sagan, y sonrió—. No, desde luego que no.
Zoë puso la mano sobre el nombre de su padre.
—Él no está realmente aquí, ¿verdad? —preguntó—. Aquí debajo.
—No. Murió en Arist. Es donde estuviste antes de que viniéramos aquí.
—Lo sé —dijo Zoë, y miró a Sagan—. El señor Jared murió allí también, ¿verdad?
—Así es.
—Dijo que me conocía, pero la verdad es que no lo recuerdo.
—Te conocía, pero es difícil de explicar —dijo Sagan—. Te lo explicaré cuando seas mayor.
Zoë volvió a mirar la lápida.
—Toda la gente que me conocía ha muerto —dijo, con voz débil y cantarína—. Todos los míos han muerto.
Sagan se arrodilló detrás de Zoë y le dio un abrazo breve pero intenso.
—Lo siento mucho, Zoë.
—Lo sé. Yo también lo siento. Echo de menos a papá y a mamá, e incluso echo un poco de menos al señor Jared, aunque no lo conocí mucho.
—Sé que ellos te echan de menos también —dijo Sagan. Dio la vuelta para mirar a Zoë a la cara—. Escucha, Zoë, pronto voy a ir a una colonia, para vivir allí. Si quieres, puedes venir conmigo.
—¿Seremos sólo tú y yo?
—Bueno, tú y yo, y un hombre al que quiero mucho.
—¿Me gustará? —preguntó Zoë.
—Creo que sí. A mí me gusta, y tú me gustas, así que hay motivos para que os gustéis mutuamente. Tú, él y yo.
—Como una familia.
—Sí, como una familia —dijo Sagan.
—Pero yo ya tengo un papá y una mamá.
—Lo sé, Zoë. Nunca querría que los olvidaras, nunca. John y yo seremos los dos adultos que tendrán la suerte de vivir contigo.
—John —dijo Zoë—. John y Jane. John y Jane y Zoë.
—John y Jane y Zoë —repitió Sagan.
—John y Jane y Zoë —dijo Zoë, levantándose y moviéndose al ritmo de los nombres—. John y Jane y Zoë. ¡John y Jane y Zoë! Me gusta.
—A mí también me gusta.
—Bueno, pues muy bien —dijo Zoë—. Y ahora tengo hambre.
Sagan se echó a reír.
—Vamos a buscar algo de comer.
—Vale. Déjame despedirme de papá y mamá —corrió hasta la lápida y le estampó un beso—. Os quiero —dijo, y corrió de regreso con Sagan, y la cogió de la mano—. Estoy lista. Vamos a comer.
—De acuerdo —dijo Sagan—. ¿Qué te gustaría?
—¿Qué tenemos?
—Hay un montón de opciones. Elige una.
—Muy bien —dijo Zoë—. Soy muy buena tomando decisiones, ¿sabes?
—Bien —dijo Sagan, abrazando a la niña—. Me alegro mucho de oírlo.
FIN