Capítulo 13

Boutin tenía razón. El dolor de Jared desapareció.

—Cariño —le dijo Boutin a Zoë—. Me gustaría presentarte a un amigo mío. Éste es Jared. Dile hola, por favor.

—Hola, señor Jared —dijo Zoë con vocecita insegura.

—Hola —dijo Jared, sin apenas atreverse a decir nada más porque sentía que su voz iba a quebrarse y hacerse añicos. Se controló—. Hola, Zoë. Me alegro de verte.

—Tú no recuerdas a Jared, Zoë —dijo Boutin—. Pero él sí se acuerda de ti. Te conoció cuando estuvimos en Fénix.

—¿Conoce a mami? —preguntó Zoë.

—Creo que sí conoció a mami —respondió Boutin—. Tan bien como cualquiera.

—¿Por qué está en esa caja?

—Está ayudando a papá con un pequeño experimento, eso es todo —dijo Boutin.

—¿Puede venir a jugar cuando haya terminado?

—Ya veremos. ¿Por qué no le dices adiós, cariño? Papá y él tienen mucho trabajo que hacer.

Zoë devolvió su atención a Jared.

—Adiós, señor Jared —dijo, y salió por la puerta, presumiblemente de vuelta al lugar de donde había venido. Jared se esforzó por verla y oír sus pisadas. Entonces Boutin cerró la puerta.

—Comprende que no vas a poder ir a jugar —dijo Boutin—. Es que Zoë se siente sola aquí. Hice que los obin pusieran en órbita un pequeño satélite receptor sobre una de las colonias más pequeñas para piratear las señales de los programas de ocio y que estuviera entretenida, así que no se está perdiendo ninguna de las dichas del programa de educación de la Unión Colonial. Pero aquí no hay nadie con quien pueda jugar. Tiene una niñera obin, pero ésta se dedica principalmente a que no se caiga por las escaleras. Estamos solamente ella y yo.

—Dime —dijo Jared—. Dime cómo puede estar viva. Los obin mataron a todo el mundo en Covell.

—Los obin salvaron a Zoë —dijo Boutin—. Fueron los raey quienes atacaron Covell y Omagh, no los obin. Los raey lo hicieron para vengarse de la Unión Colonial por su derrota en Coral. Ni siquiera querían Omagh. Sólo eligieron un blanco fácil y atacaron. Los obin descubrieron sus planes y decidieron aparecer después de la primera fase del ataque, cuando los raey todavía estuvieran débiles tras su lucha con los humanos. Tras expulsar a los raey de Covell, recorrieron la estación y encontraron a los civiles en una sala de reuniones. Los habían reunido allí. Los raey mataron a todos los científicos y militares porque sus cuerpos están demasiado mejorados para ser buena comida. Pero los colonos…, bueno, eran perfectos. Si los obin no hubieran atacado cuando lo hicieron, los raey los habrían masacrado y devorado a todos.

—¿Dónde está el resto de los civiles? —preguntó Jared.

—Los obin los mataron, naturalmente. Ya sabes que no suelen hacer prisioneros.

—Pero dices que salvaron a Zoë.

Boutin sonrió.

—Cuando recorrían la estación, los obin se pasaron por los laboratorios científicos para ver si había alguna idea que mereciera la pena robar —dijo—. Son excelentes científicos, pero no son muy creativos. Pueden mejorar las ideas y la tecnología que encuentran, pero no son muy buenos realizando innovaciones tecnológicas por sí mismos. La estación científica es uno de los principales motivos por los que les interesaba Omagh. Encontraron mi trabajo sobre la conciencia, y les interesó. Descubrieron que yo no me encontraba en la estación, pero Zoë sí. Así que se la quedaron mientras me buscaban.

—La usaron para chantajearte.

—No —dijo Boutin—. Más bien como un gesto de buena voluntad. Y fui yo quien les exigió cosas.

—Ellos se quedaron con Zoë, y tú les exigiste cosas a ellos —dijo Jared.

—Eso es.

—¿Como qué? —preguntó Jared.

—Como esta guerra —dijo Boutin.

* * *

Jane Sagan se acercó al octavo y último emplazamiento de las armas. Como las demás, la siguió y luego advirtió hasta dónde podía aproximarse. Por lo que pudo deducir, si se acercaba a unos tres metros, dispararía. Sagan cogió una piedra y la lanzó directamente contra el arma; la piedra chocó y rebotó sin causar ningún daño, pues los sistemas de alarma siguieron al proyectil, pero la ignoraron. El arma podía diferenciar entre una piedra y un humano. «Para conseguir eso hay que ser muy buenos ingenieros», pensó Sagan, no muy caritativamente.

Encontró una piedra más grande, se encaminó hasta el límite de la zona segura, y la lanzó a la derecha del arma. El sistema siguió a la piedra; más a la derecha, otra arma la apuntó a ella. Las armas compartían información sobre sus objetivos: no iba a lograr pasar distrayendo a una.

La hondonada era poco profunda, así que Sagan podía ver más allá de ella. Por lo que podía apreciar, no había ningún soldado obin en la zona. O bien estaban ocultos o bien confiaban en que los humanos no iban a ir a ninguna parte.

—¡Sí!

Sagan se volvió y vio que Daniel Harvey se dirigía hacia ella con algo revolviéndose en su mano.

—Mire qué tenemos para cenar.

—¿Qué es eso? —preguntó Sagan.

—Que me maten si lo sé —respondió Harvey—. Lo vi saliendo de un agujero en el suelo y lo capturé antes de que volviera a meterse. Se puso gallito. Tuve que agarrarle la cabeza para impedir que me mordiera. Supongo que podremos comérnoslo.

Seaborg se había acercado a la criatura cojeando.

—Yo no pienso comerme eso —dijo.

—Bien —respondió Harvey—. Pasa hambre. La teniente y yo nos lo comeremos.

—No podemos comérnoslo —dijo Sagan—. Los animales de aquí no son compatibles con nuestras necesidades alimenticias. Harías mejor en comerte las piedras.

Harvey miró a Sagan como si le hubiera echado mierda sobre la cabeza.

—Bien —dijo, y se agachó para soltar al bicho.

—Espera —dijo Sagan—. Quiero que lo lances.

—¿Qué?

—Quiero que lances al bicho contra las armas —dijo Sagan—. Quiero ver qué le hacen a algo vivo.

—Es un poco cruel, ¿no?

—¿Hace un momento estabas dispuesto a comerte al maldito bicho —dijo Seaborg—, y ahora te preocupas por ser cruel con los animales?

—Cierra el pico —dijo Harvey. Echó atrás el brazo para lanzar el animal.

—Harvey —dijo Sagan—. No lo lances directamente contra el arma, por favor.

Harvey advirtió de pronto que la trayectoria de los proyectiles se dirigiría directamente hasta su cuerpo.

—Lo siento —dijo—. Estúpido de mí.

—Lánzalo, hacia arriba.

Harvey se encogió de hombros y lanzó el bicho al aire, en un arco que lo llevó lejos de los tres. La criatura se rebulló en el aire. El arma la siguió en su avance hacia las alturas hasta donde pudo, unos cincuenta grados. Rotó y la hizo pedazos de un disparo en cuanto volvió a tenerla a tiro, rociándola con una lluvia de finas agujas que se expandieron al contacto con la carne de la pobre criatura. En menos de un segundo no quedó del animal más que bruma y unos cuantos trozos de carne que caían al suelo.

—Muy bonito —dijo Harvey—. Ahora sabemos que las armas funcionan de verdad. Y sigo teniendo hambre.

—Es muy interesante —musitó Sagan.

—¿Que yo tenga hambre?

—No, Harvey —dijo Sagan, irritada—. Me importa una mierda tu estómago ahora mismo. Lo que es interesante es que las armas sólo pueden apuntar hasta cierto ángulo. Su alcance queda limitado por el suelo.

—¿Y? —dijo Harvey—. Estamos en el suelo.

—Los árboles —dijo Seaborg de repente—. Hijo de puta…

—¿En qué estás pensando, Seaborg? —preguntó Sagan.

—En el período de instrucción, Dirac y yo ganamos un juego de guerra subiéndonos a los árboles y atacando desde atrás. Esperaban que atacáramos desde el suelo. Nunca se molestaron en mirar hacia arriba hasta que los emboscamos. Entonces estuve a punto de caerme del árbol y casi me maté. Pero la idea funcionó.

Los tres se volvieron a mirar los árboles que había dentro de su perímetro. No eran árboles reales, sino el equivalente de Arist: grandes plantas largiruchas que se alzaban varios metros hacia el cielo.

—Decidme que todos estamos teniendo la misma idea descabellada —dijo Harvey—. Odiaría ser sólo yo.

—Vamos —dijo Sagan—. Veamos qué podemos hacer con esto.

* * *

—Es una locura —dijo Jared—. Los obin no empezarían una guerra sólo porque se lo pidieras.

—¿De veras? —dijo Boutin. Una sonrisa burlona asomó en su rostro—. ¿Y lo sabes por tu vasta experiencia personal con los obin? ¿Por tus años de estudio sobre el tema? ¿Escribiste tu tesis doctoral sobre ellos?

—Ninguna especie iría a la guerra sólo porque se lo pidieran —dijo Jared—. Los obin no hacen nada por nadie.

—Y tampoco lo están haciendo ahora. La guerra es un medio para un fin…, ellos quieren lo que yo puedo ofrecerles.

—¿Y qué es? —preguntó Jared.

—Puedo darles almas.

—No comprendo.

—Es porque no conoces a los obin —dijo Boutin—. Los obin son una raza creada…, los consu los crearon sólo para ver qué sucedía. Pero a pesar de los rumores que dicen lo contrario, los consu no son perfectos. Cometen errores. Y cometieron un error enorme cuando crearon a los obin. Les dieron inteligencia, pero lo que no pudieron hacer, lo que no tuvieron capacidad para hacer, fue darles conciencia.

—Los obin son conscientes —dijo Jared—. Tienen una sociedad. Se comunican. Recuerdan. Piensan.

—¿Y qué? Las termitas tienen sociedades. Todas las especies se comunican. No hay que ser inteligente para recordar…, tú tienes un ordenador en la cabeza que recuerda todo lo que has hecho, y fundamentalmente no es más inteligente que una piedra. Y en cuanto a pensar, ¿qué tipo de pensamiento requiere que te observes a ti mismo haciéndolo? Ninguno. Puedes crear a una raza estelar entera que no tenga más capacidad de introspección que un protozoo, y los obin son la prueba viviente de ello. Los obin son conscientes de que existen a nivel colectivo. Pero ninguno de ellos, individualmente, tiene nada que se pueda reconocer como personalidad. Ningún ego. Ningún «yo».

—Eso no tiene ningún sentido.

—¿Por qué no? ¿Cuáles son las trampas de la autoconciencia? ¿Las tienen los obin? Los obin no cultivan ningún arte, Dirac. No tienen ni música, ni literatura, ni artes visuales. Comprenden el concepto de arte intelectualmente pero no tienen manera de apreciarlo. Sólo se comunican para referirse hechos: adonde van, o qué hay más allá de esa colina o a cuánta gente hay que matar. No saben mentir. No tienen ningún inhibidor moral contra eso…, en realidad no tienen ningún inhibidor moral contra nada, pero no pueden formular una mentira igual que tú y yo no podemos hacer levitar un objeto con nuestro poder mental. Nuestros cerebros no están construidos de esa forma; sus cerebros no están construidos de esa forma. Todo el mundo miente. Todo el mundo que es consciente, que tiene una auto-imagen que mantener. Pero ellos no. Son perfectos.

—Ignorar tu propia existencia no es lo que yo llamaría «perfecto» —dijo Jared.

—Son perfectos —insistió Boutin—. No mienten. Cooperan perfectamente unos con otros, dentro de la estructura de su sociedad. Los desafíos o desacuerdos se tratan de una manera prescrita. No apuñalan por la espalda. Son perfectamente morales porque su moral es absoluta, grabada a fuego. No tienen ninguna vanidad ni ninguna ambición. Ni siquiera tienen vanidad sexual. Todos son hermafroditas, y se pasan su información genética tan casualmente como tú y yo nos estrecharíamos la mano. Y no sienten miedo.

—Todas las criaturas sienten miedo —dijo Jared—. Incluso las que no son conscientes.

—No. Todas las criaturas tienen instinto de supervivencia. Se parece al miedo pero no es lo mismo. El miedo no es el deseo de evitar la muerte o el dolor. El miedo está enraizado en la idea de que eso que uno reconoce como «sí mismo» puede dejar de existir. El miedo es existencial. Los obin no tienen nada de existenciales. Por eso no se rinden. Por eso no hacen prisioneros. Por eso la Unión Colonial los teme, ¿sabes? Porque no pueden hacer que sientan miedo. ¡Qué ventaja supone eso! Una ventaja tan grande que si alguna vez me encargan volver a crear soldados humanos, voy a sugerir despojarlos de su conciencia.

Jared se estremeció. Boutin lo advirtió.

—Vamos, Dirac —dijo—. No puedes decirme que la conciencia haya sido algo bueno para ti. Consciente de que has sido creado para un propósito distinto a tu propia existencia. Consciente de los recuerdos de la vida de otro. Consciente de que tu propósito no es más que matar a la gente y las cosas que te señala la Unión Colonial. Eres un arma con ego. Estarías mejor sin el ego.

—Y una mierda —dijo Jared.

Boutin sonrió.

—Bien, de acuerdo. Tampoco yo puedo decir que no desee tener conciencia. Y como se supone que eres yo, no puedo decir que me sorprenda que sientas lo mismo.

—Si los obin son perfectos no comprendo por qué te necesitan —dijo Jared.

—Porque ellos no se ven a sí mismos como perfectos, por supuesto —respondió Boutin—. Saben que carecen de conciencia, y aunque individualmente eso no les importa mucho, como especie importa muchísimo. Vieron mi trabajo sobre la conciencia, principalmente sobre transferencia de conciencia, pero también mis primeras notas sobre la grabación y el almacenamiento de conciencias. Desearon lo que pensaron que yo podía ofrecerles. Enormemente.

—¿Les has dado conciencia? —preguntó Jared.

—Todavía no. Pero me voy acercando. Lo suficiente para hacerles desearlo aún más.

—Deseo —dijo Jared—. Una emoción fuerte para una especie que carece de conciencia de sí misma.

—¿Sabes lo que significa obin? —preguntó Boutin—. Lo que significa la palabra en el lenguaje obin, cuando no se usa para referirse a los obin como especie.

—No.

—Significa carencia —dijo Boutin, y ladeó la cabeza, divertido—. ¿No es interesante? En la mayoría de las especies inteligentes, si te remontas lo suficiente en las raíces etimológicas de cómo se llaman a sí mismos, encontrarás alguna variación de el pueblo. Porque todas las especies comienzan en su propio mundo, hogar pequeñito, convencidas de que son el centro absoluto del universo. Los obin, no. Supieron desde el principio lo que eran, y la palabra que utilizaron para describirse a sí mismos demostró que sabían que les faltaba algo que tenían las otras especies inteligentes. Carecían de conciencia. Es prácticamente el único nombre verdaderamente descriptivo que tienen. Bueno, ése y Obinur, que significa hogar de aquellos que carecen. Todo lo demás es seco como el polvo. Arist significa tercera luna. Pero lo de obin es llamativo. Imagínate que todas las especies se llamaran a sí mismas según su mayor defecto. Podríamos llamar a nuestra especie arrogancia.

—¿Por qué les importa su falta de conciencia? —preguntó Jared.

—¿Por qué saber que no podía comer del árbol de la ciencia del bien y del mal le importó a Eva? No debería haberle importado, pero así fue. Era fácil de tentar…, lo que significa, si crees en un Dios todopoderoso, que Dios intencionadamente puso la tentación en Eva. Lo cual parece un truco sucio, en mi opinión. No hay ningún motivo por el que los obin deseen la conciencia. No les servirá de nada. Pero la quieren de todas formas. Creo que es posible que los consu, en vez de meter la pata y crear una inteligencia sin ego, crearon intencionadamente a los obin de esa manera, y luego los programaron con el deseo de la única cosa que no podían tener.

—¿Pero por qué?

—¿Por qué hacen los consu las cosas? —dijo Boutin—. Cuando eres la especie más avanzada no tienes que dar explicaciones a los trogloditas, que seríamos nosotros. Comparados con nosotros, bien podrían ser dioses. Y los obin son los pobres e insensatos Adanes y Evas.

—Entonces eso te convierte en la serpiente —dijo Jared.

Boutin sonrió ante la referencia envenenada.

—Tal vez —dijo—. Y tal vez al darle a los obin lo que quieren, los expulsé de su paraíso sin ego. Podrán soportarlo. Mientras tanto, yo conseguiré lo que quiero de todo esto. Tendré mi guerra, y el fin de la Unión Colonial.

* * *

El «árbol» al que los tres miraban tenía unos diez metros de altura y aproximadamente uno de diámetro. El tronco estaba cubierto de protuberancias; con lluvia, podían conducir el agua al interior del árbol. Cada tres metros, unas protuberancias más grandes brotaban en una amalgama circular de enredaderas y delicadas ramas, disminuyendo de circunferencia a medida que aumentaban en altura. Sagan, Seaborg y Harvey observaron cómo el árbol se sacudía con la brisa.

—Hay muy poca brisa para que el árbol se bambolee tanto —dijo Sagan.

—Probablemente el viento sea más rápido ahí arriba —contestó Harvey.

—No creo. Como mucho tendrá diez metros de altura.

—Tal vez esté hueco —dijo Seaborg—. Como los árboles de Fénix. Cuando Dirac y yo estábamos haciendo nuestro ejercicio, tuvimos que tener cuidado con qué árboles pisábamos. Algunos de los más pequeños no habrían soportado nuestro peso.

Sagan asintió. Se acercó al árbol y apoyó su peso en una de las protuberancias más pequeñas. Aguantó bastante tiempo antes de romperse. Sagan observó de nuevo el árbol, pensando.

—¿Va a escalar, teniente? —preguntó Harvey.

Sagan no contestó. Se agarró a las protuberancias del árbol y se aupó, intentando distribuir su peso por igual lo máximo posible y no apoyarse demasiado en ninguna protuberancia. Cuando había recorrido unos dos tercios de la altura, el tronco se hizo más delgado, y notó que el árbol empezaba a doblarse. Su peso lo estaba combando. A tres cuartos del camino, el árbol se había doblado de manera significativa. Sagan prestó atención por si el árbol crujía o se quebraba, pero no oyó nada más que el rumor de las protuberancias rozando unas con otras. Aquellos árboles eran enormemente flexibles; Sagan sospechó que soportaban mucho viento, ya que el océano global de Arist generaba inmensos huracanes que barrían las islas-continente relativamente pequeñas del planeta.

—Harvey —dijo Sagan, moviéndose ligeramente de un lado a otro para mantener al árbol equilibrado—. Dime si parece que vaya a quebrarse.

—La base del tronco parece estar bien —contestó Harvey.

Sagan miró el arma más cercana.

—¿A qué distancia crees que está esa arma? —preguntó.

Harvey comprendió lo que pretendía.

—No lo bastante lejos para que haga lo que está pensando hacer, teniente.

Sagan no estaba tan segura.

—Harvey, ve a por Wigner.

—¿Qué?

—Trae aquí a Wigner —dijo Sagan—. Quiero intentar algo.

Harvey se quedó boquiabierto un momento, y luego corrió a transportar a Wigner. Sagan miró a Seaborg.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó.

—Me duele la pierna —respondió Seaborg—. Y la cabeza. Sigo notando que me falta algo.

—Es la integración. Es difícil concentrarse sin ella.

—Me concentro bien —dijo Seaborg—. Pero es que me concentro en lo mucho que me falta.

—Lo superarás —dijo Sagan. Seaborg gruñó.

Unos cuantos minutos más tarde Harvey apareció con el cadáver de Wigner a la espalda.

—Déjeme adivinar —dijo Harvey—. Quiere que se lo entregue.

—Sí, por favor —contestó Sagan.

—Claro, demonios, ¿por qué no? No hay nada como escalar un árbol con un cadáver al hombro.

—Puedes hacerlo —dio Seaborg.

—Siempre que no me distraiga nadie —gruñó Harvey. Agarró bien a Wigner y empezó a escalar, añadiendo su peso y el del cadáver al árbol. El árbol crujió y se tambaleó considerablemente, obligando a Harvey a avanzar despacio para conservar el equilibrio y no soltar a Wigner. Para cuando llegó junto a Sagan, el tronco estaba doblado casi en un ángulo de noventa grados.

—¿Y ahora qué? —dijo Harvey.

—¿Puedes colocarlo entre nosotros?

Harvey gruñó, se quitó con cuidado a Wigner de encima, y lo colocó de modo que quedara boca abajo en el tronco del árbol. Miró a Sagan.

—Para que conste, vaya una forma jodida de irse —dijo.

—Nos está ayudando —respondió Sagan—. Hay cosas peores.

Pasó cuidadosamente la pierna por el tronco del árbol. Harvey hizo lo mismo en la otra dirección.

—A la de tres —dijo Sagan, y cuando llegó al tres los dos saltaron del árbol, desde una altura de cinco metros sobre el suelo.

Aliviado del peso de los dos humanos, el árbol regresó con un chasquido a la perpendicular y la sobrepasó, expulsando el cadáver de Wigner del tronco y lanzándolo hacia las armas. El lanzamiento no fue un éxito total; Wigner resbaló del tronco justo antes de salir disparado, comprometiendo la energía total disponible y descentrándose antes de saltar por el aire. El arco que trazó lo situó directamente delante del arma más cercana, que lo pulverizó al instante en cuanto estuvo a tiro. Cayó convertido en una pila de carne y vísceras.

—Jesús —dijo Seaborg.

Sagan se volvió hacia él.

—¿Puedes escalar con esa pierna?

—Poder, puedo. Pero no tengo ninguna prisa en que me disparen de esa forma.

—No te dispararán. Iré yo.

—Acaba de ver lo que le ha pasado a Wigner, ¿no? —preguntó Harvey.

—Lo he visto. Era un cadáver y no tenía ningún control sobre su vuelo. También pesa más, y estábamos tú y yo en el árbol. Yo soy más ligera y estoy viva, y vosotros dos tenéis más masa. Debería poder franquear el arma.

—Si se equivoca, se convertirá en paté —dijo Harvey.

—Al menos será rápido.

—Sí. Pero asqueroso.

—Mira, ya tendrás tiempo de sobra para criticarme cuando esté muerta. De momento, me gustaría que todos subiéramos al árbol.

Unos minutos más tarde Seaborg y Harvey estaban a cada lado de Sagan, que estaba agazapada y equilibrándose en el tronco doblado.

—¿Alguna frase final? —preguntó Harvey.

—Siempre he pensado que eras un auténtico coñazo, Harvey —dijo Sagan.

Harvey sonrió.

—Yo también la quiero, teniente. —Hizo un gesto a Seaborg—. Ahora —dijo. Los dos saltaron.

El árbol se enderezó. Sagan se preparó y luchó contra la aceleración para mantener su posición. Cuando el árbol llegó al máximo de su flexión, Sagan se lanzó, añadiendo su propia fuera a la fuerza del impulso del árbol. Sagan se alzó a una altura imposible, según le pareció, franqueando fácilmente las armas, que la apuntaron pero no pudieron disparar. El mecanismo la siguió hasta que rebasó el perímetro y rápidamente cayó en el prado de más allá. Tuvo tiempo de pensar «Esto va a doler» antes de encogerse en una pelota y precipitarse al suelo. Su unicapote se endureció, absorbiendo parte del impacto pero Sagan sintió que al menos una costilla se le rompía con el golpe. El unicapote endurecido hizo que rodara más lejos de lo que había esperado. Al fin se detuvo y, tendida en la hierba, trató de recordar cómo se hacía para respirar. Tardó unos cuantos minutos más de lo que esperaba.

En la distancia, oyó a Harvey y Seaborg llamándola. También oyó un zumbido grave en la otra dirección, que aumentaba de tono cuanto más lo escuchaba. Todavía tendida en la hierba, cambió de postura y trató de ver qué era.

Una pareja de obin iban de camino, tripulando una pequeña nave armada. Avanzaban directos hacia ella.

* * *

—Lo primero que tienes que comprender es que la Unión Colonial es malvada —le dijo Boutin a Jared.

El dolor de cabeza de Jared había regresado con saña, y ansiaba ver de nuevo a Zoë.

—No estoy de acuerdo —dijo.

—Bueno, ¿cómo ibas a estarlo? Tienes un par de años de edad como máximo. Y te has pasado toda la vida haciendo lo que otros te han dicho que hagas. Apenas has tomado decisiones propias, ¿verdad?

—Ya me han dado esta charla antes —dijo Jared, recordando a Cainen.

—¿Alguien de las Fuerzas Especiales? —preguntó Boutin, verdaderamente sorprendido.

—Un prisionero raey. Se llama Cainen. Dice que te vio una vez.

Boutin frunció el ceño.

—El nombre no me resulta familiar —dijo—. Pero he conocido a unos cuantos raey y eneshanos últimamente. Todos tienden a difuminarse. Pero tiene sentido que un raey te dijera esto. Los miembros de las Fuerzas Especiales les parecen moralmente escandalosos.

—Sí, lo sé —dijo Jared—. Me dijo que yo era un esclavo.

—¡Eres un esclavo! —replicó Boutin, excitado—. O un sirviente contratado, como mínimo, atado a un acuerdo de servicio sobre el que no tienes control. Sí, te hacen sentirte bien sugiriendo que naciste especialmente para salvar a la humanidad, y encadenándote a tus compañeros de pelotón a través de la integración. Pero en el fondo no son más que modos que usan para controlarte. Tienes un año de edad, tal vez dos. ¿Qué sabes del universo? Sabes lo que te han dicho: que es un lugar hostil y que siempre nos atacan. ¿Pero qué dirías si te contara que todo lo que te ha dicho la Unión Colonial es falso?

—No es falso. Es un universo hostil. He visto suficientes combates para saberlo.

—Pero lo único que has visto son combates —dijo Boutin—. Nunca has estado en ningún sitio donde no tuvieras que ir matando a lo que fuera que te ordenase la Unión Colonial. Y, desde luego, es cierto que el universo es hostil hacia la Unión. Y el motivo es que la Unión Colonial es hostil hacia el universo. En todo el tiempo que la humanidad lleva en el espacio nunca hemos dejado de estar en guerra con casi todas las otras especies que nos hemos encontrado. Hay unas cuantas aquí o allá que la Unión Colonial considera aliados útiles o socios de negocios, pero son tan pocas que su número resulta insignificante. Conocemos a seiscientas tres especies inteligentes dentro del horizonte de salto de la Unión Colonial, Dirac. ¿Sabes a cuántas tiene la UC clasificadas como amenaza, lo que quiere decir que las FDC pueden atacarlas preventivamente a voluntad? A quinientas setenta y siete. Ser activamente hostil hacia el noventa y siete por ciento de las razas inteligentes que conoces no es sólo una estupidez. Es un suicidio racial.

—Otras especies también están en guerra entre sí —dijo Jared—. No es sólo la Unión Colonial la que combate.

—Sí. Todas las especies compiten o guerrean con otras especies. Pero las otras especies no intentan luchar contra todas las especies que se encuentran. Los raey y los eneshanos fueron enemigos acérrimos antes de que los aliáramos y, quién sabe, tal vez vuelvan a serlo. Pero ninguna de esas especies clasifica a todas las demás razas como amenazas permanentes. Nadie hace eso, excepto la Unión Colonial. ¿Has oído hablar del Cónclave, Dirac?

—No.

—El Cónclave es una gran reunión entre cientos de especies en esta parte de la galaxia —explicó Boutin—. Se creó hace más de veinte años para tratar de crear un marco de trabajo que funcionara para toda la región. Ayudaría a detener la lucha por el territorio, creando nuevas colonias de un modo sistemático, en vez de dejar que todas las especies corran para conseguir el premio y traten de derrotar a quienes intenten quitárselo. Reforzaría el sistema con un mando militar multiespecie que atacaría a todo aquel que tratara de tomar una colonia por la fuerza. No todas las especies han firmado el Cónclave, pero sólo dos se han negado a enviar representantes. Una son los consu, por que para qué iban a hacerlo. La otra es la Unión Colonial.

—Esperas que me fíe de tu palabra —dijo Jared.

—No espero nada de ti. No sabes nada. Los soldados de las FDC no saben nada. La Unión Colonial tiene todas las naves espaciales, las de salto y los satélites de comunicaciones. Controla todo el comercio y la poca diplomacia que tenemos en sus estaciones espaciales. La Unión Colonial es el cuello de botella a través del que fluye toda la información, y decide lo que saben las colonias y lo que no. Y no sólo las colonias, también la Tierra. Demonios, la Tierra es lo peor.

—¿Por qué? —preguntó Jared.

—Porque la han mantenido socialmente retrasada durante doscientos años —dijo Boutin—. La Unión Colonial saca a la gente de allí, Dirac. Usa los países ricos para su ejército. Usa los países pobres para su ganado colonial. Y le va tan bien haciendo eso que suprime activamente la evolución natural de la sociedad allí. No quieren que cambie. Eso estropearía su producción de soldados y colonos. Así que apartaron a la Tierra del resto de la humanidad para impedir que la gente sepa lo perfectamente estáticos que están. Crearon una enfermedad (la llamaron el Gatillazo) y le dijeron a la gente de la Tierra que era una infección alienígena. La usaron como excusa para poner el planeta en cuarentena. Dejaron que apareciera cada una o dos generaciones sólo para mantener la farsa.

—He conocido a gente de la Tierra —dijo Jared, pensando en el teniente Cloud—. No son estúpidos. Se darían cuenta de que los están retrasando.

—Oh, la Unión Colonial permite alguna innovación cada par de años para hacerles creer que siguen en la curva de crecimiento, pero nunca es nada útil —dijo Boutin—. Un nuevo ordenador aquí. Un reproductor de música allá. Una técnica de transplante de órganos. Han permitido la ocasional guerra de expansión para mantener las cosas interesantes. Mientras tanto, todos tienen las mismas estructuras políticas y sociales que hace doscientos años, y creen que es porque han llegado a un punto de auténtica estabilidad. ¡Y se siguen muriendo a los setenta y cinco años! Es ridículo. La Unión Colonial ha manipulado tan bien la Tierra que ésta ni siquiera sabe que está siendo manipulada. Está a oscuras. Todas las colonias están a oscuras. Nadie sabe nada.

—Excepto tú —dijo Jared.

—Me dediqué a construir soldados, Dirac. Tuvieron que permitirme saber lo que estaba pasando. Tuve acceso top secret hasta el momento en que maté a ese clon mío. Por eso sé que existe el Cónclave. Y por eso sé que si no se elimina a la Unión Colonial, la humanidad se extinguirá.

—Parece que hasta ahora hemos aguantado bien.

—Eso es porque la Unión Colonial se aprovecha del caos —dijo Boutin—. Cuando el Cónclave ratifique su acuerdo (y lo hará el año próximo o el siguiente), la Unión Colonial no podrá fundar más colonias. La fuerza militar del Cónclave los expulsará de todos los planetas que intenten tomar. No podrán apoderase tampoco de más colonias. Estaremos atascados, y cuando otra raza decida tomar uno de nuestros mundos, ¿quién la detendrá? El Cónclave no protegerá a las razas que no participen. Lenta pero firmemente seremos reducidos de nuevo a un solo mundo. Si logramos conservarlo.

—A menos que haya una guerra —dijo Jared, sin ocultar su escepticismo.

—Así es. El problema no es la humanidad. Es la Unión Colonial. Deshazte de la Unión Colonial, sustitúyela por un gobierno que ayude a su pueblo en vez de explotarlo y mantenerlo en la ignorancia para su propio provecho, y unámonos al Cónclave para conseguir una parte razonable de los nuevos mundos coloniales.

—Contigo al mando, supongo —dijo Jared.

—Hasta que organicemos las cosas, sí.

—Menos los mundos que tomen para sí los raey y los eneshanos, tus aliados en esta aventura.

—Los raey y los eneshanos no van a luchar gratis.

—Y los obin se quedarán la Tierra —dijo Jared.

—Eso es para mí. Petición personal.

—No está nada mal.

—Sigues subestimando cuánto desean los obin la conciencia.

—Me gustaba más cuando creía que sólo pretendías vengarte por Zoë.

Boutin dio un paso atrás, como si lo hubiera abofeteado. Entonces se inclinó hacia delante.

—Ya sabes cómo me sentí cuando creí que había perdido a Zoë —susurró—. Lo sabes. Pero déjame que te diga algo que no pareces saber. Después de recuperar Coral de los raey, la oficina de Inteligencia Militar de las FDC predijo que los raey llevarían a cabo un contraataque y enumeró los cinco objetivos más probables. Omagh y la Estación Covell ocupaban los primeros puestos de la lista. ¿Y sabes qué hicieron las FDC al respecto?

—No.

—No hicieron absolutamente nada —Boutin escupió las palabras—. Y el motivo fue que las FDC contaban con pocos recursos tras lo de Coral, y algún general decidió que lo que realmente quería era tratar de quitarle un mundo colonial a los robu. En otras palabras, era más importante ir a por nuevas posesiones que defender las que ya teníamos. Sabían que el ataque iba a producirse, y no hicieron nada. Y hasta que los obin contactaron conmigo, todo lo que supe fue que el motivo por el que mi hija había muerto era que la Unión Colonial no había hecho lo que se suponía que tenía que hacer: mantener a salvo las vidas de aquellos a quienes protege. Mantener a salvo a mi hija. Confía en mí, Dirac. Todo esto tiene que ver con Zoë.

—¿Y si tu guerra no sale como quieres? —preguntó Jared, en voz baja—. Los obin seguirán queriendo tener conciencia, pero no tendrán nada que darte a cambio.

Boutin sonrió.

—Estás aludiendo al hecho de que ya hemos perdido a los raey y los eneshanos como aliados —dijo. Jared trató de ocultar su sorpresa y fracasó—. Sí, claro que lo sabemos. Y tengo que admitir que me preocupó durante un tiempo. Pero ahora tenemos algo que creo que nos vuelve a poner en camino y que permitirá a los obin vencer ellos solos a la Unión Colonial.

—Imagino que no me dirás qué es —dijo Jared.

—Te lo diré con mucho gusto. Eres tú.

* * *

Sagan se arrastró por el suelo, buscando algo con lo que luchar. Sus dedos se cerraron en torno a algo que parecía sólido, y tiró con fuerza. Se encontró con un terrón de tierra.

«Ah, al carajo», pensó. Se puso en pie de un salto y lo arrojó contra el hovercraft al pasar. El proyectil dio en la cabeza del segundo obin, sentado detrás del primero. La criatura se tambaleó sorprendida y cayó del asiento.

Sagan echó a correr y se lanzó sobre el obin en un instante. La asombrada criatura trató de apuntarle con su arma, pero Sagan se hizo a un lado, se la quitó de la mano, y golpeó al obin con ella. El obin chilló y se quedó inmóvil.

En la distancia, el hovercraft daba la vuelta y trataba de lanzarse hacia Sagan. La teniente examinó el arma que tenía en la mano, intentando entender su funcionamiento antes de que el hovercraft regresara, y decidió no molestarse. Agarró al obin, lo golpeó en el cuello para someterlo, y buscó un arma afilada. Encontró algo parecido a un cuchillo de combate colgado de su cintura. Su forma y manejo no eran adecuados para una mano humana, pero no podía hacer nada al respecto en ese momento.

El hovercraft ya había dado por completo la vuelta y se precipitaba hacia Sagan. Ella pudo ver el cañón de su arma girando para disparar. Se agachó y, con el cuchillo todavía en la mano, agarró al obin caído y con un gruñido lo interpuso en el camino del hovercraft y su arma. El obin bailó mientras las flechas lo asaeteaban. Sagan, cubierta por el obin, se acercó tanto como se atrevió al hovercraft y descargó el cuchillo sobre el obin cuando pasaba. Sintió una fuerte sacudida en el brazo y cayó dando vueltas al suelo cuando el cuchillo entró en contacto con el cuerpo del obin. Se quedó en el suelo, aturdida y dolorida, durante varios minutos.

Cuando finalmente se levantó vio el hovercraft flotando a unos cuantos metros de distancia. El obin estaba todavía montado en él, la cabeza colgando del cuello por un hilo de piel. Sagan lo empujó para desmontarlo y lo despojó de sus armas y suministros. Luego limpió la sangre del obin del hovercraft lo mejor que pudo y dedicó unos minutos a intentar comprender cómo funcionaba la máquina. Entonces la hizo girar y voló hacia la cerca. El hovercraft rebasó fácilmente las armas allí emplazadas; Sagan se mantuvo fuera de su alcance, y se posó delante de Harvey y Seaborg.

—Tiene un aspecto horrible —dijo Harvey.

—Me encuentro fatal —dijo Sagan—. Ahora, ¿queréis salir de aquí o preferís seguir charlando de tonterías?

—Eso depende —dijo Harvey—. ¿Adonde vamos?

—Teníamos una misión —recordó Sagan—. Creo que deberíamos terminarla.

—Claro —dijo Harvey—. Nosotros tres sin armas contra al menos varias docenas de soldados obin, dispuestos a atacar una estación científica.

Sagan cogió el arma obin y se la tendió a Harvey.

—Ahora tienes un arma —dijo—. Lo único que tienes que hacer es aprender a usarla.

—Cojonudo —dijo Harvey, aceptando el arma.

—¿Cuánto tiempo cree que tenemos hasta que los obin se den cuenta de que les falta un hovercraft? —preguntó Seaborg.

—Ninguno —dijo Sagan—. Vamos. Es hora de ponernos en marcha.

* * *

—Parece que tu grabación ha terminado —le dijo Boutin a Jared, y se volvió hacia su pantalla. Jared lo supo antes de que Boutin lo dijera porque la sensación de pellizco había desaparecido hacía unos instantes.

—¿Qué quieres decir con eso de que soy yo quien va a permitirte enfrentarte a la Unión Colonial? —dijo Jared—. No voy a ayudarte.

—¿Por qué no? ¿No te interesa salvar a la raza humana de una muerte lenta por asfixia?

—Digamos que tu presentación no me ha convencido del todo.

Boutin se encogió de hombros.

—Qué se le va a hacer —dijo—. Naturalmente, como eres yo, o una especie de facsímil, esperaba que acabaras pensando como yo. Pero en el fondo no importa cuántos recuerdos o tics personales míos tengas, sigues siendo otra persona, ¿no? O lo eres por ahora, al menos.

—¿Qué significa eso?

—Ahora llegaremos. Pero déjame que te cuente primero una historia. Aclarará algunas cosas. Hace muchos años, los obin y una raza llamada los ala se enzarzaron en una pelea por algunos territorios. En la superficie, los ala y los obin estaban igualados militarmente, pero el ejército alaíta estaba compuesto por clones. Eso significaba que todos eran vulnerables a la misma arma genética, un virus que los obin diseñaron y que permanecía dormido durante un tiempo (el suficiente para ser transmitido) antes de disolver la carne del pobre ala donde viviera. El ejército alaíta fue eliminado, y luego lo fueron los ala.

—Una historia encantadora —dijo Jared.

—Espera, todavía tiene que mejorar. No mucho tiempo después, se me ocurrió hacer lo mismo con las Fuerzas de Defensa Coloniales. Pero hacerlo es más complicado de lo que parece. Para empezar, los cuerpos militares de las FDC son casi completamente inmunes a la enfermedad: la SangreSabia simplemente no tolera los patógenos. Y naturalmente, ni las FDC ni las Fuerzas Especiales son cuerpos clonados, así que aunque pudiéramos infectarlos, no todos reaccionarían de la misma manera. Pero entonces me di cuenta de que había una cosa en cada cuerpo de las FDC que era exactamente igual. Algo que yo conocía íntimamente.

—El CerebroAmigo —dijo Jared.

—El CerebroAmigo —reconoció Boutin—. Y para eso yo podía crear un virus retardado propio…, un virus que se introdujera dentro del CerebroAmigo y que se duplicara cada vez que un miembro de las FDC se comunicara con otro, pero que permaneciera dormido hasta el día y la hora de mi elección. Entonces haría que todos los sistemas corporales regulados por el CerebroAmigo se volvieran locos. Todo el mundo que tuviera un CerebroAmigo moriría al instante, y todos los mundos humanos quedarían abiertos para la conquista. Rápido, fácil, indoloro.

»Pero había un problema. No tenía forma de introducir el virus. Mi puerta trasera era sólo para temas de diagnóstico. Podía leer y desconectar algunos sistemas, pero no estaba diseñada para cargar códigos. Para hacerlo, necesitaría que alguien lo aceptara de mí y actuara como portador. Así que los obin fueron en busca de voluntarios.

—Las naves de las Fuerzas Especiales —dijo Jared.

—Supusimos que las Fuerzas Especiales serían más vulnerables a la desconexión de sus CerebroAmigos. Nunca habéis estado sin ellos, mientras que los soldados regulares de las FDC podrían ser capaces de funcionar todavía. Y resultó que era correcto. Os recuperáis al cabo del tiempo, pero el shock inicial nos dio un montón de tiempo para trabajar. Trajimos a algunos aquí y tratamos de convencerlos para que fueran portadores. Primero se lo pedimos, y luego insistimos. Ninguno cedió. Eso es disciplina.

—¿Dónde están ahora?

—Están muertos. Los obin tienen una forma muy exigente de insistir. Es algo que yo tendría que enmendar, por cierto. Algunos sobrevivieron y los he estado utilizando para estudiar la conciencia. Están vivos, todo lo vivos que pueden estar unos cerebros en un frasco.

Jared se sintió asqueado.

—Vete al carajo, Boutin —dijo.

—Tendrían que haberse ofrecido voluntarios —dijo Boutin.

—Me alegro de que te decepcionaran. Yo haré lo mismo.

—No lo creo. Lo que te hace diferente, Dirac, es que ninguno de ellos tenía ya en sus cabezas mi cerebro y mi conciencia. Y tú sí.

—Incluso con ambas cosas, no soy tú —dijo Jared—. Tú mismo lo has dicho.

—Dije que por ahora eras otra persona. Supongo que no sabes qué te sucedería si transfiriera la conciencia que hay aquí dentro —Boutin se tocó la sien—, y la pusiera en tu cabeza, ¿verdad?

Jared recordó su conversación con Cainen y Harry Wilson, cuando sugirieron superponer la conciencia grabada de Boutin sobre la suya propia, y sintió frío.

—Borrará la conciencia que ya hay ahí —dijo.

—Sí.

—Me matarás.

—Bueno, sí —dijo Boutin—. Pero acabo de hacer una grabación de tu conciencia, porque necesito afinar mi propia transferencia. Está todo hasta hace unos cinco minutos. Así que sólo estarás muerto en parte.

—Hijo de puta —dijo Jared.

—Y cuando haya cargado mi conciencia en tu cuerpo, serviré como portador del virus. No me afectará, naturalmente. Pero todos los demás lo recibirán con plena fuerza. Luego haré fusilar a tus compañeros de pelotón, y después Zoë y yo volveremos al espacio de la Unión Colonial en esa cápsula de captura que habéis tenido el detalle de proporcionarnos. Les diré que Charles Boutin está muerto, y los obin se mantendrán al margen hasta que el virus actúe. Luego intervendrán y obligarán a la Unión Colonial a rendirse. Y así de fácil, tú y yo habremos salvado a la humanidad.

—No me metas en esto —dijo Jared—. No tengo nada que ver.

—¿No? —dijo Boutin, divertido—. Escucha, Dirac. La Unión Colonial no me verá como el instrumento de su caída. Ya estaré muerto. Van a verte a ti, y solo a ti. Oh, serás parte de esto, amigo mío. No tienes ninguna opción.